¿Por qué?

Luis Rubio

En ocasiones no es fácil decidir si hay que estar orgulloso o tener vergüenza. El país se ha convertido en un ente disfuncional sin capacidad de plantear un camino viable al desarrollo, responder a los retos del momento o llevar a buen puerto los planes que con tanto ahínco se preparan pero que con tanta celeridad naufragan.

La entrevista del astronauta José Hernández Moreno con el presidente Calderón es una de esas ocasiones que invitan a reflexionar sobre nuestra realidad y la naturaleza de nuestros retos. En José Hernández tenemos un ejemplo de lo que miles de mexicanos quisieran ser y de un éxito al que todos legítimamente deberíamos poder aspirar. El orgullo de ver a un mexicano llegando al zenith de su carrera participando en uno de los hitos tecnológicos del mundo es indescriptible. Pero ese orgullo se contrapone a la vergüenza que da tener que reconocer que esa historia no es asequible para la gran mayoría de los mexicanos y que sólo fue posible porque sus padres se fueron de México en busca de un mejor horizonte para su familia.

Quizá se pudiera resumir el problema de México en la historia del nuevo astronauta de origen mexicano: su éxito no es repetible por el resto de los mexicanos. Esta realidad debería llevarnos a reconocer que hay algo, o muchas cosas, que impiden que el país progrese. Es patético que un mexicano pobre tenga que migrar para llegar a ser alcalde de una gran ciudad como Villarraigosa en Los Ángeles; que José Hernández sea astronauta sólo porque vivió en EUA; o que Mario Molina haya podido lograr el Nobel porque investigó fuera. El contexto al que llegan los emigrados les abre oportunidades que casi ningún otro mexicano tiene a su alcance.

Muchas son las preguntas pertinentes que arroja esta evidencia tan contundente: ¿Por qué el país es tan disfuncional? ¿Por qué hay tanta corrupción? ¿Por qué nada funciona? ¿Por qué la mayoría de la población es tan reacia a cualquier cambio, incluyendo los que le benefician de inmediato? ¿Por qué no se toman decisiones o las que sí se toman son tan malas y perniciosas? ¿Por qué nada se mueve? ¿Cómo es posible que ni una crisis como la actual obligue a actuar? En una pregunta, ¿por qué tanta tolerancia al inmovilismo, a la ausencia de propuestas y a la irresponsabilidad de los políticos?

Programas y leyes van y vienen, pero ninguno logra su cometido. Hace casi treinta años, cuando en uno de esos arrebatos de corte soviético se incorporó en la constitución la noción de la planeación (eso si, democrática), los gobiernos se han dedicado a publicar planes de desarrollo cada sexenio con sus actualizaciones y adiciones, pero eso es todo lo que han hecho: publicar y hablar, no lograr lo que proponen. Nadie puede dudar que el país ha experimentado un proceso de profundo cambio en las últimas décadas, pero los resultados son magros. La pregunta es por qué.

Una posible respuesta, exacta pero insuficiente, se remontaría a la transición política que comenzó en los ochenta y noventa y que tuvo un momento estelar con la derrota del PRI en 2000. Antes de la alternancia de partidos en la presidencia, el sistema político funcionaba en torno al ejecutivo y éste era muy poderoso por su asociación con el PRI. En los últimos años cambió la realidad del poder (al divorciarse el PRI de la presidencia) pero no las instituciones que deberían ser responsables de administrar el poder. Esto explicaría la disfuncionalidad del congreso y la ausencia de mecanismos para generar decisiones entre el ejecutivo y el legislativo. A partir de esto, muchos concluyen que el problema es la ausencia de una presidencia fuerte o de actores demócratas.

Sin embargo, el país no nació en 2000. La realidad es que, en lo económico, México sufre un estancamiento crónico desde mediados de los sesenta en que comenzó a hacer agua el desarrollo estabilizador. Los intentos de responder a esa situación -igual los excesos fiscales de Echeverría y López Portillo que la apertura y re-encauzamiento económico que iniciaron de la Madrid y Salinas- han probado ser inadecuados o insuficientes para lograr el objetivo del crecimiento elevado y sostenido.

Culpar a la transición política de la parálisis sería errado porque la evidencia muestra que los anteriores presidentes todopoderosos no llevaron a cabo las transformaciones que al país le urgen para lograr ese objetivo económico por el que todos juraron. Es decir, tanto cuando se podían tomar e imponer las decisiones que cuando no se toman, los resultados han sido de malos a pésimos.

Si a esto le agregamos la dimensión social -ese velo invisible que los migrantes mexicanos han logrado demostrar y exhibir con sus extraordinarios éxitos, pero también con sus dramas familiares- el país se ha convertido en un nido de privilegios donde sólo una porción muy pequeña de la población puede lograr sus aspiraciones, en tanto que el resto no tiene acceso a imaginar posibilidades y oportunidades distintas a las que su origen social le han impuesto. La evidencia brutal que representa el éxito de los mexicanos más pobres en México destacando en EUA debería enorgullecernos pero, en realidad, constituye una acusación igualmente brutal contra el país en su conjunto.

El hecho tangible es que el país no funciona. Todo parece organizado y construido para hacerle difícil la vida a la población, cancelar oportunidades y cerrar espacios de desarrollo. Por otro lado, si uno observa la forma en que se asigna el presupuesto y se legisla en el congreso, no queda duda posible de dónde yacen las prioridades de quienes deciden: los recursos se asignan a los sindicatos más poderosos (por ejemplo, gastamos muchísimo en educación, pero la mayoría no va a mejorar su calidad, sino a las bolsas del sindicato) y las reformas se hacen para no tocar intereses prioritarios (como fue el caso de la reforma energética que no hizo sino energizar la corrupción en PEMEX y promover los intereses del sindicato y sus beneficiarios). Las pocas reformas que se aprueban, como la del ejido, no cambian la realidad para bien, en este caso la del campesino.

El espacio que debería existir para debatir y analizar con conciencia la naturaleza de nuestros problemas y desafíos se concentra en discursos irrelevantes y justificaciones ideológicas. La discusión sobre PEMEX y Luz y Fuerza nunca es sobre cómo mejorar el desempeño de la economía mexicana sino sobre los mitos de la expropiación. Lo mismo es cierto del conjunto de decisiones del ejecutivo y del legislativo: todo es una pantalla para mantener el statu quo. El orgullo de ver el astronauta tiene que ser matizado por la vergüenza de padecer un sistema que expulsó a sus padres del país.

 

Ignorancia

Luis Rubio

Hace años un sindicato de maestros estadounidense lanzó una campaña cuyo lema pretendía lograr la solidaridad social: si crees que la educación es costosa, prueba la ignorancia. Yo me pregunto qué pasa cuando la ignorancia se origina en el propio gobierno.

Los desafíos que enfrenta el país son enormes, pero también lo son las oportunidades. A pesar de eso, llevamos décadas sin ser capaces de empatar uno con lo otro y el resultado es que los problemas se acumulan mientras que las soluciones escasean. Y esto pasa en el contexto de un mundo cambiante en el que las fuentes de oportunidad, riqueza y desarrollo han dejado de ser las tradicionales. La educación se ha convertido en el corazón del desarrollo de los países, pero nosotros seguimos firmemente enfocados hacia una economía industrial y agrícola que arroja rendimientos decrecientes. El costo para el mexicano promedio es inmenso e incremental.

Todos los indicadores relevantes muestran enormes rezagos e impedimentos que se han tornado en virtuales muros, obstáculos insalvables para el crecimiento de la economía y de la riqueza, pero también para el avance de nuestro país como sociedad organizada. Tenemos frente a nosotros problemas fiscales y de infraestructura, una incapacidad que cada vez más parece genética para que nuestros políticos se pongan de acuerdo y policías incapaces de cumplir su cometido. Todos estos temas y problemas son enormes pero palidecen frente al que se ha convertido en el mayor fardo para el futuro: el educativo.

La educación es el eje de nuestros problemas por dos razones: ante todo, porque lo que agrega valor en la producción en la actualidad es la capacidad creativa de la población y ésta se magnifica y acrecienta con la educación. La otra razón es que nuestra estructura educativa es un microcosmos perfecto de la realidad política y hasta cultural del país. El mundo educativo mexicano se caracteriza por un sindicato abusivo que todo lo paraliza, una secretaría hiper burocrática, un centralismo disfrazado en el que nadie gobierna nada y un enorme dispendio que resulta de una descentralización malograda. El (o)caso de nuestro sistema educativo sería risible si no fuera por el terrible daño que le hace al porvenir del país y de cada niño que se queda estancado sin la menor posibilidad de prosperar en la vida.

El gobierno actual intentó llevar a cabo un cambio en la relación SEP-sindicato. Por años, la líder sindical se había adueñado de la secretaría y se había acostumbrado a mandar a los secretarios. Los presidentes le hacían caravanas y todo mundo se le plegaba. Uno llegó al extremo de ir a visitarla fuera de México para recibir sus instrucciones. El primer paso emprendido por el gobierno actual consistió en redefinir esa relación: los temas educativos se negociarían en la secretaría, no en los Pinos, y la relación sería de carácter laboral, es decir, patrón-sindicato, y sustantiva, es decir, concentrada en la educación, no en las elecciones, los paros o las manifestaciones.

El siguiente paso consistió en negociar un nuevo esquema de administración de la educación que consistía en un realineamiento de los incentivos de los maestros y alumnos. La llamada Alianza por la Calidad Educativa (ACE) cambió dos elementos clave en la relación laboral: en primer lugar, se acordó que la contratación de nuevos maestros se realizaría por medio de concursos de oposición, matando con ello la sacrosanta práctica de la venta de plazas. En segundo lugar, se llevarían a cabo exámenes anuales estandarizados y el pago por mérito a los profesores (a diferencia de la negociación general anual) dependería del desempeño de los alumnos en esos exámenes. En otras palabras, la ACE se proponía vincular el pago de los maestros con el desempeño de los niños. Un maestro que enseñara bien y cuyos estudiantes aprobaran exitosamente sus exámenes podría llevarse a su casa un bono anual de hasta 120 mil pesos. Si bien nunca se resolvió qué pasaría con las plazas de los maestros que se retirarían en los primeros años de ejercicio de la Alianza, todos los maestros que lograran mejorar el desempeño de los alumnos habrían salido beneficiados en términos económicos.

El objetivo de estas reformas era uno muy simple: romper con el obstáculo que la educación se había vuelto para el avance del país. De haberse continuado, la Alianza prometía la posibilidad de avanzar hacia una auténtica igualdad de oportunidades para todos los niños de México. Ciertamente, un país con las desigualdades tan agudas que acusa el nuestro no puede esperar un cambio radical de inmediato, pero la modificación de los patrones e incentivos que guiarían a los maestros en el futuro sin duda habría contribuido a transformar las vidas de los niños para bien, sobre todo los de extracción más pobre.

Aunque el liderazgo sindical negoció y firmó la ACE, muy pronto comenzó a retractarse, en parte por conflictos como el de Morelos, pero sobre todo por la pérdida de poder sindical que la Alianza entrañaba. Quizá por la cercanía de las elecciones intermedias, en lugar de forzar el avance del proceso, el presidente optó por el canto de las sirenas y la promesa de apoyos electorales cuya realidad siempre ha sido dudosa.

Dicho y hecho: como era previsible, las elecciones recientes mostraron que el apoyo del SNTE no hizo diferencia alguna para el partido gubernamental. En contraste, el sindicato logró librarse de los compromisos que había contraído con la ACE y el gobierno abandonó el proyecto de reforma educativa. Más allá de la política, la economía mexicana pagará las consecuencias y los problemas de desigualdad no podrán más que acentuarse.

La salida de Josefina Vázquez Mota de la SEP tuvo en su momento muchas lecturas y especulaciones. El paso de los meses confirma la hipótesis de que el presidente optó por la relación política y electoral con el sindicato por encima de la transformación educativa, quizá el único proyecto de su gobierno que era susceptible de trascender. La evidencia de que la SEP ha vuelto a ser el dominio único del sindicato es tan contundente que no deja lugar a lecturas alternativas. Patético.

En política lo que cuenta son los resultados, no las intenciones. El resultado en educación es que retornamos al reino del control sindical, con lo que la niñez mexicana tendrá que aguardar otras décadas para tener las oportunidades que merece y que son responsabilidad del gobierno. Hay cosas que se miden por lo que se hace. Esta tendrá que medirse por lo que pudo ser.

 

Confusión

Luis Rubio

Si las apariencias no le quitas, decía Cervantes en el Quijote, presto ha de verse el mundo en la pelea de la discorde confusión primera. En política exterior, la primera confusión es la de olvidar nuestra localización geográfica para sucumbir ante el canto de las sirenas chavistas. No hay contradicción entre una cercanía fraternal, mediática y personal con los vecinos sureños y a la vez avanzar nuestros intereses más fundamentales hacia el norte. De hecho, la clave, y complejidad, de nuestra política exterior consiste precisamente en saber articular una activa presencia en el sur, en conjunto con un decidido empuje de nuestros intereses hacia el norte. Lo primero es política, lo segundo desarrollo.

El sainete con que concluyó la visita de Manuel Zelaya, el depuesto presidente de Honduras, debería hacernos reflexionar sobre la diferencia entre nuestros intereses y nuestros corazones. Más allá de la lección que entraña para el gobierno el haber sido usado por alguien a quien intentaba utilizar el hecho tangible es que México tiene intereses muy claros tanto en el norte como en el sur pero éstos no siempre coinciden, por la razón que sea, con las posturas públicas que un gobierno debe sostener.

En la política (igual exterior que interior) es perfectamente legítimo (y necesario) que un gobierno atienda a sus diversos públicos y bases de sustento. En algunas ocasiones, esa atención implicará presupuesto, en otras nombramientos y en otras más puro discurso. Esos apoyos y despliegues son importantes porque permiten aplacar o satisfacer, según sea el caso, a diversos sectores y grupos, independientemente de que en ocasiones la atención no tenga mayor contenido real o se trate de una postura meramente retórica. La política es un juego de equilibrios que procura la suma de opuestos usualmente incompatibles.

Retórica y realidad van de la mano en la construcción de estrategias políticas que son el brazo instrumentador de la actividad de todo gobierno. Por décadas, el actuar del gobierno en política exterior fue uno donde la retórica y la realidad no empataban. La retórica era de amor fraternal y apoyo irrestricto; la realidad era de un acuerdo implícito de no agresión y de respeto mutuo. La retórica apaciguaba a sectores políticamente activos y relevantes dentro del país en tanto que la realidad permitía mantener a México a salvo del activismo guerrillero de los cubanos. Los dos gobiernos entendían la diferencia y sabían que la retórica mexicana, incluyendo sus votos en los foros multilaterales, eran parte del juego. El gobierno estadounidense también lo entendía: todos participaban y reconocían las razones y las circunstancias.

La estrategia implícita en la doctrina Estrada resumía la postura mexicana: no se juzga a otros para que no nos juzguen a nosotros; respetamos a los demás y exigimos respeto para nosotros. Años después del cardenismo, cuando los priístas comenzaron a verse en el espejo con cara vergonzante al aceptar como buena la ilegitimidad que la oposición y la sociedad le achacaban, la doctrina Estrada pareció perder sustento. Esto se acentuó cuando el gobierno de Fox optó por una política exterior que aspiraba a la congruencia y no diferenciaba la sustancia de la retórica.

Los cambios en el mundo a partir de la caída del muro de Berlín y, en nuestro caso, del muro del PRI, nos desorientaron: súbitamente, nuestros gobiernos se convirtieron en críticos de las prácticas de otros. Relaciones cruciales para nuestra estabilidad, como la cubana, comenzaron a experimentar dislocaciones. Los viejos entendidos dejaron de tener vigencia, dando pie no sólo a malentendidos, algunos por demás cómicos pero, sobre todo, a la pérdida de apoyos internos que nada costaban pero que tenían una enorme valía política. Se cayó en un nuevo maniqueísmo al pensar que una relación más estrecha con el norte era excluyente de una presencia activa pero respetuosa y no militante en el sur. España, por citar un ejemplo obvio, jamás confunde sus intereses reales con su amplia presencia comercial, mediática y política

El gobierno actual se inició con una estrategia de restablecimiento de relaciones cordiales, aplacamiento de las rencillas que se habían generado en el sexenio anterior y reconocimiento de la necesidad de evitar conflictos innecesarios. Pronto, sin embargo, acabamos en el otro extremo. Se abandonaron los intereses clave en la relación con EUA, se perdió de vista la creciente importancia y activismo de los mexicanos residentes en ese país y se adoptaron posturas excluyentes (sur vs. norte) como si la realidad así lo exigiera.

Una cosa es la retórica y otra la realidad y jamás hay que confundir las dos. Augusto Comté, el sociólogo francés, decía que en el corazón de toda crisis histórica se encuentra una profunda confusión intelectual. Nadie puede objetar o negar la imperiosa necesidad de restablecer relaciones funcionales con regímenes como el venezolano o el cubano, los dos muy relevantes en distintos sentidos. Pero en ambos casos es evidente que no es posible una coincidencia más que en términos de la necesaria convivencia que, valga el recuerdo, era el sentido de la doctrina Estrada. La pretensión de coincidencia nos ha llevado a diversos momentos desagradables y en algunos casos hasta patéticos.

Quizá no haya mejor ejemplo de esto último que el caso hondureño. El gobierno mexicano tenía que reprobar el golpe de estado propinado en contra de Manuel Zelaya y, además, eso le servía para mantener su legitimidad en el sur. Sin embargo, no por lo anterior podía darse el lujo de ignorar las circunstancias particulares del caso (en Honduras hubo un acto del Congreso y una sentencia de la Suprema Corte que instruyeron al ejército a actuar); por donde uno le busque, no fue una junta de militarotes removiendo a una blanca paloma en la presidencia. Era lógico y razonable mantener la postura formal, pero la realidad hace inexplicable el activismo y militancia de su apoyo a Zelaya. Haber recibido al depuesto presidente como jefe de Estado a sabiendas de que sus principales apoyos provienen de los gobiernos más retardatarios y agresivos de la región constituía, en el mejor de los casos, un acto de ingenuidad y, en el peor, una estupidez.

Ningún gobierno puede darse el lujo de confundir sus intereses con su retórica: no son lo mismo, pero la segunda debería ser siempre un instrumento útil para el logro de los primeros. En todo caso, lo que cuenta son nuestros intereses: desarrollo y estabilidad. En la región en la que vivimos, el primero se puede procurar en el norte; para el segundo es indispensable el respeto y la paz con el sur.

 

Raíces y alas

Luis Rubio

La crisis económica que comenzó afuera se ha complicado por el realineamiento que resultó de la reciente elección, creando la oportunidad excepcional de que todo mundo se esconda en un pasado idílico que nunca existió. México se está rezagando en todos los ámbitos al punto en que hasta muchas naciones africanas nos están rebasando. Frente a eso, la propuesta de solución que viene del gobierno y de la oposición se reduce a afianzar nuestras raíces, volver a lo elemental y olvidarnos de la necesidad de enfrentar la realidad. Ese no es un camino promisorio.

Escribiendo en otro contexto, Carlos Castillo Peraza, ese gran pensador y estratega que murió demasiado temprano, decía que lo que hay que darle a los hijos es raíces y alas. Esa también sería una buena prescripción para que el país enfrente con éxito el desafío que nos ha impuesto el momento actual.

Nuestras raíces son profundas e incluyen una historia, tradición y cultura que nos diferencian del resto del mundo. Sin embargo, en contraste con otras naciones, nuestros líderes han tendido a mirarlas como un refugio y no como una plataforma de despegue, limitando nuestras opciones hacia el futuro. Vivimos con miedo de quebrantar el privilegio:  las raíces acaban siendo bonsái que impiden transformaciones audaces.

La crisis por la que atravesamos no parece haber sido suficientemente profunda como para sacudir conciencias y provocar la necesaria revisión de las estrategias y perspectivas de desarrollo de los últimos años. En lugar de esfuerzos, renuncias y ánimo de triunfo, lo que tenemos es liderazgos marchitos y falta de visión. Por parte del gobierno lo que se plantea es más de lo mismo no porque haya funcionado sino porque constituye un muro de contención frente a los riesgos de intentar algo adicional. Por parte de la oposición se comienzan a escuchar, de nuevo, los tambores de guerra que anticipan propuestas militantes de gasto, déficits, protección y subsidios. Los primeros no han aprendido que es necesario construir nuevas formas de avanzar la agenda del desarrollo del país porque lo que se ha hecho, si bien es necesario, ha sido claramente insuficiente. Los segundos no tienen más imaginación que la de traer de vuelta las agendas que condujeron a las crisis de los setenta a los noventa. El país necesita un cambio, pero no el que estos proponen.

Parte de nuestro problema, y de nuestras carencias, reside en la recesión misma: nadie parece reconocer es que ésta ha exhibido fisuras estructurales y rezagos monumentales que nada tienen que ver con la crisis misma. No cabe duda que la parte moderna de la economía, esa que se contrajo súbitamente debido a la caída de la demanda por nuestras exportaciones, se reactivará en algún momento. El problema verdadero es que el resto del país, el resto de la economía, ha quedado fuera de todo esquema de viabilidad. Es tal nuestro rechazo a los referentes relevantes del resto del mundo que hemos acabado perdiendo la brújula. Por ejemplo, según la ONU, en México sólo el 21% de la población tiene acceso a una computadora en comparación con el 64% en Marruecos o el 43% en Chile. En el caso de acceso a Internet, la cifra para México es 20% mientras que para Marruecos y Chile son 46% y 37% respectivamente (UN, The Global Information Society, NY 2008). No es que estos números digan toda la historia, pero si ilustran la perdición en que hemos caído. En lugar de avanzar, estamos caminando hacia atrás.

El primer gran problema reside en que en todos estos cálculos no existe el ciudadano, que debería ser la razón de ser del desarrollo. Nuestros gobernantes suponen que están haciendo todo lo necesario para que el ciudadano prospere, pero lo último que quieren es que éste participe o decida. Desde su perspectiva, ellos son iluminados y saben lo que se requiere sin jamás reparar en la posibilidad de que eso pueda no conducir al objetivo deseado o que no sea lo que el ciudadano desea o necesita. El hecho de la migración hacia EUA es más que sugerente de que la población, mucha de ella la más pobre, tiene absoluta claridad de dónde está lo que quiere: en la modernidad que representa la economía vecina.

Desde la perspectiva del ciudadano la cosa se ve muy diferente. Décadas o siglos de sumisión e imposibilidad de acceso le han enseñado a apechugar y aceptar lo inevitable, protegiéndose tanto como puede para evitar ser arrollado en el camino. En la época colonial acataba pero no cumplía y en la era moderna simplemente se va por la libre a la economía informal. Se trata de dos manifestaciones de un mismo fenómeno. Pero ahora eso ya no es suficiente para ninguna de las partes: no lo es para los gobernantes o quienes aspiran a gobernar porque, mal que bien, ahora enfrentan a un electorado más activo y dispuesto a imponer su voluntad; y no lo es para el país en su conjunto que no se puede abstraer, por más que se pretenda, de las corrientes que caracterizan al mundo y, sobre todo, a la cada vez más importante y dominante economía del conocimiento que está modificando todos los referentes del desarrollo, creación de riqueza y generación de empleos. Hay límites que la voluntad política no puede modificar.

Al ciudadano no le importan los dilemas que enfrenta el gobernante o si existen riesgos de emprender tal o cual camino. Al ciudadano sólo le importa el bienestar de su familia definido éste en términos de ingreso, seguridad, empleo y tranquilidad. Como ilustra la migración, el ciudadano sabe, o por lo menos intuye, que el país no está construyendo los cimientos de un país moderno y que no existe el liderazgo necesario para romper con los obstáculos al desarrollo. La ciudadanía está hambrienta de oportunidades y así como mucha de ella vio en López Obrador una posibilidad, ahora ve hacia el pasado que representa mucho del PRI. La mayoría sabe que ahí no está la salida, pero sus opciones se reducen a un voto.

El mundo avanza hacia una nueva etapa económica donde lo que importa es el valor que agrega la creatividad y el raciocinio, y la crisis actual está acelerando esos procesos de una manera incontenible. Países con menos raíces han logrado avances inusitados porque han desarrollado una visión de grandeza. Los de más raíces nos han arrollado. Nosotros no estamos aprovechando el momento para redefinir los vectores de nuestro desarrollo ni para terminar con los impedimentos, tanto mentales como reales, que lo obstaculizan. Si una crisis de estas dimensiones no lo hace, nada lo hará. Lo que al país le urge son alas. Lo que nos recetan nuestros líderes son raíces. Eso no nos va a sacar del hoyo en que hemos caído y que nos empeñamos en profundizar.

www.cidac.org

Urge crear

Luis Rubio

El funcionamiento exitoso de una economía, afirmó hace tiempo uno de los grandes economistas, Joseph A. Schumpeter, depende de un proceso constante de cambio asociado con una innovación radical. Ese proceso de destrucción creativa es, según Schumpeter, lo que hace posible el crecimiento económico. La reflexión de este agudo observador permite entender al menos una de las razones por las cuales algunas naciones han logrado destacar en tanto que otras se rezagan. Nuestro país es un buen ejemplo de lo que implica estar del lado equivocado del embudo: aquí ha habido mucha más destrucción que creación y quizá eso explique nuestra realidad no sólo económica, sino también política y social.

Para Schumpeter, el crecimiento sólo es concebible si antes hubo destrucción porque sólo cuando el estado de las cosas cambia, alguien estará dispuesto a construir algo nuevo. Esa destrucción constante y sistemática hace posible que florezca la innovación y ésta es la madre de nuevos productos, otras formas de hacer las cosas y, por lo tanto, de nuevas inversiones que, a su vez, se traducen en crecimiento, empleo y riqueza. Bajo esta perspectiva, la economía es un contexto dinámico en el que todo cambia de manera constante y sistemática. Surge una empresa que revoluciona un concepto, desarrolla una tecnología, introduce un nuevo producto o mejora la forma de hacer las cosas e impacta a todo el mercado.

En algunos casos, una innovación puede suponer la muerte de decenas de empresas o el surgimiento de miles de otras. Estos procesos se observan de manera cotidiana en el mundo cibernético, pero también es el caso de empresas mundanas. Walmart es un caso paradigmático: nuevas formas de servir a sus clientes y mejores productos a menores precios acaban desplazando a distribuidores menos eficientes y competentes. Las cámaras digitales han desplazado a la fotografía tradicional y el correo electrónico ha cambiado no sólo las comunicaciones, sino las relaciones entre las personas. La innovación fuerza la destrucción dinámica de lo existente y se traduce en crecimiento económico permanente. La pregunta es por qué esto no ocurre en México.

A lo largo de las últimas dos décadas, el país ha experimentado una extraordinaria transformación. De un país enquistado, ensimismado y propenso a crisis, hemos logrado cambios fundamentales, como se aprecia en las exportaciones, los bienes de consumo disponibles y el crecimiento de muchas empresas exitosas dentro y fuera de México. Sin embargo, por significativos que sean esos éxitos, no toda la población es parte del proceso y muy pocos mexicanos se han convertido en empresarios innovadores en el sentido que argumenta Schumpeter. Persisten innumerables mecanismos de protección, sobre todo a través de regulaciones, que permiten que sobrevivan empresas que no aportan valor, pero sobre todo que hacen fácil mantener la vista hacia atrás. Esto hace que nadie, en cualquier ámbito, esté dispuesto a apostar por algo mejor, situación que acaba paralizando al país e impidiendo que entren en operación esos millones de potenciales empresarios shumpeterianos, muchos de los cuales acaban emigrando y siendo exitosos en otras latitudes.

Hace unos dieciocho años vino una delegación de empresarios chilenos a visitar el país. Era el momento de gran euforia. México parecía haber encontrado su camino, la inversión fluía y, aunque no a todo mundo le gustaba la dirección adoptada, nadie parecía dudar que, luego de años a la deriva, el país había adoptado una senda. Además, con iniciativas como la del TLC, lideraba a la región y era modelo en el mundo. Los sudamericanos venían a otear el momento, explorar oportunidades y construir puentes con la nueva economía mexicana. Pero al presentar a su grupo, el líder del contingente dijo algo que sigue reverberando en mis oídos: Les presento, dijo, al nuevo empresariado de mi país, porque el viejo ya no existe.

La transformación que experimentó Chile no fue menos grande que la mexicana; la diferencia fundamental fue que allá toda la inversión, tanto política como económica, estaba orientada hacia el futuro. Aunque parecía una mera presentación, las palabras del empresario chileno entrañaban una transformación schumpeteriana que en México difícilmente hemos observado. A diferencia de allá, en México no hemos cortado el cordón umbilical con el pasado. México y los mexicanos preservamos y protegemos lo existente sin reparar en los costos o la imposibilidad de lograr así un futuro más equitativo y con mayores oportunidades. Aquí todos los incentivos conducen hacia la preservación de lo que no funciona; hay más incentivos para administrar que para crear. Vaya, hasta se administra la inercia.

Nuestro apego hacia el pasado tiene enormes y profundas consecuencias que se pueden observar en toda clase de resquicios. En el ámbito de la discusión política se sigue debatiendo si la transición democrática ya se concluyó o sigue en proceso; en la economía persiste la protección hacia ciertos sectores y actividades; en el presupuesto no se disputa la forma en que se gastan los dineros en temas clave como la educación o la energía. México tiene los ojos firmemente puestos en el pasado y poco o nada se hace para sentar los cimientos de un país rico y moderno. Los políticos viven en una banda sinfín, muchos líderes sindicales siguen siendo los mismos de antaño y muchos empresarios no cambian. El pasado es permanente.

El temor a aceptar costos temporales de cambiar ha tenido el efecto perverso de producir puros perjuicios, como el que la recesión en México sea mucho más pronunciada y con menos salidas que la estadounidense. Se apuesta por el control de lo pequeño a costa de enormes beneficios potenciales de un pastel creciente; se prefiere preservar el statu quo sindical que construir nuevas empresas. Se condena así al mexicano común y corriente a quedarse donde está y, por lo tanto, a no poder dar el gran salto que le permitiría aspirar a más.

Hay mil y un evidencias que demuestran la capacidad de los mexicanos para adaptarse, innovar y crear como cualquiera. Sin embargo, todo conspira en contra. En lugar de que surjan muchas nuevas empresas por cada una que cierra, en México aumenta el desempleo y la economía informal. Mientras las oportunidades se multiplican en la era del conocimiento, aquí nos apegamos a lo que se está muriendo.

Nada de esto va a cambiar mientras no enfoquemos todas las baterías hacia el futuro y eso requiere una disposición política que, al menos hasta hoy, no ha estado presente. Los chilenos lo hicieron a la fuerza; ¿podremos nosotros hacerlo de manera civilizada?

 

Así es cómo

Luis Rubio

Décadas de observar y analizar promesas de desarrollo económico me han hecho un escéptico. La evidencia de qué funciona y qué no es bastante obvia, pero por algún motivo nunca se conjuntan las circunstancias que lo hacen posible. Por qué, me pregunto, algunos países avanzan y otros no. Si uno revisa la literatura, los temas de hoy no son distintos a los de hace décadas o, incluso, siglos. Las palabras cambian, pero los temas persisten. El debate sobre más gobierno o más mercado no es nuevo ni particularmente creativo. Pero algo sin duda nos ha faltado para encontrar nuestro camino.

Hace algunas semanas estuve en una conferencia sobre los BRIC, sigla que inventó un banco de inversión para identificar a cuatro países (Brasil, Rusia, India y China) que tienen poco en común pero prometen lograr elevadas tasas de crecimiento económico. Quitando a Rusia, cuyo acelerado envejecimiento demográfico, por no hablar de su dependencia respecto a los precios del petróleo, seguramente le harán imposible mantenerse en ese grupo, los otros tres han evidenciado una gran flexibilidad y capacidad de adaptación. Pero cada uno ha seguido un camino distinto y lo único que los asemeja es su expectativa y propósito de convertirse en potencias en el futuro. Este punto tiene un impacto psicológico tan enorme que no puede ser ignorado.

Al escuchar las presentaciones iba yo pensando en lo circular de la historia y en las formas en que nuestra experiencia se asemeja o diferencia de aquellos. En las últimas décadas se adoptaron una serie de programas y proyectos, todos ellos concebidos como la forma última de alcanzar el desarrollo y, aunque ha habido mejorías aquí y allá, es evidente que el país no ha logrado la transformación que se prometía. Un comentarista argentino decía que ellos crearon grandes proyectos e incluso se adoptaron etiquetas rimbombantes para asegurar que ahora sí se harían las cosas bien, sólo para comprobar años después que el desarrollo seguía siendo una promesa y no una realidad. El argentino se refería al programa de convertibilidad del peso argentino, mecanismo consistente en fijar la moneda local contra el dólar para garantizarle a la población que el gobierno ya no volvería a generar inflación, sólo para luego encontrar con que los engañó, llevando al país a una catástrofe. Los costos de la laxitud fiscal son conocidos por todos, pero eso no ha impedido que, desde 2006, se siga prometiendo el Nirvana económico si sólo se rompen las amarras fiscales.

No hay patrones comunes en los BRIC. El gobierno chino ha utilizado toda la fuerza de su poderoso aparato para forzar una transformación desde arriba, en tanto que el hindú ha ido haciendo pequeños cambios, en la medida en que ha podido, que han liberado las fuerzas creativas y productivas de su sociedad. Se trata de dos experimentos tan dramáticamente contrastantes en forma y enfoque que es imposible encontrar mayores denominadores comunes. Los chinos viven bajo la férula de un gobierno duro que tiene absoluta claridad de sus objetivos y no ceja en su esfuerzo por avanzarlos ni ha encontrado obstáculo suficientemente grande que lo pare. En cambio, el de India apenas logra navegar las difíciles aguas de la extraordinaria complejidad social y política de una nación tan diversa. A decir del expositor hindú, China es una nación que va asimilando las diferencias y creando un todo común, en tanto que India va acumulando experiencias y dejando que persistan las partes que integran al conjunto.

Brasil, más cercano a nuestra historia y experiencia, ha logrado extraordinarias tasas de crecimiento gracias tanto al boom en la demanda de materias primas que ha generado la economía China, como a la industria de bienes de capital que desarrolló en otra era y que ahora, bajo un nuevo enfoque, ha comenzado a arrojar dividendos. La exportación de materias primas le ha generado una enorme oportunidad, en tanto que la venta de aviones y otros bienes tecnológicamente sofisticados le han dado una enorme visibilidad. Sin embargo, lo que realmente ha transformado a Brasil es una actitud: los brasileños están decididos a convertirse en una nación desarrollada y poderosa y eso les ha permitido remontar toda clase de obstáculos, tanto físicos como mentales. Es eso lo que les ha llevado a convertir a su otrora monopolio petrolero en una de las empresas energéticas más sofisticadas del mundo y a privatizar sus empresas en formas que generan competencia interna y los obligan a ser cada día mejores. Su actitud no es discursiva como la nuestra: esa actitud ganadora les ha llevado a cambiar, aceptando costos pasajeros en aras de un futuro mejor.

En la conferencia se presentaron muchos indicadores y anécdotas de corrupción, burocracia, desigualdad y subsidios. Ninguno de esos elementos ha sido particularmente crucial en promover o impedir el crecimiento: hay ejemplos de todo pero ninguno los mantiene estancados. El hindú decía que su país crece a pesar del gobierno y, de hecho, que la economía crece de noche porque es cuando el gobierno está dormido. En contraste, en China es el gobierno el que allana el camino. El reto para India es construir la infraestructura de un país moderno, el de China resolver los problemas del poder sin perder su dinamismo. Ninguno la tiene fácil.

Por años parecía que los qués del desarrollo habían sido resueltos y que sólo faltaba encontrar los cómos. Nuestro estancamiento, que ya lleva décadas, muestra lo contrario: no hemos resuelto ni lo más elemental.

El desarrollo no es algo técnico, sino resultado del sentido común y de la disposición a cambiar. Lo que une a estas naciones ha sido su capacidad, cada una a su manera, para crear condiciones de mercado; hacer atractiva la inversión; promover el desarrollo de su capital humano (sobre todo educación y salud); seguridad pública; y cumplimiento de los contratos a un costo bajo.

Nosotros no hemos logrado los acuerdos más básicos ni existe el hambre de querer vivir de una manera distinta: la actitud de cambiar y transformarnos, de una vez por todas. Eso crea un entorno propicio tanto para la frustración como para el abuso y la corrupción. Todo porque no existe la disposición a adoptar una agenda de futuro que todos ofrecen pero nadie asume.

Llevamos décadas hablando del crecimiento pero no hemos desarrollado la actitud necesaria para lograrlo y eso nos deja inmersos en un proceso desgastante en el que todo se hace para privilegiar lo existente en lugar de construir un futuro mejor. Si algo enseñan los BRIC es que la única manera de lograr el desarrollo es querer lograrlo porque eso obliga a pensar en el futuro.

 

Cambios

Luis Rubio

La crisis económica mundial que nos ha tocado vivir promete trastocar todos los parámetros y patrones de referencia que hemos conocido. Aunque realmente nadie sabe cuál será la naturaleza de los nuevos paradigmas que emerjan, sí es posible anticipar que habrá cambios importantes en sectores como el financiero, energético y automotriz. Estos ámbitos llegaron a la obsolescencia y tendrán que ser renovados de manera integral. Pero la pregunta importante es si nuestro paradigma político resistirá la presión del cambio que viene.

Nuestro sistema político ha evolucionado de una manera peculiar. Del presidencialismo que concentraba el poder y funcionaba en torno a una serie de negociaciones tras bambalinas, pasamos a un sistema que sigue concentrando el poder, pero en un número mayor de instancias. Antes, el presidente servía igual de promotor que de contrapeso frente a los excesos de terceros (como gobernadores y líderes empresariales y sindicales). Hoy el poder se dispersó hacia nuevos centros concentradores del poder, sobre todo los gobernadores, líderes partidistas y legislativos y los llamados poderes fácticos. La descentralización del poder ha permitido un mayor juego político y ha facilitado el fortalecimiento de la ciudadanía, al menos en el ámbito de la libertad de expresión. Al mismo tiempo, el poder sigue sumamente concentrado y ya no existen instancias de contrapeso que funcionen de manera efectiva ni responsabilidad asociada con quienes ejercen el poder y el gasto. El resultado es que el país ha dejado de ser gobernable. La transición política acabó en un sistema de gobierno disfuncional que privilegia el abuso y premia la impunidad.

El sistema político actual descentralizó el poder que antes ostentaba la presidencia, pero no lo federalizó: sigue siendo un sistema semi autoritario en sus formas de decidir y articular el poder. Esto es obvio en la ausencia de incentivos para que la ciudadanía se convierta en un eje articulador de la política, en la forma pre democrática en la que se ejerce el poder y en los vehículos que la población emplea para avanzar sus intereses: por ejemplo, manifestaciones y bloqueos de carreteras en lugar de acudir al poder judicial o presionar a su legislador respectivo. El punto es que, aunque ha habido cambios importantes en la estructura del poder, el sistema político sigue operando en buena medida bajo muchos de los parámetros del viejo régimen presidencialista. Los ciudadanos siguen ausentes.

Los cambios de paradigma en la economía que sin duda vendrán van a impactar al sistema político. La pregunta es cómo serán esos impactos y que resultados podrían dar.

Es de anticiparse, por ejemplo, que la economía que emerja de esta crisis mundial va a caracterizarse por esfuerzos y actividades desperdigados: empresas nuevas, muy dinámicas, relativamente chicas. Por supuesto, no desaparecerán las empresas grandes, pero el dinamismo surgirá de empresas, actividades y sectores que todavía no conocemos, en tanto que mucha de la planta productiva actual dejaría de tener viabilidad. De la misma forma, es probable que mucho de lo que emerja sea intensivo en tecnología, altamente eficiente en el empleo de energía y otros insumos. Pero eso sólo ocurrirá si el sistema político deja de privilegiar a algunos para darle certezas a todos: o sea, no es obvio que México pueda resultar ganador.

Si en realidad emerge un nuevo paradigma (o varios), el país, junto con el mundo, experimentará procesos de cambio que se reflejarán en la forma de nuevos centros de poder económico y nuevas actividades productivas, demanda de personal altamente calificado, sobre todo en áreas tecnológicas y de ingeniería. Estos cambios modificarán los patrones de funcionamiento de las universidades, forzarán a los gobiernos estatales y locales a responder ante demandantes cualitativamente distintos y minará bases tradicionales de poder tanto en el ámbito político como en el empresarial y sindical. En una palabra, se desatarán fuerzas extraordinariamente poderosas en todos los ámbitos y regiones del país.

Frente al cambio que viene, ¿cuál es el arsenal con que cuenta el sistema político para procesar las nuevas demandas y responder ante fuerzas productivas y políticas distintas, muchas hoy desconocidas, si no es que inexistentes? Una cosa que parece certera es que el sistema político mexicano sigue siendo, en buena medida, priísta. Aunque los panistas supongan que han transformado al país y los perredistas, sobre todo sus nuevos contingentes social demócratas, constituyan un cambio cualitativo respecto al viejo régimen, la realidad es que el sistema político sigue privilegiando la concentración del poder, el clientelismo y patrimonialismo. O sea, no podrá responder.

Visto desde esta perspectiva, lo que seguramente veremos en los próximos años es que comenzará a emerger una nueva plataforma de desarrollo económico que no responderá a los patrones tradicionales de comportamiento económico o político: va a ser descentralizada, no dependiente de industrias tradicionales (como el petróleo) y altamente concentrada en procesos tecnológicos complejos. Frente a esto, el sistema político actual no tiene mucho que ofrecer más que obstáculos, impedimentos e ineficiencias. Es decir, el paradigma político vigente es incompatible con el tipo de actividad productiva que seguramente se constituirá en la plataforma de crecimiento económico del futuro. En este contexto, el país corre el riesgo de quedarse atorado en un viejo paradigma sin futuro: una planta productiva obsoleta y un sistema político ingobernable.

El choque de culturas, historias y circunstancias va a cimbrar al sistema político actual. A esto se sumará el descontento de una población harta de la inseguridad, impunidad y violencia. Unos demandarán satisfactores que el sistema no puede ofrecer (como un sistema educativo capaz de soportar actividades productivas nuevas, innovadoras), en tanto que otros presionarán por satisfactores elementales como seguridad pública. Además, es posible que todo esto ocurra en presencia de un elevado desempleo y dislocación, producto de la propia crisis mundial.

El sistema político cambiará por iniciativa de los propios políticos si llegan a reconocer la urgencia de responder, o por la presión ciudadana y los cambios de paradigma que se vienen en todos los ámbitos de la vida. Dado que los políticos están pensando en reconcentrar el poder, el cambio vendrá por la presión ciudadana y por el embate de nuevas fuerzas productivas, hasta hoy en buena medida impredecibles. Cualquiera que sea la dinámica del cambio que viene, éste va a ser explosivo.

 

E-Lecciones

Luis Rubio

El reciente proceso electoral fue una prueba contundente en contra de la reciente reforma electoral: ilustró fehacientemente todos los vicios, abusos, errores y absurdos que la motivaron. Más vale que comiencen los remiendos, por no decir las reformas de fondo, porque con la ley como está, el conflicto del 2006 será juego de niños comparado con lo que viene en tres años.

Quizá nada ilustre mejor la dinámica de la reforma electoral de hace dos años que las fotografías de los candidatos que pulularon el país a lo largo de los últimos meses. Quienes conocían en persona a los candidatos no los reconocían: el uso indiscriminado del programa photoshop permitió que todos los candidatos se vieran muy carita. Pero ciertamente no eran ellos. El objetivo era construir una realidad inexistente, corregir artificialmente los males, en este caso físicos, de los individuos y, en una palabra, disfrazar el mundo en que vivimos.

Así fue la reforma electoral. Se pretendió que, cambiando la ley, se podía transformar la realidad. Adiós a los diferendos, bienvenida la amabilidad y el discurso terso. El problema es que quizá esa sea la realidad de Dinamarca pero, como hubiera dicho Shakespeare, algo está podrido en este lugar. Ni el conflicto ni los desacuerdos ni la realidad pueden desaparecer por decreto. Pero eso exactamente es lo que intentaron nuestros legisladores.

El experimento falló y nuestra terca realidad, comenzando por la de los propios políticos, volvió a imponerse.

Comencemos por el componente institucional. ¿Alguien puede imaginar al actual IFE sobreviviendo la contienda electoral de 2006? A duras penas, el IFE anterior logró sacarla adelante. Hoy en día tenemos un IFE que perdió su independencia, al que mangonean los partidos y que en el camino extravió su razón de ser: autoridad con entera credibilidad. La reforma lo convirtió en una agencia de belleza encargada, fallidamente, de la pulcritud electoral. Para colmo, las dos instituciones que conformaron el corazón de la nueva era democrática, el IFE y el Tribunal, difícilmente podrían tener una relación más tensa y conflictiva. Con esa debilitada institución no es posible pretender arribar al 2012 en paz.

La equidad en los medios, quizá el objetivo principal de la reforma del 2007, probó ser mítica e ilusoria, pero por culpa de la realidad, es decir, de los propios partidos. Nunca ha habido tanta simulación como en las campañas que llevaron a esta elección. Los ciudadanos vivimos atosigados no sólo por los spots sino por entrevistas disfrazadas que se cobran por minuto. El dinero fluyó como siempre y como nunca; renacieron viejos vicios, como el de las gacetillas. El acceso a los medios electrónicos fue estrictamente proporcional al tamaño del pago realizado. La distorsión es tan grande que los anunciantes tradicionales desaparecieron del mapa. Nada de esto debiera asustar a nadie: esa es nuestra realidad; el problema es pretender que no existe y legislar así.

Los órganos electorales locales probaron ser incapaces de lidiar con los problemas que se les presentaron. No tienen una estructura institucional adecuada al reto ni tienen capacidad de decisión. Muchos, quizá la mayoría, se subordinan al gobernador. No es casualidad que haya reinado la discrecionalidad y la parcialidad en las decisiones. Si de equidad hablamos, los órganos locales deberían desaparecer a favor de un IFE nacional independiente y debidamente fortalecido.

La descalificación, eso que según la ley no existe y no se debe hacer, fue la característica dominante del proceso. No hubo debate de ideas ni propuesta relevante alguna. Todo acabó en ataques, spots y anuncios sin mensaje. La disputa a través de Internet resultó feroz y se prestó a todo. El IFE pretendió censurar ese medio pero lo único que logró, además de deteriorar todavía más su propia credibilidad, fue atraer más gente hacia la red.

Al final, todo mundo acabó insatisfecho. A pesar de las chapuzas y tropelías, los partidos acabaron divididos internamente. Los medios, que recibieron ingentes pagos por fuera, se sienten agraviados. Interesante: los dos componentes más activos en la disputa sobre la reforma electoral lograron todo lo que querían (limitar a la ciudadanía y movilizar monumentales montos de dinero) pero acabaron insatisfechos. La ironía es deliciosa: a pesar de lo restrictivo de la ley, la ventaja es absoluta para quienes la violan.

Pero no hay duda que el gran perdedor fue el ciudadano. Fuera del debate relativo a la anulación del voto, que tiende a ser más elitista que ciudadano, la ciudadanía brilló por su inexistencia. Los procesos electorales siguen siendo monopolio de los partidos y nadie más tiene derecho a participar u opinar. Los ciudadanos, los supuestos dueños del poder, no existen en la democracia mexicana.

Parecería evidente que, además de reaccionaria y retardataria, la reforma del 2007 fue mezquina. No sólo echó para atrás muchos de los logros de la década anterior, sino que cerró las pocas puertas que le quedaban al ciudadano para informarse, formarse un juicio y, por encima de cualquier cosa, tener capacidad de exigirle rendición de cuentas a los legisladores. Todo eso en el contexto del contingente de jóvenes más grande de nuestra historia. A pesar de lo anterior, muchos ciudadanos, organizados o en lo individual, intentaron participar o crear condiciones para que eso sea posible. La realidad fue de impotencia absoluta.

La reforma electoral acabó siendo un fiel reflejo de nuestras contradicciones: queremos avanzar pero sin perder privilegios, queremos algo distinto pero siempre con la vista puesta en el retrovisor, queremos cambiar pero sin ceder o renunciar a los cotos de poder.

La pregunta es qué sigue. En el devenir del proceso electoral que acaba de concluir, se dio una agria disputa sobre la mejor forma de forzar un cambio en la política mexicana. Si bien la diferencia era tajante (votar o anular el voto), una lectura desapasionada de los argumentos de ambas partes permite observar que prácticamente no hay diferencia alguna en el objetivo buscado. Pasada la elección, es crucial avanzar esa agenda ciudadana. La pregunta es cómo.

De todos los planteamientos que escuché o leí, el que más atractivo me pareció fue el de obligar a los legisladores a responder: definir un conjunto de ideas concretas (como podrían ser reelección, eliminación de los plurinominales y candidaturas independientes), convertirlas en movimiento, conseguir firmas y apersonarse en las oficinas de los diputados de cada distrito en el congreso federal. Es decir, hacer valer un derecho bajo el principio de que si la montaña no va a Mahoma

 

La cosecha

Luis Rubio

En las elecciones, como en los cultivos, se cosecha lo que se siembra. En ocasiones, quienes están bien posicionados cosechan los errores de otros. Esta metáfora resume el resultado de los comicios de la semana pasada. El PAN pagó por lo que hizo y, sobre todo, por lo que no hizo, en tanto que el PRI se benefició de su historia y de los descalabros de sus dos contrincantes. La ciudadanía resultó más inteligente que los políticos.

Alguna vez escuché la apreciación de que Luis XIV disfrutó el palacio de Versalles en tanto que Luis XVI pagó su costo. Algo similar se puede decir de Fox y Calderón. Luego de años de invertir en una estrategia de consolidación a partir de municipios grandes, el PAN conquistó la presidencia en 2000 y ahí perdió el camino. Se olvidó de la razón por la cual había sido elegido, perdió de vista su origen y las grandes batallas que animaron su historia y se durmió en sus laureles. Fox no entendió el momento político, fue incapaz de visualizar la urgencia de transformar al sistema políticó y su gestión, o falta de ella, hizo posible que se consolidara la impunidad de los gobernadores y que cobrara vida propia ese mundo de los poderes fácticos que todo lo paralizan.

Nueve años después, el electorado le cobra al PAN su incapacidad de cumplir con la promesa de construir una democracia participativa, combatir la corrupción y darle al ciudadano, el origen de ese partido, el papel protagónico que reclama. Fox perdió la oportunidad histórica de cambiar el rumbo del país para bien y Felipe Calderón, al optar por no corregir, está pagando las consecuencias. El electorado reprobó al gobierno y al partido que lo ha decepcionado. No hay de otra.

Los votos y las abstenciones evidencian una sentida demanda de liderazgo y un gran vacío social: la población requiere respuestas que nadie parece capaz de darle. Quizá sea eso lo que llevó a optar por la experiencia frente a todo lo demás.

La debacle del PAN no es producto de la casualidad, sino de un entorno partidista no propicio para triunfar: a) sus procesos de nominación de candidatos son poco afortunados porque la base panista es mucho más conservadora que el electorado y promovió candidatos poco atractivos para los votantes; b) el partido llegó dividido al día de los comicios, división que refleja heridas, rencores, pugnas y un presidente de la república dedicado a exacerbarlas; c) la arrogancia del gobierno y de algunos de sus candidatos no tuvo límite: ejemplos sobran, pero tres obvios son una secretaría de Economía que no responde a la crisis más grande de la historia, una política social ausente y un conjunto de candidatos que, seguros de ir por todo (es decir, el 2012), acabaron sin nada. Así ocurrió en Jalisco, Querétaro y San Luis; d) un gobierno sin más proyecto que el de seguridad, cuyas consecuencias (secuestros y extorsión) padece la población y para lo cual no ha tenido capacidad de construir una policía moderna; y e) en franco contraste con su exitosa estrategia hace tres años, en esta ocasión el partido rijoso, peleonero y violento fue el gobernante: la moderación le benefició en 2006, ahora la conflictividad le costó. Como tantos otros de sus predecesores, el presidente confundió la popularidad que le garantiza su presencia permanente en los medios con los sentimientos, preocupaciones y padecimientos de la ciudadanía. El PAN y el presidente perdieron de vista lo relevante.

Por su parte, el triunfo del PRI fue resultado de su disciplina y organización territorial, ambos producto de la historia, y también de un gasto inaudito de los gobernadores en contubernio con las televisoras. Aunque les tomó años, los priístas, gente de poder, acabaron uniéndose en aras de recobrarlo. El PAN se las puso fácil porque en el gobierno no cambió nada de la esencia del viejo sistema, del cual los priístas son maestros. Además, el PRI se benefició de estar en el lugar correcto en el momento indicado: se colocaron como una alternativa creíble sin jamás haber tenido que reformarse. El colapso del voto perredista, sobre todo en los municipios conurbados del DF, contribuyó al su triunfo sobre el PAN en contiendas que antes habían sido muy cerradas.

Lo que viene no va a ser sencillo para nadie. El mejor escenario para el PRI hubiera sido un PAN menos colapsado que pudiera asumir los costos de cualquier reforma que se llegara a dar. Como quedaron los números, los priístas no tendrán alternativa que la de confrontar la responsabilidad del cogobierno, algo que no va a ser fácil para ninguna de las partes. Además, la fracción priísta viene preñada de problemas, sobre todo por los contingentes dinosáuricos de Oaxaca, Puebla, Veracruz y Edomex, que representan prácticamente la mitad de la bancada y que responden a las demandas presupuestales de sus respectivos gobernadores. Disciplinar a esa bancada y a los suspirantes- va a ser una pesadilla y exigirá gran destreza si quieren hacer mella en los factores de poder y presupuesto que le importan al PRI. Un mal manejo, o demasiadas disputas, pueden acabar siendo un impedimento para ganar el 2012. Pero el PRI irá en caballo de hacienda y en control de la misma. No es cosa menor.

La elección no deja satisfecho a nadie. Dada la permanencia del Senado, el único efecto garantizado de la elección será que el gobierno será rehén del PRI en materia presupuestal, domino exclusivo del Congreso. Ahí el presidente sufrirá el embate de los gobernadores, sobre todo los más duros, cuyo poder, impunidad y opacidad son producto de la ausencia de contrapesos y de su interminable voracidad. El presidente pasará a ser un peticionario más en la larga lista de demandantes de presupuesto.

La novedad en esta elección no fue el fracaso del PAN o el triunfo del PRI pues, como en 2003, ambas cosas responden a factores estructurales. La novedad fue la convocatoria al voto nulo, cuyo efecto, descontando el 2.5% de promedio histórico de votos anulados por errores diversos, no fue más que simbólico, aunque si redujo la competencia, favoreciendo al PRI. Con todo, el simbolismo es importante y no deja de ser paradójico que el reclamo de los anulistas coincida tanto con la agenda histórica del PAN que, ya en el gobierno, olvidó.

El riesgo ahora es que el PRI decida que ya ganó y no vea necesidad de cambiar nada excepto para afianzar su control; que el PAN y el gobierno culpen a la maquinaria del PRI, se auto justifiquen e ignoren sus errores; y que el PRD no tenga capacidad de resolver sus fracturas y abandone la construcción de una social democracia moderna. Es decir, el riesgo es que todos se suban en su macho y pretendan la ciudadanía les debe la vida.

 

Hoy y mañana

Luis Rubio

El día de los comicios es siempre el día de los ciudadanos. En nuestro sistema, es el único momento en que la ciudadanía puede hacer una diferencia en la vida pública nacional. El voto es el instrumento central de la democracia y el único que tenemos a nuestra disposición los mexicanos. Por eso debe entenderse en toda su dimensión y ejercerse con mucho cuidado.

La contienda electoral de estos meses concluye hoy con la decisión del votante y abre la puerta a la siguiente etapa del proceso político. Tradicionalmente, las elecciones intermedias tienden a atraer una reducida participación y a ser procesos deslucidos. Pero no siempre ha sido así. En 1991, por ejemplo, Carlos Salinas, cuya elección presidencial (1988) había sido muy cuestionada, convirtió los comicios intermedios en su relanzamiento. En 1997, el PRI perdió la mayoría absoluta, inaugurando una nueva era de potencial democrático. No todas las elecciones intermedias han sido aburridas o irrelevantes.

Esta elección es notoria por dos circunstancias: la crisis económica que vive el mundo y que nos impacta gravemente y el hartazgo de la ciudadanía con la parálisis que emana del sistema político. La crisis afecta directamente a las personas en sus ingresos, empleo y oportunidades de progreso. La parálisis del gobierno y del legislativo, así como sus pugnas interminables, la impunidad de que ambos gozan y el abuso que caracteriza a los gobernadores, impiden que el país encuentre salidas a sus problemas, mantiene anquilosada a la economía y genera una desazón permanente que no conduce a nada bueno.

Por si esto fuera poco, la contienda misma fue excepcional por su irrelevancia. Además de agria en sus disputas, fue pequeña en la calidad del discurso, carente de propuestas y, eso sí, rica en censura por parte del IFE. La democracia mexicana se redujo a un concurso de spots sin contenido pero con mucho maquillaje. Todo esto fue resultado de las nuevas reglas que normaron este proceso y que surgieron de la reforma electoral de 2007 y cuya motivación fue el rencor y el infinito afán de control que caracteriza a nuestra clase política. Quizá lo más sintomático del momento es que todavía no concluía la contienda cuando los legisladores ya buscaban algo más que reformar: la contienda misma ha obligado a los políticos a responder, algo que no hubiera ocurrido de no existir el derecho a votar y a que los votos cuenten.

El día de hoy el ciudadano tiene dos decisiones que tomar. La primera es si acudir a la casilla correspondiente y la segunda por quién votar. Tradicionalmente, la opción era decidir por un candidato o partido en cada una de las elecciones del día: diputados, partidos, jefes delegacionales en el DF y gobernadores y diputados locales en las entidades respectivas. En esta ocasión, un grupo de activistas políticos y opinadores ha propuesto que el ciudadano que acuda a las urnas no vote por las opciones existentes sino que anule su voto como protesta.

Una de las virtudes de nuestra realidad política actual es que nadie sabe cuál será el resultado de los comicios. Nadie tiene certeza de que quién ganará o cuánta gente acudirá a las urnas. Esto se dice fácil, pero no es algo que existiera hace sólo tres lustros. Antes los mexicanos no gozábamos del sufragio efectivo por más que así lo dijera toda la papelería gubernamental. Los jóvenes que hoy votan por primera vez no vivieron esa historia de luchas por lograr ese derecho tan elemental: el de poder votar. En este sentido, por mal que estén muchas cosas, el derecho a votar, que no existía antes, es un componente medular de la vida política. Con todos los avatares de nuestra limitada democracia, los votos cuentan y se cuentan y es por eso que este instrumento democrático no debe ser minimizado. Esto es particularmente relevante en muchos estados en los que todavía prevalecen prácticas autoritarias y corruptas promovidas por gobernadores o por el crimen organizado. Ceder el derecho a votar es conceder el derecho del poderoso a abusar con impunidad.

Al final del día de hoy sabremos cómo quedó la correlación de fuerzas en el congreso y tendremos un panorama de lo que sigue para el país. Así comenzará el día de mañana. Con esta sana incertidumbre democrática, la política mexicana tendrá que ajustarse y, en su caso, responder ante la realidad que hoy arrojen los votos. Aunque las encuestas sirven para medir y anticipar las preferencias de los votantes, siempre hay un margen de error o, simplemente, de reconsideración por parte de los electores. Muchos pueden cambiar de parecer en los últimos días o incluso minutos. Igual es posible que un partido gane una mayoría absoluta o que otro desaparezca. Todo depende de la lo que decida cada elector. Esa es la magia de la democracia: cada voto cuenta y puede hacer la diferencia.

Aunque quizá poco sustantiva, la competencia electoral ha sido intensa. Hoy sabemos que hay un grupo de cincuenta o sesenta de los trescientos distritos y al menos cuatro de las seis gubernaturas en pugna en los que el resultado puede ir en cualquier dirección. Cada voto cuenta.

Los temas relevantes para la elección del día de hoy son: a) qué tanto asciende el PRI en número de curules; b) qué tanto disminuye la presencia del PRD; c) cuántos diputados pierde el PAN; d) cuál es el impacto del PT y Convergencia bajo la tutela de López Obrador sobre el electorado perredista; e) la posibilidad de que algún partido chico no alcance el umbral del 2% para conservar su registro; y f) cuál fue el nivel de abstención y de votos anulados.

Como argumenta Roger Bartra en su nuevo libro, La Fractura Mexicana, un análisis serio y por demás sensato de las causas, implicaciones y complejidad inherente a estos factores, el problema de fondo no es de un partido sino de las oportunidades perdidas y de la estructura de la política nacional. Bien vale la pena su lectura.

Mañana en la mañana la bola pasa de los ciudadanos al mundo político. Los políticos tendrán que lidiar con las decisiones de los votantes en lo individual que, ya agregadas, marcarán la pauta futura. Si el voto de protesta acaba siendo muy bajo, los organizadores del movimiento en pro de la anulación quedarán desacreditados; en caso contrario, la pregunta será si los políticos reaccionan planteando un esquema visionario de transformación y apertura para beneficio de la ciudadanía o reforzando la tendencia hacia la cerrazón y el control exacerbado de las instancias otrora ciudadanas. Hoy es imposible determinar cuál de los dos caminos será, pero la diferencia es toda. Por eso es tan importante que el elector decida con cuidado cómo votar y que vote.

www.cidac.org