Control ‘uber alles’

Luis Rubio

Imaginemos un espacio en el que todo mundo desconfía de los demás, en el que cada quien está dispuesto a logar su objetivo a cualquier precio y en el que abusar y asaltar al vecino son prácticas no sólo frecuentes, sino que gozan de plena legitimidad. Suena excesivo y un tanto absurdo, pero esa es la lógica que caracteriza a nuestro sistema fiscal y, de hecho, a buena parte de la conducción de nuestra economía. Pero no sólo de la economía.

El gobierno no confía en el ciudadano, el ciudadano desconfía del gobierno y todos nos creemos muy inteligentes cuando comprobamos que el otro está equivocado. La desconfianza es tan generalizada que no bastan los semáforos para que se regule el tráfico, sino que las autoridades nos imponen topes cada vez más elevados para obligar al cumplimiento de los semáforos. Con tanta desconfianza es imposible que las cosas funcionen porque todo mundo vive pensando en cómo protegerse, qué camino, por turbio que sea, es necesario tomar para logar la sobrevivencia y, en algunos casos, el éxito.

El tema fiscal es particularmente hiriente porque la desconfianza tiene consecuencias monumentales. El viejo vicio del sistema político -la búsqueda permanente de control- nunca desapareció del ámbito de la conducción económica, especialmente la fiscal. Lo que en el mundo político desapareció, o se atenuó, como resultado de la derrota del PRI en 2000, sigue vivo en Hacienda no por mala fe, sino porque esa es la naturaleza del animal. El ánimo de control es resultado de la desconfianza y ésta es un obstáculo al crecimiento económico.

Se habla mucho de la necesidad de una reforma fiscal y, a lo largo de esta década, ha habido varios intentos por modificar el régimen de impuestos con el objetivo de asegurar una mayor recaudación con una mejor distribución de la carga impositiva. Ninguna de esas reformas ha prosperado, en parte porque los miembros del poder legislativo han tenido una excesiva concentración de miras en el corto plazo, pero sobre todo porque no existe una comprensión cabal de las consecuencias del régimen fiscal sobre el crecimiento económico. El hecho de que las propuestas de reforma vengan siempre asociadas a todavía más elementos de control y regulación no hace sino disuadir incluso a quienes apoyan y comparten la necesidad de una reforma amplia en este ámbito. Paradójicamente, mientras más controles hay mayor es la evasión.

La primera cuestión que debería ser atendida es quién paga y cuánto cuesta cumplir con las obligaciones fiscales. Si se siguiera una óptica de esta naturaleza, el énfasis estaría en cómo disminuir los costos del cumplimiento para incentivar la regularización o formalización de quienes hoy se encuentran en la economía informal.

En vez de enfocar el asunto de esta manera las autoridades fiscales son tan desconfiadas de la ciudadanía que todo el énfasis se concentra en la imposición de regulaciones y misceláneas cuyo propósito es el control, no el desarrollo económico. Esta forma de concebir los temas fiscales desincentiva la creación de negocios formales, reduce el ámbito de la formalidad y sobrecarga a quienes cumplen cabalmente sus obligaciones y satisfacen todos los requisitos y procedimientos. Al mismo tiempo, eso facilita que las empresas más grandes, que si tienen los recursos para defenderse, se concentren en extraer rentas en lugar de elevar la productividad. La suma de este círculo vicioso es que se crean cada vez menos empresas formales, se contrae la base de causantes y se incentiva el uso del terrorismo fiscal. La economía acaba siendo extraordinariamente ineficiente, demasiados recursos se dedican a la elusión fiscal y el crecimiento económico bien gracias.

La lógica beligerante de la desconfianza prácticamente obliga a las personas y empresas a evadir impuestos y vivir en la informalidad. En lugar de emplear los recursos disponibles para crear riqueza para hoy y para el futuro, el gobierno dedica los recursos existentes para compensar a los grupos que son políticamente relevantes para mantener el statu quo. El círculo vicioso se cierra cuando los criterios políticos y clientelares empatan los fiscales porque así se asegura que nada cambie.

La desconfianza que reina en el gobierno respecto a las empresas y la ciudadanía en general, es empatada con el desprecio de las personas y las empresas, pero por razones distintas. Cada que el gobierno impone una regulación, la ciudadanía busca una manera de darle la vuelta. No importa cuántas circulares o misceláneas produzca la SHCP, siempre habrá una mente creativa dedicada a evitar caer en las garras del fisco. En el camino se dispendian inmensos recursos en estrategias improductivas que podrían ser empleados para crear riqueza, empleos y mayor competitividad.

Los países que funcionan mejor tienden a tener regímenes fiscales muy distintos al nuestro: se concentran en una combinación de impuestos generales al consumo (el IVA) con un impuesto al ingreso típicamente con una sola tasa (baja) y mínimas deducciones. Este enfoque le simplifica la vida al causante e incentiva la formalización. Con un esquema más simple como este, los políticos pueden envalentonarse para universalizar el IVA porque los beneficios para la población se tornan tangibles y evidentes.

En lugar de esto, lo que se discute en el Congreso es exactamente lo contrario: aumentos de tasas, más impuestos, nuevas regulaciones y una todavía mayor complejidad. La lógica recaudatoria que anima el proyecto bajo discusión choca con la urgencia de incentivar el crecimiento económico. De esta forma, a menos que el objetivo sea, explícitamente, el crecimiento del gobierno, toda la discusión está viciada y no va a contribuir a resolver el problema en el que estamos metidos.

El contexto en el que se presenta el proyecto fiscal es todavía más pernicioso: tenemos empresas en problemas por la situación económica y el planteamiento fiscal se reduce a cobrarle más a quienes requieren oxígeno con urgencia. ¿Cómo se espera que eso contribuya a que haya más inversión, condición que, uno supondría, es necesaria para que crezca la actividad económica?

La obsesión por el equilibrio macroeconómico está plenamente justificada y es condición sine qua non para el mantenimiento de la estabilidad económica. Sin embargo, las finanzas públicas no pueden ser vistas como un objetivo en sí mismo. Las finanzas públicas son un instrumento para promover el desarrollo y el que estén en equilibrio es el efecto de una gestión exitosa. Dedicarse al equilibrio como objetivo único no hace sino aniquilar a la economía y, cuando eso pasa, las finanzas y el gobierno dejan de ser relevantes.