Luis Rubio
Si las apariencias no le quitas, decía Cervantes en el Quijote, presto ha de verse el mundo en la pelea de la discorde confusión primera. En política exterior, la primera confusión es la de olvidar nuestra localización geográfica para sucumbir ante el canto de las sirenas chavistas. No hay contradicción entre una cercanía fraternal, mediática y personal con los vecinos sureños y a la vez avanzar nuestros intereses más fundamentales hacia el norte. De hecho, la clave, y complejidad, de nuestra política exterior consiste precisamente en saber articular una activa presencia en el sur, en conjunto con un decidido empuje de nuestros intereses hacia el norte. Lo primero es política, lo segundo desarrollo.
El sainete con que concluyó la visita de Manuel Zelaya, el depuesto presidente de Honduras, debería hacernos reflexionar sobre la diferencia entre nuestros intereses y nuestros corazones. Más allá de la lección que entraña para el gobierno el haber sido usado por alguien a quien intentaba utilizar el hecho tangible es que México tiene intereses muy claros tanto en el norte como en el sur pero éstos no siempre coinciden, por la razón que sea, con las posturas públicas que un gobierno debe sostener.
En la política (igual exterior que interior) es perfectamente legítimo (y necesario) que un gobierno atienda a sus diversos públicos y bases de sustento. En algunas ocasiones, esa atención implicará presupuesto, en otras nombramientos y en otras más puro discurso. Esos apoyos y despliegues son importantes porque permiten aplacar o satisfacer, según sea el caso, a diversos sectores y grupos, independientemente de que en ocasiones la atención no tenga mayor contenido real o se trate de una postura meramente retórica. La política es un juego de equilibrios que procura la suma de opuestos usualmente incompatibles.
Retórica y realidad van de la mano en la construcción de estrategias políticas que son el brazo instrumentador de la actividad de todo gobierno. Por décadas, el actuar del gobierno en política exterior fue uno donde la retórica y la realidad no empataban. La retórica era de amor fraternal y apoyo irrestricto; la realidad era de un acuerdo implícito de no agresión y de respeto mutuo. La retórica apaciguaba a sectores políticamente activos y relevantes dentro del país en tanto que la realidad permitía mantener a México a salvo del activismo guerrillero de los cubanos. Los dos gobiernos entendían la diferencia y sabían que la retórica mexicana, incluyendo sus votos en los foros multilaterales, eran parte del juego. El gobierno estadounidense también lo entendía: todos participaban y reconocían las razones y las circunstancias.
La estrategia implícita en la doctrina Estrada resumía la postura mexicana: no se juzga a otros para que no nos juzguen a nosotros; respetamos a los demás y exigimos respeto para nosotros. Años después del cardenismo, cuando los priístas comenzaron a verse en el espejo con cara vergonzante al aceptar como buena la ilegitimidad que la oposición y la sociedad le achacaban, la doctrina Estrada pareció perder sustento. Esto se acentuó cuando el gobierno de Fox optó por una política exterior que aspiraba a la congruencia y no diferenciaba la sustancia de la retórica.
Los cambios en el mundo a partir de la caída del muro de Berlín y, en nuestro caso, del muro del PRI, nos desorientaron: súbitamente, nuestros gobiernos se convirtieron en críticos de las prácticas de otros. Relaciones cruciales para nuestra estabilidad, como la cubana, comenzaron a experimentar dislocaciones. Los viejos entendidos dejaron de tener vigencia, dando pie no sólo a malentendidos, algunos por demás cómicos pero, sobre todo, a la pérdida de apoyos internos que nada costaban pero que tenían una enorme valía política. Se cayó en un nuevo maniqueísmo al pensar que una relación más estrecha con el norte era excluyente de una presencia activa pero respetuosa y no militante en el sur. España, por citar un ejemplo obvio, jamás confunde sus intereses reales con su amplia presencia comercial, mediática y política
El gobierno actual se inició con una estrategia de restablecimiento de relaciones cordiales, aplacamiento de las rencillas que se habían generado en el sexenio anterior y reconocimiento de la necesidad de evitar conflictos innecesarios. Pronto, sin embargo, acabamos en el otro extremo. Se abandonaron los intereses clave en la relación con EUA, se perdió de vista la creciente importancia y activismo de los mexicanos residentes en ese país y se adoptaron posturas excluyentes (sur vs. norte) como si la realidad así lo exigiera.
Una cosa es la retórica y otra la realidad y jamás hay que confundir las dos. Augusto Comté, el sociólogo francés, decía que en el corazón de toda crisis histórica se encuentra una profunda confusión intelectual. Nadie puede objetar o negar la imperiosa necesidad de restablecer relaciones funcionales con regímenes como el venezolano o el cubano, los dos muy relevantes en distintos sentidos. Pero en ambos casos es evidente que no es posible una coincidencia más que en términos de la necesaria convivencia que, valga el recuerdo, era el sentido de la doctrina Estrada. La pretensión de coincidencia nos ha llevado a diversos momentos desagradables y en algunos casos hasta patéticos.
Quizá no haya mejor ejemplo de esto último que el caso hondureño. El gobierno mexicano tenía que reprobar el golpe de estado propinado en contra de Manuel Zelaya y, además, eso le servía para mantener su legitimidad en el sur. Sin embargo, no por lo anterior podía darse el lujo de ignorar las circunstancias particulares del caso (en Honduras hubo un acto del Congreso y una sentencia de la Suprema Corte que instruyeron al ejército a actuar); por donde uno le busque, no fue una junta de militarotes removiendo a una blanca paloma en la presidencia. Era lógico y razonable mantener la postura formal, pero la realidad hace inexplicable el activismo y militancia de su apoyo a Zelaya. Haber recibido al depuesto presidente como jefe de Estado a sabiendas de que sus principales apoyos provienen de los gobiernos más retardatarios y agresivos de la región constituía, en el mejor de los casos, un acto de ingenuidad y, en el peor, una estupidez.
Ningún gobierno puede darse el lujo de confundir sus intereses con su retórica: no son lo mismo, pero la segunda debería ser siempre un instrumento útil para el logro de los primeros. En todo caso, lo que cuenta son nuestros intereses: desarrollo y estabilidad. En la región en la que vivimos, el primero se puede procurar en el norte; para el segundo es indispensable el respeto y la paz con el sur.