Luis Rubio
En ocasiones no es fácil decidir si hay que estar orgulloso o tener vergüenza. El país se ha convertido en un ente disfuncional sin capacidad de plantear un camino viable al desarrollo, responder a los retos del momento o llevar a buen puerto los planes que con tanto ahínco se preparan pero que con tanta celeridad naufragan.
La entrevista del astronauta José Hernández Moreno con el presidente Calderón es una de esas ocasiones que invitan a reflexionar sobre nuestra realidad y la naturaleza de nuestros retos. En José Hernández tenemos un ejemplo de lo que miles de mexicanos quisieran ser y de un éxito al que todos legítimamente deberíamos poder aspirar. El orgullo de ver a un mexicano llegando al zenith de su carrera participando en uno de los hitos tecnológicos del mundo es indescriptible. Pero ese orgullo se contrapone a la vergüenza que da tener que reconocer que esa historia no es asequible para la gran mayoría de los mexicanos y que sólo fue posible porque sus padres se fueron de México en busca de un mejor horizonte para su familia.
Quizá se pudiera resumir el problema de México en la historia del nuevo astronauta de origen mexicano: su éxito no es repetible por el resto de los mexicanos. Esta realidad debería llevarnos a reconocer que hay algo, o muchas cosas, que impiden que el país progrese. Es patético que un mexicano pobre tenga que migrar para llegar a ser alcalde de una gran ciudad como Villarraigosa en Los Ángeles; que José Hernández sea astronauta sólo porque vivió en EUA; o que Mario Molina haya podido lograr el Nobel porque investigó fuera. El contexto al que llegan los emigrados les abre oportunidades que casi ningún otro mexicano tiene a su alcance.
Muchas son las preguntas pertinentes que arroja esta evidencia tan contundente: ¿Por qué el país es tan disfuncional? ¿Por qué hay tanta corrupción? ¿Por qué nada funciona? ¿Por qué la mayoría de la población es tan reacia a cualquier cambio, incluyendo los que le benefician de inmediato? ¿Por qué no se toman decisiones o las que sí se toman son tan malas y perniciosas? ¿Por qué nada se mueve? ¿Cómo es posible que ni una crisis como la actual obligue a actuar? En una pregunta, ¿por qué tanta tolerancia al inmovilismo, a la ausencia de propuestas y a la irresponsabilidad de los políticos?
Programas y leyes van y vienen, pero ninguno logra su cometido. Hace casi treinta años, cuando en uno de esos arrebatos de corte soviético se incorporó en la constitución la noción de la planeación (eso si, democrática), los gobiernos se han dedicado a publicar planes de desarrollo cada sexenio con sus actualizaciones y adiciones, pero eso es todo lo que han hecho: publicar y hablar, no lograr lo que proponen. Nadie puede dudar que el país ha experimentado un proceso de profundo cambio en las últimas décadas, pero los resultados son magros. La pregunta es por qué.
Una posible respuesta, exacta pero insuficiente, se remontaría a la transición política que comenzó en los ochenta y noventa y que tuvo un momento estelar con la derrota del PRI en 2000. Antes de la alternancia de partidos en la presidencia, el sistema político funcionaba en torno al ejecutivo y éste era muy poderoso por su asociación con el PRI. En los últimos años cambió la realidad del poder (al divorciarse el PRI de la presidencia) pero no las instituciones que deberían ser responsables de administrar el poder. Esto explicaría la disfuncionalidad del congreso y la ausencia de mecanismos para generar decisiones entre el ejecutivo y el legislativo. A partir de esto, muchos concluyen que el problema es la ausencia de una presidencia fuerte o de actores demócratas.
Sin embargo, el país no nació en 2000. La realidad es que, en lo económico, México sufre un estancamiento crónico desde mediados de los sesenta en que comenzó a hacer agua el desarrollo estabilizador. Los intentos de responder a esa situación -igual los excesos fiscales de Echeverría y López Portillo que la apertura y re-encauzamiento económico que iniciaron de la Madrid y Salinas- han probado ser inadecuados o insuficientes para lograr el objetivo del crecimiento elevado y sostenido.
Culpar a la transición política de la parálisis sería errado porque la evidencia muestra que los anteriores presidentes todopoderosos no llevaron a cabo las transformaciones que al país le urgen para lograr ese objetivo económico por el que todos juraron. Es decir, tanto cuando se podían tomar e imponer las decisiones que cuando no se toman, los resultados han sido de malos a pésimos.
Si a esto le agregamos la dimensión social -ese velo invisible que los migrantes mexicanos han logrado demostrar y exhibir con sus extraordinarios éxitos, pero también con sus dramas familiares- el país se ha convertido en un nido de privilegios donde sólo una porción muy pequeña de la población puede lograr sus aspiraciones, en tanto que el resto no tiene acceso a imaginar posibilidades y oportunidades distintas a las que su origen social le han impuesto. La evidencia brutal que representa el éxito de los mexicanos más pobres en México destacando en EUA debería enorgullecernos pero, en realidad, constituye una acusación igualmente brutal contra el país en su conjunto.
El hecho tangible es que el país no funciona. Todo parece organizado y construido para hacerle difícil la vida a la población, cancelar oportunidades y cerrar espacios de desarrollo. Por otro lado, si uno observa la forma en que se asigna el presupuesto y se legisla en el congreso, no queda duda posible de dónde yacen las prioridades de quienes deciden: los recursos se asignan a los sindicatos más poderosos (por ejemplo, gastamos muchísimo en educación, pero la mayoría no va a mejorar su calidad, sino a las bolsas del sindicato) y las reformas se hacen para no tocar intereses prioritarios (como fue el caso de la reforma energética que no hizo sino energizar la corrupción en PEMEX y promover los intereses del sindicato y sus beneficiarios). Las pocas reformas que se aprueban, como la del ejido, no cambian la realidad para bien, en este caso la del campesino.
El espacio que debería existir para debatir y analizar con conciencia la naturaleza de nuestros problemas y desafíos se concentra en discursos irrelevantes y justificaciones ideológicas. La discusión sobre PEMEX y Luz y Fuerza nunca es sobre cómo mejorar el desempeño de la economía mexicana sino sobre los mitos de la expropiación. Lo mismo es cierto del conjunto de decisiones del ejecutivo y del legislativo: todo es una pantalla para mantener el statu quo. El orgullo de ver el astronauta tiene que ser matizado por la vergüenza de padecer un sistema que expulsó a sus padres del país.