Vía resbaladiza

Luis Rubio

El camino de las restricciones a la libertad es siempre resbaladizo. Se comienza con una argumentación lógica y razonable de por qué es benéfico incorporar limitaciones y prohibiciones pero se termina con un número creciente de impedimentos y mecanismos de control que, poco a poco, cambian la naturaleza de la sociedad y los procesos políticos. Es por eso que, luego de contemplar los riesgos de limitar la expresión, una sociedad tras otra ha optado por los riesgos y costos de la libertad por sobre los del control.

En su esencia, la libertad de expresión surge de dos principios fundamentales, uno ético y el otro práctico. Por el lado ético y filosófico, la libertad de pensamiento está íntimamente ligada a la de expresión y ambas caracterizan al ser humano –de hecho lo definen- y lo diferencian del resto de los habitantes del planeta. Por el lado práctico, la expresión, tanto positiva como negativa, es un medio fundamental para asegurar que quienes toman decisiones en la sociedad, tanto los ciudadanos en lo individual como los órganos colectivos de decisión social, estén ampliamente informados y conozcan todas las opiniones y posturas que existen y se manifiestan en relación a un determinado tema. Así, tanto por razones filosóficas como prácticas, la libertad de expresión es central a la vida de una sociedad que aspira a ser amable, participativa y democrática.

Al mismo tiempo, es evidente que no todas las ideas que se escriben o publican son amables, altruistas o constructivas. Algunas de las cosas que se publican son ofensivas, odiosas, racistas, atacan a terceros, incitan a la violencia o son, simplemente, vulgares. Algunas de esas expresiones son ideas divergentes, propuestas que responden a grupos interesados en algún tema,  postura pública o convocatorias a favor o en contra de determinado candidato, legislación o partido político. Pero todas son ideas que reflejan el sentir de una sociedad tan compleja (y acomplejada) como la mexicana y se amparan en la preocupación  original del constituyente, que precisamente con ese propósito redactó de manera majestuosa el Artículo 6°: “la manifestación de las ideas no será objeto de ninguna inquisición judicial o administrativa”.

El problema es que es difícil, por no decir imposible, separar lo que para unos es un lenguaje amable pero para otros es hostil. En una sociedad moderna, integrada por millones de individuos con muy distintas ideas y formas de ver las cosas, es imposible encontrar definiciones de lo que es una expresión legítima y cuál no. Para empezar, ¿quién lo juzga?, ¿quién tiene derecho de juzgarlo? Y esa es la razón por la que prácticamente todas las sociedades modernas acaban optando por un régimen de libertad de expresión plena: mejor el riesgo del exceso que el de la censura porque uno sabe dónde comienza la censura, pero nunca donde termina.

La decisión de nuestros legisladores de incorporar restricciones a la libertad de expresión de quienes podrían “contratar propaganda en radio y televisión dirigida a influir en las preferencias electorales de los ciudadanos…” responde a una situación de coyuntura (la elección de 2006) pero abre una enorme caja de Pandora. Es claro que la libertad de expresión no es un valor absoluto, como nada es absoluto en la vida. Pero las restricciones a la expresión que existen en sociedades democráticas son de una naturaleza muy distinta a la que aquí se pretende practicar. En aquellas sociedades esas restricciones se refieren a situaciones que incitan a la violencia, a producir conductas ilícitas o a causar un daño irreparable, pero no a limitar la capacidad de los ciudadanos, o de algunos ciudadanos, a expresarse por el método de su preferencia en materia electoral o política, justamente lo que la Constitución consagra y protege en el Artículo sexto.

El razonamiento legislativo al incorporar restricciones a la libertad de expresión parece animado por el legítimo objetivo de propiciar la cohesión política y reducir la conflictividad existente. Pero al intentar tutelar ese interés público no se meditaron las consecuencias ni se reparó en sus potenciales implicaciones. Y esto no es novedoso: en algún momento de su historia todos los gobiernos del mundo han sucumbido ante el impulso de controlar el pensamiento y la expresión, y nuestro pasado nada remoto es testigo vivo y fehaciente de lo que pueden producir los controles y la uniformidad de posturas, ambos objetivos de la ley electoral reciente.

Nuestra historia ha sido peculiar en esta materia porque por décadas gozábamos de la protección formal que nos confería la Constitución, pero a lo largo de la era priísta siempre existieron restricciones reales a la libertad de expresión. Es decir, a pesar del texto constitucional, había una sola manera aceptable de pensar. El mexicano no era un entorno propiamente fascista o totalitario, pero sí pretendía y esperaba sumisión y coincidencia plena con el régimen. Y ese prurito de la uniformidad creó muchos de nuestros problemas actuales, porque al restringir la creatividad humana como lo hacía el sistema priísta se creó una mentalidad conformista que hoy hace muy difícil a la ciudadanía y al país competir y ser exitoso en la era de la información y el conocimiento.

La derrota del PRI en el 2000 no se tradujo en un cambio radical en materia económica o social, pero sí transformó el ámbito de la discusión pública, el de los medios de comunicación y, en una palabra, el de la libertad de expresión. Y esa es la razón por la cual es imperativo protegerla en toda su extensión, deliberadamente sesgando todas las reglas existentes en la materia hacia la apertura, de tal suerte que se coarte la inherente proclividad de nuestros políticos a avanzar la causa del control, la censura y el secreto.

También es esa la razón por la cual gustoso me sumé a un grupo de amigos y colegas, a quienes respeto por su entereza, en solicitar un amparo contra las restricciones que se incorporaron en el Artículo 41 de nuestra Constitución. No es que crea que la libertad de expresión sea un derecho absoluto sino que viví en carne propia los excesos del régimen anterior en la forma de amenazas veladas, llamadas a deshoras e invitaciones a dejar de decir o escribir, y estoy convencido de que eso no es lo que merece nuestra ciudadanía o lo que mejor conviene al futuro del país. Todos y cada uno de los colegas que firmamos la solicitud de amparo conoce bien esa historia, algunos con mucha más intensidad que yo. Más importante, ninguno propone hacer mal uso de la libertad de expresarse: simplemente está comprometido con que se preserve intacta la garantía de que esa libertad exista para todo aquel que quiera hacer uso de ella.

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Nuevo Trato

Luis Rubio

Confrontado con una profunda crisis social, una economía en estado de depresión y con una total desazón, Franklin D. Roosevelt inventó una salida política que acabó transformando a su país. El New Deal, o “Nuevo Trato” como se le ha traducido, fue un proyecto esencialmente político. Aunque con frecuencia se asocia a un conjunto de instrumentos particulares, algunos más exitosos que otros, en su corazón el proyecto era uno de reconciliación nacional, de inclusión política y de transformación económica. El reto que enfrentaba Estados Unidos al inicio de los treinta del siglo pasado no es muy distinto, en concepto, a nuestra situación actual.

El país lleva años sufriendo una alta conflictividad social y un muy pobre desempeño económico. Aunque a lo largo de los ochenta se comenzó a reconstruir la economía luego del caos de los setenta y se logró un alto grado de aprobación por parte de la población al proceso de modernización del país, la crisis del 94-95 acabó por darle al traste. Para finales de los noventa el gobierno había logrado reestabilizar la economía pero el consenso social detrás de la modernización económica había desaparecido. Ese cambio de actitudes dio pie y se convirtió en el factor crucial de la enconada contienda electoral del 2006.

Independientemente de sus causas mediatas e inmediatas, el conflicto político reciente evidenció un profundo rencor social, un resentimiento contra diversos sectores de la sociedad (sindicatos, políticos, grandes empresas, etcétera) y una reprobación a los últimos gobiernos por su incapacidad para lograr elevadas tasas de crecimiento tanto de la economía como del empleo. Aunque las circunstancias son claramente distintas a las de EUA hace ochenta años, en términos políticos a México le urge un “nuevo trato”.

Un proyecto de esa naturaleza sería ante todo un planteamiento político: una invitación a la sociedad en su conjunto para reconfigurar al país. Por definición, un planteamiento de esa índole tendría que ser profundamente incluyente (todos tienen igual derecho de participar) y su objetivo sería el de que todos los mexicanos acaben percibiendo que van a ser una parte beneficiada de la distribución de los recursos. Es decir, para poder echar a andar a la economía del país se requiere de una redefinición política.

A diferencia del mundo de los veinte en que los gobiernos prácticamente no tenían presencia alguna en la actividad económica, los gobiernos de hoy, incluido el nuestro, tienen una amplia participación en la economía (baste pensar en los monstruos energéticos en nuestro caso) y su ingerencia en los procesos de toma de decisiones son vastos y no siempre muy constructivos. Por estas razones, la estrategia de Roosevelt de convertir al gobierno y su gasto en una inmensa fuente de impulso económico no es aplicable a nuestra realidad actual. Sin embargo, la esencia del Nuevo Trato no residió en el crecimiento del gasto gubernamental (aunque eso sin duda fue lo más visible), sino en los arreglos institucionales que transformaron a su país.

México necesita inventar un esquema similar. La condición esencial para que sea posible reconstruir la tranquilidad social reside en que toda la sociedad haga suyo el proceso de desarrollo y eso es imposible en la actualidad toda vez que, con razón o sin ella, la mayoría de los mexicanos percibe que todo está sesgado a favor de unos cuantos. Si uno acepta que más allá de la naturaleza del régimen político, la mayoría de las decisiones que se toman en un país versan, al menos en parte, sobre la distribución de los recursos y beneficios entre los que unos ganan y otros pierden, entonces la percepción de legitimidad de esas decisiones es clave para la viabilidad del régimen. En el México de antes, la combinación de un gobierno poderoso con capacidad de limitar excesos por parte de actores políticos o de otro tipo y de una economía en crecimiento conferían suficiente legitimidad para funcionar.

Pero ese contexto ya no es el del México de hoy. La libertad de que hoy se goza es mucho más amplia que en el pasado, pero el crecimiento de los llamados poderes fácticos y sus abusos (percibidos como privilegios inconfesables o capacidad de imposición) y un pobre desempeño económico se han combinado para producir una aguda ilegitimidad no necesariamente para el gobierno, pero sí para el régimen. La legitimidad es crucial para emprender proyectos transformadores, por lo que quizá una explicación lógica de la parálisis de la última década reside más en que la población no tiene incentivos para cambiar, toda vez que cree o sabe que los recursos se distribuirán de una manera sesgada. La democracia consiste en un entramado institucional que permite, o debe permitir, una distribución equitativa de esos beneficios. La población se sumará no cuando tenga la cultura idónea para ello, sino cuando perciba que va a ser beneficiaria.

Es evidente que un esquema de esta naturaleza, un “nuevo trato” implicaría perdedores: todos aquellos que impiden el progreso, comenzando por los burócratas dedicados a obstaculizarlo todo, los políticos que inventan los obstáculos (o las condiciones que los hacen posibles), los tribunales corruptos, los reguladores que trabajan no para el bien de la colectividad sino para los regulados y los sindicatos que viven en un mundo de privilegios sin parangón en el mundo civilizado. No menciono a las empresas, muchas de ellas extraordinarios beneficiarios del sistema, porque el problema es de la incompetente regulación y control que hace posibles sus abusos.

Dos problemas hacen difícil lanzar una iniciativa tan ambiciosa como un “nuevo trato”. En primer lugar, es evidente que estamos donde estamos porque no ha habido capacidad o disposición para enfrentar a los intereses que medran del desarrollo y que son los que la población percibe como beneficiarios ilegítimos. En segundo lugar, el abuso en el lenguaje que los gobiernos “revolucionarios” emplearon para convencer a la población e intentar construir legitimidad, así fuera artificial, produjo la inevitable suspicacia que caracteriza al mexicano desde épocas ancestrales. Un gobierno decidido a emprender una verdadera transformación tendría así dos enemigos formidables: los de los intereses reales y los de una población escéptica por necesidad.

Nada de esto niega las virtudes de combatir criminales o mejorar cosas específicas de la gestión gubernamental, pero sí sugiere que el crecimiento y los empleos no llegarán sino hasta que la población crea que también serán suyos.

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Hacia el 2008

Luis Rubio

La incapacidad de crecimiento que exhibe la economía mexicana trasciende las explicaciones puramente económicas. Nuestra economía creció mucho y de manera sostenida hace algunas décadas y lo hace erráticamente y en menor medida en años recientes. El tema es controvertido por razones obvias: porque ha dejado atrás a un importante segmento de la población y por las enormes oportunidades que se han perdido en el camino. Si bien es obvio que hay factores económicos que tienen una enorme influencia sobre la tasa de crecimiento, me parece evidente que nuestras dificultades en esta materia los rebasan.

La contienda presidencial del año pasado expuso las líneas de quiebre que sobre el crecimiento económico existen en el país. Aunque disfrazadas con atuendos económicos, su contenido era profundamente político. Un argumento esgrimido radicaba en que la globalización era un hecho y teníamos que crear las condiciones para competir y ser exitosos en ese ambiente. Quienes defendían esta postura partían de la premisa de que los mexicanos somos capaces de ser exitosos si existen las condiciones que favorezcan esa oportunidad. En sentido contrario se presentaba otro argumento: el gobierno había fracasado en su función primordial que es la de velar por el bienestar de las personas. Quienes defendían esta postura le confieren una importancia menor al desempeño de los individuos y le asignan toda la trascendencia al gobierno como factor de éxito económico.

La visión liberal que coloca al individuo como centro y objetivo del desarrollo se ve así confrontada con la visión estatista que coloca al gobierno como el factor de transformación social. Se trata de dos visiones radicalmente distintas pero que gozan de un común denominador usualmente poco reconocido: ambas parten de un mismo principio donde el gobierno tiene un papel medular que jugar (aunque muy distinto en cada caso), y ese papel tiene que ser muy exitoso. Para decir lo menos, la experiencia de las últimas décadas, de 1970 en adelante, permite afirmar que esa premisa en México no ha tenido lugar.

En un estudio que comparaba la importancia de la confianza entre los actores sociales y la corrupción en China y Filipinas se argumentaba que la corrupción resulta poco importante cuando hay altos niveles de confianza en una sociedad. Una hipótesis que se podría aplicar a México sugeriría que la ruptura de esa confianza en las décadas pasadas explica la diferencia del desempeño económico entre los sesenta y la era actual. Un estudio reciente, sobre el desempeño gubernamental, tiende a fortalecer esta hipótesis.

La pérdida de confianza en la sociedad mexicana parece evidente. Las sucesivas crisis a partir de los setenta produjeron no sólo dislocaciones económicas a nivel macroeconómico, sino verdaderos dramas familiares y empresariales. La destrucción de ahorros y la desaparición de empleos, la acumulación de deudas impagables y las amenazas (y realidades) de los cobradores de cuentas fueron todos factores que minaron, si no destruyeron, los fundamentos que hacen posible la confianza entre las personas. De esta forma, la población no sólo perdió confianza en sus incompetentes autoridades, sino también en sus contrapartes sociales. La suma de ambas es al menos un factor que permite entender las diferencias entre los sesenta y la actualidad y, quizá, el contraste en el desempeño económico entre ambos periodos.

Además de los factores no intencionados que produjeron esta pérdida de confianza, es imperativo entender la estrategia de polarización política observada en los últimos años como un factor adicional en este proceso de destrucción. A pesar de que llevamos doce años de estabilidad financiera, así como de un esfuerzo claro y sistemático por restablecer la confianza de la población en el gobierno, los intentos por minarla que atestiguamos en 2006 no hacen sino abonar el viejo dicho: toma años construir credibilidad y confianza, pero lleva un instante destruirla.

En un libro nuevo (The Bottom Billion, Oxford), el profesor Paul Collier considera al desarrollo dependiente de dos factores que tienen que estar presentes de manera conjunta: la oportunidad y la capacidad de asirla. La oportunidad tiene que ver con mercados, recursos (naturales o humanos) y geografía, en tanto que la capacidad de asirla depende enteramente de la calidad del gobierno. Una sociedad con recursos disponibles pero un gobierno incompetente no va a ser exitosa, pero un gobierno exitoso sabrá crear o encontrar las oportunidades para lograr el desarrollo.

En su análisis, el profesor Collier encuentra que cuando hay recursos, un país puede experimentar crecimiento económico, pero éste dura poco si no hay un gobierno competente que sepa convertir la oportunidad en desarrollo. Los países ricos en recursos naturales pero con malos gobiernos (como nosotros en los setenta) son un buen ejemplo de lo anterior: la explotación del recurso necesariamente genera beneficios en la sociedad, pero éstos son efímeros si no existe un gobierno capaz de traducir la oportunidad en desarrollo. Países como Bangladesh, a pesar de su permanente turbulencia política y corrupción, han logrado convertir a la mano de obra en una oportunidad. Otras naciones, como Singapur o Corea, transformaron a la población, a través de la educación, en su recurso más preciado.

Desde la perspectiva del Profesor Collier, el éxito económico de un país depende enteramente de la calidad de su gobierno. Cuando hay un gobierno competente, la sociedad va a prosperar, y viceversa: cuando el gobierno es incompetente, la prosperidad será imposible. Desde esta perspectiva, lo que importa no es la orientación del gobierno, sino su calidad: un gobierno puede tener una presencia amplia en la economía o ser el paladín del mercado, pero lo que importa es su competencia y calidad. En México hemos debatido sobre la visión política e ideológica que el gobierno debe tener sin reparar en lo esencial: que antes de optar por lo ideológico falta que primero éste funcione.

Para Collier, hay ciertos elementos comunes en los gobiernos competentes, independientemente de su orientación: todos ellos se preocupan por eliminar duplicidades burocráticas, transparentan sus decisiones y le confieren un alto valor a la permanencia de las reglas del juego (sobre todo en temas clave para el desempeño económico, como lo fiscal y regulatorio). En México reprobamos en cada una de estas materias. Sin duda debemos comenzar por mejorar la calidad del gobierno

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Cambio de actitud

Luis Rubio

Hay dos maneras de entender y evaluar el crecimiento de las economías exitosas. La primera es analizando los elementos técnicos que las caracterizan, lo que en el ámbito de los mercados financieros se conoce como los fundamentales aunque eso no tenga mucho sentido lingüístico, es decir, los índices de desempeño en términos de inflación, déficit fiscal, balanza de pagos, etcétera. La segunda requeriría dilucidar los factores que efectivamente lograron enfocar a una economía hacia el crecimiento. En México tenemos perfectamente claro lo primero pero estamos en ascuas respecto a lo segundo.

Los economistas, de México y del resto del mundo, llevan años debatiendo con frecuencia peleando- sobre cuales son los factores que hacen posible el crecimiento. Algunos, nostálgicos, asocian crecimiento con gasto público deficitario porque supuestamente así funcionó hace varias décadas; otros, optimistas, suponen que unos cuantos cambios legales y regulatorios eliminarían los obstáculos e impedimentos que hoy mantienen aplacado el potencial de desarrollo de nuestra economía.

El grupo llamado Huatusco ha estado discutiendo todos estos elementos en los últimos años; han debatido los temas relativos al gasto público y al comercio exterior, los derechos de propiedad y las reglas del juego. Su gran mérito, que no es pequeño dado nuestro conflictivo entorno político, es el de haber logrado sentar en una misma mesa a economistas de todas corrientes e ideologías y su diálogo ha logrado reducir las brechas conceptuales que habían dominado (y nublado) el panorama político y académico por años.

Lo lamentable es que todos esos diálogos y debates no han tenido impacto alguno en el medio político. La contienda de 2006 mostró que las brechas y los mitos permanecen tan profundos como siempre en estos ámbitos y que nuestros políticos no han tenido la imaginación para remontar esas diferencias. Más bien, al contrario: han convertido esas brechas en obstáculos para una discusión seria de qué es lo que hará posible transformar a la economía mexicana. Como ilustra la recientemente publicada Encuesta Ingreso Gasto de los Hogares, a nuestra economía le ha ido mejor de lo que las cifras oficiales sugieren, pero seguimos teniendo un desempeño por debajo de los deseable y, ciertamente, de lo posible. Más grave, por mucho diálogo, debate o confrontación que exista en materia del desarrollo económico, claramente no estamos cerca de encontrar la piedra filosofal en estos temas.

De hecho, a juzgar por lo que ocurre en otras latitudes, es posible que la forma de comportarse y actuar de nuestros políticos tenga un mayor impacto sobre el crecimiento económico que muchos de los temas más técnicos en que se concentran los debates entre especialistas.

Si uno analiza los indicadores económicos de un gran número de naciones (las estadísticas que semanalmente reporta la revista The Economist es un buen lugar para compararlos), lo primero que resulta evidente es que, en fuerte contraste con lo que ocurría hace una década o dos, hoy en día hay muchos más países que satisfacen los requisitos técnicos (los llamados fundamentales) que países que evidencian economías fuertes y pujantes. Es decir, la solidez de los principales indicadores económicos es una condición necesaria para el crecimiento, pero no suficiente. No hay país en el mundo que haya crecido de manera sistemática por largos periodos de tiempo que no tenga una fuerte solidez en su macroeconomía; al mismo tiempo, no todos los países que tienen solidez macroeconómica crecen de manera elevada y sostenida. En México tenemos que encontrarle la cuadratura a esta paradoja.

Una cosa que resulta clara de observar a las economías del mundo que en las últimas décadas se han distinguido por su capacidad de lograr elevados índices de crecimiento es que no hay un factor único y excepcional que explique su éxito. Pero todas satisfacen dos características que las distinguen de manera dramática respecto al resto del mundo.

Por una parte, todas las naciones que crecen con celeridad pensemos en India, China, Irlanda, Corea, Inglaterra, Chile y el sudeste asiático- se caracterizan por su fortaleza macroeconómica: algunos tienen inmensos superávit fiscales y sus reservas internacionales se cuentan en los cientos de billones de dólares. Pero, como mencionaba antes, la fortaleza macroeconómica no es el factor explicativo. En México llevamos más de una década en esas condiciones y nuestros indicadores son tan convincentes como los de cualquiera de las naciones citadas.

Además, aunque todos estos países evidencian fortalezas en tal o cual tema o sector, también tienen severas deficiencias en muchos otros. India es un ejemplo perfecto: si bien su economía ha logrado tasas envidiables de crecimiento, el país sigue siendo terriblemente pobre, su infraestructura es patética y sus rezagos son inenarrables. Con todos nuestros males, el producto per cápita del mexicano es diez veces superior al del hindú.

La explicación del éxito económico no se encuentra en la macroeconomía ni en el conjunto de factores que, en ánimo de resumir, categorizaría de técnicos, incluyendo lo fiscal, regulatorio, derechos de propiedad y demás. Lo que parece diferenciar a esas naciones es su actitud para enfrentar y resolver sus problemas y limitaciones.

India e Irlanda son dos ejemplos particularmente señeros en esta materia. Sin pretender equipararlos en modo alguno (esto sería absurdo e imposible), lo que los asemeja es su rezago y deterioro ancestral. A lo largo de todo el siglo XX, ambas naciones se rezagaron respecto a sus pares regionales: eran más pobres, peor organizados y ambos expulsaban a su gente más talentosa. Sin embargo, algo les hizo cambiar de manera dramática en las últimas décadas. Aunque ambos llevaron a cabo reformas importantes, lo que de verdad hizo posible su transformación fue un cambio de actitud. Un buen día, se dio un colectivo basta y comenzaron a dejar de culpar a los otros de sus males para ponerse a enfrentarlos.

El cambio en India no fue producto de un gobierno visionario que lo transformó todo, sino de muchos miles de acciones individuales que, poco a poco, crearon clusters de crecimiento que, agregados, comenzaron una amplia transformación. En México vivimos un cambio de actitud al inicio de los noventa que no se consolidó, pero mostró que es posible cambiar mucho con una actitud proactiva. El problema es que las actitudes las tiene que cambiar cada quien por su propia cuenta. El reto es comenzar.

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Urge prudencia

Luis Rubio

El tono de la política mexicana está dando un viraje hacia terrenos poco halagüeños, por no decir peligrosos. Las palabras del discurso y la opinión pintan un cuadro particularmente insensato y preocupante, y las palabras importan porque crean un entorno, dan forma a un ambiente en el cual se cultiva igual la paz y la convivencia que la confrontación y la violencia. Lo peor de todo es que, con contadas excepciones, este ambiente es producto, en muy buena medida, de movimientos sensatos y responsables, así pudiesen ser errados, cuyo objetivo es la integración de una estructura funcional de interacción política. Pero en política lo que cuenta no son las intenciones sino las acciones y sus resultados. Y en ese frente el país enfrenta un caldo de cultivo por demás pernicioso.

Las palabras lo dicen todo. Cualquiera que vea los titulares de los periódicos, el contenido de los noticieros o las columnas de opinión no puede dejar de escuchar o leer palabras explosivas que quizá describan el panorama político del país pero que no por eso dejan de ser incitantes y provocadoras. Palabras como mezquindad, vocación golpista, complicidad, agandalle, reventón social, simulación, vacilada y ruptura, todas ellas típicas del escenario político nacional actual (y tomadas del periódico en los últimos días), evidencian un grave deterioro del discurso político y deben ser atendidas. En 1994 vivimos un entorno similar que terminó en un levantamiento y varios asesinatos. Todos los políticos, además de los ciudadanos, tienen la obligación de cuidar el lenguaje y evitar ser parte del deterioro.

La problemática actual se remite a dos circunstancias. Una tiene que ver con la fragilidad de nuestras instituciones, que no cumplen su función primordial de canalizar el conflicto y que evidenciaron sus límites el año pasado. La otra es producto de las tensiones que está generando el propio proceso de intento de reconstrucción institucional en el Congreso. Es decir, una fuente de tensiones es, por así decirlo, histórica y tiene su origen en la disfuncionalidad de los mecanismos institucionales en la etapa post-presidencialista de nuestro sistema político. La otra fuente de tensiones surge del proceso de la llamada reforma del Estado que ha estado conduciendo el Senado en un afán por corregir o atenuar la disfuncionalidad institucional y que está sacando chispas por todos lados. Es evidente que cualquier proceso de cambio y reforma genera conflicto; la pregunta es si el actual es un conflicto generado por perdedores marginales o por actores centrales que están siendo excluidos. La diferencia no es menor.

Aquí van unas consideraciones al respecto:

1. Lo primero que es evidente es que por más cambios y reformas, el estilo de hacer política no cambia. Como la energía, que no se crea ni se destruye, la política mexicana parece que sólo cambia de actores. Antes no se podía tocar al presidente ni con el pétalo de una rosa. Hoy son los legisladores quienes se sienten dueños del poder y, por lo tanto, intocables. Sentados en su macho, se sienten libres de descalificar a cualquiera que ose plantear una postura distinta. Lo mejor que pueden decir es que se trata de una vacilada.

2. Una sociedad compleja y diversa como la mexicana inevitablemente arroja posturas distintas, visiones encontradas e intereses contrapuestos. Si aspiramos a ser una nación civilizada, tenemos que respetar esas diferencias y emplear los medios institucionales para dirimirlas. Las controversias constitucionales y los amparos están ahí para proteger a los intereses particulares o grupales del abuso de la autoridad. Quienes deciden ir por ese camino tienen exactamente el mismo derecho de avanzar y proteger sus intereses que tienen los diputados y senadores que negocian las leyes. Ni siquiera es posible discernir si unos intereses son menos particulares o mezquinos que los otros.

3. La sociedad mexicana ha conocido violencia de verdad y no me refiero exclusivamente a la violencia política de la década de los noventa. La guerra de Independencia y la Revolución fueron dos grandes guerras civiles que acabaron destruyendo la infraestructura física del país y matando a millones de personas. No hay duda que las circunstancias son distintas, pero las tensiones no son menores y nadie debería estar jugando a probar los límites.

4. Persiste una franja marginal pero no irrelevante de activistas políticos, sobre todo en la izquierda, que fervientemente creen que la situación mientras peor, mejor pues, en su ceguera, creen que eso avanza su causa. Quienes así piensan no pueden acabar de entender que lo único que avanzan con esas formas, planteamientos y estrategias que los acompañan es provocar la reacción opuesta. Si algo ha caracterizado a la política mexicana en los últimos meses es la tendencia hacia la reconcentración del poder, lo que implica que de empeorar las cosas de verdad empeorarían. Nadie gana con provocar violencia.

5. La mexicana nunca ha sido una sociedad democrática. Los gobiernos que han funcionado bien a lo largo de la historia han sido exitosos no por la participación popular sino por los mecanismos de control que los sustentaban. En la medida en que se deterioraron esos mecanismos, surgieron formas distintas de lograr el control social, algo necesario y normal en todas las sociedades, mientras sea ejercido bajo normas establecidas y con sus debidos contrapesos. Las instituciones electorales de los últimos años fueron una gran innovación en esta lógica porque, al crear un entorno de certidumbre, evitaban y hacían (o debían hacer) costosas las respuestas no institucionales. La reforma electoral reciente es un intento de satisfacer los reclamos del PRD. Al día de hoy no es obvio que ese partido quede satisfecho con lo logrado y, en cambio, la reprobación social al proceso es evidente. Queda por ver cuál es el balance final, pero no parece promisorio.

No hay ni la menor duda de que estamos viviendo un momento de gran conflictividad política. Esta conflictividad, como se apuntaba antes, tiene dos orígenes y la duda generalizada es si las reformas recientes contribuyen a atenuarla o la están atizando. Tal vez no haya forma de saber sino hasta que pase suficiente tiempo como para probar su efectividad o para que se desechen ante la presión social. Mientras eso ocurre, todos deberíamos ser cuidadosos en el uso del lenguaje, en el respeto al derecho de otros por buscar salidas institucionales y legales a sus agravios o diferencias. La alternativa es demasiado grave como para contemplarla sin preocupación.

 

Paradojas

Luis Rubio

Paradojas de una democracia no consolidada: por un lado, la población quiere más, considera que merece una mejor vida y que tiene derechos absolutos a eso y más; y, por el otro, esa misma población no reconoce obligación alguna, rechaza cualquier costo para lograr lo que desea y exige que esos beneficios le sean entregados sin dilación. Esa es nuestra realidad y, como dice el refrán, “con esos bueyes hay que arar”. El problema es que esa no es una base muy sólida para construir una sociedad moderna y democrática y sí, en cambio, una plataforma propicia para la instalación de una regresión política. La democracia mexicana se encuentra ante la tesitura de definir el camino hacia el futuro en materia política: ¿más ciudadanía o más control político desde arriba?

La versión optimista de la democracia es tan lógica que resulta imposible minimizarla: una vez alineados los intereses del electorado y sus representantes en la presidencia y en el congreso, la toma de decisiones se torna automática. Es decir, en la medida en que los intereses de los gobernantes y legisladores están claramente identificados con los del electorado, el ciudadano siempre va a salir triunfante. Sin embargo, al tildar a la democracia como “el peor sistema de gobierno con excepción de todos los demás”, hasta el más grande de sus defensores, Winston Churchill, expresaba, en su inigualable prosa, la paradoja que inevitablemente la acompaña. En México ni siquiera hemos comenzado a desmenuzar la ecuación derechos-obligaciones que yace en el corazón de cualquier democracia que se respete y ya estamos enfrentando retos a su existencia.

La joven democracia mexicana atraviesa desafíos fundamentales. En una dimensión, es evidente que la población disfruta los límites de un sistema de gobierno que inexorablemente le impone a los políticos que por décadas abusaron de ella. Pero en otra, como ilustra la inusitada votación por López Obrador el año pasado, una porción significativa de la población claramente extraña al gobierno que decide, resuelve y le entrega beneficios sin costo aparente ni dificultad. Quizá más importante, una vez que la capacidad de abuso ha disminuido es difícil recordar qué tanto abuso era posible y eso hace que mucha gente haya aceptado el statu quo como algo deseable independientemente de que no sea satisfactorio.

La paradoja de la democracia mexicana tal vez se pueda resumir en una oración: ha disminuido el potencial de abuso pero no ha logrado una gran mejoría en los niveles de vida o de participación política. En eso quizá no seamos excepcionales: cualquiera que haya leído las quejas de los alemanes y los estadounidenses, los rusos y los sudafricanos, es decir, de casi todo mundo, podrá apreciar que Churchill sabía de qué hablaba: la democracia no puede resolver todos los males por arte de magia. Pero una diferencia nuestra con respecto a todas esas naciones es que aquí enfrentamos la disyuntiva de un cambio que igual puede ser pacífico y consensuado que impuesto.

La pregunta relevante para México es si abandonamos un sistema semi autoritario para construir una democracia o si, en realidad, acabamos construyendo un nuevo estadio que no es muy democrático pero que, sin embargo, guarda ciertas formas democráticas. O, puesto en términos coloquiales, si no acabamos con la misma gata pero revolcada. Claramente, no es la “misma gata”, pero no hay duda que tampoco se ha logrado la construcción de un sistema político que sea, a una misma vez, funcional y democrático en el que el país funciona y los políticos le responden a los ciudadanos y no al revés. Esa tensión –entre si seguir adelante o recrear algo similar al viejo sistema político- es la esencia de la disputa soterrada que vivimos estos días.

Para complicar esta fotografía es imperativo también observar las distintas perspectivas que sobre la democracia mexicana tienen distintos componentes de la población. Es perfectamente posible que Fox no anduviera tan errado cuando dividió a la población en dos categorías, la del círculo verde (integrado por la mayoría de la población) y la del círculo rojo (integrado por quienes deciden, opinan y discuten). La perspectiva de quienes opinan, discuten y deciden es que la democracia mexicana tiene problemas, pero hasta ahí llega el consenso. Algunos creen que se requieren cambios fundamentales, en tanto que otros abogan por un proceso gradual de reforma. Esa división yace en el corazón de la disputa irresuelta del año pasado y que sigue pululando en la discusión legislativa.

Para los integrantes del llamado “círculo verde” los temas son diferentes por la simple razón de que, a diferencia de los del “círculo rojo”, su acceso a la información, así como su capacidad de comprender la realidad, es muy pequeña. Es decir, para la población carente de información su única opción es la de adaptarse de la mejor manera posible a su realidad y actuar por vías de hecho y quizá eso explique tanto la economía informal como la migración hacia fuera del país. Este contraste de perspectivas recuerda la anécdota del asesor que, eufórico, llega a comunicarle a su candidato que toda la gente pensante está con él, a lo que el candidato responde “eso no es suficiente, necesitamos una mayoría”.

Esa mayoría de la población es el blanco fundamental de quienes pretenden reconstruir el viejo sistema político con nuevas formas y estructuras. La promesa de reconstruir una economía como la de los setenta que animaba al candidato del PRD o la de reconcentrar el poder priísta que yace detrás de la reforma del Estado, son dos maneras de enfocar el percibido clamor de la población por un sistema político y una economía más funcionales y exitosos, así sea a costa de la posibilidad de construir una participación democrática.

Lo que no es obvio es que la mayoría de la población comulgue con esas propuestas de solución. Independientemente del reclamo de AMLO respecto a las elecciones del año pasado, lo evidente es que la mayoría de la población decidió que su candidatura no era deseable como proyecto de gobierno. Esto no porque mucha gente no se identificara con su proyecto, sino porque reconocía lo insostenible de la propuesta. El país requiere ir hacia adelante para avanzar, no recrear visiones que hace décadas fueron derrotadas por la realidad. Lo que urge son propuestas de transformación constructiva pues tampoco es obvio que la población tenga una paciencia infinita y menos en un entorno de libertad que antes era en buena medida desconocido.

Lo que el país requiere es un proyecto de desarrollo que se apuntale tanto en la ciudadanía como en una economía de mercado, es decir, en competencia, derechos y obligaciones. A la fecha, toda la oferta política es de soluciones mágicas o más de lo mismo, el gobierno iluminado decidiendo y no la sociedad desarrollando al máximo su capacidad. Ninguna de esas propuestas es aceptable ni deseable: la democracia mexicana sigue coja.

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Retorno al pasado

La política mexicana es un mar de contradicciones. Grandes aspiraciones democráticas se ven minadas por la dura realidad de los pleitos callejeros que caracterizan la política cotidiana. Contra muchos pronósticos, el presidente Calderón ha dominado el panorama nacional y controlado a su equipo, pero no ha logrado trascender la agenda cotidiana, establecer un nuevo marco de referencia para la política nacional o para el desarrollo de la economía. Los priístas han sabido aprovechar el momento pero arriesgan su potencial cada que juegan al chantaje: si no gana su partido no hay negociación. El PRD,  enfrascado en una disputa medular sobre su función y responsabilidad en la coyuntura, puede igual acabar hundiéndose que convirtiéndose en el factor clave de equilibrio en la política nacional.

 

Las cosas no son lo que parecen: hablamos de democracia pero estamos inmersos en la disputa de la política real que nada tiene de democrática. La paradoja no tiene desperdicio. La palabra “democracia” ha sido parte del diccionario de la política mexicana desde antaño, pero su uso retórico prácticamente va en dirección inversa a la realidad cotidiana: mientras más se afirma su existencia, menor su realidad. Las elecciones de la semana pasada son un buen ejemplo de los contrastes y paradojas que vivimos.

 

La paradoja no quiere decir que la política mexicana esté estancada o que no haya cambiado a lo largo del tiempo. De hecho, si uno echa la mirada hacia atrás, es evidente que la realidad política mexicana actual nada tiene que ver con la de hace algunas décadas. Por ejemplo, desapareció el viejo presidencialismo y se afianzó la libertad de expresión. En forma paralela, nadie puede dudar del fortalecimiento de los poderes legislativo y judicial como mecanismos de contrapeso, al menos al más alto nivel. También es evidente que los gobernantes se eligen con el voto popular y que, al menos en lo fundamental, los políticos han respetado las decisiones de la SCJN cuando se trata de diferendos mayores.

 

Puesto en otros términos, el país ha experimentado una profunda revolución política que ha cambiado las normas, reglas del juego y expectativas de su funcionamiento. Ya no se hace lo que dice el presidente ni cualquier político puede imponer su voluntad al margen de las urnas o de los procesos institucionales establecidos. El que los viejos chistes de la política mexicana ya no resuenen como reales habla por sí mismo: el presidente ya no se puede dar el lujo de que, al preguntar la hora, le contesten “la que usted diga”. Otro rasero de la democracia, el que afirma que en un país autoritario los políticos se burlan de los ciudadanos en tanto que en la democracia ocurre al revés, sirve para reconocer qué tanto hemos cambiado. Desde esta perspectiva, poco o nada del viejo sistema sigue operando.

 

Pero el cambio que ha experimentado la política mexicana no se ha consolidado en formas democráticas al servicio de la ciudadanía. Las disputas postelectorales no sólo no disminuyen, sino que es rara la contienda que no acaba en el Trife. Muchos gobernadores siguen siendo dueños y amos de vidas y haciendas y actúan como tales, si bien no siempre con inteligencia (el “carro completo” de Oaxaca habla por sí mismo). El chantaje legislativo se ha vuelto moneda de cambio. Los poderes fácticos son cada vez más poderosos y la impunidad está a la orden del día.

 

A pesar de lo anterior, la población ha obtenido un beneficio extraordinario y ese es que el potencial de abuso de los políticos sobre el bienestar de los ciudadanos ha disminuido: el presidente ya no puede cambiar la constitución a su antojo; los mercados financieros (y cualquier ciudadano) cuentan con información suficiente para anticipar crisis; los políticos pueden no creer mucho en las razones por las cuales es deseable la estabilidad financiera, pero tienen pavor de que los culpen de una devaluación; muchos burócratas, sobre todo los más honestos, prefieren no tomar decisión alguna que ser objeto de una investigación por corrupción. Por donde uno le busque, la población, aún a sabiendas de que tiene poca influencia sobre la toma de decisiones en la vida pública, goza del beneficio de que sus riesgos mayores se han mermado y eso no es poca cosa. Su sensatez en la forma de votar el domingo pasado es impactante.

 

Pero los mínimos no son siempre algo deseable y aquí hay un tema generacional: para quienes vivieron tiempos aciagos y violentos de la vida pública mexicana, el PRI constituyó una salvación y temen a la era actual; para quienes crecieron en la era de las disputas políticas y las crisis, cualquier cosa parecía preferible al PRI; para las generaciones más recientes, la democracia actual es inadecuada e insuficiente porque no responde a sus expectativas.

 

Desde esta perspectiva, los malos manejos electorales y los conflictos urbanos (igual los plantones en el DF que la toma de la ciudad en Oaxaca) merecen lecturas muy distintas por parte de cada uno de estos grupos de la sociedad. Por ejemplo, para quienes la historia de fraude electoral es inherente a la concepción política que aprendieron a partir de los años revolucionarios y sus consecuencias, lo importante es la estabilidad. En contraste, para la juventud de hoy, la idea de la democracia y su funcionalidad es mucho más importante. Para los primeros, la noción de que el PRI decidiera disputar el resultado electoral de Baja California o pudiera emplear medios autoritarios para ganar la elección de Oaxaca es una mera anécdota; para los segundos el burdo intento de chantajear al gobierno federal con la reforma fiscal de no ganar una elección local es algo inaceptable, independientemente de que todo mundo sabe que la capacidad del gobierno federal de decidir las elecciones locales es inexistente. El problema para el PRI es que el segundo grupo es el futuro del electorado mexicano.

 

El mexicano se ríe de sus políticos pero no es obvio que sea el último en reír. Hasta en sus momentos más duros, el autoritarismo mexicano en nada se parecía al soviético: la larga historia de chistes y caricaturas sobre la política y los políticos es testigo de que la risa es una constante. Lo que ha cambiado ahora es que los chistes son públicos, es posible demandar a un gobernante y la prensa todo lo publica. Pero eso no quiere decir que la rendición de cuentas haya mejorado, que los políticos sirvan a los intereses de la ciudadanía o que el país vaya resolviendo sus dificultades. La pregunta es qué tan infinita será la paciencia de la ciudadanía y su disposición a emplear el voto para mantener el bote a salvo.

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Ejercer la libertad

Luis Rubio

Los hechos no están en disputa: el tabaco es dañino para la salud. Quienes fuman lo saben, pero quienes no fuman lo padecen; el problema es que unos y otros son parte de una misma comunidad, cada uno con derechos propios, comenzando por el de la libertad. Se trata de uno de esos temas en el que la solución al diferendo es obvia para cada uno de los actores, tanto los que fuman como para los que no lo hacen. Pero sólo uno tiene razón.

Lo que está en disputa son los derechos de personas y empresas para defender su interés o libertad particular. El tema del tabaco polariza y genera reacciones extremas que no por eso dejan de ser peculiares. Los fumadores y los no fumadores tienden a creer que tienen derechos absolutos, pero el tema se complica en la medida en que otros actores, particularmente los fabricantes de cigarros y los dueños de restaurantes y establecimientos públicos, entran en la película. La pregunta importante es cómo conciliar los derechos de la colectividad con los de los individuos y las empresas.

El caso del tabaco es particularmente complejo porque ahí se mezcla la evidencia científica con el derecho de las personas. Los fumadores, reclaman el derecho de hacer con su cuerpo lo que quieran, pero esto choca con los derechos de los no fumadores que, según la evidencia, sufren consecuencias de respetar los derechos de otros sin que nadie respete los suyos. Este es el tema de fondo de la legislación tanto federal como local (DF) que está siendo discutida y que tiende a sacar chispas.

Según las cifras oficiales, en el país mueren aproximadamente 54 mil personas al año como resultado del consumo de tabaco. Todas esas personas sabían que el tabaco es nocivo para la salud y asumieron el riesgo con plena conciencia. Desde la perspectiva individual, esas personas eran dueñas de sus cuerpos e hicieron uso pleno de sus facultades para decidir, es decir, actuaron como hombres y mujeres libres. Pero el ejercicio de su libertad choca con la de los otros en al menos dos planos: por un lado, en los costos que su adicción le impone a la sociedad en su conjunto; por ejemplo, en el 2004, el IMSS gastó el 4.3% de su presupuesto de operación (o 7100 millones de pesos) para pagar los costos de la atención atribuible al consumo de tabaco. Es decir, los fumadores le impusieron un enorme costo a la sociedad por ejercer su libertad.

El otro plano en el que choca la libertad de fumar con el resto de la sociedad es en el impacto que tiene sobre las personas que no fuman. A diferencia de otras adicciones, tanto las legales como las ilegales, los no fumadores pueden acabar contrayendo las mismas enfermedades que los fumadores por el hecho de respirar el humo de un cigarro: fumar tiene consecuencias negativas en la salud de los no fumadores que comparten el espacio con los fumadores. Es decir, los fumadores perjudican al resto de la población al fumar en espacios públicos sin jamás pagar un costo por ejercer su libertad.

Los liberales siempre han creído en la libertad del individuo pero siempre y cuando el ejercicio de esa libertad no tenga un impacto negativo sobre el resto. John Stuart Mill, el filósofo de la libertad, argumentaba que el gobierno debe distinguir con nitidez plena entre una intervención sobre actos individuales que afectan sólo al individuo de aquellos que afectan al resto. De esta forma, por ejemplo, el gobierno no tendría razón de intervenir en la decisión de un boxeador, de un amaestrador de serpientes o de un tragafuegos en la esquina de correr enormes riesgos personales, pero tiene toda la razón de intervenir en aquellos casos, como el fumar en espacios cerrados, por el hecho de que afectan a terceros. Con la misma lógica, ningún gobierno tiene derecho de impedirle a una persona que consuma tabaco en la calle; a lo más, puede imponerle un elevado impuesto para intentar disuadirlo, pero nada más.

La lógica de la legislación diseñada para obligar a los restaurantes y establecimientos similares a crear espacios separados para fumadores y no fumadores es absoluta. La iniciativa no prohíbe fumar en espacios abiertos ni viola la libertad de las personas de fumar o hacer lo que les plazca con su vida; lo que hace es proteger al resto de la sociedad de los efectos del ejercicio de esa libertad. Es decir, protege la libertad del resto de la ciudadanía. Uno pensaría que nadie puede estar contra de ella, pero no es así.

Sin duda, los primeros afectados son los propios fumadores, muchos de los cuales no tienen la opción anímica de dejar de fumar y esto crea un problema. Numerosas sociedades han optado por prohibiciones similares y el efecto ha sido positivo: muchas personas que antes fumaban dejaron de hacerlo y la mayoría del resto aceptó la nueva realidad sin más. Muchos fumadores están enojados por la iniciativa, pero quienes realmente están movilizados para derrotarla son los fabricantes de cigarros.

Las empresas fabricantes de cigarros están haciendo hasta lo indecible por evitar la aprobación de la ley. Una de sus tácticas ha sido la del cabildeo directo tanto en el congreso federal como en la Asamblea de Representantes del DF. Su principal propuesta como alternativa consiste en instalar extractores de humo que, según argumentan, reduciría en 70% el humo en un espacio cerrado. Aunque la propuesta podría sonar razonable, no es fácil explicar porqué se esperaron a hacer una propuesta de esta naturaleza hasta que se presentó la iniciativa de ley: no es como que el conflicto entre fumadores y no fumadores se hubiera iniciado ayer. En todo caso, la propuesta constituye una flagrante admisión de culpa: reconocen, así sea implícitamente, que el humo de un cigarro afecta a terceros.

Es evidente que tanto las empresas como los fumadores tienen derechos que no pueden ni deben ser conculcados, pero estos derechos no son superiores a los de la colectividad. La idea de crear espacios libres de humo de cigarro es civilizatoria; es, parafraseando a John Womack, una de esas formas decentes de vivir que hacen posible la convivencia en una sociedad.

Nuestro sistema de gobierno no es muy representativo ni permite la participación de la población en los procesos de decisión. Esta iniciativa probablemente responda más a la tradición tutelar (el gobierno protege a la ciudadanía) y al legítimo afán de reducir el costo del sistema de salud que a una respuesta directa al clamor de los no fumadores, pero no por eso infringe el principio de la libertad individual y por eso merece ser aprobada.

 

El otro retorno

Luis Rubio

En México, solía decir el entonces secretario de Gobernación Enrique Olivares Santana, se puede pensar cualquier cosa, se pueden decir algunas cosas y se puede escribir muy poco. Ese era el México de entonces, un país en el que los mundos de la política y la economía estaban nítidamente diferenciados y en el que el peso del gobierno sobre la sociedad era brutal. Al menos por algunas décadas, las cosas funcionaron de esa manera y con resultados nada despreciables. Pero, como dijera Marx, no se debe confundir aquella tragedia con la farsa que representaría una segunda oportunidad. El mundo de hoy ya no es como el de entonces.

La preocupación que anima a nuestros políticos en su esfuerzo por restablecer un sentido de orden y funcionalidad a la vida política nacional no sólo es sensata sino encomiable. Todos ellos observaron el conflicto que precedió y siguió a los procesos electorales del 2006 y claramente llegaron a la conclusión de que el país se encontraba al borde del caos y que el potencial de desmantelamiento institucional era real y por demás grave. Uno puede o no coincidir con el sentido de las propuestas de solución que se han presentado en los últimos meses en materia de reforma de medios, elecciones y el resto de los proyectos contenidos en la iniciativa de reforma del Estado, pero nadie puede dudar que éstas responden a una acusada percepción de riesgo.

En concepto, habría dos maneras de enfocar el ajuste institucional que requiere el país. Una consistiría en reconstruir y, de hecho, recrear, el viejo sistema de control político con las adecuaciones que la realidad actual exige. El otro implicaría construir y desarrollar una nueva estructura institucional acorde con la cambiante realidad no sólo política, sino también económica e internacional. Es decir, una se inspiraría en lo que funcionó en el pasado en tanto que la otra buscaría sentar las bases de una estructura socio política distinta a la que ha caracterizado al país.

Lo que se observa es que el objetivo que se persigue es el de reconstruir el concepto de control que existía en el México del pasado, adaptándolo desde luego a circunstancias que han cambiado. De esta manera, por ejemplo, no es la presidencia la que concentraría el control político como antes, sino que éste se transfiere a los partidos políticos. En sincronía, el propósito último del nuevo esquema es el de restablecer la capacidad de control de los procesos que afectan la toma de decisiones: de ahí la importancia de someter al IFE a un régimen de estricta supervisión partidista y de desarrollar mecanismos institucionales para mantener el control de los medios de comunicación, de los miembros del consejo del IFE y, en general, de la vida política nacional. Se recurre a un entramado legaloide que, como antaño, justificaba y sostenía el statu quo.

Por supuesto, el gran cambio respecto al pasado reside en que ya no existe un partido hegemónico que le de funcionalidad al gobierno. Lo que se pretende ahora es construir un bloque hegemónico por parte de los tres partidos grandes para manejar a conveniencia al gobierno, cualquiera que sea el partido que lo origine. El congreso, como la presidencia, acaba siendo un mero instrumento en manos de los partidos para avanzar la agenda colectiva o individual. Se trata, pues, de una adaptación de los viejos principios de control a la realidad de hoy.

La adaptación no es sólo de carácter institucional. El país realmente ha experimentado un cambio de fondo en sus estructuras políticas. El poder que perdió la presidencia a partir del momento en que dejó de controlar al legislativo y, sobre todo, a partir de que el PRI, en su carácter de mecanismo de control, dejó de ser el partido gobernante, migró hacia los gobernadores y hacia los partidos políticos. Es decir, la concentración de poder de antaño, junto con las estructuras formales e informales para su ejercicio, ya no existe.

Pero el hecho de que el extremo de concentración del poder que caracterizaba al país en el pasado no se pueda reproducir no quiere decir que no se estén haciendo intentos en esa dirección o que la legislación que se está avanzando no vaya a traer consecuencias desagradables. El caso de la libertad de expresión es ilustrativo.

Los partidos políticos están empeñados en crear un entorno de competencia electoral terso donde sólo los políticos tengan capacidad de participar. Es decir, su pretensión fundamental es la de quitarle al ciudadano su potestad de participar en el proceso más allá del voto. La democracia mexicana dejaría de ser participativa y se limitaría al depósito del voto en la urna y al día de la elección. Todo el resto, antes y después de los procesos electorales, sería potestad de los partidos.

En ese entorno, nadie, excepto los partidos y sus candidatos, tiene derecho a expresar su concepción de país o su ideario y los propios partidos y candidatos estarían estrictamente constreñidos a presentar sus propuestas sin posibilidad de criticar o incluso contrastarlas con las de sus contrincantes. Las organizaciones civiles o empresariales, sociales o campesinas y sindicales estarían igualmente impedidas de manifestarse por un candidato o contra otro. El control y una dudosa apariencia de pulcritud y neutralidad por encima de cualquier consideración.

Se intenta así construir un escaparate digno de un cuento de hadas pero que inexorablemente choca con la realidad porque la sociedad humana no es así y ninguna democracia que se respete funciona de esa manera. Las personas observan, piensan y opinan. También quieren expresarse y convencer a sus vecinos y a sus amigos, a sus clientes y agremiados. Esa es la sociedad humana y no va a cambiar por más que los partidos lo intenten.

Pero supongamos que los mecanismos de control resultan ser efectivos, que la institución electoral sanciona a todo aquel que rompa con la omertá y que los medios y otros vehículos de expresión se disciplinan. ¿Qué clase de sociedad habremos creado? ¿Cómo funcionaría una sociedad así en el contexto de una economía mundial donde lo que prospera no es el control de la sociedad sino la creatividad, es decir, la capacidad intelectual, más que manual, de la población?

Es evidente que los partidos tienen la capacidad legal y política para imponer un régimen de control a modo y lo están avanzando. Lo que debiera ser claro es que ese régimen de control no es compatible con el desarrollo del país y de su población en la era digital. No vaya a ser que en su afán por controlarlo todo, los partidos acaben condenando al país al caos. India le va a acabar ganando a China, cuyo gobierno privilegia el control, porque su población es libre de pensar, expresarse y crear y eso, en la era digital, es lo único que importa. ¿Por qué entonces ir hacia atrás?

 

Retorno al pasado

Luis Rubio

En Puebla se encontraron las realidades partidistas del país y el resultado no es alentador. El PRI prácticamente arrasó en las recientes elecciones estatales, confirmando su legendaria vocación de poder. Casi lo contrario se puede decir del PAN. Pero lo más evidente es que nuestro sistema federalista es un fracaso en términos democráticos.

El triunfo del PRI en el estado de Puebla es avasallador. El partido no sólo logró el control del legislativo local sino que ganó los 26 distritos y 143 de las 217 alcaldías en disputa. El PAN escasamente quedó como segunda fuerza, perdiendo plazas importantes, en tanto que el PRD, a pesar de los enormes recursos que dedicó y de la campaña permanente de López Obrador en el estado, quedó como la cuarta fuerza electoral, detrás del PANAL. Una situación como ésta sólo puede explicarse de una de dos maneras: o bien el PRI, partido en el gobierno del estado, ha tenido un desempeño extraordinario y excepcional o existen otras circunstancias que produjeron la debacle de la oposición.

Bajo cualquier rasero, el desempeño del gobierno poblano, como el del oaxaqueño y otros similares, ha sido pobre y controvertido. Su economía no se ha destacado por resultados descollantes y los escándalos que han caracterizado a esos gobiernos estatales en los últimos años no sólo han empañado su administración, sino que, desde la perspectiva más generosa, los han distraído de sus responsabilidades cotidianas. Incluso utilizando la óptica más benigna, al igual que en el caso de Oaxaca, es imposible pensar que, con su voto, la población refrendó los miserables resultados de esa administración estatal.

Si la explicación del triunfo del PRI no reside en la calidad superior del gobierno del estado, ésta tiene que encontrarse en otras circunstancias. Aventuro dos hipótesis complementarias: primero, el gobernador tiene un control real y efectivo de los órganos electorales y legislativos, lo que le confiere una infinita capacidad de manipulación; y, segundo, el PRI y los priístas tienen una vocación de poder que les permite superar cualquiera sus disputas y diferencias internas y que contrasta con la ausencia de esa misma vocación en el PAN, cuya lógica sigue siendo la de un partido de oposición, más preocupado por sus querellas ideológicas que por gobernar. De ser válidas estas hipótesis, sobre todo la primera, la democracia mexicana estaría en severas dificultades.

Comienzo por la primera hipótesis. Los gobernadores se han convertido en virtuales señores feudales: controlan no sólo la hacienda pública sino toda la política local. A través de las ingentes sumas de dinero que reciben del erario federal y por sobre las cuales, para todo fin práctico, no tienen que rendir cuenta alguna, tienen una bolsa de dinero prácticamente ilimitada para ejercer el control total de los procesos políticos locales. A través del dinero someten y dominan a sus legislativos locales, comprando votos y voluntades sin resquemor alguno. Desde su perspectiva, lo que cueste el control es barato porque los dividendos son desproporcionados.

No es casualidad que los gobernadores enfrenten una situación de extraordinaria tersura en su relación con el poder legislativo local. A menos que gocen de una cultura política de corte ateniense, a diferencia de lo que hoy ocurre a nivel federal, el peso del gobernador es aplastante, como en su momento lo fue el del presidente a nivel federal. Nadie puede con el poder real coercitivo y económico- de los gobernadores. Nuestros gobernadores controlan todos los órganos políticos estatales: a través del control del legislativo local nombran a los miembros del Instituto Electoral Estatal, a los órganos de vigilancia del gasto y, en general, a todo lo que podría ser una fuente de contrapeso a su poder, incluyendo a la judicatura local. Además, en su actuar cotidiano, los gobernadores gozan de un vasto instrumental para manipular una elección de manera indirecta, como ilustró el gobernador de Oaxaca hace unos meses al utilizar unos bombazos como medio para alentar la abstención. Si la democracia está coja a nivel federal, simplemente no existe a nivel local.

Si a lo anterior se le agrega la excepcional vocación de poder de los priístas y la igualmente excepcional falta de vocación de poder entre los panistas, el cuadro adquiere características de las que el propio Mussolini se habría sonrojado. Los priístas saben qué es el poder, cómo se puede emplear y porqué es imprescindible dejar a un lado las diferencias entre sus diversos grupos en el momento de una elección. La evidencia de esto es abrumadora: lo vemos en la forma en que se organizan, votan y se disciplinan. A nivel federal, convirtieron la derrota en las urnas del año pasado en la oportunidad de controlar al poder legislativo en pleno.

En contraste, y siguiendo con la segunda hipótesis, el PAN sigue jugando a la oposición. Su tema no es el poder sino la agenda ideológica; sus candidatos no responden a la lógica de las preferencias electorales (que, uno supone, debería ser la principal consideración para un partido que aspira a ganar una elección), sino la pureza ideológica. Al PAN lo dominan su cerrazón ideológica (o la de su liderazgo) y las querellas y disputas internas. En lugar de plantearse llegar al poder como una oportunidad para implantar su ideario, temen ensuciarse con su ejercicio. En lugar de construir una maquinaria electoral desde el poder, se desviven por ser oposición y, ya en esa dinámica, una oposición pobre porque si no ganan elecciones ni oposición podrán ser.

En Puebla, un pequeño microcosmos de nuestro federalismo, se pudo observar la forma en que operan nuestros gobernantes, la inexistencia (¿e inviabilidad?) de un sistema efectivo de pesos y contrapesos y, en una palabra, lo modesto de nuestra democracia. Como en los viejos tiempos del presidencialismo priísta, los gobernadores se han apoderado de los órganos de decisión y utilizan el gasto público para controlar al estado y corromper a sus legisladores para ser amos y señores. La peor versión del modelo presidencialista se ha reproducido a nivel local y, como ilustra la elección de la semana pasada, no hay buenas razones para suponer que esto cambiará en el futuro.

El país pasó de la monarquía presidencial al feudalismo de los gobernadores y ahora se encuentra, a nivel federal, en una lucha por la re centralización del poder hacia el legislativo. No es difícil imaginar un nuevo modelo político donde el PRI, con algunos perredistas que igual que ellos saben usar el poder, acaben dominando la escena nacional. Pero es obvio que, a nivel estatal, los gobernadores son amos y señores sin contrapeso alguno.