Luis Rubio
La nueva realidad económica de México y del mundo puede ser vista como una maldición o como una oportunidad. Si optamos, como tantas otras veces en nuestra historia reciente, por asumir que no hay nada que pueda ser diferente, vamos a continuar por el camino que las tendencias, y el pasado, nos han trazado. Si, por el contrario, vemos esta crisis como una oportunidad, quizá podamos cambiar la realidad y comenzar a construir una nueva etapa de nuestro desarrollo. Todo depende del enfoque que decidamos adoptar.
Lo evidente es que el país está mal enfocado para lograr un desarrollo económico acelerado y sostenible. Aunque las cifras oficiales de crecimiento de la economía probablemente subestiman su verdadera dimensión (sobre todo por la economía informal), nadie puede dudar que el país carece de una estrategia de desarrollo. La estabilidad macroeconómica es indispensable para hacer posible el crecimiento, pero no es una condición suficiente. Esto se hace todavía más evidente cuando se observan las estrategias que otros países han adoptado para lograrlo.
La primera pregunta que uno tendría que hacerse es qué diferencia hace una estrategia, sobre todo en el contexto de una economía dizque de mercado. La respuesta es evidente cuando uno plantea la pregunta de esa manera tan sesgada. Una estrategia implica tres cosas elementales: definir el objetivo que se persigue, entender el entorno interno y externo para situar nuestras fortalezas y debilidades en ese contexto y diseñar un programa que permita lidiar con las debilidades, apalancar las fortalezas y establecer prioridades. Aunque elemental, ningún gobierno ha hecho este ejercicio en el país. Y se nota.
Cuando hablamos del crecimiento económico la discusión se centra en las variables macroeconómicas y la latitud que estas permiten. No se discute la dinámica más amplia: la problemática social o institucional, las formas de romper los entuertos de la infraestructura o la necesidad de cambiar nuestra manera de hacer algunas cosas. Partimos de la premisa que lo único necesario es seguir el camino existente sin preguntarnos por qué.
La ausencia de una estrategia acaba protegiendo lo existente: por ejemplo, nadie cuestiona los privilegios sindicales ni disputa los obstáculos que existen a la importación. Nadie se pregunta sobre la racionalidad de que los legisladores estén concentrados en una gran reforma institucional cuyo potencial de elevar la tasa de crecimiento es cero. Peor, cualquier persona que ose poner en duda la lógica de que la explotación de recursos naturales como el petróleo sea exclusiva del gobierno o que la electricidad sólo la pueda distribuir una empresa pública es tachada de hereje. Nadie explica cómo es que toleramos los rezagos y desigualdades del sur del país.
Si tuviéramos una estrategia de desarrollo perfectamente articulada y por todos conocida sería posible debatir los temas relevantes y decidir, como sociedad, si la forma en que hacemos determinada cosa es socialmente aceptable, así tenga un elevado costo en términos de crecimiento económico. Una estrategia así nos permitiría entender tanto los costos como los potenciales beneficios de cambiar determinada legislación o mantenerla tal y como está.
Como todos, yo tengo ciertas preferencias sobre cómo creo que debieran explotarse y administrarse los recursos naturales, sobre la forma en que funcionarían mejor los mercados laborales, sobre la participación de la ciudadanía en las decisiones y sobre el tipo de impuestos que serían mejores para financiar los costos de los servicios públicos. Sin embargo, lo importante no es la forma en que a mí me gustaría que funcionaran las cosas sino que la ausencia de una estrategia de desarrollo no hace sino mantener el statu quo, proteger la vieja planta productiva e impedir que prospere la que nos puede dar las oportunidades y los empleos del futuro.
El contraste con China en estos rubros es apabullante. Un querido amigo me hizo llegar un ejemplar de la ley de energía eléctrica de China así como el catálogo de legislaciones y regulaciones en materia de inversión extranjera. Los textos tienen varias características sugerentes: establecen objetivos precisos y mesurables, definen las reglas del juego en todos los sectores de la economía y están enfocados a la promoción de la inversión en cada sector económico. Leídos en conjunto, los dos textos denotan una claridad meridiana sobre lo que se persigue: dónde invertir, en qué sectores, bajo qué reglas, quién dirime disputas, cómo se establecen las tarifas (en este caso en materia de energía) y qué tipo de asociaciones están permitidas y cuales prohibidas. Todo es explícito, todo es claro y nada está diseñado para entorpecer, obstaculizar o conferirle facultades arbitrarias a la autoridad. Para muestra un botón: el primer artículo de la ley de electricidad dice: «Esta ley es aprobada para garantizar y promover el desarrollo de la industria eléctrica y para garantizar los intereses y derechos de quienes ahí inviertan».
En otras palabras, estos textos son producto de un gobierno que definió su estrategia de desarrollo con una perspectiva de futuro. De los textos uno puede inferir que el gobierno sabe qué quiere y que tiene capacidad para controlar los peores instintos y prácticas burocráticas o partidistas. Lo más impresionante es que concibe los recursos naturales, la inversión, la infraestructura y la relación económica con el resto del mundo, tomado todo en conjunto, como medios para lograr (o sostener) elevadas tasas de crecimiento.
En contraste, todo en nuestro gobierno, burocracia, partidos, sindicatos y el viejo establishment empresarial están enfocados a proteger lo existente, a «no moverle» y a facilitar la corrupción. Con esto no estoy sugiriendo que todo esto ocurre necesariamente de manera voluntaria; más bien, que nadie se atreve o puede desafiar las verdades oficiales, los mitos revolucionarios o los intereses que se benefician del statu quo.
Es evidente que en China hay o hubo tantos intereses duros y arraigados como existen en México, todos ellos dedicados a preservar el orden establecido. La gran diferencia es que ahí el gobierno articuló una coalición que le permitió diseñar su estrategia de desarrollo y, con ésta en mano, enfrentárseles. Hoy en día en China no hay obstáculo suficientemente grande: todo lo que contribuya al crecimiento económico es bienvenido.
México no es China ni las circunstancias son iguales, pero las diferencias se pueden llevar al extremo con el único objetivo de asegurar que todo siga igual. Preguntemos e insistamos: ¿por qué no tenemos una estrategia de desarrollo?