Dos Méxicos

Luis Rubio

Impactante la facilidad que los mexicanos tenemos para coincidir en temas como las vacaciones y las prácticas religiosas tradicionales. Increíblemente contrastante es la incapacidad para conciliar posiciones y coincidir en los temas fundamentales del presente y futuro del país. Son estos contrastes los que marcan nuestra realidad tangible, pero también son sugerentes del potencial tan desaprovechado que realmente tiene el país.

La localidad no hace mayor diferencia: igual puede ser una playa en Acapulco o las playas de cemento en el DF; lo mismo es cierto en la celebración de la vida y muerte de Jesús en Iztapalapa que en las iglesias y poblados en los lugares más recónditos. La capacidad para coincidir es impactante. Los días santos permiten observar y reflexionar sobre las coincidencias, pero también sobre las diferencias que nos caracterizan. Son tantas las coincidencias que parecería mera necedad la incapacidad para enfatizar lo que nos une en lugar de hacer lo que más hacemos: disputar, impedir y obstaculizar.

Pasados los días de coincidencias hemos vuelto a la dura realidad cotidiana. Los perredistas se baten en la sangre de su incapacidad para desarrollar una elección limpia y transparente, como si la redención del mundo estuviera de por medio. Las autoridades regulatorias renuevan su saña para atacar a los supuestos causantes de todos los males, cualquiera que sea el ámbito de su competencia. Los legisladores se atacan entre sí, como si su función fuera la de destruirse mutuamente y no la de encontrar formas de conciliar posiciones y avanzar los intereses del país. En el gobierno federal retornamos al business as usual, es decir, a más de lo mismo. Los grandes proyectos están ahí, pero no son el tema central del discurso ni del actuar. Los gobernadores, cuan caballos en el hipódromo, no ven más que la posibilidad de ser candidatos a la presidencia. La responsabilidad de gobernar es lo de menos.

Observando el panorama de estos días reflexionaba yo sobre el contraste entre los dos mundos: el del mexicano común y corriente que coincide con sus pares en querer una vida mejor o, al menos, que los políticos no le hagan imposible su vida cotidiana; y el de los políticos y gobernantes que, en su afán por lograr grandes propósitos personales o nacionales, se empecinan en privilegiar las diferencias y hacer imposible la construcción de un gran esfuerzo nacional hacia el desarrollo y la civilidad.

¿Por qué, me preguntaba, otras naciones con historias similares han podido romper con sus diferencias en aras de transformarse para que todos ganen? Es evidente que los españoles, por citar un ejemplo evidente, tienen perspectivas profundamente contrastantes respecto a la mejor forma de gobernarse y progresar y, sin embargo, han tenido la capacidad para sumar esfuerzos y construir un sistema político funcional y una economía pujante. ¿Por qué no lo podemos hacer nosotros? ¿Será que en el país sólo existe capacidad de funcionar cuando estamos en presencia de autoridades «superiores», aquellas en que ningún común mortal toma decisiones?

Todo parece indicar que el país funciona, y ha funcionado, sólo cuando se trata del César o de Dios, es decir, cuando ha habido un presidente o gobernante autoritario capaz de imponerse y mandar o cuando la autoridad celestial impone sus tradiciones, como es el caso del vía crucis. ¿Será que somos negados para la democracia? Lo evidente es que la dinámica política nacional se alimenta de resentimientos más que de la búsqueda de coincidencias. ¿Será posible cambiar esta dinámica perversa?

Al día de hoy, hay dos fallas casi geológicas que nos dividen. La primera se refiere a la política económica, en tanto que la segunda tiene que ver con la forma de gobernarnos y trasformar al país.

En cuanto a la economía, aunque las diferencias prácticas han disminuido, éstas siguen siendo inmensas en el mundo de la retórica. El gran punto de quiebre tiene que ver con las reformas iniciadas en los 80, que rompieron con el estatismo de los años 70. Es irrelevante discutir los méritos de implantar una estrategia de desarrollo fundamentada en los mercados respecto a los méritos de una economía estatizada, pues la verdadera diferencia no es pragmática sino ideológica y política. La disputa política que ha caracterizado al país en los últimos años ha enfatizado las diferencias en el camino económico, pero los límites de acción reales son mucho más estrechos de los que la retórica sugiere. Lo anterior, sin embargo, no ha disminuido la retórica ni ha servido para educar a nuestros políticos respecto al ambiente que es necesario construir para que el país atraiga inversiones y pueda prosperar.

Las diferencias respecto a la forma de gobernarnos y transformar al país son sugerentes del verdadero conflicto que nos caracteriza. Los mexicanos estamos profundamente divididos y atrincherados en dos lados de una hasta hoy infranqueable barrera: por un lado están aquellos que creen que el progreso se logra dando pequeños pasos graduales dentro de las instituciones existentes, sean éstas buenas o malas; por el otro están aquellos que consideran que la única forma de avanzar es por medio de la violencia, el asalto a las instituciones y la imposición de una nueva forma de gobierno. Estas dos perspectivas representan no solo un contraste, sino una aguda división que aqueja a todos los ámbitos de la sociedad. Pero lo peor es que buena parte de la población se encuentra en un estadio intermedio donde la impunidad es la regla y la destrucción gradual de las instituciones la inevitable consecuencia.

La gran pregunta es si las diferencias de forma que nos caracterizan son conciliables dentro de un entorno democrático. Si uno ve hacia atrás, lo evidente es que el país ha logrado un enorme progreso en las últimas décadas. Nos quejamos mucho y enfatizamos las carencias, pero lo logrado en estos años es en muchos sentidos impactante. Por otro lado, cualquiera que otee el futuro sabe que éste se ve cuesta arriba. Se ve difícil porque hemos optado por hacerlo difícil, cuando no imposible. El país necesita un gobierno con visión y capacidad de articular alianzas legislativas que trasciendan la coyuntura y permitan enfocarnos hacia el largo plazo en un contexto de contrapesos ciudadanos efectivos. Lo que hemos estado viviendo -alianzas para asuntos específicos- impone un elevadísimo costo y, sobre todo, privilegia el conflicto y la distancia. Así no se desarrolla un país.

Lo evidente, como ilustran las coincidencias entre los mexicanos de todos colores y sabores, es que un mejor futuro es realmente posible.

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