Construir

Luis Rubio

El devenir de nuestro sistema político recuerda al famoso prefacio de Mark Twain en su libro Las aventuras de Huckleberry Finn: las personas que intenten encontrar una trama o una razón a esta narrativa serán asesinadas. El sistema político mexicano fue construido luego de la Revolución y en respuesta a las circunstancias del momento. Sus virtudes, pero también sus deficiencias, están ahí, a la vista de todos. Es claro que ya no responde a las necesidades de hoy y que nos tiene paralizados. Más que reformas y arreglos a lo que no funciona, tenemos que pensar en lo que debería reemplazarlo.

El letargo tanto político como económico que nos caracteriza no es producto de la casualidad. Es el lado anverso de la moneda del conjunto de desencuentros que nos caracterizan que, quizá, se pueden resumir en tres: instituciones débiles y con un diseño deficiente; un profundo desempate entre la realidad del poder político en la actualidad, en la era post-PRI, y las instituciones que fueron diseñadas hace décadas para administrarlo; y la negación de los derechos ciudadanos que está implícita tanto en los viejos arreglos del poder, la esencia del sistema presidencialista, como en las instituciones que se han ido construyendo para excluir a la ciudadanía, preservar la impunidad y mantener el statu quo.

Los desencuentros están presentes en todos los espacios. Presumimos la existencia de muchas instituciones y los políticos se dan golpes de pecho cuando afirman que lo importante es la fortaleza de las mismas, pero todos sabemos que la realidad es muy clara: los poderes fácticos y unos cuantos grupos de poder hacen lo que les da la gana con las instituciones. En ocasiones hasta se dan el placer de modificarlas para ajustarlas a sus deseos y preferencias. Las más de las veces no hacen sino ignorarlas: mejor que se ajuste la realidad.

En el camino se constituyeron instituciones cuyo diseño fue mal pensado o concebido para servir a objetivos distintos a los formalmente enunciados. Por ejemplo, la Comisión de Competencia tiene un sistema pobre de contrapeso y ahora se pretende darle mayores facultades. En sentido contrario, al IFE se le dieron enormes facultades para luego ser socavado. El punto es el obvio y muy simple: nuestras instituciones no han sido concebidas para construir un mundo amable y eficiente para beneficio del ciudadano y del consumidor sino para afianzar y preservar los intereses de un núcleo muy pequeño de personas y grupos. Y luego nos preguntamos por qué está paralizado el país.

Ese modo de proceder no ha hecho sino alienar a la población, atemorizar a los potenciales inversionistas y reducir las oportunidades de desarrollo del país. Frente a esto, las respuestas que se escuchan por parte de gobernantes y políticos son siempre las mismas: unos proponen una interminable lista de reformas que, con frecuencia, no tienen coherencia entre sí. Otros abogan por cambios en leyes, cuando no la misma Constitución, donde la lógica es personal o de grupo, no de verdadera transformación. Los consensos que se logran en el legislativo se caracterizan por los mínimos comunes denominadores, no por la existencia de grandeza de visión al servicio del futuro y de la ciudadanía.

Muchos políticos creen que su chamba se cumple cuando aparentan hacer algo y por eso se desviven por avanzar reformas e iniciativas. Pretenden que la apariencia de movimiento compensa o, más propiamente, oculta lo obvio: que el país está aletargado y la economía paralizada y que eso nada tiene que ver con la crisis internacional actual sino con nuestra realidad política, social y económica.

El tema no es de más o mejores leyes, de una nueva Constitución o un liderazgo iluminado. El fondo del asunto reside en la ausencia de un acuerdo básico en la sociedad mexicana, y no solo entre las élites, que permita sustentar una nueva era de desarrollo. En la era de los caudillos y del poder presidencial exacerbado era posible construir arreglos y coaliciones para avanzar proyectos y articular iniciativas susceptibles de impactar positivamente la vida cotidiana, aunque con frecuencia el efecto fuera el contrario. En otras circunstancias quizá hubiese sido factible contemplar acuerdos entre élites, cualquiera que fuese el mecanismo articulador. Sin embargo, a pesar de que claramente las élites mexicanas están divididas cuando no confrontadas, el problema hace tiempo trascendió ese universo.

Como sugieren las encuestas previas a la elección intermedia, la población tiende a reprobar a los políticos y prefiere optar por otras formas de hacer sentir sus preferencias y descontento. La ciudadanía, esa que tiene que pagar los platos rotos de lo que no hacen los políticos, y de lo que sí hacen pero mal, observa con desazón la forma en que el país se mantiene estancado sin que parezca haber alternativa alguna. Puesto en otros términos, cualquier pretensión de recuperar la viabilidad del país y de su economía tendrá que partir del involucramiento activo de la ciudadanía y eso entrañaría un cambio radical en nuestra realidad y estructura política.

El gran tema de la política mexicana en los años por venir será el de la reconstrucción de las instituciones, pero ahora bajo la premisa de que éstas tienen que responder a las necesidades y demandas de la población. Hasta ahora, el país se ha movido gracias al liderazgo de presidentes o el actuar de sus élites. Ambos caminos han quedado agotados. No tengo duda que el país podría seguir adelante, como lo ha hecho en las últimas décadas, pero eso sería erosionando cada día más la capacidad y disposición de la ciudadanía de ser parte de un proyecto inviable, cuyas manifestaciones más evidentes son la inseguridad, la lacerante desigualdad y el estancamiento económico. Tampoco tengo duda que en ese contexto es concebible la aparición, o reaparición, de vendedores de milagros. Igual de posible es que todo el entramado político simplemente se colapse ante el peso de la inviabilidad, la desidia y el desasosiego.

La reconstrucción de las instituciones podrá partir de reclamos ciudadanos o de acuerdos entre líderes partidistas, iniciativas de la sociedad o de una conflagración social. Nadie sabe de dónde va a surgir, pero el camino de la violencia o la rebelión, el del México bronco, sería sin duda el más peligroso. Una vez que una sociedad entra en esa dinámica, todos los parámetros anteriores dejan de ser válidos. Al final, la disyuntiva es muy simple: o los supuestos representantes populares comienzan a representarlos o acabarán siendo arrasados por la incontenible realidad y una población que tarde o temprano se cansará de lo obvio.

 

Incompetencia

Luis Rubio

Quizá lo más impactante de la tragedia acaecida en Hermosillo no sean las horribles escenas de niños quemados y muertos, sino el reconocimiento de que esa guardería no es más que un ejemplo de los miles de riesgos que, inconscientemente, asumimos todos los mexicanos día con día. La suma de regulaciones mal encaminadas, procesos corruptos de inspección y autorización y un extraordinario desdén por la seguridad nos han convertido en un país de riesgo extremo. Pero todavía peor que esto es la incompetencia en la toma de decisiones, la fácil asignación de culpas y la cancelación de opciones que claramente son necesarias.

Las tragedias de los años recientes no nos han llevado a aprender nada. Los huracanes siguen destruyendo viviendas mal localizadas, los temblores tumban edificios, y sucesos como el gasolinazo de Guadalajara o la explosión de San Juanico son ejemplos, tanto de actos de la naturaleza como del actuar humano, de los que no aprendemos. Los materiales que se emplean en la construcción de escuelas (o en guarderías y similares) no son los idóneos en caso de incendio; las regulaciones de construcción, incluso cuando éstas hayan sido actualizadas, con frecuencia son violadas por medio de «una corta»; y no existe disposición por parte de nuestras autoridades para impedir que poblaciones enteras se asienten en antiguos cauces de ríos o cerca de instalaciones peligrosas. A la luz de la realidad, lo verdaderamente increíble es que no haya más tragedias como la de Hermosillo.

Si uno sigue la historia de la guardería ABC, toda la sucesión de circunstancias parece casi diseñada para un final fatal. Para comenzar, es evidente que el edificio no era adecuado; tiempo después se autorizó la instalación de una llantera a un lado, sin que hubiera condiciones apropiadas para la convivencia de dos actividades tan disímbolas: la mano izquierda del gobierno local no tiene idea lo que hace la derecha y, todavía más condenable, a nadie le importa. Por su parte, el IMSS autorizó una instalación que los involucrados claramente sabían era inadecuada. El punto es que toda la cadena de decisiones a lo largo del tiempo, y que involucró a los tres niveles de gobierno, es un fiel reflejo de nuestra realidad política: a nadie le importa la seguridad de la población.

Visto desde esta perspectiva, no deja de ser preocupante la respuesta de todos los niveles de gobierno al incendio de la guardería. Los gobernantes, esos que quieren el poder para hacer cosas, se dedicaron a aventarse la pelota sin que nadie asumiera responsabilidad alguna. ¡Yo no fui!, parecía decir uno; ¡fue aquél!, decía el otro. En lugar de funcionarios competentes y responsables, lo único perceptible fue autoridades que no son responsables de nada. Nadie sabe cómo fue posible que ocurriera la tragedia. Es como cuando alguien tira un vaso y grita «se rompió», como si el vaso fuese responsable de sus acciones.

Por si todo esto no fuera aterrador, ahora resulta que la consecuencia no es una sanción equitativa para todos los que aprobaron lo que a todas luces ponía en riesgo la vida de los niños. No: todo es culpa de las guarderías, lo que conlleva a una inmediata suspensión de licitaciones y la obstaculización de un servicio indispensable para miles de mamás en todo el país. Lo mismo pasó con el sistema de aprendices: como alguien abusó, mejor cancelar la oportunidad de tender puentes entre la escuela y la realidad productiva. Y qué del IVA, que ahora resulta innombrable. Con la tragedia de Hermosillo ya se satanizaron las estancias infantiles y la subrogación de guarderías, sin que medie un análisis serio o se haga justicia. ¿Quién responde por la falta de servicios para los niños que iban a ser recibidos en las casi 80 guarderías que ya están listas y que ahora han sido canceladas? ¿Cuál es el problema: las guarderías o las complicidades para otorgarlas como una dádiva política? ¿Las guarderías o el hecho de que, a sabiendas que no cumplían la normatividad, las volvieran a certificar? ¿El problema son los privados que subrogan el servicio o la autoridad que no cumple con su responsabilidad y queda impune? Nada ha cambiado cuando a preguntas tan elementales se responde con más corrupción e impunidad.

Lo que la población espera de sus políticos, lo mínimo que tiene derecho a esperar, es un liderazgo efectivo: acción, responsabilidad, respuesta. Lo que obtuvo fue una serie de deslindes que, además de no venir al caso, mostraron la cara de una clase política incompetente, irresponsable y, por si eso fuera poco, absolutamente carente de creatividad.

Valdría la pena imaginar un escenario distinto. Dado que el problema no es esa guardería, sino la falta de conciencia y regulación de los riesgos inherentes a ese tipo de servicios, el gobierno federal pudo haber tomado el liderazgo de manera integral, proponiendo soluciones no sólo para esa guardería sino para todas las escuelas, guarderías, estancias y servicios similares a fin de tomar el toro por los cuernos. Un liderazgo efectivo habría permitido que se procese a quien lo justifique, además de haber construido algo mejor, como convertir la tragedia en un proyecto de seguridad para la población. Nada de eso habría limitado el potencial de escándalo que generaron los medios, pero un liderazgo efectivo los habría sumado en un proyecto de seguridad que, todos los mexicanos lo sabemos, urge instrumentar.

Ahora, a semanas de la elección, tanto los gobiernos locales como el federal están pagando las consecuencias de su inacción. Evidentemente hubo irregularidades en el proceso de autorización e inspección de la guardería, irregularidades que no son excepcionales en nuestra realidad cotidiana y de las cuales, cada quien en su caso, todos somos responsables. Un inspector que acepta una mordida para obviar una revisión o por permitir alguna irregularidad es tan culpable como quien la ofrece, y viceversa. Pero esa costumbre, que se extiende a todos los ámbitos de la vida nacional, es uno de los muchos impedimentos que enfrentamos para el desarrollo. La solución obviamente no es cancelar los servicios sino acabar con la impunidad.

Un gobierno efectivo debe estar listo para aprovechar coyunturas para cambiar la realidad y construir un mejor futuro. Pero eso sólo se puede hacer si el gobierno entiende sus funciones, tiene un proyecto y la disposición para construirlo. La tragedia de Hermosillo mostró que no existe esa capacidad, disposición o proyecto. Todavía es tiempo de construirlo y probar que la muerte de esos pequeños al menos habrá servido para cambiar algunas de nuestras peores costumbres.

 

La cuenta al fin

Luis Rubio

La caída de la actividad económica en los últimos meses nos coloca directamente frente a los dilemas que el país ha venido evadiendo por décadas. El riesgo ahora reside en arribar a conclusiones erradas por no haber aceptado la naturaleza y el ámbito del problema. Lo fácil sería culpar a otros (sobre todo a la recesión de EUA) de nuestras dificultades. Sin embargo, lo difícil, pero crítico, es reconocer que no toda la economía está vinculada a las exportaciones (el sector afectado por factores externos) y que toda esa otra economía ha estado catatónica, cuando no paralizada, desde el final de los sesenta. De no haber sido por las exportaciones, los dilemas que hoy confrontamos se habrían hecho brutalmente patentes hace años. En realidad, tenemos dos economías: una cada vez más moderna, vinculada al resto del mundo; y otra, anquilosada, que se asemeja cada vez más a la cubana.

La contracción económica que experimentamos en estos momentos se puede y debe desagregar en todos sus componentes, pero es evidente que los elementos diferenciadores nos remiten a una serie de binomios: orientada a la exportación vs. dedicada al mercado interno; moderna vs. anquilosada; competitiva vs. dependiente de protección y subsidios; dedicada al consumidor vs. perdida en los intereses de la propia empresa. Aunque no siempre es cierto, la mayor parte de las empresas modernas son exportadoras (o compiten exitosamente con importaciones) y son competitivas. Lo contrario también es cierto: la mayor parte de las empresas viejas y anquilosadas nada tienen que ver con el comercio exterior, han sido gradualmente rebasadas por las importaciones, no son competitivas y son las que más demandan protección y subsidios.

El dilema implícito en estos contrastes es obvio: la economía mexicana se ha partido en dos y una parte se ha quedado estancada en la historia. Por años, desde los ochenta cuando se inició la liberalización de las importaciones, la parte exportadora comenzó a jalar al resto de la economía y a generar tasas elevadas de crecimiento en el sector (en muchos años de más de 10% anual). La expectativa era que, poco a poco, toda la planta productiva se transformaría para construir una economía moderna. Naturalmente, no todas las empresas se dedicarían a la exportación, pero la presunción era que la competencia por parte de las importaciones obligaría a la planta productiva a transformarse. Independientemente de las causas, desde hace mucho tiempo ha sido evidente que la expectativa de una transformación súbita fue irreal.

Dos ejemplos de personas que conozco bien permiten apreciar la dimensión, pero también lo absurdo, de la realidad de muchas de nuestras empresas. Una empresa manufacturaba más de treinta tipos y tamaños de herrajes para ropa como ganchos y broches. Con la apertura de la economía, la empresa fue incapaz de competir y estaba a punto de cerrar. Por casualidad, el hijo del dueño escuchó una conferencia en la que aprendió la esencia de la (entonces) nueva realidad económica: la mayoría de las empresas mexicanas vivía de fabricar una amplia gama de productos con volúmenes bajos y márgenes muy altos por unidad. La apertura obligaba a la especialización: altos volúmenes con bajos márgenes por producto. Al entender las nuevas circunstancias, la empresa estudió el mercado y se especializó en un solo herraje y hoy su unidad de venta es por millones. La otra empresa también ha sobrevivido, pero apenas. Vende artículos de escritorio, donde la competencia es significativa pero no mortal. Esa circunstancia le ha permitido subsistir aunque sus ventas caen en unos cuantos puntos porcentuales cada año: veinte años convirtieron a una empresa mediana en una microscópica. Yo me pregunto cuántas empresas cerraron simplemente por no entender cosas tan elementales como la forma en que evolucionó el mercado. Cuántos buenos ingenieros han probado ser desastrosos empresarios, incapaces de adaptarse o indispuestos a invertir para modernizarse.

Nuestra tragedia actual reside en que la parte moderna de nuestra economía está parada y la parte vieja es incapaz de crear empleos o riqueza. En lugar de que el mercado interno pueda reemplazar la ausencia de demanda de exportaciones, el conjunto de la economía se está colapsando.

Se puede culpar al gobierno o a los sindicatos, a los políticos o a los empresarios, pero nada de eso nos exime de la indisposición absoluta como sociedad a transformarnos y crear un nuevo entorno para la actividad económica. En eso nos parecemos más a Cuba que a los países modernos de los que nos gusta hablar: quitando a las exportaciones, lo que tenemos es una planta industrial y rural vieja, obsoleta, incapaz de competir. Y lo peor es que, en vez de asumir la responsabilidad del fracaso, todo lo que se hace es subsidiar lo insostenible. De esta forma, en lugar de exigir la conformación de un marco que propicie el desarrollo agrícola y agroindustrial, los líderes campesinos se dedican a extorsionar al gobierno y a la sociedad con cantaletas como aquella de que el campo no aguanta más. De manera similar, en lugar de invertir en la transformación de la planta productiva, las cámaras empresariales se desviven por logar subsidios, protección arancelaria y, desde luego, no más tratados de libre comercio. En su ámbito, los burócratas crean cada día más regulaciones y los políticos se congratulan de haber impedido el desarrollo de un sector más, como ocurrió hace unos meses con el petróleo.

El problema es que cada vez que uno de estos grupos e intereses anquilosados logra su cometido y lo festeja, el país da un paso más hacia atrás. Y, claro, cuando la realidad nos alcanza, como está ocurriendo con la crisis internacional, todo mundo culpa a alguien más en lugar de asumir su responsabilidad. Peor, lo fácil es enfilar las baterías hacia los villanos favoritos en lugar de reconocer que, de no haber habido exportadores y tratados de libre comercio, hace años que la economía mexicana se habría colapsado.

Dice un dicho entre los corredores bursátiles que todo mundo es inteligente en los mercados al alza, pero que son los mercados a la baja los que diferencian a los buenos de los malos. No muchos en el mundo pronosticaron la caída que sufre la economía del globo, pero es ahora cuando se torna evidente que países como Chile y Brasil se pertrecharon con mejores decisiones de estrategia económica que nosotros. Ahí es donde está nuestro dilema: queremos seguir siendo una economía pobre pero, eso sí, controlada y al servicio de unos cuantos, como la cubana, o una cada vez más pujante o rica, como cada vez es más claro de Chile y Brasil.

 

Votar o no votar

Luis Rubio

Para Hamlet el dilema giraba en torno a asumir el reinado con toda la violencia que vengar la muerte de su padre habría implicado. Para el votante mexicano el dilema es menos dramático pero a la vez más fundamental: cómo usar su voto de la manera más inteligente posible. El debate sobre el voto está en apogeo, pero el riesgo de anular el voto es infinitamente superior al beneficio.

Empleando argumentos serios y respetables, muchos estudiosos y comentaristas han abogado por la abstención o por la anulación del voto en la próxima elección. Normalmente, el dilema de un votante es por quién votar persona o partido- y no el de si acudir a las urnas o cómo cancelar su voto una vez en la casilla. El movimiento en pro de la abstención o la anulación del voto es un intento de protesta contra la parálisis política, la impunidad y la corrupción. Nadie puede negar estos vicios y su arraigo en nuestra realidad política. Por eso, visto desde esa, muy estrecha, perspectiva, parecería razonable considerar la opción de no votar o anular el voto.

Pero esa no es una alternativa convincente. En mi opinión, anular el voto es un mal camino para el votante, para la democracia y para el futuro del país. Anular el voto no hace sino sumar al conjunto de votos desechados y ni siquiera es probable que se pueda distinguir entre los votos anulados por errores del votante de aquellos intencionalmente anulados. Es decir, independientemente de la legitimidad de una causa, el procedimiento inherente a la anulación de un voto no conduce a una protesta creíble, además de que niega la esencia de la democracia.

El voto es el instrumento básico en cualquier democracia y en la nuestra prácticamente el único. El votante mexicano ya de por sí tiene muy pocos derechos y todavía menos instrumentos para hacerlos valer. Abdicar al voto me parece una manera torpe de ejercer su derecho democrático y una forma absurda de desperdiciar el único instrumento efectivo que existe en la peculiar democracia mexicana. Malbaratar el voto en estas circunstancias sería criminal.

Hay tres vertientes dignas de análisis sobre el tema de si votar o no votar: el propósito que se persigue con no votar (a diferencia del derecho individual de acudir a las urnas o quedarse en su casa); la efectividad del no voto o de la anulación del mismo; y el mensaje inherente que manda el ciudadano al ejercer sus derechos de esta manera.

El propósito es más que evidente. Quienes abogan por anular o no votar persiguen esencialmente registrar su descontento: protestar contra los males que aquejan al país, contra la indisposición de la clase política para atender el reclamo y las necesidades de los ciudadanos y contra la corrupción y la impunidad. Todas estas son causas relevantes y para las cuales no es difícil encontrar eco en el conjunto de la sociedad, aunque el movimiento es mucho más relevante entre lo que los foxistas llamaron círculo rojo, es decir, los políticos, los que comentan y escriben y los que forman opinión pública.

El objetivo es, pues, protestar. La gran pregunta es quién escucharía la queja. Es decir, aunque muchos movimientos de protesta no buscan, en el fondo, más que la satisfacción de los quejosos, lo importante de un movimiento político que aspira a modificar la realidad reside en la efectividad de su mensaje. Un voto que no se materializa -una abstención- simplemente no existe. El ganador y los perdedores se determinan no por el número de personas que votó respecto al padrón total, sino entre los que acudieron a votar. De esta forma, aunque el nivel absoluto de abstención es políticamente relevante, la integración de la próxima Cámara de Diputados la van a decidir quienes acudan a votar y no quienes se queden en sus casas. Lo mismo es cierto de los votos anulados. Aunque esa contabilidad se realice, es imposible distinguir entre los votos anulados como medio de protesta de los que son producto de errores de los votantes.

La historia es poco benigna para los movimientos de protesta de esta naturaleza. Sólo un movimiento masivo que incluyera a la abrumadora mayoría de la población sería susceptible de lograr un impacto mediático y, por lo tanto, político. Pero una situación así es poco probable de materializarse por la simple razón de que el voto duro de los partidos ahí estará (por eso es duro) y, en estas circunstancias, ese será el que decida la elección. Puesto en otros términos, un movimiento abstencionista no tendría otro efecto que el de afianzar a los componentes más encumbrados de los partidos políticos, precisamente esos que el movimiento acusa de ser parte de la corrupción y la impunidad.

Yo respeto a quienes argumentan con elocuencia por la anulación del voto. Muchos de ellos son amigos cercanos y simpatizo con su posición. Pero la democracia no puede construirse a partir del rechazo de sus instrumentos. Más bien, lo que verdaderamente hace falta es el desarrollo de un debate serio y profundo sobre los proyectos que están en juego, las propuestas de los partidos y su potencial impacto sobre la situación del país. Exhibirlos si no tienen proyectos; argumentar en lugar de negar el voto; obligar a los políticos a responder en lugar de masificar una protesta con poca probabilidad de éxito.

El México político necesita una nueva sacudida que eche para atrás la ignominiosa ley electoral que le cercenó todo derecho a la ciudadanía. La verdadera lucha tiene que ser contra la impunidad, por la reelección, por la transparencia a nivel estatal y por la rendición de cuentas. La promoción del abstencionismo va en detrimento de la fortaleza institucional de los partidos, que es el instrumento a través del cual debería funcionar la democracia. Hay que pelear por un cambio en el régimen de partidos, pero por la vía legal, tal y como hemos intentado un grupo de ciudadanos al ampararnos contra esa ley. Yo no tengo duda que un movimiento así nos acercaría al chavismo que, estoy seguro, es exactamente lo opuesto a las preferencias de todos los que propugnan por la anulación del voto.

Por estas razones, un movimiento en pro de la anulación del voto es estratégicamente riesgoso. El mayor de los peligros reside en que el mensaje que escuchen los políticos sea que la ciudadanía rechaza no a ellos, sino a la democracia, por circunscrita y limitada que esté. Al negar el único y efímero instrumento con que cuenta la ciudadanía en nuestra realidad política, la población no estaría sino reprobando quizá el mayor logro de las generaciones actuales. Anular el voto es, en términos políticos, un acto casi suicida, un acto de negación. Apoyarlo implicaría solidarizarse con el resultado.

 

Ciudadanos

Luis Rubio

¿Qué tanto se puede doblar una regla o un lápiz antes de que se rompa? El diseño de las instituciones en el país está comenzando a llegar a un momento definitorio. Las instituciones, al menos la mayoría de las que hoy existen, fueron concebidas para una era y bajo circunstancias que en nada se asemejan a las actuales. Antes se empleaban términos como Estado rector, democracia dirigida y gobierno fuerte para describir un sistema que respondió a una realidad postrevolucionaria en la que el desorden, la delincuencia y la violencia impedían plantear un camino hacia el desarrollo. El gobierno estaba ahí para suplir la ausencia de una sociedad organizada capaz de convertirse en el corazón del futuro. La paradoja del momento actual es que el futuro es inviable sin una ciudadanía fuerte.

Hay muchas hipótesis de por qué la ciudadanía no ha surgido de manera contundente a reclamar sus derechos e imponer su voluntad como ha ocurrido en otras latitudes. Algunos han empleado el término de democracia sin demócratas para describir la anomalía que caracteriza a nuestro incipiente régimen electoral, con lo que intentan explicar la pasividad de la población y la propensión a dirimir conflictos no a través de los procesos judiciales o con su voto, sino a través de manifestaciones, bloqueos, plantones y otros medios no institucionales. El problema para la población es que los instrumentos a su disposición son extraordinariamente limitados: la realidad le impide hacer valer sus intereses.

Conscientemente o no, las instituciones existentes fueron diseñadas para obviar la participación ciudadana y, de hecho, constreñir sus derechos. Por ejemplo, independientemente de su origen histórico (que no disputo ni menosprecio), instituciones como la no reelección han tenido consecuencias por demás perniciosas para el desarrollo del país. Una sociedad que no puede premiar o castigar a sus representantes o gobernantes es una sociedad carente de instrumentos para tener presencia, participación o capacidad de exigir rendición de cuentas. No se le puede pedir a la población que se constituya en una ciudadanía eficaz (en demócrata para seguir la metáfora citada en el párrafo anterior) cuando no existen los incentivos dentro de las instituciones para que eso ocurra.

El problema del diseño institucional es más complejo de lo aparente. Por un lado, a pesar de que el país tiene casi doscientos años de independencia y al menos treinta en proceso de experimentar importantes cambios político institucionales, no hemos sido capaces de crear un sistema efectivo de pesos y contrapesos entre los tres poderes clave de la estructura política (ejecutivo, legislativo y judicial). Hay decenas de iniciativas y proyectos de reforma para ajustar la interacción entre los poderes públicos sin que se haya logrado articular algo que funcione y tenga visos de viabilidad. Detrás de esos proyectos yace un sinnúmero de visiones contrastantes y contradictorias, la mayoría de las cuales no tiene por propósito la construcción de un sistema efectivo de gobierno, sino que parten de un cálculo de probabilidades basado en quién podrá ganar la presidencia en el futuro mediato. Es decir, seguimos viviendo de remiendos a modo más que de grandes visiones de desarrollo con perspectiva de futuro.

Por otro lado, la realidad no espera y ha exigido que se resuelvan problemas cotidianos que se van creando con el funcionar normal de la sociedad y la economía. De esta forma, por ejemplo, se constituyó el IFE y el TRIFE como medios para resolver los conflictos que, durante los noventa, paralizaban al país. Lo mismo fue cierto de las comisiones de derechos humanos, el IFAI y otras similares. En lugar de construir un régimen político funcional a partir de la interacción entre los tres poderes públicos, se han ido creando mecanismos para tapar agujeros y responder ante problemas particulares: es decir, parches. El problema es que muchos de esos parches no fueron bien pensados y han traído consigo consecuencias no anticipadas: concentración de poder, abusos, distorsiones y ausencia de recursos de apelación efectiva. Mucha de la resaca que hemos observado en la forma en que los partidos han intentado restablecer control del IFE es consecuencia de un mal diseño institucional.

Con todo, los conflictos, distorsiones y desavenencias, resultado de instituciones pobremente diseñadas con las que tiene que lidiar y sobrevivir la ciudadanía y con las que se pretende gobernar al país, palidecen en comparación con los que produce, y presumiblemente va a producir, la delincuencia y la criminalidad. En última instancia, la criminalidad es producto de un diseño institucional que impidió la construcción de un ministerio público fuerte y con amplia capacidad de investigación, que privilegió la inexistencia de una policía funcional y moderna y mantuvo sometido al poder judicial. Es decir, no es casualidad que la delincuencia se haya multiplicado en paralelo con el declive del presidencialismo: mientras esa institución mantuvo la capacidad de control, la delincuencia estuvo limitada, todo ello a cambio de un régimen de justicia que favorecía la impunidad. El control se lograba no por la existencia de instituciones fuertes sino por lo contrario: porque la presidencia era tan poderosa que imponía límites a toda la sociedad, incluida la delincuencia. En la medida en que se debilitó la presidencia, la criminalidad se apropió de las instituciones y de las calles.

La pregunta es qué sigue. Como se puede apreciar fehacientemente estos días, el embate gubernamental contra la criminalidad parece avanzar en la dirección que se proponía: que deje de ser un problema de seguridad nacional para convertirse en uno de naturaleza policiaca. El problema es que con las policías que tenemos hoy en día esa transición, ese puerto de llegada, no es creíble ni razonable. Y la creación de una policía moderna va a exigir del desarrollo de una ciudadanía moderna y participativa, precisamente aquella que todo el marco institucional se empeña en negar e impedir.

Todo esto nos retrotrae al asunto central: el futuro exige, requiere, una ciudadanía fuerte y vital, capaz de hacer suyo el devenir del país y, con ello, compensar las carencias e impedimentos que hoy caracterizan tanto al mundo de la política como al de la economía. Por años se ha hecho lo posible por hacer pequeños ajustes para evitar tocar la estructura esencial del poder. Hoy en día el problema se acerca más a lo que ha de haber sentido Luis XVI cuando veía caer la guillotina sobre su cabeza: mientras más se pospone la reforma del poder, más violento y caótico será el futuro.

 

Apropiación

Luis Rubio

Una de las cosas que no deja de sorprender de México es el descuido de sus calles, la basura en banquetas y carreteras y la desidia con que todos aceptamos situaciones de hecho que nadie en su sano juicio consideraría normales. Un conjunto de entidades, empresas, sindicatos y grupos se ha apropiado de la vida pública y de muchas actividades económicas, constituyéndose en dueños virtuales del país.

Por donde uno le busque, y por más que tratemos de taparle el ojo al macho como dice el dicho, el país sigue siendo muy primitivo en sus estructuras y en sus formas. Hablamos de mercados y presumimos nuestra democracia electoral, pero todos sabemos que hay fuerzas superiores que dominan la vida pública. Los escándalos de las últimas semanas, producidos igual por nuevos genios literarios que por declaraciones de políticos de antaño, no son sino síntomas del mundo de fantasía e impunidad que nos caracteriza. Lo peor es que asumimos que no es así o pretendemos que existen procesos que lo están resolviendo.

No importa hacia donde miremos, la realidad tiende a ser dolorosa, cuando no patética. Las autoridades municipales no se preocupan por la calidad del pavimento y aún cuando lo “reencarpetan” dejan agujeros y coladeras destapadas. La secretaría encargada de asegurar que funcione la economía no deja de agregar regulaciones que no hacen sino paralizarla. Las autoridades educativas le aceptan todas las pillerías y corruptelas al sindicato. Los responsables de las comunicaciones toleran el abuso por parte de las empresas de televisión y telefonía. Nadie en los diversos niveles de gobierno piensa en el consumidor, en el ciudadano, en el futuro.

Todos sabemos de los abusos que se cometen a diario. Nadie puede cerrar los ojos ante los excesos de políticos en campaña, empresarios encumbrados, sindicatos abusivos o legisladores maledicentes. Mucho de esto surge de nuestra historia: los que hoy llamados poderes “fácticos” son hijos del sistema político piramidal de antaño. Pero lo que entonces tenía una cierta lógica de poder ha desaparecido con el debilitamiento (deseable) del poder presidencial. Nos quedamos con los vicios de ese sistema pero sin los instrumentos que permitían mitigar sus peores excesos.

Además de atávico, nuestro primitivismo es ubicuo. Lo fácil es culpar a tal o cual persona, pero eso no lleva muy lejos. En sus decisiones, un empresario no tiene por qué incorporar consideración alguna, más allá de las que regulan su actividad. Si su actuar limita la competencia es porque violó la regulación o porque ésta está mal. No hay de otra. Lo mismo es cierto de los sindicatos: la excusa de que así ha sido siempre no exime a la autoridad de corregir lo que está flagrantemente mal. Los políticos que viven de resolver o atender los intereses de los particulares no hacen sino preservar el mundo de impunidad que vivimos.

Las soluciones que se han intentado en las últimas décadas no son mucho mejores que la impunidad que, supuestamente, pretendían limitar o eliminar. Se han creado comisiones e institutos, entidades y nuevas burocracias, todas ellas dedicadas a preservar la impunidad, aunque de maneras novedosas y hasta creativas. Ahí está el IFE, cuya nueva modalidad es la de limitar la información a la que tienen derecho de acceder los ciudadanos. Ahí esta el IFAI y sus fanáticos comisionados, cuyos criterios son los de exhibir, no los de transparentar. Tenemos a la Comisión de Competencia que es fiscal, juez y parte. El poder legislativo, supuesto contrapeso del ejecutivo, no deja de pretender nuevos poderes para reemplazar, en lugar de equilibrar, al viejo presidencialismo. Las soluciones han acabado siendo peores que la enfermedad: la preservan pero permiten pretender que ya no hay problema alguno. El fanatismo ha substituido la viabilidad.

Nuestra situación actual me recuerda una anécdota: un peregrino se para frente a la barda de un campesino y le pregunta ¿cómo llego a Roma?. El campesino le responde “yo no comenzaría por aquí”. Nuestra terca realidad no va a cambiar con fanatismo o por medio de instrumentos de mediatización. La verdadera pregunta es si existe alguna posibilidad de romper con los círculos viciosos. Como el peregrino del cuento, tenemos que reconocer que, por donde vamos, jamás vamos a llegar.

Las soluciones de las últimas décadas responden a nuestra muy peculiar propensión de imitar a Lampedusa: que todo cambie para que todo siga igual. El problema es que las contradicciones y conflictos que nos caracterizan no hacen sino ascender en tanto que la capacidad de satisfacer condiciones mínimas de convivencia y funcionalidad económica disminuyen con celeridad. Por ejemplo, todo mundo sabe que en los próximos meses comenzará a declinar el ingreso petrolero por la combinación de menores precios y menor producción. ¿Cómo, en este mar de conflicto y contradicciones, va a ser posible enfrentar esta situación? No tengo duda que la situación, cuando ésta se presente, va a obligar a enfocar todas las baterías hacia el problema concreto, pero la realidad se está complicando y no estamos avanzando hacia soluciones que permitan ver el futuro con optimismo.

En suma, nuestras estructuras son primitivas y no son idóneas para enfrentar las necesidades del país. Entre poderes fácticos y poderes de unos cuantos políticos y grupos, sobresale la debilidad institucional. Seguimos siendo un país de unos cuantos: no somos un país de leyes ni de ciudadanos. Los contrapesos son míticos: mientras que en naciones consolidadas las instituciones limitan la latitud que un individuo o grupo pueda tener, nosotros seguimos viviendo bajo un sistema donde unos cuantos le imponen sus preferencias y decisiones a la mayoría que trabaja, se esfuerza y se le juega.

No se puede comenzar a cambiar la realidad donde estamos. Tenemos que entrar en un proceso de revisión y reconocimiento de que nuestras estructuras no son las idóneas para cimentar un futuro mejor. Además, no es posible pensar que culpando a unos u otros las cosas van a mejorar. Urge una nueva manera de mirarnos, de enfrentar las realidades y de dirimir enconos. Tenemos que redefinir la esencia de la vida pública y echar para atrás situaciones inaceptables, todo ello en un contexto de negociación de un nuevo pacto social: no con ganadores y perdedores, buenos y malos, culpables o inocentes, sino con acuerdos que, de entrada, legitimen una nueva realidad. Se dice fácil, pero ese es el verdadero reto que enfrenta la sociedad mexicana: cómo construir una nueva realidad. ¿Será demasiado ingenuo pensar que es tiempo de comenzar a repensar el futuro de una manera incluyente y constructiva?

www.cidac.org

Grandes riesgos

Luis Rubio

Lo que parecía resuelto y definido ha dejado de serlo. Y el riesgo es monumental. Años de crisis nos enseñaron lo crucial que era mantener finanzas públicas estables, un déficit mínimo y un gasto controlado. Sin embargo, ahora las cosas están cambiando. La crisis internacional ha hecho sentir a nuestros políticos que las restricciones del pasado ya no son necesarias y que no hay límites a lo que pueden gastar. Y, por supuesto, un proceso electoral en puerta parece una oportunidad maravillosa para gastar sin ton ni son. El problema es que, como ilustra la volatilidad reciente del tipo de cambio, México no tiene mucho margen de maniobra en materia fiscal y la probabilidad de causar una crisis es muy elevada. Ante esta situación, el mayor de los riesgos es la desaparición de la clase media. Esa, y no otra, debería ser la consideración central del gobierno y de nuestros legisladores.

Las clases medias son resultado de la estabilidad económica, un factor pocas veces reconocido, pero fundamental: las dos eras en que creció la clase media en México fueron los cincuenta y sesenta y en los últimos quince años. Lo que hizo que creciera y se consolidara este segmento de la población fue la estabilidad económica y financiera porque eso hizo posible que hubiera tasas de interés bajas que estimularon el consumo.

Se trata de un binomio: la estabilidad económica procrea a la clase media y su crecimiento apuntala la estabilidad política del país. Aunque algunos de nuestros políticos, sobre todo aquellos de la izquierda originada en el PRI, pretenden que lo importante es elevar el gasto público y crear nuevas fuentes de subsidio, la realidad es que la estabilidad del país depende de que siga creciendo la clase media y esto sólo sucederá en la medida en que se mantenga la estabilidad económica y que el país logre una tasa de crecimiento económico elevada y sostenida.

Por mucho tiempo, nuestros políticos han privilegiado el gasto y han abandonado lo sustantivo: es decir, los cambios en la forma de gobernar, regular la economía y crear condiciones para que el país prospere. El gasto, sobre todo si no viene acompañado de rendición de cuentas, es muy cómodo, pero no es substituto de la función de gobernar. La clave es el crecimiento de la economía y esta crisis debería forzarnos a emprender acciones definitivas para romper con el estancamiento, pero sin que eso implique romper con la estabilidad macro económica. Años, realmente décadas, de posponer decisiones de fondo en materia económica y de suponer que las clases medias pueden resistir cualquier embate nos han colocado, una vez más, en una complicada tesitura.

Es importante entender el brete en el que se encuentra la clase media mexicana. Su desarrollo es resultado de una combinación de factores, de los cuales lo esencial es la estabilidad económica. Han sido las etapas de tasas bajas de interés las que permitieron la adquisición de una vivienda y otros satisfactores, desde automóvil hasta todos los artículos de consumo. Arriesgar la permanencia de la clase media conlleva el potencial de inestabilidad política. El resultado de la elección de 2006 hubiera sido inconcebible si las clases medias no hubieran reconocido el riesgo que entrañaba un cambio radical de política económica y lo que eso podría implicar para su tranquilidad.

Ahora, con la crisis económica internacional, muchos políticos están comenzando a abogar por un cambio radical en política económica. El mismo argumento se presenta en todos lados, pero no todos tienen la misma latitud. Quizá un país con moneda de reserva, como Estados Unidos, pueda darse el lujo de incrementar su déficit sin límite, pero el costo de esa manera de actuar todavía está de verse. Alemania, el país que constituye el corazón del euro, ha optado por mantener sus cuentas fiscales estables para no arriesgar la estabilidad de su economía y el bienestar de su población.

En lugar de gastar más y de manera desbocada, éste sería un momento excepcional para avanzar agresivas iniciativas en materia de modernización de la planta productiva, estimular el cambio tecnológico y proveer incentivos para que se active, o reactive, la industria instalada en México. En vez de eso, seguimos actuando como si nada hubiera cambiado, máxime cuando es evidente que viene un periodo de austeridad debido a la disminución del ingreso fiscal, como consecuencia tanto del precio del petróleo como de una menor actividad económica.

La contracción económica que estamos experimentando va a afectar fundamentalmente a las clases medias, el segmento mayoritario de la población, que hicieron posible el triunfo electoral del presidente Calderón. En abstracto, parecería razonable romper los equilibrios fiscales, elevar el gasto público y tratar de satisfacer a todos los intereses que reclaman subsidios y más gasto. Sin embargo, el riesgo de adoptar semejante enfoque es tan grande como el de recrear las crisis económicas de los setenta, ochenta y noventa. Y no sería irrelevante afirmar que sin esas crisis, el PRI jamás habría perdido la elección de 2000. Es decir, la estabilidad de las clases medias es crucial no sólo para la estabilidad del país sino también del gobierno actual.

Es tiempo de abandonar el voluntarismo y abocarse a lo que preocupa al votante, lo que afecta al ciudadano común y corriente. Si el gobierno pierde de vista la razón de su éxito original y la fuente de su estabilidad y del país, pondría en riesgo su propia viabilidad y podría acabar perdiendo las elecciones próximas, en 2009 y en 2012. Peor, podría acabar provocando una todavía mayor frustración entre las clases medias y generando el tipo de polarización que caracterizó a la elección de 2006, o sea exactamente lo opuesto a lo que se propone. De esta manera, un gobierno que pretende grandes cambios, que no ha generado, podría acabar siendo la fuente de una crisis similar a la de los peores gobiernos priístas. Analogía peculiar.

Dado que llevamos años sin una tasa de crecimiento elevada, la clase media ha subsistido gracias al número de aportantes al ingreso familiar más que debido al crecimiento del ingreso de cada individuo en el país. Es decir, ha sido la suma de varios ingresos en una misma familia la que ha permitido un nivel creciente de consumo. Por eso, la clase media está en el límite y no aguantaría un brote inflacionario, situación que, además, causaría profunda frustración en el segmento políticamente más relevante de la sociedad. Sería patético que un gobierno panista, supuestamente emanado de la clase media, acabe siendo el verdugo de su extinción. El riesgo es real y nadie debería minimizarlo.

 

Nos alcanzó

Luis Rubio

Por años intentamos ignorar, posponer o imaginar que los dos Méxicos ya no estaban ahí, pero ahora la realidad nos alcanzó y, como suele ser en estas cosas, lo hizo con ánimo vengativo. Por un lado está el México viejo y tradicional de las mil virtudes, pero también de la arrogancia burocrática, las simulaciones y la pobreza endémica. Por el otro está el México nuevo y cosmopolita que ha pretendido que el resto se va a sumar a la modernidad sin costos ni sacrificios, como por arte de magia. Cuando la marea baja, dice un cuento, súbitamente se nota quien no trae traje de baño. La crisis de la influenza nos agarró con los pantalones abajo, mostrando ante el mundo todas nuestras carencias y fallas estructurales. Si no atendemos esta llamada, los costos serán fenomenales.

En el tema de la salud nos encontramos con un gobierno federal preparado (el México nuevo) confrontado con gobiernos estatales primitivos e incapaces de entender el fenómeno (el viejo México), pero también con un país sin infraestructura ni capacidad de actuar y sin la comprensión de la urgencia de hacerlo. Hablamos de federalismo pero no hemos construido un país federal ni existen las estructuras para hacerlo posible. De no ser por la ciudadanía responsable que una vez más volvió a surgir, el país estaría en la lona.

Las imágenes hablan por sí mismas: mexicanos siendo aislados y puestos en cuarentena en Pekín, rechazados en la Habana y Buenos Aires y mofados en la prensa estadounidense. El (legítimo) miedo al contagio, tanto dentro del país como fuera, explica muchos de estos comportamientos, pero el común denominador son nuestras fallas internas y esto permite anticipar el tipo de retos, tanto internos como externos, que podrían venir en los próximos meses.

La crisis de la influenza no pudo llegar en peor momento: se conjunta con una situación económica precaria y con un proceso profundo de redefinición política que, en realidad, tiene más que ver con la búsqueda de una reconcentración de poder que con la consolidación de la democracia. Además, llega en un momento en el que la crisis económica ha sido muy desigual en sus impactos. En las décadas de crisis que han caracterizado al país de los setenta para acá, las recesiones comenzaban con un ajuste fiscal en el gobierno que impactaba al resto de la sociedad. Esta vez la situación ha sido exactamente la opuesta: el sector privado experimenta una brutal contracción mientras que, gracias a la previsión de Hacienda al comprar futuros sobre el precio del petróleo, el gobierno (tanto federal como estatales) vive como si nada hubiera pasado. Sin embargo, esta situación cambiará el próximo año y para entonces la población ya estará harta y no querrá saber de ajustes, reformas o promesas incumplibles. Al revés, la población comenzará a reclamarle al gobierno su falta de previsión y estará atenta a las promesas de reconstruir un pasado idílico.

Los dos Méxicos encontrados uno frente al otro. El tiempo aclarará si hubo negligencia en el manejo de la información sobre los primeros brotes de influenza (supuestamente en Veracruz y/o Oaxaca), pero lo elemental seguirá siendo el hecho de que vivimos una profunda contradicción política, social y hasta cultural. Los grandes proyectos de modernización de las últimas décadas suponían que, con el tiempo, todo el país se alinearía hacia la modernidad, aunque es evidente que no existió programa alguno, ni mucho menos una estrategia, que permitiera hacer posible una convergencia de semejante magnitud.

Esto nos ha dejado con una mezcla de realidades que es elocuente de nuestras contradicciones. Aunque ha habido mucha inversión y enorme crecimiento de las exportaciones en el ámbito agrícola, seguimos teniendo una enorme población pobre que vive de un campo miserable y, crecientemente, de remesas. Ante la ausencia de posibilidades de mejora en su lugar de origen, un campesino mexicano encuentra mucho más rentable y atractivo trabajar de cocinero o repartidor en Nueva York. La evidencia es contundente: el mexicano se adapta si tiene oportunidades, pero éstas no existen dentro del país.

Lo mismo se puede decir de la economía industrial: en lugar de ambiciosos programas de modernización, lo mejor que pudo producir el gobierno anterior fue la changarrización de la economía nacional. Así, al igual que en el campo, pervive una industria moderna e hiper competitiva lado a lado con un sector de industria vieja que es inviable, costoso, ineficiente e improductivo. En lugar de programas de transformación industrial, lo que tenemos, con el nombre de pymes, es programas cuyo propósito real es el de la preservación del pasado. De no haber esquemas de protección y subsidio, explícitos o no, hace tiempo que todas esas empresas habrían tenido que refundarse. El costo de mantener lo existente también tiene que medirse en términos de todas las oportunidades perdidas de crear algo nuevo.

Lo que ocurre en el campo y en la industria no es distinto de lo que evidenció la crisis de la influenza. Como en Chernobyl, muchos políticos mexicanos prefirieron cerrar los ojos y pretender que todo está bien, que nada ocurre. El problema es que hay cosas que no se pueden ocultar porque están a la vista de todos. Si bien el gobierno federal respondió con decisión y oportunidad, nada de eso puede ocultar las fallas estructurales que caracterizan al país. Hoy esas fallas se traducen en críticas, burlas y acciones contra México y los mexicanos. De no actuar en esos frentes, pronto se convertirán en regulaciones que afectarán mucho más de lo que podemos imaginar.

Parece claro que habrá dos grupos de consecuencias de esta crisis: una interna y otra externa. Por el lado interno, la crisis misma le da oportunidad a quien está en el gobierno (a cualquier nivel) de tener una presencia mediática excepcional, pero también le eleva los riesgos de cometer errores. Una cosa es el momento de la crisis, otra muy distinta será el próximo año. En esas circunstancias, no parece difícil anticipar un fortalecimiento de los duros de la política mexicana.

Quizá sea el lado externo el que más nos debería preocupar. La inseguridad minó a la industria turística y ahora la salud amenaza lo poco de la economía que sí funciona. La crisis de salud y, sobre todo, los terribles contrastes entre los gobiernos federal y estatales le han provisto de municiones invaluables a todos los que se oponen al TLC norteamericano. A menos de que montemos, de inmediato, un enorme esfuerzo de comunicación en EUA, corremos el riesgo de perder lo único que en los últimos años ha permitido que la economía crezca, el TLC. No hay mayor riesgo en el horizonte.

 

Desde fuera

Luis Rubio

Se puede ver mucho con tan solo observar decía Yogi Berra, el famoso beisbolista que acuñó una serie de frases que, a pesar de su obviedad, entrañan un profundo sentido común que no deja de sorprender. La crisis de influenza me agarró fuera México y me permitió observar desde lejos la forma en que el gobierno ha respondido, los contrastes con otros gobiernos y la manera en que la población actúa en circunstancias como estas. Ha sido una gran lección.

Desde fuera las cosas se ven muy distintas. Parte es el hecho de que las noticias son planas en el sentido en que no se vive el fenómeno de manera directa. Las fuentes de noticias son muchas y, desde fuera, todas son iguales: cada canal de televisión y sitio de Internet tiene su perspectiva y el conjunto arroja información y opiniones que, de lejos, adquieren un sentido muy distinto. A veces me sentía a la mitad de la película Kagemusha y en otras en el mundo de Historia de dos ciudades: muchas perspectivas sobre un mismo tema y no todas ellas conciliables. Pero todas reveladoras.

De lejos no importan las rencillas y contrastes de opinión entre políticos o comentaristas. Lo primero que uno quiere saber y entender es qué está pasando. Como siempre, leí todos los periódicos y vi numerosos noticieros, tanto mexicanos como internacionales. Con algunas excepciones, era mucho más fácil entender la película a través de reportajes en medios internacionales que se distinguen por su profesionalismo. No es que falte seriedad en algunos de los reportajes en nuestro medio, pero lo impactante, que en estas circunstancias se ve como perdición, es nuestra propensión a mezclar hechos con opiniones, al punto en que se vuelve casi imposible entender la fotografía. Peor cuando en esa mezcolanza se suman intereses políticos.

He aquí algunas observaciones y perspectivas:

La respuesta gubernamental parece haber sido profesional, acertada y oportuna. Puede decirse lo que se quiera, pero un gobierno que parecía incapaz de organizar un bautizo, demostró estar claramente preparado. Sin embargo, nuestro inevitable escepticismo lleva a dudar de todo (que si se pospuso porque venía Obama o si esto lo inició Calderón y en otra versión el gobierno de EUA- para distraer de otros problemas) pero los profesionales de la salud en el mundo, como los de la OMS y del CDC de Atlanta no dejaron de reconocer la solidez de la respuesta gubernamental. En estas circunstancias no hay duda sobre la calidad de las opiniones.

El contraste en la forma de responder de los distintos gobiernos del mundo fue ilustrativo de aprendizajes acumulados, capacidades instaladas y la disposición de responder con celeridad. No habían pasado más que unas cuantas horas de las primeras noticias cuando el gobierno Coreano (¡Corea, a decenas de miles de kilómetros!) ya había instalado o activado sensores de temperatura para viajeros en sus aeropuertos. En Japón se comenzaron a repartir tapabocas de inmediato. Otros gobiernos, como Rusia, China y Filipinas, aprovecharon la confusión para imponer medidas meramente proteccionistas a la importación de carne de cerdo. Cada quien se preocupa por lo importante.

El gobierno mexicano se vio muy bien preparado en términos de acciones, comunicación y enfoque, pero evidenció problemas estructurales, sobre todo en lo material. La desaparición de tapabocas en el INER es elocuente de nuestra corrupción y desaseo. No tengo manera de saber si todos los implementos requeridos en una respuesta de esta naturaleza (equipos, vacunas, medicamentos, alimentos) habían sido adquiridos y debidamente embodegados, listos para emplearse en el momento en que lo exigiera una emergencia pero, suponiendo que así haya sido, el hecho de que no estuvieran disponibles en el momento mismo dice mucho de nosotros, de nuestro gobierno y de nuestras prioridades individuales y colectivas.

Otro contraste, éste si patético, fue el que se pudo observar entre algunos gobiernos estatales y el federal. Mientras que a nivel federal se actuaba, muchos de los gobiernos estatales estaban más preocupados de que se les pudiera señalar como causantes del problema. Su prioridad era mediática y política, no la de un gobierno responsable y en funciones. Según algunos de los reportes y comunicados de la OMS, la razón de muchas de las muertes en México puede deberse más a la tardanza con que la gente acudió a los centros de salud que a la forma de enfrentar el fenómeno. Y esa tardanza puede haberse debido a la posibilidad de que muchos pensaran que se trataba de un mero catarro, pero también a la posible negligencia de algunos gobernadores que prefirieron no informar por sus propias razones, retrasando así la necesaria respuesta federal.

Lo más impactante desde lejos es la incredulidad del mexicano. En un mismo día se podían leer dos artículos, uno reconociéndole al gobierno su capacidad de actuar como gobierno (¡por fin! el Estado actúa como Estado) frente a otro que lo desdeña por supuestamente no revelar toda la información (¿a quién le creemos?). Imposible saber cuál de los dos está en lo cierto, pero lo realmente importante por su trascendencia es el hecho de que haya tanta incredulidad y desconfianza. La población sabe que muchos políticos mienten (el actuar de varios gobernadores es elocuente) y mejor actúa por su cuenta. El miedo, dice la conseja, no anda en burro. En situaciones de emergencia sanitaria esa desconfianza ancestral de la población hacia nuestros gobernantes puede ser catastrófica. La gente puede preferir quedarse en su casa que acudir al servicio de salud, con lo que perdería las horas vitales para salvarse. No se si esto tenga solución, pero es muestra fehaciente de una de las muchas consecuencias de la acumulación centenaria de malos gobiernos y desgobiernos. Da envidia observar cómo reaccionan otras poblaciones frente a la información y acciones que emprenden sus gobiernos en circunstancias como éstas: gobiernos competentes respondiendo con celeridad y sin consideraciones políticas de otra naturaleza. La población responde igual: con confianza y de inmediato. Como dice el dicho, esta es una calle de dos sentidos. Y ambos tienen que cambiar para que el país pueda funcionar de manera normal en este y todos los frentes.

Difícil imaginar un peor año para el país y para el gobierno. En momentos parece que ha sido el año de la plaga de México en su conjunto. Al mismo tiempo, da orgullo ver que, al menos a cierto nivel, el gobierno estaba preparado para la contingencia, supo actuar y lo hizo sin miramiento. Lástima que siga sin entender cómo comunicar su espléndido actuar o la importancia de hacerlo.

 

Dinastias

Luis Rubio

Las listas de candidatos al congreso que acaban de publicar los partidos constituyen una buena fotografía de la política mexicana actual, tanto en lo que ha cambiado como en lo que permanece. Como es de esperarse, en cualquier país, las listas traen un poco de todo: políticos viejos y caras nuevas, candidatos buenos y candidatos malos. Más que las listas mismas, lo que llama poderosamente la atención es el procedimiento para integrarlas y lo que eso nos dice de dónde estamos en la actualidad.

Viendo hacia atrás, parece claro que nuestra democracia no nació como un sistema para mejorar la calidad del gobierno sino para mejorar su representatividad. Los acuerdos que llevaron a las sucesivas reformas electorales, desde finales de los 70 hasta la crucial de 1996, fueron intentos por responder a la cada vez más deteriorada legitimidad del sistema político priista, así como a la creciente capacidad de movilizar, desarticular y crear situaciones de crisis que desarrollaron los partidos (entonces) de oposición, sobre todo el PAN. La primera gran reforma, la de Reyes Heroles, buscaba incorporar a la izquierda en los procesos políticos formales, en tanto que las de los 80 y 90 fueron respuestas a las crisis que provocaba el PAN con incremental intensidad.El problema percibido era uno de representación: una parte cada vez mayor de la sociedad mexicana se sentía excluida del sistema político. Lo que hoy tenemos es un sistema político que incluye a todas las fuerzas, garantiza presencia en el congreso incluso a partidos sin mayor representatividad y permite que la mayor parte de la actividad política ocurra dentro de las instituciones formales.

Lo que todas esas reformas no lograron fue institucionalizar a la política o garantizar un sistema de gobierno funcional y efectivo. El que todas las fuerzas y partidos estén en el congreso no les impide realizar manifestaciones disruptivas; tampoco les prohíbe bloquear o incluso tomar violentamente el propio recinto legislativo. En otras palabras, se resolvió el problema de la representación, pero no se civilizó la actividad política. Tampoco se institucionalizaron los procesos de nominación de candidatos ni se desarrollaron procedimientos para seleccionar a los mejores candidatos.

La situación se ha tornado crítica. Las listas de candidatos que fueron publicadas hace unos días son una maravillosa fotografía de lo que se ha avanzado, pero también de lo que no ha cambiado. Lo primero evidente es la impresionante tendencia hacia el control oligárquico y de familias en todos los partidos. Los listados muestran la presencia de dinastías familiares que acaparan los primeros lugares en las listas de representación plurinominal. No tengo duda de que algunas de esas personas tienen carrera propia y méritos que justifican su nominación, pero seguro el único mérito de la abrumadora mayoría se deriva exclusivamente del apellido. Ahí hay decenas de hijos y hermanos de políticos de hoy y de antes, muchos de ellos impresentables y, sin embargo, obviamente influyentes en el proceso de conformación de las listas.

Una segunda imagen que arrojan las listas es la de la interminable negociación, mucha de ella violenta, al grado que recuerda los procesos de movilización post electoral en la década de los 90. Aunque los partidos (y grupos dentro de cada partido) gozan de calificar a los otros de antidemocráticos porque no eligieron a sus candidatos o favoritos de determinada manera, la verdad es que ningún partido ha logrado construir métodos de nominación que dejen satisfechos a todos. Las negociaciones y presiones son interminables. Donde se utilizan procesos de elecciones abiertas, los candidatos resultantes tienden a ser atractivos para los militantes más activos de los partidos, pero pésimos para ganar el favor popular. Eso ha llevado al retorno de las otrora llamadas candidaturas «de unidad», donde media una negociación que intenta, ante todo, evitar conflictos públicos. Las listas sugieren que los priistas han sido mejores en controlar a sus huestes perdedoras que los panistas y perredistas, pero ninguno ha logrado institucionalizar los procesos internos.

Finalmente, la tercera imagen que nos deja esta aventura es que el mérito es irrelevante en la política mexicana. Algunos de los nombres que aparecen en las listas son de personas asociadas con la corrupción, el narcotráfico y pésimos ejercicios de administración o gobierno en el pasado y, sin embargo, nada de eso les impide aparecer ahí como «distinguidos» miembros de sus partidos y listas respectivas.

Al ver las listas recordé el día en que aprendí la dramática diferencia entre lo personal y lo profesional que, en México y como muestran las listas, es casi siempre inexistente. Al llegar a Boston a estudiar me encontré con la novedad de que uno de mis autores favoritos, Ralph Miliband, se acababa de incorporar a la facultad. De inmediato me inscribí en su curso y pronto se convirtió en mi mentor y amigo. Un par de meses después organicé una cena, a la cual invité a Miliband y al profesor Natchez y sus esposas junto con dos compañeros de la universidad. Miliband llegó con dos cosas en la mano: mi examen y una botella de vino. Cuando me entregó el primero me dijo «this is business» y cuando me entregó la segunda «this is love». La cena fue rica en diálogo y calor humano, además de que pronto se entendieron sin dificultad alguna dos profesores con visiones e ideologías difícilmente más contrastantes: un conservador estudioso de la política estadounidense y uno de los marxistas más reconocidos de su época.

Horas más tarde, al acabar la cena, revisé mi examen. La calificación no era muy buena. Decepcionado, pero con mentalidad mexicana, me puse a reflexionar sobre el contraste de la noche: por un lado, amor y amistad, por el otro una mala calificación. Dos días después, en la clase con Miliband, lo observé para ver si algo había cambiado en su semblante. Nada. Eventualmente comprendí que para él había una diferencia absoluta entre lo personal y lo profesional y que no por nuestra cada vez mayor cercanía personal él dejaría de ser un profesor riguroso. Fue una lección que nunca perdería yo de vista y que me enseñó a apreciar una de las razones del éxito de los países desarrollados: el mérito es un valor en sí mismo que permite separar lo común y lo mediocre de lo mejor y excepcional.

Las listas de candidatos son, en general, una mejor muestra de lo mediocre que de lo excepcional. Las dinastías raramente producen buenos resultados. Las oligarquías menos.