Delitos y guerras

Luis Rubio

Violencia, guerra, criminalidad. Las imágenes hacen difícil entender la realidad y determinar dónde estamos. Reina la confusión. Los críticos toman el podium, unos para ofrecer perspectivas y comparaciones, otros para arreciar contra el gobierno. Los primeros aportan un contexto invaluable; los segundos tratan de sacar raja de las terribles imágenes. Lo que parece evidente es que la confusión es producto de la insuficiente información que hay disponible. Aún así, lo que sabemos nos permite separar el agua del aceite para poder tener una mejor perspectiva.

Primero lo que sabemos. Sabemos al menos tres cosas: uno, que hay tres procesos simultáneos, pero radicalmente distintos, en la lucha que emprendió el gobierno contra el crimen organizado y que esa diferenciación no es evidente en la discusión pública. Dos, que el crimen organizado, igual narcos que otros delincuentes, se había apropiado de diversos territorios donde llegó un momento en el que ya no era claro si había diferencia entre la autoridad formal (gobierno local o estatal y policías) y el hampa. Y tres, que el crecimiento de la criminalidad en los últimos años iba inexorablemente en ascenso. Estos tres componentes quizá expliquen la razón por la cual el gobierno actual decidió emprender una lucha frontal contra la criminalidad, independientemente de que ésta no fuera el corazón de su programa original.

La dinámica que estamos experimentando incorpora tres procesos distintos. Uno es el que emprendió el gobierno federal al decidir hacer efectiva su responsabilidad de hacer cumplir la ley. Ese proceso es el que le llevó a enviar policía y tropas a las entidades y regiones en que la distinción entre la autoridad y la criminalidad había desaparecido. Uno puede opinar sobre las formas, criticar el involucramiento del ejército o dudar de la estrategia, pero es imposible criticar el hecho de que el gobierno haya asumido su responsabilidad y, por primera vez en décadas, distinguido entre lo que es un delito y lo que es una práctica comúnmente aceptada. El gobierno tiene la obligación de perseguir el delito de manera sistemática y, dada nuestra realidad, eso merece un amplio reconocimiento.

El segundo proceso nada tiene que ver con el gobierno, sino con la dinámica del mercado del narcotráfico y las respuestas que esas organizaciones criminales han venido dando. Desde hace más de una década, el mercado estadounidense ha experimentado cambios que han tenido por consecuencia la disminución del negocio de los narcotraficantes mexicanos. Hasta entonces, el principal negocio del narco en México era de tránsito: se importaban drogas para su eventual distribución en EUA. El narco corrompía autoridades para hacer posible su negocio, pero el impacto interno parecía relativamente menor. En la medida en que los americanos comenzaron a modificar sus patrones de consumo orientándose más hacia las drogas sintéticas, donde el narco mexicano no tiene ventaja comparativa, éste comenzó a desarrollar el mercado interno. Según la información disponible, hoy la sociedad mexicana padece un enorme problema de consumo de drogas. Al mismo tiempo, la compresión del mercado americano llevó a que las bandas de narcotraficantes buscaran crecer en México. Eso desató una guerra entre bandas de narcos, que es lo que produce las decapitaciones y es la fuente principal de violencia en el país. Según las autoridades, la abrumadora mayoría de asesinatos se deben a esta guerra entre bandas.

Finalmente, el tercer proceso de violencia resultó de una acción del gobierno pero sobre la cual no tiene control directo. Mientras los capos vivían en cárceles mexicanas, su negocio seguía operando, de hecho bajo la protección de las autoridades. Sin embargo, una vez extraditados, el liderazgo dejó de funcionar y eso desató una lucha interna, dentro de cada banda, por el nuevo liderazgo. Esta también es una importante fuente de violencia y asesinatos y es la que, según parece, ha cimbrado a Monterrey, donde viven muchas de las familias de los capos.

Ahora lo que no sabemos. Es evidente que no sabemos si la estrategia gubernamental es la idónea ni sabemos qué otras opciones eran realmente posibles. Parece claro que la opción de negociar con la criminalidad constituiría un harakiri para éste y cualquier gobierno que lo intentara, pero no es evidente que el gobierno esté debidamente pertrechado para salir con éxito. Tampoco sabemos si habrán tenido razón los críticos del empleo del ejército en tareas policiacas. Es claro que el gobierno utilizó militares ante la inexistencia de cuerpos policiacos confiables y debidamente entrenados, pero eso no resuelve la duda sobre las consecuencias de ese actuar. El tiempo dirá sobre cada una de estas interrogantes.

Viendo hacia adelante, hay varios factores que no están resueltos y que quizá sean clave en el devenir de estas luchas. Primero que nada, persisten los problemas de coordinación entre niveles de gobierno. Nuestra legislación separa los delitos federales (como el narcotráfico y la delincuencia organizada) de los del fuero común, que son responsabilidad de los estados, como el secuestro y el homicidio. En muchas ocasiones es imposible distinguir cuándo un delito es federal y cuándo estatal, razón por la cual la coordinación es vital. El mismo fenómeno de descoordinación aqueja a las más de mil policías, problema que se complica por la descentralización del poder político. Además, existe la presunción de que muchas de las bandas de narcos que han resultado perdedoras en sus propias guerras se han movido a otros negocios criminales, como el secuestro.

Pero el problema no es exclusivo del gobierno. El crimen organizado ha tejido una impresionante red de apoyo en la ciudadanía, lo que no sólo le da protección, sino que genera una enorme red de beneficiarios. A esto se suma la impunidad que impera en el país, frecuentemente sancionada en ley, todo lo cual crea una maraña de intereses que conspira a favor de la permanencia del crimen organizado. El problema, como decía el anuncio, es de todos.

La falta de coordinación permite eludir responsabilidades y eso choca con el creciente reclamo ciudadano de que el gobierno, como un todo, resuelva el problema de la criminalidad, sobre todo la que más afecta a la ciudadanía de manera cotidiana y directa. Dada la realidad del poder en el país, el combate tendrá que ser policiaco y político, pues sin coordinación será imposible avanzar de manera decidida.

La evidencia muestra que el gobierno tiene una idea clara del fenómeno que enfrenta, pero sólo el tiempo confirmará si logró su cometido. Lo que resulte no será menor.

 

Aranceles

Luis Rubio

El país parece inexorablemente condenado a sostener debates estériles y el relativo a los aranceles ilustra los niveles de simulación a los que somos capaces de llegar. Nuestros debates no sirven para resolver problemas sino para afianzar posiciones y preservar el statu quo. Aunque es evidente que no todas las propuestas de política pública que se debaten ameritan ser aprobadas, en este caso el objetivo no parece ser otro que el de impedir y obstaculizar.

Como en todos los debates que nos caracterizan, el de los aranceles es pobre en contenido y rico en ideología y adjetivos. La Secretaría de Economía, que no parece entender que un acto de autoridad es eso, sometió a consulta su propuesta de bajar e igualar los aranceles a un nivel en el que contribuyan a la competitividad de la economía del país. Por su parte, el sector privado, donde hay más intereses que análisis, se opone de manera sistemática. Detrás de estas pantallas yacen argumentos serios y persuasivos de ambos lados que no necesariamente son excluyentes.

El argumento económico del planteamiento gubernamental es impecable: cualquier impedimento al comercio o a la inversión entraña costos adicionales para el productor, además de que desincentiva la actividad económica. En la medida en que se eliminan obstáculos (igual aranceles elevados o desiguales, impuestos onerosos o subsidios distorsionantes), la economía funciona mejor.

En nuestro caso, el perfil de los aranceles a la importación lo dice todo: como si fuera un electrocardiograma, lo que se observa en los aranceles es muchos picos pequeños y unos cuantos elevados. La mayoría de los aranceles, los picos pequeños, que se ven casi como una línea horizontal, son bajos y tendientes a cero. Lo contrario ocurre con los aranceles altos: ahí se protege a intereses, si no es que a empresas específicas.

El hecho de que existan marcadas diferencias entre aranceles tiene enormes consecuencias para los costos de la actividad económica. Un insumo que está protegido le confiere poderes de monopolio al beneficiario, a la vez que le incrementa los costos al productor que emplea esa materia prima o componente. El funcionario que establece esas distinciones le imprime un costo adicional a toda la cadena productiva, sacando de competencia a los demás productores y a sus productos, comenzando por los exportadores. Todo por una política de subsidio y protección mal entendida, cuando no por un favor que luego se torna en un privilegio intocable.

El argumento del sector privado es más interesado pero igualmente poderoso. Los empresarios están enojados, y tienen razón de estarlo, porque los cambios de las últimas décadas los han obligado a competir con una mano amarrada en la espalda. En ese tiempo se eliminaron subsidios, se elevaron los precios de los insumos provistos por el gobierno, sobre todo los energéticos, y se abrió la economía a la competencia por vía de las importaciones. Al mismo tiempo, prácticamente no se hizo nada por mejorar las condiciones de operación de las empresas: la infraestructura sigue siendo de ínfima calidad, los costos de los servicios (como telefonía y crédito) son elevadísimos, la inseguridad pública ha incrementado los costos por robos (y pagos de protección), y la complejidad burocrática se ha elevado de manera irracional (por impuestos novedosos y por la falta de coordinación entre autoridades de distintos niveles de gobierno). El hecho tangible es que el país dista de ser un paraíso para las empresas (para esto vale la pena ver el libro de Verónica Baz: Crecer a pesar de México).

El problema del lado empresarial es que su planteamiento no lleva a que se resuelvan los entuertos, contradicciones e impedimentos, sino a que se construya -o, más correctamente, reconstruya- la lógica de la protección y los subsidios. Evidentemente, los empresarios tienen toda la razón al argumentar que es necesario que el gobierno actúe en todos los frentes y no sólo en el que se le facilita más y que no entraña costos directos para la burocracia. Pero su embate ha sido el contrario: no más tratados de libre comercio, no más apertura, no más competencia. El llamado del sector privado es muy claro: más subsidios y más protección para regresar al pasado idílico (que, por supuesto, nunca existió).

Detrás de todo esto yacen dos circunstancias muy fundamentales, una que refleja nuestra realidad política y otra que nos retrotrae al pasado. Los aranceles son a los empresarios lo que la opacidad, la discrecionalidad y el rentismo sin competencia es a los políticos y funcionarios. Los aranceles son un contrapeso a los sindicatos onerosos y corruptos y a los trámites costosos que se traducen en la baja competitividad que caracteriza al país, así como precios elevados para el consumidor. No hay que darle muchas vueltas a esto: el gobierno es dado a grandes iniciativas en el papel para luego quedarse a la mitad en la instrumentación. Y eso lleva a que muchas empresas sufran y que el país padezca bajas tasas de crecimiento económico. No hay nada esotérico en nuestra realidad: mera simulación.

En el fondo, el verdadero tema no es de aranceles ni de competitividad, por válidos que ambos sean. El verdadero tema es a quién debe servir la economía, o, lo que es lo mismo, para quién trabaja el gobierno. La lógica de la protección y el subsidio que caracterizó a la política gubernamental en la segunda mitad del siglo pasado respondía a un objetivo expreso: lo importante era el productor aunque eso implicara precios elevados, mala calidad o pésimo servicio para el consumidor. En esa era lo relevante era el industrial, razón por la cual se privilegiaba al empresario con protección arancelaria, subsidios directos, requerimiento de permiso a las importaciones y toda clase de subsidios indirectos, comenzando por el de la energía.

La apertura de la economía a las importaciones que se inició en 1985 constituyó un cambio radical en la orientación de la actividad económica del país. A partir de ese momento, el privilegiado sería el consumidor que, por medio de las importaciones, tendría no sólo opciones sino, idealmente, una mejora sustancial en la calidad y precio de los productos mexicanos. Por buenos que hayan sido los resultados de esa estrategia, no fueron suficientes porque, en realidad, ni el gobierno ha llevado a cabo un proceso de apertura a fondo (la queja del sector privado) ni los empresarios han aprendido a competir (el planteamiento gubernamental).

Frente a esto, lo imperativo es acabar con la simulación y dedicar todo a acelerar el crecimiento de la economía y no a proteger al productor.

 

La apuesta

Luis Rubio

En el nombramiento de un nuevo Secretario de Gobernación el presidente Calderón ha apostado el futuro de su gobierno en una persona que no es de su grupo inmediato pero que es panista y cuenta con experiencias útiles para el cargo. A dos años del inicio de esta administración, el presidente ya no tendrá muchas más oportunidades de imprimirle su propio sello al devenir del país. Así, Fernando Gómez Mont, experimentado abogado y persona cercana a diversos gobiernos, constituye una apuesta porque nunca ha tenido experiencia en asuntos como los involucrados en la encomienda que acaba de recibir, además de que entra en un momento particularmente sensible y complicado para la función de gobernar. El éxito de Gómez Mont será el éxito de Calderón, pero lo contrario también sería igual de cierto.

La Secretaría de Gobernación solía ser el centro neurálgico de la política en el país. Pero eso es el pasado: por diversas razones, desde el inicio de los noventa, sucesivas administraciones fueron mermando el poder de esa secretaría. Con la creación de la Secretaría de Seguridad Pública y el desmantelamiento de su capacidad operativa, la SG dejó de contar con los instrumentos necesarios para funcionar de manera eficiente y balanceada. Probablemente pensando más en la antigua realidad de esa entidad, los cambios promovidos por Fox acabaron siendo desastrosos para la coordinación de las instancias de seguridad pública y para el mantenimiento de la estabilidad política, mandato central de esa Secretaría.

Para funcionar adecuadamente, la SG requeriría una nueva concepción, acorde con el fin de la era del partido hegemónico y la extrema vulnerabilidad y fragilidad de la incipiente democracia. Es decir, se requiere un verdadero ministerio del interior con los instrumentos idóneos para la realidad de hoy.

Los problemas de coordinación y negociación que ha experimentado el gobierno del Presidente Calderón tienen muchas causas, pero sin duda una relevante reside en la deficiente estructura institucional de la SG. También ha sido importante en esa descoordinación la absurda centralización de decisiones en Los Pinos que ha caracterizado al gobierno, así como el afán de controlarlo todo que obsesiona a esta administración. En lugar de nombrar funcionarios eficaces y darles la responsabilidad integral de conducir la política gubernamental en cada área, el gobierno les ha limitado su esfera de autoridad, coartado su capacidad de toma de decisiones y, con ello, reducido su eficacia en el diario accionar. El resultado no es sólo que haya secretarías (y secretarios) raquíticos (algunos verdaderamente patéticos), sino que todo el gobierno acaba siendo enclenque.

No parece muy aventurado suponer que la disyuntiva para el presidente residía entre nombrar a alguno de sus colaboradores cercanos o procurar a un funcionario experimentado, capaz de cobrar vida propia. El primer camino ya lo había probado en múltiples instancias, con los resultados que todos conocemos: el gobierno no avanza, los resultados, con algunas notables excepciones, son magros y la percepción generalizada es que el gobierno, aunque encabezado por una persona decente y responsable, simplemente no puede. Desde esta perspectiva, el presidente tenía que optar entre el camino del amigo cercano pero potencialmente ineficaz y el político experimentado pero sin garantía de lealtad a la persona del jefe del ejecutivo, condición que, hasta ahora, había sido central en sus consideraciones.

La decisión que finalmente tomó el presidente ilustra la importancia de la dimensión partidista en su análisis. Aunque mostró disposición a romper con los criterios que habían normado sus decisiones previas, el presidente no estuvo dispuesto a considerar la eficacia como el factor central, sino que le asignó un enorme peso a la dimensión partidista en conjunto con la lealtad: el ungido habría de ser una persona cercana, pero también una que el PAN no pudiera objetar. Este modo de proceder es encomiable, pero riesgoso.

Estamos al final del segundo año del gobierno. Ha pasado no sólo la tercera parte del tiempo formal de la presidencia, sino el periodo más importante para el forjamiento del proyecto integral de la administración. En unos meses estaremos inmersos en el proceso electoral intermedio y de ahí todo será cosechar lo que se haya logrado hacer en los dos años anteriores o, en su defecto, experimentar cuatro largos años de deterioro. El resultado habrá dependido de lo sembrado.

A la fecha, el gobierno ha sembrado esencialmente en tres terrenos: el financiero, con importantes iniciativas en lo fiscal y en el frente de las pensiones; en el educativo, con una alianza entre la SEP y el sindicato para cambiar los criterios que han normado la selección de maestros y su compensación; y en el de la seguridad, con una lucha frontal contra la criminalidad y el narcotráfico. En los tres ámbitos el gobierno ha ido avanzando, pero en todos ellos enfrenta desafíos mayúsculos. La crisis financiera internacional constituye un enorme reto para la actividad económica y las finanzas públicas; la disidencia magisterial hace lo que puede por minar la alianza educativa; y la criminalidad no es un enemigo fácil de vencer.

En este contexto, la decisión presidencial implícita en el nombramiento para la SG constituye una apuesta. El Presidente deberá estar confiando en que el nuevo responsable de la operación política tenga la habilidad para contribuir a la pacificación política del país, coordinar a los responsables de la lucha contra el crimen organizado y allanar el camino para resolver los conflictos que de manera normal se le presentan a cualquier administración pero que ahora tienden a exacerbarse. Por donde uno lo vea, se trata de un reto mayúsculo.

Con sólo tres canastas en las que ha colocado todos los huevos, la administración enfrenta procesos electorales complejos y una adversa correlación de fuerzas políticas, sobre todo con los partidos. Además, dado lo avanzado de los tiempos sexenales, atrás quedaron los intentos de reforma laboral y los sueños de un gran despliegue en materia de infraestructura. El nuevo Secretario de Gobernación tendrá que lidiar con problemas graves, algunos de ellos explosivos, todo eso con pocas canicas a su disposición. Irónicamente, su gran ventaja es que, al no provenir del gobierno actual, llega sin las animadversiones que causa el ejercicio del poder. Su éxito dependerá exclusivamente de su capacidad para sumar y resolver dificultades, más que de competir con los de adentro y los de afuera.

Estos son tiempos para audacias. El tiempo dirá si este gobierno supo serlo a tiempo.

 

¿Dónde quedamos?

Luis Rubio

La elección de Barack Obama como presidente de EUA constituye un evento trascendental en la historia de ese país que no se puede minimizar. Es en ese contexto que México tiene que plantear, o quizá replantear, nuestra perspectiva. El gobierno tiene que decidir si adoptará una estrategia meramente defensiva o si tratará de construir una nueva oportunidad.

Obama logró una sólida, si bien no aplastante, mayoría. Aunque el partido demócrata logró un extraordinario avance en las dos cámaras legislativas, no alcanzó a rebasar el umbral que le hubiera eliminado la capacidad de veto a los republicanos. Esto cuadra con una larga y marcada preferencia de los votantes estadounidenses por gobiernos divididos. Además, el sistema de pesos y contrapesos, que se preservó al no lograr los demócratas el control absoluto del senado, no le da tanta latitud a un presidente como ocurre (u ocurría) en nuestro caso.

Más allá de los detalles, la elección evidenció la extraordinaria capacidad de regeneración del sistema político estadounidense. El activismo y participación de las comunidades mexicanas en ese país es tan sólo uno más de los elementos que muestran la forma en que ese sistema incorpora nuevas personas e ideas y responde ante excesos. Esta perspectiva, la de su capacidad de regeneración y adaptación, es una oportunidad que realmente nunca hemos sabido aprovechar. Más preocupados por los riesgos del elefante que tenemos junto, nuestra actitud tradicional ha sido la de dejar que ellos marquen la agenda. Sin embargo, el cambio por el que hoy atraviesa ese país ofrece oportunidades potenciales que no deben despreciarse.

Quizá el tema más importante para lo que siga tiene que ver con la etapa introspectiva por la que está atravesando ese país y la forma en que la nueva composición de su sistema político responda ante el reto económico que fue, sin la menor duda, el factor que catapultó la candidatura de Obama. El hecho de que la mirada de los estadounidenses sea hacia adentro, cuando no hacia atrás, ya nos dice mucho del desafío que enfrentaremos en los próximos años. Claramente, México no será un tema central de su agenda. En este sentido, una primera pregunta que tenemos que hacernos es si la agenda que acabe siendo relevante podría afectarnos negativamente. Desde luego, en la medida en que su economía crezca con celeridad México se beneficiaría. Pero, dadas las circunstancias, uno tiene que preguntarse si no es tiempo de reenfocar nuestras baterías y pensar distinto sobre el futuro de la relación bilateral.

Hay cuatro factores clave en la nueva realidad de EUA que serán centrales para nosotros: la forma en que decidan atacar su crisis financiera y articulen una estrategia de recuperación económica; los sindicatos que apoyaron la candidatura del hoy presidente electo; la compleja relación entre el nuevo presidente y los viejos lobos del congreso de ese país; y el activismo de las comunidades mexicanas residentes allá. Estos cuatro elementos van a ser clave en la conformación de las estrategias y políticas que adopten nuestros vecinos; en algunas estamos en franca desventaja, pero otras podrían ser oportunidades que no hay que ignorar.

El debate sobre la forma de atacar la crisis económica es crucial para nosotros. Las discusiones se han trivializado al grado de disminuirlas a un binomio imposible de Estado o mercado, pero las implicaciones de lo que hagan podrían ser trascendentales, sobre todo porque, en su mirada introspectiva, muchos sectores de la sociedad norteamericana están demandando una estrategia de cerrazón comercial. Para México, acciones en esta dirección serían devastadoras por la importancia que han adquirido las exportaciones en el crecimiento de nuestra economía. Cualquiera que sea su decisión, lo menos que debemos conseguir es que las reglas del comercio bilateral se preserven al amparo del TLC. Pero deberíamos ser mucho más ambiciosos, planteando nuevas áreas de integración, sobre todo en el ámbito de los servicios, como el de salud, que constituyen enormes fuentes de empleo potencial.

Los sindicatos fueron una pieza clave en la candidatura de Obama. No sólo aportaron 200 millones de dólares, o sea, aproximadamente la tercera parte de sus fondos, sino que fueron un importante factor en la movilización popular. Evidentemente, los sindicatos no hicieron esto por caridad, sino porque esperan cobrar una abultada cuenta. La agenda sindical tiene diversos componentes y varios de ellos tienen que ver con temas nuestros: desde el TLC hasta la migración. Será imperativo encontrar en la agenda sindical los espacios y posibilidades para intercambiar y negociar. No cabe duda que éste será un tema central de la agenda mexicana, decidamos hacerla nuestra o no.

Obama llegará a la Casa Blanca como un político hábil, diestro en el manejo de situaciones complejas y capaz de organizar una extraordinaria campaña. Al mismo tiempo, no es un político experimentado en temas legislativos y se va a encontrar con un contingente demócrata ansioso de avanzar una ambiciosa agenda económica, política y social. El tiempo dirá quién de los tres políticos clave Pelosi, Reid y Obama- logrará dominar el proceso legislativo, pero no hay duda que en esa interacción se va a jugar el éxito del nuevo presidente. Al menos en el ámbito económico, pero no sólo ahí, todos los temas legislativos nos afectan Nuestra capacidad para estar presentes en esos procesos requerirá un activismo profesional distinto al que tradicionalmente hemos desplegado. Valdría la pena comenzar a entender cómo lo hacen con tanto éxito los canadienses y alemanes, por citar dos ejemplos obvios.

Finalmente, las comunidades mexicanas, esas que hemos despreciado por tanto tiempo, se han convertido en un factor central de la política estadounidense. Todo indica que su organización contribuyó al triunfo de Obama en al menos cuatro estados: Nevada, Nuevo México, Florida y Colorado. Los intereses de las comunidades mexicanas no son los mismos que los nuestros, pero los puntos de encuentro son infinitos. Ellos no van a trabajar para avanzar nuestra agenda, pero ciertamente sería posible trabajar en conjunto. Ello implicaría aceptarlos como iguales, reconociéndoles su capacidad y legitimidad, algo que jamás hemos sabido hacer.

La elección de Obama tumbó toda clase de mitos y verdades absolutas, comenzando por el de ser víctima permanente. Es hora de cambiar y sobreponernos a nuestros propios mitos y prejuicios sobre EUA para ser parte de los beneficios y no, como tantas otras veces, víctimas de nuestra propia incapacidad para entender su manera de funcionar, y actuar en consecuencia.

 

Los migrantes

Luis Rubio

A dos días de las elecciones presidenciales estadounidenses, las comunidades mexicanas en aquel país muestran una saludable pluralidad de visiones y posturas, además de contrastes. Sin duda, la mayoría de quienes pueden votar (que son, en términos relativos, un porcentaje pequeño) lo harán por Obama, el candidato demócrata. Sin embargo, luego de platicar con algunos líderes comunitarios, cónsules mexicanos y expertos sobre el tema en diversas regiones de ese país, constaté una extraordinaria riqueza en su vida comunitaria, expectativas y capacidades democráticas. No tengo duda de que, en la medida en que esas comunidades voten y el número de esos votos represente su verdadera dimensión, su impacto sobre aquel país va a ser inmenso.

Según la encuesta de Zogby de la semana pasada, el 70% de los hispanos con derecho de votar lo hará por Obama, en contraste con el 21% que lo hará por McCain. De acuerdo a las fotografías que recabé de observadores privilegiados en distintas ciudades de ese país, la mayoría de los mexicanos residentes allá tenía una marcada preferencia por Hillary Clinton, pero se han alineado detrás de la candidatura de Obama. En algunos lugares, notablemente en Chicago, ciudad donde reside el candidato demócrata, hubo un gran esfuerzo para promover el registro de todos los hispanos para que pudieran votar el próximo martes. Quizá lo más notable de la manera en que están articulándose las preferencias de los mexicanos detrás del primer candidato de color a la presidencia de ese país es que se trata de una decisión pragmática. Las relaciones entre ambas comunidades nunca han sido buenas los afroamericanos perciben que ellos han sido los más afectados por la mano de obra más barata de los mexicanos- pero ahora los hispanos han optado por la idea de cambio que propone Obama así como por una legislación benigna en materia migratoria.

Los números agregados cuentan sólo una parte de la historia. EUA es un país muy grande, con profundas diferencias regionales que, además, se acentúan por la naturaleza del sistema electoral, que le otorga un enorme peso a cada estado en el colegio electoral. Por ejemplo, en el tema migratorio que tan importante es para las comunidades mexicanas, en el medio oeste, con Chicago como centro, el clima siempre ha sido favorable a una reforma y apertura. En contraste, en California existe un profundo resentimiento por la propuesta 187 de 1994, que pretendía limitar el acceso de ilegales a los servicios de salud y educación y que fue abiertamente promovida por el entonces gobernador Pete Wilson. En Nueva York, el alcalde Bloomberg aprobó una serie de reglamentos que hacen ilegal que un policía o empleado del sector salud pregunte sobre el status migratorio de cualquier persona. Cada región tiene sus peculiaridades y le ha imprimido un sello distinto a la dinámica de las comunidades de mexicanos.

Algunas comunidades, notablemente las de Los Angeles y Chicago, están extraordinariamente organizadas y, por su antigüedad relativa, han logrado una amplia presencia en el ámbito legislativo estatal y en los gobiernos locales. En la medida en que las comunidades comienzan a tener contingentes significativos que pueden votar, su presencia adquiere otra dimensión. La verdadera paradoja política es que nadie puede ignorar la existencia de núcleos cada vez más grandes de ilegales, pero nadie tiene incentivo alguno para atender sus necesidades porque su impacto político es muy bajo. De esta manera, aunque según algunos cálculos la hispana es la mayor de las minorías, su relevancia política es mucho menor a la de las comunidades afro americanas por el hecho de que una amplia mayoría de los hispanos no tiene resuelta su situación migratoria. De darse una reforma que legalice a esa comunidad, y de continuar los esfuerzos por que se registren los ciudadanos para votar, su impacto futuro será inmenso.

Otro elemento en esta película es el contraste entre las primeras generaciones, típicamente de individuos entrones y ambiciosos, deseosos y dispuestos a hacer cualquier cosa con tal de ganarse la vida, y las subsecuentes, cuya dinámica es mucho más estadounidense: reclaman sus derechos, utilizan los mecanismos que la ley y las instituciones les proveen para avanzarlos y están, hoy más que nunca, dispuestos a luchar en el ámbito político, así sea sólo con su voto. Según me relataron algunos de mis interlocutores, la actitud de las comunidades también varía según la probabilidad de que su voto haga una diferencia. Hay un par de estados en los que el voto hispano podría determinar el triunfo de un candidato, mientras que en la mayoría, aun cuando sus números sean enormes, su relevancia es menor. En Texas y California, por ejemplo, un enorme número de mexicanos hará poca diferencia en el resultado del estado. En Illinois, donde la comunidad podría hacer la diferencia, el hecho de que Obama sea de ahí le ha sumado votos de todas partes.

Todo indica que, además de cambiar el partido en la presidencia, las elecciones de esta semana modificarán radicalmente la composición de las cámaras legislativas. No sólo lograrán los demócratas una mayoría en ambas cámaras, sino que podrían lograr eliminar la capacidad de veto por parte de los republicanos de rebasar la marca de los 60 senadores (de cien). Algunos analistas sugieren que, además, podría darse un viraje radical, de carácter histórico, como el que se dio en los treinta del siglo pasado. Independientemente de la profundidad del cambio que llegue a darse, parece evidente que los demócratas, sobre todo los del ala izquierda que llevan décadas marginados del poder, podrían tener un impacto enorme en los procesos legislativos sobre todo al inicio del nuevo gobierno.

La pregunta para las comunidades hispanas es en qué medida podrán afectar e influir sobre la agenda legislativa que se llegue a debatir. Hay algunos temas e iniciativas que son particularmente relevantes para los mexicanos que migraron o que descienden de migrantes, pero no es evidente que tengan ya la organización y la capacidad política de hacer valer sus números y lo que aportan a ese país.

Es mucho lo que estará en juego en los próximos meses tanto para las comunidades de mexicanos en ese país como para México en general y, en muchos temas, nuestros objetivos e intereses respectivos no están alineados ni son coincidentes. Por eso, ahora más que nunca será fundamental la labor política que se realice no sólo de gobierno a gobierno, sino también con las comunidades de mexicanos que cada día serán más trascendentes. Mucho separa a los dos países, pero lo que los une es cada vez más fundamental.

 

Sin pensar

Luis Rubio

Un viejo apotegma que emplean los rusos para describir su forma de ser afirma que primero rompemos los huevos y después comenzamos a buscar el sartén. Ese, exactamente ese, parece ser el proceder de nuestros legisladores. Las iniciativas se aprueban y después se comienza a reparar sobre sus potenciales consecuencias. Lo importante es sacar la iniciativa. Durante la era presidencialista, ese modo de proceder tenía soluciones porque los errores eran fáciles de corregir: se enmendaba la ley o simplemente no se aplicaba. Ahora estamos metidos en muchos hoyos porque ya no es fácil, o incluso posible, corregir errores, algunos de ellos graves, y cualquiera puede exigir cumplimento (¿?) de la ley.

Las iniciativas de ley se presentan siempre con objetivos distintos a los que formalmente se argumenta. En los noventa, cuando se intentaban grandes reformas, el contraste entre el discurso y el contenido de las iniciativas era notable por extremo. Se prometía que con tal o cual reforma el mundo se transformaría, por obra y gracia de un documento que el poder legislativo habría de sancionar. Nunca se asumían compromisos ni se evaluaba los costos o requerimientos del éxito del proyecto.

La apertura de la economía a las importaciones fue uno de los grandes cambios que se emprendieron en los 80. A diferencia de los canadienses, que dedicaron enormes recursos tanto materiales como humanos para asegurar que todos sus ciudadanos tuvieran la oportunidad de ser exitosos, aquí lo único que se hizo fue crear el Procampo como medio para apoyar al campesino más pobre, aunque en menos de un año ya se habían modificado las reglas para subsidiar a los agricultores más ricos.

Hay casos emblemáticos que muestran que éste modo de proceder no se acabó con el fin de la era del presidencialismo. El desafuero de AMLO fue una de esas iniciativas que se emprendió porque un presidente así lo quiso, pero también porque ninguno de los muchos políticos experimentados y sesudos que participaron directa o indirectamente en el proceso dijo esto no tiene sentido y va a ser contraproducente. El cambio de estatuto del DF se aprobó porque era políticamente correcto, no porque fuera una buena idea; años después, cuando comenzaron los conflictos entre las autoridades federales y las locales, que ahora han propiciado la criminalidad, lo que tenemos es discusiones del tipo de las que debió haber habido en ese momento. La reforma electoral del año pasado se llevó a cabo para intentar satisfacer al único jugador que jamás iba a quedar satisfecho con la vía institucional. Ahora es frecuente escuchar quejas ya no de la sociedad sino de los propios partidos políticos sobre las consecuencias de la ley en ámbitos tan elementales como el de la publicidad. Rompieron los huevos y ahora no pueden encontrar un sartén.

Algunas de estas aprobaciones se deben a que se ha utilizado a la ley como moneda de cambio: voto por la tuya siempre y cuando tú hagas lo mismo, aun sabiendo de antemano que lo aprobado es inviable o simplemente inadmisible para la mayoría de los mexicanos. Otras se aprueban con absoluto desconocimiento de sus consecuencias, incluso para aquellos que votaron a favor. También están las que obedecen a un objetivo mezquino, como el de amarrarle las manos a quien detenta el gobierno, no obstante que la alternancia es una realidad y funciona de manera eficiente al menos en ese plano. Sin embargo, las peores tal vez sean las que se aprueban a cambio de prebendas particulares y de grupos. A esto se suma el que algunos legisladores se pavoneen de que no hace diferencia si se aprueba tal o cual ley pues al fin y al cabo su puesta en práctica es imposible. La suma de caprichos, ignorancia y complicidad crea un mundo de impunidad que mina la justicia y la prosperidad. Lo que los legisladores no aprecian es el descrédito que esa forma de actuar genera para su función y para las leyes mismas. Si una democracia tiene como garante supremo a la ley, esta perversión destruye toda posibilidad de construir una sociedad democrática y desarrollada.

En países con tradición legislativa democrática, el proceso de aprobación de leyes no se realiza en lo obscurito. Al revés, se abre a toda la sociedad, se invita al comentario y al análisis y se debate en público, de frente a la ciudadanía. Las leyes se promueven como instrumento para la mejora de la vida pública o económica, pero no se aprueban sin al menos debatir las consecuencias. Más importante, todos aceptan el resultado del voto. Esto no quiere decir que todas las leyes que se aprueban en países serios logran su cometido. Baste recordar el contraste entre los programas diseñados para que Alemania absorbiera a su par oriental y lo que realmente costó (decenas de veces más de lo presupuestado) para ver que no todo se puede anticipar.

Lo que es diferente con nosotros es que muchas de nuestras leyes no son vistas como un medio para lograr el objetivo públicamente descrito, sino como parte de una carambola de varias bandas donde lo importante no es la ley que quede o, lo que sería mejor, una mejoría perceptible en la realidad, sino que alguien quede contento con el hecho mismo. Esa es una de las razones por las que tenemos miles de leyes que se empolvan en los estantes, pero no un país desarrollado en el que todo mundo se atiene a lo que éstas dicen.

Aprobamos y luego pensamos. Esa es nuestra manera de ser. Y peor: aprobamos y nos olvidamos del asunto hasta que la realidad nos alcanza. En el pasado, este tipo de circunstancias y errores ocurrían con frecuencia. La diferencia es que existían mecanismos políticos para resolverlos: existía el poder suficiente, en ese caso en la presidencia, para corregir el error o invalidar, para todo fin práctico, la aplicación de la ley. El problema es que eso no funciona en una sociedad de la complejidad que ha adquirido la mexicana y para cuyo bienestar se requiere un sistema legal confiable.

La manera obvia de enfrentar esta problemática consistiría en institucionalizar el proceso de aprobación de las leyes, evitando en el camino las leyes berrinchudas, quizá por medio de una instancia analítica independiente, pero dentro del propio aparato legislativo, que tendría por responsabilidad analizar y publicitar el efecto de cada ley. Eso es lo que hacen la CBO y la GAO en el poder legislativo norteamericano y son respetadas por los dos partidos políticos por la seriedad e independencia de sus evaluaciones, independientemente de que no siempre satisfagan a sus clientes. Aprobar iniciativas crea un cierto glamor pero si no resuelve problemas el hecho mismo acaba siendo contraproducente.

 

Fundamentalismos

Luis Rubio

Cada día que amanece, el país vive una disputa. Día a día, se confrontan ideas, posturas e intereses, que buscan darle una forma particular al futuro. Para unos, ese futuro tiene la forma de una utopía; para otros, de paraíso. Los utopistas imaginan y sueñan con la perfección y tratan de construirla, de manera cotidiana, con acciones específicas que tienden a chocar frontalmente con los intereses creados más encumbrados. Los que persiguen el paraíso tienden a pensar en un panorama en el que finalmente triunfen sus intereses y puedan explotar al país sin miramiento. Se trata de dos fundamentalismos que, a pesar de chocar por su origen absolutamente opuesto, acaban complementándose. Mientras esa sea la realidad del país, no habrá salida.

La interacción entre intereses y fundamentalismos lleva a que se afiancen posiciones, endurezcan posturas y, a final de cuentas, a que se sacrifique el futuro del país. La gran pregunta, una que amerita profundas reflexiones, es cómo, en este contexto, se puede cambiar al país, reorientar su desarrollo y construir algo mejor.

Si uno le preguntara a quienes persiguen utopías o paraísos, da igual, qué es lo que quieren, su respuesta sin duda sería contundente: un mundo mejor, cambiar, salir adelante. Unos emplearían lenguaje grandilocuente, otros serían más específicos, pero ambos contestarían algo similar. Ni duda cabe que los utopistas son más honestos en cuanto a su búsqueda que quienes persiguen el paraíso porque, a final de cuentas, su motivación es la de la redención. Sin embargo, ambos contribuyen a que nada cambie: al no darles salidas creíbles, realistas, a los que buscan el paraíso, los utopistas solo logran que éstos se aferren a lo que existe porque cualquier otro esquema les es inconcebible, amenazante y, por lo tanto, imposible.

Sobran ejemplos de estos comportamientos. El caso de la transparencia es uno por demás evidente: de un objetivo absolutamente impecable y necesario (conocer la documentación, entender la lógica del tomador de decisiones, exigir que el funcionario rinda cuentas) hemos pasado a un fetiche: exhibir, exponer, poner en evidencia. La idea de un cuerpo colegiado dedicado a ese tema era precisamente que existiera una capacidad para discernir. Pronto, sin embargo, lo importante dejó de ser el discriminar entre lo que es meritorio y necesario de ser publicado y lo que no lo es, para iniciar una cruzada. Un ejemplo dice más que mil palabras: ¿a quién beneficia más, a la población o a los delincuentes, el que se publicite qué bandas de delincuentes tiene identificadas la autoridad policiaca o judicial? Parece evidente que si esa información fuese hecha pública, los delincuentes tendrían inteligencia gratuita y, por lo tanto, ventaja en la lucha contra la criminalidad.

De la misma forma, pero en sentido contrario, ¿a qué concepto de transparencia se sirve cuando la procuraduría presenta ante las cámaras de televisión, y antes de ser presentados ante un juez, a un grupo de detenidos supuestamente culpables de lanzar las granadas en Morelia? La escena es grotesca: obviamente golpeados, estos personajes no son interrogados, sino conducidos en sus respuestas. No se les pide que cuenten lo que saben sino que se les va orientando, ahí en público, para que contesten en determinada forma. Además de poco profesional, ¿sirve eso a la famosa transparencia?

El IFE no se queda atrás. No tengo duda que el IFE sabe contar votos, pero algunas de sus sanciones y multas huelen a intentos absurdos por establecer equivalencias morales. ¿Debe sancionarse a un partido por enviar cartas durante un periodo de tregua voluntaria, no establecida en la ley? De igual manera, ¿tiene sentido que se multe a un partido por el actuar de su contingente en el recinto legislativo? Estoy seguro que algún abogado podrá encontrar justificación jurídica para ambas sanciones, pero ¿no es un poco talibanesco jugar con fuego de esta manera? ¿No habría tenido más sentido haber lidiado con el plantón con un ejercicio inteligente, pero decidido, de autoridad?

Los intereses creados que construyen sus propios paraísos no requieren mayor discusión o ilustración. El comportamiento abusivo de quienes toman las calles para molestar al resto de la ciudadanía es elocuente. Lo mismo se puede decir de los sindicatos que se han adueñado de la riqueza petrolera y de la educación, de la electricidad y de las universidades. Por intereses creados capaces de describir y construir su propio paraíso no paramos.

Los años y la experiencia de instituciones como el IFAI, el IFE y la Comisión de Competencia prueban que por ese camino no se logra más que proteger a los intereses creados más encumbrados, siempre más hábiles para darle la vuelta a lo importante. Por ese camino no se ha logrado transformar al país. No niego que hay algunos avances en el camino, pero el fundamentalismo que las caracteriza y los costos que trae como consecuencia tienden a ser más onerosos que los beneficios.

Para que el país cambie no se requiere de funcionarios iluminados o filósofos dando cátedra desde sus torres de marfil. Estos han resultado contraproducentes y su costo inconmensurable. Tampoco tiene sentido ir a procurar a los intereses creados, igual del lado privado que del político o sindical: esos tienen un interés creado en preservar su Nirvana y nada más.

El país requiere políticos pragmáticos que no tengan más interés que el de construir, resolver, sumar y avanzar. Pragmatismo sin visión es lo mismo que un taxista sin domicilio al que conducir y eso es lo que hemos tenido por muchos años. Urgen políticos con claridad de propósito y convicciones profundas: el objetivo no es solo evitar conflictos y mantener el bote a flote sino, paso a paso, transformar al país. El poder para hacer, no para acumular.

La estabilidad es indispensable, pero no es suficiente. Llevamos décadas en que el objetivo ha sido librarla razonablemente bien. Hoy necesitamos políticos convencidos de la necesidad de cambiar y avanzar hacia un mundo competitivo y democrático. Políticos firmes, dispuestos a emplear la fuerza pública y la autoridad, pero con un sentido de propósito y no meramente por el prurito de hacerlo. Políticos que saben que las concertacesiones no son más que incentivos al desorden, pero que, al mismo tiempo, entienden que en ocasiones es indispensable ceder como parte de un proceso de avance. Es decir, no la mediocridad de la estabilidad por la estabilidad misma, sino la política y la negociación como instrumentos transformadores. Políticos capaces de hacer lo posible sin pretender utopías ni paraísos, ambos, como diría Kippling, impostores.

 

Enfoque

Luis Rubio

La nueva realidad económica de México y del mundo puede ser vista como una maldición o como una oportunidad. Si optamos, como tantas otras veces en nuestra historia reciente, por asumir que no hay nada que pueda ser diferente, vamos a continuar por el camino que las tendencias, y el pasado, nos han trazado. Si, por el contrario, vemos esta crisis como una oportunidad, quizá podamos cambiar la realidad y comenzar a construir una nueva etapa de nuestro desarrollo. Todo depende del enfoque que decidamos adoptar.

Lo evidente es que el país está mal enfocado para lograr un desarrollo económico acelerado y sostenible. Aunque las cifras oficiales de crecimiento de la economía probablemente subestiman su verdadera dimensión (sobre todo por la economía informal), nadie puede dudar que el país carece de una estrategia de desarrollo. La estabilidad macroeconómica es indispensable para hacer posible el crecimiento, pero no es una condición suficiente. Esto se hace todavía más evidente cuando se observan las estrategias que otros países han adoptado para lograrlo.

La primera pregunta que uno tendría que hacerse es qué diferencia hace una estrategia, sobre todo en el contexto de una economía dizque de mercado. La respuesta es evidente cuando uno plantea la pregunta de esa manera tan sesgada. Una estrategia implica tres cosas elementales: definir el objetivo que se persigue, entender el entorno interno y externo para situar nuestras fortalezas y debilidades en ese contexto y diseñar un programa que permita lidiar con las debilidades, apalancar las fortalezas y establecer prioridades. Aunque elemental, ningún gobierno ha hecho este ejercicio en el país. Y se nota.

Cuando hablamos del crecimiento económico la discusión se centra en las variables macroeconómicas y la latitud que estas permiten. No se discute la dinámica más amplia: la problemática social o institucional, las formas de romper los entuertos de la infraestructura o la necesidad de cambiar nuestra manera de hacer algunas cosas. Partimos de la premisa que lo único necesario es seguir el camino existente sin preguntarnos por qué.

La ausencia de una estrategia acaba protegiendo lo existente: por ejemplo, nadie cuestiona los privilegios sindicales ni disputa los obstáculos que existen a la importación. Nadie se pregunta sobre la racionalidad de que los legisladores estén concentrados en una gran reforma institucional cuyo potencial de elevar la tasa de crecimiento es cero. Peor, cualquier persona que ose poner en duda la lógica de que la explotación de recursos naturales como el petróleo sea exclusiva del gobierno o que la electricidad sólo la pueda distribuir una empresa pública es tachada de hereje. Nadie explica cómo es que toleramos los rezagos y desigualdades del sur del país.

Si tuviéramos una estrategia de desarrollo perfectamente articulada y por todos conocida sería posible debatir los temas relevantes y decidir, como sociedad, si la forma en que hacemos determinada cosa es socialmente aceptable, así tenga un elevado costo en términos de crecimiento económico. Una estrategia así nos permitiría entender tanto los costos como los potenciales beneficios de cambiar determinada legislación o mantenerla tal y como está.

Como todos, yo tengo ciertas preferencias sobre cómo creo que debieran explotarse y administrarse los recursos naturales, sobre la forma en que funcionarían mejor los mercados laborales, sobre la participación de la ciudadanía en las decisiones y sobre el tipo de impuestos que serían mejores para financiar los costos de los servicios públicos. Sin embargo, lo importante no es la forma en que a mí me gustaría que funcionaran las cosas sino que la ausencia de una estrategia de desarrollo no hace sino mantener el statu quo, proteger la vieja planta productiva e impedir que prospere la que nos puede dar las oportunidades y los empleos del futuro.

El contraste con China en estos rubros es apabullante. Un querido amigo me hizo llegar un ejemplar de la ley de energía eléctrica de China así como el catálogo de legislaciones y regulaciones en materia de inversión extranjera. Los textos tienen varias características sugerentes: establecen objetivos precisos y mesurables, definen las reglas del juego en todos los sectores de la economía y están enfocados a la promoción de la inversión en cada sector económico. Leídos en conjunto, los dos textos denotan una claridad meridiana sobre lo que se persigue: dónde invertir, en qué sectores, bajo qué reglas, quién dirime disputas, cómo se establecen las tarifas (en este caso en materia de energía) y qué tipo de asociaciones están permitidas y cuales prohibidas. Todo es explícito, todo es claro y nada está diseñado para entorpecer, obstaculizar o conferirle facultades arbitrarias a la autoridad. Para muestra un botón: el primer artículo de la ley de electricidad dice: «Esta ley es aprobada para garantizar y promover el desarrollo de la industria eléctrica y para garantizar los intereses y derechos de quienes ahí inviertan».

En otras palabras, estos textos son producto de un gobierno que definió su estrategia de desarrollo con una perspectiva de futuro. De los textos uno puede inferir que el gobierno sabe qué quiere y que tiene capacidad para controlar los peores instintos y prácticas burocráticas o partidistas. Lo más impresionante es que concibe los recursos naturales, la inversión, la infraestructura y la relación económica con el resto del mundo, tomado todo en conjunto, como medios para lograr (o sostener) elevadas tasas de crecimiento.

En contraste, todo en nuestro gobierno, burocracia, partidos, sindicatos y el viejo establishment empresarial están enfocados a proteger lo existente, a «no moverle» y a facilitar la corrupción. Con esto no estoy sugiriendo que todo esto ocurre necesariamente de manera voluntaria; más bien, que nadie se atreve o puede desafiar las verdades oficiales, los mitos revolucionarios o los intereses que se benefician del statu quo.

Es evidente que en China hay o hubo tantos intereses duros y arraigados como existen en México, todos ellos dedicados a preservar el orden establecido. La gran diferencia es que ahí el gobierno articuló una coalición que le permitió diseñar su estrategia de desarrollo y, con ésta en mano, enfrentárseles. Hoy en día en China no hay obstáculo suficientemente grande: todo lo que contribuya al crecimiento económico es bienvenido.

México no es China ni las circunstancias son iguales, pero las diferencias se pueden llevar al extremo con el único objetivo de asegurar que todo siga igual. Preguntemos e insistamos: ¿por qué no tenemos una estrategia de desarrollo?

 

Consecuencias

Luis Rubio

La crisis financiera por la que atraviesa EUA surge de excesos fiscales, una política monetaria laxa y, sobre todo, gran disponibilidad de capital por los elevados precios de petróleo. Todo esto tuvo el efecto de incentivar el desarrollo de productos financieros que no diferenciaban el riesgo en el precio. Es decir, le cobraban tasas de interés muy similares a proyectos sólidos y a inversiones de alto riesgo. En la medida en que los proyectos más riesgosos, como las hipotecas llamadas sub prime, comenzaron a hacer agua, todo el resto se vino abajo como un castillo de naipes.

La crisis no es producto del capitalismo salvaje ni del Estado interventor como argumentan tirios y troyanos. El sector financiero norteamericano se caracteriza por un sistema regulatorio extraordinariamente complejo que obliga a sus participantes a ceñirse a un conjunto de reglas muchas veces onerosas y arcaicas. En todo caso, aún un sistema regulatorio perfecto no puede prevenir todas las crisis porque los cambios tecnológicos y la creatividad humana tienden a generar nuevas circunstancias. De lo que no hay duda es que un mal sistema regulatorio puede causar crisis futuras y eso es lo que parece haber ocurrido aquí. Por eso la dicotomía relevante en este momento no es entre más mercado o más regulación sino en un sistema regulatorio apropiado.

A nadie le debe quedar ni la menor duda de que esta crisis exhibe las vulnerabilidades del sistema financiero estadounidense. También ilustra la complejidad de la globalización, sobre todo a través del llamado empaquetamiento de deudas y su venta a terceros alrededor del mundo. Un banco le otorga un crédito a una familia o empresa y luego divide ese crédito en pedacitos y se lo revende a una multiplicidad de aseguradoras, bancos y fondos de inversión. Lo que ocurrió aquí es que al final nadie sabe quién tiene qué riesgos en su balance y eso paraliza al sistema.

El caso de las hipotecas es ilustrativo. En un ejercicio populista, los legisladores estadounidenses obligaron a los bancos a que crearan hipotecas para gente de menores recursos (a las que luego se sumaron personas con un mal expediente crediticio y especuladores) que, por definición, tenían poca capacidad de pago. Así nacieron las hipotecas sub prime. Estas hipotecas inician con pagos muy bajos en los primeros años y luego, súbitamente, experimentan un ascenso vertiginoso. Como resulta obvio ahora, todo mundo estuvo contento en los primeros años, pero en el momento en que los pagos ascendieron todo cambió. Tan pronto comenzó a subir el pago mensual, los propietarios de esas casas simplemente las abandonaron, dejando un hoyo en los balances de todos los poseedores de esos créditos alrededor del mundo. Detrás de esta crisis yace una política populista y no necesariamente (o no solo) un comportamiento impropio de actores del sector financiero, excepto su lógica avaricia.

Iniciada la crisis, el gobierno norteamericano comenzó a responder con celeridad pero de manera casuística. Pronto resultó que se trataba de un problema sistémico que exigía una solución general e inmediata. Aunque el primer proyecto de solución fracasó en el Congreso, la fortaleza institucional de ese país se ha dejado ver paso a paso. El proyecto elaborado por el Tesoro se discutió hasta el cansancio, los críticos hicieron saber sus perspectivas y el Congreso fue procesando los detalles del plan, todo a plena luz del día. Así como se exhibieron las vulnerabilidades del sistema financiero, se pudieron apreciar las fortalezas políticas e institucionales: la capacidad de emprender acciones decisivas, corregir el rumbo, sumar fuerzas y cooperar entre instituciones, partidos y entidades con objetivos e intereses disímbolos. Y todo eso a un mes de las elecciones. Como dijera Churchill, los americanos invariablemente hacen lo correcto, después de haber agotado todas las alternativas.

La gran pregunta, con enormes implicaciones para nosotros, es cómo afectará esa crisis a la tasa de crecimiento de la economía y a la generación de empleo. La crisis es profunda e involucra montos exorbitantes de dinero pero, a diferencia de 1929, existen los mecanismos necesarios para lidiar con ella y así limitar el daño potencial. De hecho, la expectativa es que el gobierno de ese país logre una utilidad sobre el dinero que emplee en este proceso de rescate. Si uno observa las bolsas, el mercado está diferenciando y discriminando entre empresas: no todo ha estado cayendo, lo que ya en sí dice mucho.

Más allá de las fluctuaciones cotidianas, así sean brutales, el sistema está funcionando como debe. Los pesos y contrapesos que caracterizan a ese país están operando de manera transparente y efectiva. Lo crucial es restablecer la confianza entre los jugadores en el sistema financiero y esa es precisamente la prioridad de las autoridades: su objetivo es restablecer el flujo de financiamiento para no afectar más el desempeño de la economía real.

Las autoridades mexicanas han insistido en que el impacto sobre México será menor y en eso están cumpliendo con la responsabilidad que les corresponde. Sin embargo, no hay manera de evadir algunas implicaciones evidentes. De hecho, si uno observa las expectativas de la población, ésta ya está tomando providencias: años de crisis le enseñaron a no esperar, sino anticipar las acciones, o errores, del gobierno.

Cualquiera que sea la disminución en el ritmo de actividad económica en EUA, ésta va a afectar tres variables clave para nosotros: las exportaciones, las remesas y los precios del petróleo. Además, el gobierno ha sido omiso en los ambiciosos planes de inversión en infraestructura que tenía y ahora no encontrará el mismo número de inversionistas o capital para llevarlos a cabo. Es decir, por razones externas pero también de incompetencia interna, es inevitable que México sufra como consecuencia.

Con todo, esta crisis arroja dos lecciones clave. Una, que la ortodoxia fiscal y monetaria nos ha librado de un contagio mayúsculo, con consecuencias como las de 1995. En esto la labor de éste y los dos gobiernos anteriores debe ser ampliamente reconocida. La otra, que tenemos que transformar nuestra economía, sobre todo en materia energética, de infraestructura y fiscal para poder desarrollar un mercado interno que genere crecimiento con nuestros propios recursos. Tenemos que modernizar la economía para fomentar la competitividad de nuestras empresas. Esto no es algo nuevo o novedoso, pero es algo que llevamos años evadiendo. Además de limitar el potencial de crecimiento, mientras más tardemos en modernizar a nuestra economía, más vulnerables seremos.

 

¿Refinar?

Luis Rubio

Hamlet lo hubiera dicho así: el dilema es si refinar o no refinar (y quién). Para nosotros el dilema es serio porque entraña toda una visión del desarrollo y del futuro del país. No menos importante, requiere una capacidad de comprensión y una disposición a apreciar las realidades objetivas. Quizá nunca antes estos dilemas han sido tan claros como desde que López Velarde nos los puso en blanco y negro: los veneros del petróleo nos los escrituró el diablo. El problema es que ahora no se trata de una disquisición poética, sino una decisión fundamental que determinará el futuro del desarrollo del país.

Hace dos semanas escribí un artículo argumentando que la discusión en torno a una eventual reforma petrolera está mal encaminada porque partía de premisas injustificadas. Específicamente, propuse dos cosas: por un lado, que la discusión tenía que centrarse en el hecho de que el petróleo con que cuenta el país se va a agotar en un plazo relativamente corto, aún si se explotan todas las reservas potenciales. Por otra parte, argumenté que el negocio de la refinación es muy poco rentable y que hay mucha capacidad de refinación ya instalada y no utilizada en el mundo por lo que sería mucho más rentable mandar nuestro petróleo a refinar a esas plantas (como ya se hace hoy) o, incluso, comprar algunas de esas plantas para aprovechar los precios relativamente bajos de activos subutilizados. Recibí varios comentarios y críticas a ese artículo, pero sobre todo dos muy relevantes que, viniendo de ingenieros tan respetables, ameritan un análisis serio.

La crítica se resume en los siguientes planteamientos: a) hay elementos que llevan a sostener la necesidad de atender el tema de refinación, sin que esto signifique adoptar una posición cerrada a modalidades de inversión privada, nacional o extranjera, siempre y cuando esto ocurra tras una adecuada regulación; b) los crudos pesados están creciendo como proporción de la producción mexicana; c) las refinerías para crudos pesados son más rentables que aquellas para crudos ligeros; d) la ingeniería mexicana se beneficiaría de proyectos de esta naturaleza; e) Arabia Saudita está invirtiendo masivamente en refinación para crear empleos y una derrama en su país y Venezuela lo está haciendo en China para crear un nuevo mercado; f) la industria petroquímica y de refinación en manos privadas si es rentable; y g) también puede ser un mito eso de que la producción de crudo permitiría financiar la construcción de un futuro viable.

Ante todo, la discusión no puede comenzar por la refinación sino que tiene que remitirse al petróleo mismo. Aunque siempre será posible que se descubra algún nuevo yacimiento de enormes proporciones como resultó ser Cantarell, todos los informes que existen disponibles sugieren que el futuro de la industria petrolera mexicana se va a tener que concentrar en la administración de los viejos campos petroleros y en la explotación de los yacimientos que pudiera haber en las profundidades del Golfo de México. En adición a esto, ninguno de esos informes sugiere que el crudo vaya a durar mucho más que entre dos o tres décadas y eso si todo sale bien.

De ser cierto este escenario, la pregunta relevante tendría que ser qué hacer con los recursos resultantes de la explotación de ese petróleo. Es decir, a diferencia de países como Arabia Saudita, Venezuela o Rusia, que tienen enormes yacimientos, México tiene que concentrarse en la optimización de los que tiene porque no van a durar mucho. Esto implica pensar en el petróleo más como un recurso financiero, una caja fuerte en el piso. De ahí mi propuesta de que habría que olvidarse de proyectos elefantiásicos en refinación y petroquímica para destinar el dinero producto de la explotación y exportación del petróleo en transformar al país para cuando ya no contemos con recursos petroleros.

Emplear recursos escasos en la construcción de grandes refinerías sería muy atractivo para la ingeniería mexicana, pero no le dejaría mayor riqueza al país. Esto no implica que no sea urgente apoyar y promover el desarrollo de la ingeniería mexicana. Al contrario. Pero la refinación y la petroquímica no serian los lugares lógicos para hacerlo, además de que la derrama económica sería muy pequeña. El ejemplo de Arabia Saudita, cuya riqueza es distinta de la nuestra y por lo tanto cuyo costo de capital es bajísimo, no es aplicable a México. Tampoco lo es Venezuela, cuya lógica es geopolítica y no de desarrollo económico.

 

Todo esto no niega la posibilidad de que el país pudiera beneficiarse de que hubiera nuevas refinerías. La pregunta es si sería inteligente destinar recursos escasísimos del erario cuando presumiblemente podría haber empresas privadas dispuestas a correr el riesgo implícito. Cualquier proyecto en este sentido debería ser bienvenido siempre que no implique recursos fiscales (o sea, que sea privado) y que no requiera subsidio alguno. En este sentido, no sería aceptable venderle a esas refinerías el crudo un centavo por debajo del precio de referencia internacional, corregido por ahorros en transporte. Otra manera de hacer lo mismo, pero salvando el debate constitucional, sería que una empresa privada celebre un contrato con Pemex para que le suministre crudo (en términos comerciales, no como maquila) para una refinería en Guatemala o una isla del Caribe con ventajas logísticas. Digo que en términos comerciales, para que los privados asuman riesgos, que en nuestra realidad nunca han tenido que asumir. El tema central es que la población no tiene por qué asumir los costos de una industria que, al menos en México, nunca ha sido viable sin subsidios.

 

Al final del camino, la disyuntiva es doble. Ya que el petróleo mexicano es, en términos relativos, limitado, la pregunta importante es cómo emplear esos recursos de la manera más eficaz para propiciar el desarrollo del país: invirtiéndolo en una industria marginalmente rentable y con un futuro dudoso o emplearlo para acelerar la construcción de una nueva base para el desarrollo del país: la de la creatividad humana para la era de la economía del conocimiento. La otra disyuntiva tiene que ver con la función del gobierno en el desarrollo del país. Una forma de avanzar el desarrollo es subsidiando a unos cuantos productores, confiando en que su esfuerzo se traduzca en beneficios para la colectividad. La otra forma, la que me parece mucho más lógica y apropiada para un país con nuestra distribución del ingreso, sería apostar al desarrollo del mexicano común y corriente a través de la educación, la salud y un entorno de seguridad para todos. Es cuestión de prioridades.