Reformas ‘¿light?’

Luis Rubio

Todo parece indicar que en lo profundo de nuestro subconsciente colectivo, los mexicanos tenemos alma de guerrilleros. Al menos en la retórica, tenemos una franca preferencia por las grandes soluciones y descalificamos cualquier hecho (decisión, acción o reforma) que no lo transforme todo de una vez. Ante cualquier propuesta de modificación del statu quo surgen las frustraciones y las acusaciones: que no se avanzó nada, que se destruyó todo. El maniqueísmo de nuestro subconsciente es muy revelador de la suma de expectativas desmedidas y frustraciones acumuladas e impide apreciar con objetividad dónde hay avances y dónde no o cuándo una determinada acción entraña cambios relevantes y cuándo no.

Desde que comenzó la era de las reformas en los ochenta, el país se ha batido en una lucha intestina de varias pistas. En el centro está la disputa por el modelo: la construcción de un país moderno y rico frente a la perseverancia de un modelo estatista que logró estabilidad pero no riqueza y libertad. A los lados, en las pistas paralelas están, por un lado, la disputa sobre los métodos para cambiar al país: sobre todo entre quienes consideran que las instituciones existentes, buenas o malas, son el medio necesario para realizar los cambios requeridos, y quienes encuentran en la violencia, los plantones y la imposición un método idóneo para avanzar su causa. En el otro lado está la disputa entre los puristas: aquellos que quieren la perfección y sólo la perfección y aquellos que hacen el verdadero trabajo político y legislativo, con frecuencia diluyendo significativamente los alcances de los proyectos.

Cada una de estas dinámicas ha marcado al país en las décadas recientes y ninguna ha desaparecido. Todas las pistas siguen vivas y activas y caracterizan alguna parte de nuestro diario peregrinar. La toma de Reforma o de la tribuna del Congreso es indicativa de los métodos que se emplean en la lucha; la confrontación de modelos y perspectivas, que llegó a su punto álgido en la elección de 2006 y continúa con el debate energético, muestra de manera patente la disputa central; y el uso de calificativos como excesivo, light, pequeño, anti patriótico, privatizador, etc. ilustra la discusión entre los puristas.

En el devenir de las reformas que se han instrumentado en todos estos años ha habido de todo: reformas exitosas y reformas fallidas, reformas costosas y reformas rentables. La definición misma de éxito o fracaso es un tema de disputa: en ausencia de parámetros convencionales o de algunos que sean aceptados por todos, la definición de éxito queda sujeta a los cálculos políticos o preferencias ideológicas de los interesados. Quizá nada ilustre mejor esta disputa que el caso de Telmex: para algunos esa privatización es el epítome del éxito porque logró convertir un servicio anquilosado y paralizado en una empresa dinámica capaz de ofrecer los mejores servicios a los usuarios; para otros la trasferencia de un monopolio público a uno privado no hizo sino enriquecer a su nuevo dueño, quien no tiene incentivo alguno para ofrecer servicios a precios competitivos. El éxito o el fracaso está en el ojo de quien lo observa.

Otro caso relevante es el del encarcelamiento de Joaquín Hernández Galicia la Quina. Esa acción, emprendida por Carlos Salinas al inicio de su sexenio, mostró la disposición del nuevo gobierno por enfrentar cualquier oposición al cambio de modelo. A la legalita o a la legalona, el otrora líder de los petroleros fue encarcelado. La empresa quedó paralizada unos días, se impuso un nuevo liderazgo sindical, más benigno al régimen, y se cambiaron algunas cláusulas del contrato colectivo, pero pronto se retornó a lo de siempre. Un gran cambio, aparatoso y vistoso, pero sin mayor consecuencia en términos de la funcionalidad de la empresa o de la afectación de beneficios para los sindicalizados. Con esto no quiero minimizar la importancia política del hecho de enfrentar a un poderoso líder obrero, acción que se ha convertido en mención obligada para toda discusión política en el país: el quinazo cambió a México y se convirtió en punto de referencia inevitable. Pero no se puede perder la perspectiva: fue un acto de poder, no un acto de reforma. El hecho de remover al líder petrolero no cambió al sindicato o a la empresa: seguimos teniendo el mismo sindicato abusivo y corrupto y la misma empresa improductiva.

Por definición, una reforma entraña cambios en el statu quo: la afectación de intereses y la modificación de reglas fundamentales del juego. Los actores cruciales en el proceso se ven afectados y no tienen más opción que modificar sus patrones de comportamiento. Son éstas las reformas que se disputan en la pista central: las que modifican la esencia de la realidad económica, social o política del país. Son éstas las reformas que generan cambios en el comportamiento de actores como los sindicatos, empresarios, reguladores, etc. Uno puede estar de acuerdo o en desacuerdo con algunas de las privatizaciones realizadas en las décadas pasadas o con los cambios en regímenes como el de comercio exterior, pero todos ellos modificaron la interacción entre los actores centrales, los involucrados en el proceso, y la política en el país en general.

Desde este punto de vista, vale preguntarse cuándo una reforma es profunda y duradera y cuándo ésta es meramente superficial o light. El contraste entre el cambio de régimen del comercio exterior o la privatización de Telmex y las actuales propuestas de modificación a PEMEX es patente. El país cambió de manera radical como resultado de las nuevas reglas que norman el comercio exterior y, de igual forma, todo cambió con la privatización de Telmex. Telmex es hoy una compañía productiva y no una oficina burocrática, su sindicato aboga por la productividad y lucha por reivindicaciones laborales dentro de un esquema de negociación obrero patronal, no dentro de un marco político. No así PEMEX, donde todo sigue igual, como si la Quina siguiera ahí.

En un entorno tan polarizado es imposible establecer definiciones consensuales de éxito o fracaso. Más allá de las preferencias de modelo que cada uno tenga, parece bastante evidente que una reforma es exitosa cuando logra su cometido: cuando se transforma la actividad o sector en la dirección que se anticipaba sin efectos colaterales indeseables. Lo importante no es si sigue el sindicato o su liderazgo, sino la medida en que su naturaleza cambia. Ahí esta el contraste entre Telmex y PEMEX. El calificativo de light es espurio porque no sirve para determinar nada, excepto evidenciar los prejuicios de quien lo emplea.