Luis Rubio
PEMEX es la onceava empresa petrolera del mundo. Sin embargo, sus índices de productividad y eficiencia son atroces. Emplea mucha más gente que sus pares internacionales, desperdicia mucha más energía que ellas, tiene pésimos resultados de operación y su contribución al desarrollo del país es infinitamente inferior al que podría ser. En otras palabras, el problema de PEMEX no es de dinero sino de administración. Felizmente, la iniciativa de ley presentada por el ejecutivo esta semana se enfoca precisamente a este tema.
El enfoque que adopta la propuesta gubernamental empata con el problema que existe. PEMEX es una empresa que no funciona como empresa; lo que es más, no fue creada para operar como empresa y es administrada como un órgano estatal donde los índices de eficiencia y productividad no son relevantes. Desde su creación, la entidad fue concebida como un instrumento para apaciguar al sindicato, enriquecer a los funcionarios públicos que designara la presidencia y apoyar los proyectos que el gobierno declarara como prioritarios. En una palabra, la entidad fue creada para explotar los recursos petroleros pero con criterios políticos, partidistas y con una infinita tolerancia a la corrupción. Se podría decir lo contrario: se concibió a la entidad como una fuente de corrupción institucionalizada. Y precisamente por eso el sistema político ha sido tan refractario a cualquier cambio en la entidad.
Luego llovió sobre mojado. Por muchos años, la entidad se administró como si fuese la caja chica del gobierno para los fines mencionados. En los ochenta, luego de la crisis originada en la caída de los precios del petróleo, el gobierno intentó reencauzar a la entidad, pero no abandonó los criterios políticos: simplemente los modificó. Con la creación de la entonces llamada Secretaría de la Contraloría, el gobierno sometió a PEMEX a un régimen de control administrativo y de gestión que, aunque quizá pudiera sonar lógico en concepto, tuvo el efecto de paralizar la toma de decisiones.
En lugar de avanzar hacia la construcción de una empresa debidamente organizada y constituida, con los debidos mecanismos de control y rendición de cuentas, el régimen instalado en los ochenta no hizo sino atemorizar a los funcionarios probos y competentes, a la vez que dio rienda suelta a los corruptos. Es decir, no cambió la forma de operar de la entidad, pero sí se introdujeron toda clase de mecanismos de control que sujetaban a los funcionarios a un régimen de terror.
Un muy alto ex funcionario de la entidad contaba la historia de cómo se decidió la inversión de un proyecto para Cantarel: el tamaño óptimo del proyecto, aquel que maximizaba la eficiencia y minimizaba los costos, era mayor al que requería la explotación de los pozos, pero era el más lógico en términos económicos. Los abogados personales de los funcionarios involucrados insistieron que la decisión debía ser por un proyecto de menor envergadura aunque el costo fuera mayor y la eficiencia menor, ya que ese modo de actuar no podría ser objetado por al Contraloría. El país acabó pagando mucho más gracias a la impecable lógica que había engendrado el monstruo de la Contraloría, hoy de la Función Pública.
La iniciativa de ley que presentó el ejecutivo federal esta semana no es muy vistosa porque no promete inversiones multimillonarias ni propone grandes cambios constitucionales que permitieran alebrestar al gallinero, pero hace algo mucho más valioso: propone convertir a PEMEX en una empresa. Más allá de proponer que en algunas áreas de la industria (como ductos y refinación) se permita la inversión privada, el objetivo central de la iniciativa reside en convertir a PEMEX en una empresa sujeta a un régimen de gobierno interno que garantice la transparencia y la obligue a arrojar resultados medidos en términos de eficiencia y productividad. En lugar de que su contribución al desarrollo del país sea por vías indirectas y siempre sujetas a intereses particulares dentro o fuera de la empresa, la propuesta es que el desempeño de la empresa se mida con criterios convencionales de eficiencia. Es decir, separaría la administración de la empresa de la asignación de los recursos que ésta generara, función que ejercería el gobierno.
De ser aprobada la iniciativa, los mexicanos nos encontraríamos ante el inusitado panorama de poder observar si de verdad el gobierno mexicano es reformable como nos dicen nuestros políticos. El tema no es menor: todo en PEMEX está diseñado para avanzar y proteger el régimen de expoliación y privilegios del que goza el sindicato y la burocracia. En lugar de ser la empresa modelo para el país que prometió la expropiación petrolera, PEMEX no es otra cosa que una fuente inagotable de ineficiencia y corrupción. El gran reto que enfrenta la iniciativa que propone el Presidente es el de construir una empresa eficiente y competitiva.
La iniciativa es avezada en algunos rubros y muy limitada en otros. Por un lado, remueve a PEMEX del régimen de control que, a través de la legislación en materia de obra pública y de funcionarios públicos, garantiza que todo esté siempre paralizado sin detener la corrupción. En este sentido, la iniciativa constituye un avance significativo. Sin embargo, para que ese avance no se traduzca en más corrupción y la misma ineficiencia, tendría que garantizarse un régimen de control interno que fuera más creíble y sólido. En la actualidad, en el consejo de le entidad se sientan cinco miembros del sindicato y seis miembros del gabinete. O sea, aunque nos dicen que la empresa es de todos los mexicanos, el sindicato difícilmente un digno representante de la ciudadanía- detenta casi la mitad del control de la empresa. La iniciativa no cambia esa estructura; simplemente propone incorporar a cuatro nuevos consejeros independientes. Difícil de creer que un cambio nominal como éste se podría traducir en un cambio real en la estructura o funcionamiento de la entidad.
Los objetivos que plantea la iniciativa son muy razonables y muy lógicos. Sin embargo, los instrumentos diseñados para lograrlos son tímidos y claramente insuficientes. PEMEX se ha convertido en una vaca sagrada que no es orgullo de mexicano alguno. Todo mundo, incluido el crítico mayor de una reforma, utiliza a la empresa para avanzar sus proyectos particulares. Es tiempo de garantizarle a los dueños, la ciudadanía, que Ali Babá se mude a otra latitud. Aunque los instrumentos que propone la iniciativa son débiles para lograr su cometido, su enfoque es sin duda correcto. La iniciativa tiene que ser aprobada para que México comience a cambiar.