Luis Rubio
El camino de las restricciones a la libertad es siempre resbaladizo. Se comienza con una argumentación lógica y razonable de por qué es benéfico incorporar limitaciones y prohibiciones pero se termina con un número creciente de impedimentos y mecanismos de control que, poco a poco, cambian la naturaleza de la sociedad y los procesos políticos. Es por eso que, luego de contemplar los riesgos de limitar la expresión, una sociedad tras otra ha optado por los riesgos y costos de la libertad por sobre los del control.
En su esencia, la libertad de expresión surge de dos principios fundamentales, uno ético y el otro práctico. Por el lado ético y filosófico, la libertad de pensamiento está íntimamente ligada a la de expresión y ambas caracterizan al ser humano –de hecho lo definen- y lo diferencian del resto de los habitantes del planeta. Por el lado práctico, la expresión, tanto positiva como negativa, es un medio fundamental para asegurar que quienes toman decisiones en la sociedad, tanto los ciudadanos en lo individual como los órganos colectivos de decisión social, estén ampliamente informados y conozcan todas las opiniones y posturas que existen y se manifiestan en relación a un determinado tema. Así, tanto por razones filosóficas como prácticas, la libertad de expresión es central a la vida de una sociedad que aspira a ser amable, participativa y democrática.
Al mismo tiempo, es evidente que no todas las ideas que se escriben o publican son amables, altruistas o constructivas. Algunas de las cosas que se publican son ofensivas, odiosas, racistas, atacan a terceros, incitan a la violencia o son, simplemente, vulgares. Algunas de esas expresiones son ideas divergentes, propuestas que responden a grupos interesados en algún tema, postura pública o convocatorias a favor o en contra de determinado candidato, legislación o partido político. Pero todas son ideas que reflejan el sentir de una sociedad tan compleja (y acomplejada) como la mexicana y se amparan en la preocupación original del constituyente, que precisamente con ese propósito redactó de manera majestuosa el Artículo 6°: “la manifestación de las ideas no será objeto de ninguna inquisición judicial o administrativa”.
El problema es que es difícil, por no decir imposible, separar lo que para unos es un lenguaje amable pero para otros es hostil. En una sociedad moderna, integrada por millones de individuos con muy distintas ideas y formas de ver las cosas, es imposible encontrar definiciones de lo que es una expresión legítima y cuál no. Para empezar, ¿quién lo juzga?, ¿quién tiene derecho de juzgarlo? Y esa es la razón por la que prácticamente todas las sociedades modernas acaban optando por un régimen de libertad de expresión plena: mejor el riesgo del exceso que el de la censura porque uno sabe dónde comienza la censura, pero nunca donde termina.
La decisión de nuestros legisladores de incorporar restricciones a la libertad de expresión de quienes podrían “contratar propaganda en radio y televisión dirigida a influir en las preferencias electorales de los ciudadanos…” responde a una situación de coyuntura (la elección de 2006) pero abre una enorme caja de Pandora. Es claro que la libertad de expresión no es un valor absoluto, como nada es absoluto en la vida. Pero las restricciones a la expresión que existen en sociedades democráticas son de una naturaleza muy distinta a la que aquí se pretende practicar. En aquellas sociedades esas restricciones se refieren a situaciones que incitan a la violencia, a producir conductas ilícitas o a causar un daño irreparable, pero no a limitar la capacidad de los ciudadanos, o de algunos ciudadanos, a expresarse por el método de su preferencia en materia electoral o política, justamente lo que la Constitución consagra y protege en el Artículo sexto.
El razonamiento legislativo al incorporar restricciones a la libertad de expresión parece animado por el legítimo objetivo de propiciar la cohesión política y reducir la conflictividad existente. Pero al intentar tutelar ese interés público no se meditaron las consecuencias ni se reparó en sus potenciales implicaciones. Y esto no es novedoso: en algún momento de su historia todos los gobiernos del mundo han sucumbido ante el impulso de controlar el pensamiento y la expresión, y nuestro pasado nada remoto es testigo vivo y fehaciente de lo que pueden producir los controles y la uniformidad de posturas, ambos objetivos de la ley electoral reciente.
Nuestra historia ha sido peculiar en esta materia porque por décadas gozábamos de la protección formal que nos confería la Constitución, pero a lo largo de la era priísta siempre existieron restricciones reales a la libertad de expresión. Es decir, a pesar del texto constitucional, había una sola manera aceptable de pensar. El mexicano no era un entorno propiamente fascista o totalitario, pero sí pretendía y esperaba sumisión y coincidencia plena con el régimen. Y ese prurito de la uniformidad creó muchos de nuestros problemas actuales, porque al restringir la creatividad humana como lo hacía el sistema priísta se creó una mentalidad conformista que hoy hace muy difícil a la ciudadanía y al país competir y ser exitoso en la era de la información y el conocimiento.
La derrota del PRI en el 2000 no se tradujo en un cambio radical en materia económica o social, pero sí transformó el ámbito de la discusión pública, el de los medios de comunicación y, en una palabra, el de la libertad de expresión. Y esa es la razón por la cual es imperativo protegerla en toda su extensión, deliberadamente sesgando todas las reglas existentes en la materia hacia la apertura, de tal suerte que se coarte la inherente proclividad de nuestros políticos a avanzar la causa del control, la censura y el secreto.
También es esa la razón por la cual gustoso me sumé a un grupo de amigos y colegas, a quienes respeto por su entereza, en solicitar un amparo contra las restricciones que se incorporaron en el Artículo 41 de nuestra Constitución. No es que crea que la libertad de expresión sea un derecho absoluto sino que viví en carne propia los excesos del régimen anterior en la forma de amenazas veladas, llamadas a deshoras e invitaciones a dejar de decir o escribir, y estoy convencido de que eso no es lo que merece nuestra ciudadanía o lo que mejor conviene al futuro del país. Todos y cada uno de los colegas que firmamos la solicitud de amparo conoce bien esa historia, algunos con mucha más intensidad que yo. Más importante, ninguno propone hacer mal uso de la libertad de expresarse: simplemente está comprometido con que se preserve intacta la garantía de que esa libertad exista para todo aquel que quiera hacer uso de ella.