Dispararle al pie

Luis Rubio

La política, decía John Kenneth Galbraith, es el arte de escoger entre lo desastroso y lo difícil de digerir. El problema para el presidente Calderón es que es imposible distinguir uno de lo otro cuando no existe una estrategia de gobierno. En sus primeros años, su administración ya sembró lo que pudo pero ahora que se aproxima a la recta final titubea y confunde sus responsabilidades: ¿ser partido o ser gobierno?

Una pregunta de esa naturaleza no sería relevante en una democracia consolidada donde las instituciones son fuertes y trascienden las inevitables veleidades de los individuos o los intereses de los partidos. Un país desarrollado puede remontar los errores de un presidente o los avatares de una crisis. Las naciones que no han llegado a ese estadio son más frágiles y requieren cuidados adicionales, razón por la cual, por ejemplo, un primer ministro europeo o un presidente estadounidense no tienen empacho alguno en promover a sus partidos y sucesores mientras que en nuestro país eso constituye una violación fundamental a las leyes electorales. Cuando las naciones han logrado construir instituciones fuertes, los hombres pasan a un segundo plano. No así en países como el nuestro donde cada acto, cada decisión, entraña consecuencias.

El tema del momento es la potencial remoción de Gómez Mont como Secretario de Gobernación. En un sistema presidencial, los funcionarios del gabinete son nombrados y removidos por quien los nombró y, por lo tanto, responden a sus decisiones y preferencias. Desde esa perspectiva, más allá del chisme de café, la decisión de reemplazar al funcionario no es más que un tema meramente administrativo. Sin embargo, las circunstancias actuales son trascendentes y ameritan un análisis serio.

Hubo dos tiempos relevantes en el proceso que llevó al momento actual. Uno se dio cuando se negoció el presupuesto para 2010 y el otro en la decisión del PAN y del gobierno de aliarse con el PRD para varias de las próximas elecciones estatales. Dados los resultados de las pasadas elecciones intermedias, el PRI quedó en la privilegiada posición de prácticamente poder aprobar el presupuesto por sí mismo, con lo que el gobierno hubiera quedado totalmente marginado, casi sin gasto discrecional, como le pasó a Fox en 2005. A pesar de ello, los negociadores gubernamentales y del PAN en la Cámara lograron un presupuesto consensual que resultó extraordinariamente cercano a lo que el presidente había propuesto. Hoy sabemos que, a cambio de su disposición a comportarse como oposición leal, es decir, oposición que reconoce al gobierno, el Secretario de Gobernación le ofreció al PRI que el PAN no iría en alianza con el PRD en las elecciones estatales de 2010.

El segundo momento tuvo lugar en los últimos dos meses en que el PAN y el gobierno debatían sobre la propuesta perredista de aliarse para los comicios estatales de Oaxaca, Sinaloa, Puebla, Hidalgo y otros más. El tema del compromiso del gobierno de no ir en alianza se discutía en público y no era secreto para nadie excepto, aparentemente, para el propio presidente.

En abstracto, aliarse con el PRD para intentar ganar algunas gubernaturas en manos del PRI tiene una lógica impecable, si es que estuviéramos hablando de la era previa al 2000. Todo se valía cuando el único objetivo de la oposición, de cualquier color, era derrotar al monopolio del poder y, aún en esas condiciones, el PAN ganó sin alianzas. Como ciudadano, me parece deplorable la persistente ausencia de condiciones de competencia en varios estados de la república: el PRI ha logrado preservar cotos de poder y un nivel opresivo de control que no beneficia más que a los caciques locales. El problema es que hoy el PAN no es un partido cualquiera, sino el partido del gobierno y la responsabilidad central del gobierno es la de gobernar. En un país con instituciones débiles esa función trasciende lo partidista y adquiere otra dimensión.

Parte de las funciones de un gobierno comprometido con la democracia debería consistir en fortalecer las instituciones, combatir cacicazgos y desarrollar referentes institucionales y legales para beneficio de la ciudadanía. Sin embargo, aliarse con su principal rival para derrotar a su principal contraparte y socio en los temas esenciales para la gobernabilidad del país, representa una franca irresponsabilidad. Es comprensible que el PAN quiera derrotar al PRI en sus bastiones caciquiles y es legítimo que el PRD proponga alianzas para lograrlo. Lo que no es razonable, ni lógico, es que el gobierno arriesgue la estabilidad del país en aras de una aventura electoral que, además, podría acabar derrotada.

Vuelvo al tema de la persona en cuestión. De lo que se acusa al secretario es de haber comprometido al gobierno en una decisión que no le correspondía pero de la cual nadie se quejó cuando salió bien. Un secretario no es un mero empleado: si tomar decisiones claramente responsables en términos de su mandato institucional implica el riesgo de ser acusado de insubordinación, entonces ninguna persona con capacidad, liderazgo e iniciativa trabajaría para este gobierno. Un funcionario sólo puede trabajar cuando los propósitos son claros y su responsabilidad también. Sin márgenes de decisión, propósitos confusos, contradictorios o, peor, cambiantes, los riesgos son infinitos.

En un país caracterizado por instituciones débiles, las personas son cruciales y su palabra fundamental. Todavía más importante, en ausencia de una estrategia de gobierno, se requiere una operación política sistemática a fin de evitar que naufrague el barco. Por eso, en el fondo, de lo que se acusa a Gómez Mont es de cumplir con su responsabilidad de mantener la estabilidad y contribuir a que el gobierno sobreviva.

A lo largo de los próximos meses tendremos la oportunidad de observar, primero, si las alianzas fructifican, al menos en algunas gubernaturas. Luego tendremos que evaluar si el costo en términos de operación política y gobernabilidad valió la pena. Pero el momento crucial vendrá al final de este año cuando se negocie el presupuesto, porque será entonces cuando seguramente el PRI decidirá cómo responde ante las promesas incumplidas. Entrando en el año crucial de la nominación de candidatos a la presidencia, el PAN podría encontrarse a la defensiva y sin mayor presupuesto. Todo por la ausencia de visión estratégica sobre el país y por unas cuantas alianzas de dudosa viabilidad.

Decía Jorge Luis Borges que el peronismo no es bueno ni malo: es simplemente incorregible. Cada partido es lo que es, pero el PAN parece incapaz de entender que el gobierno y la oposición son dos cosas muy distintas.

 

Juárez

Luis Rubio

La frontera con Estados Unidos ha sido siempre un motivo de preocupación para los gobernantes del centro. Lugares distantes, cercanos al enemigo tradicional, las fronteras han prohijado mitos y realidades que con frecuencia son difíciles de entender para quienes no vivimos ahí. Hoy en día, con Ciudad Juárez a la cabeza, los temas son más mundanos, más específicos: la gente en esa ciudad vive la violencia cotidiana que no parece tener fin y que, poco a poco, erosiona vidas, familias, patrimonios y valores. Muchos prefieren irse a EUA, otros demandan soluciones; la mayoría solo aspira a que se instale un gobierno local que funcione y no aviadores de la ciudad de Chihuahua o del DF cuyo interés no trasciende lo mediático.

En Juárez se conjungó la tormenta perfecta: una economía en acelerado crecimiento, enorme flujos de migrantes, ausencia de infraestructura social, física, de seguridad y municipal y el colapso de toda la pirámide de control político federal. Todo eso se tradujo en criminalidad, destrucción del tejido social y desaparición de la estructura familiar y de todo sentido de comunidad. Solo así se explican las bandas de sicarios integradas por miles de niños nacidos en un mundo de crueldad, violencia y muerte. Juárez hace mucho dejó de ser una sociedad organizada y funcional.

La guerra política y mediática que vivimos hace difícil dilucidar quién lucha contra quién en Juárez: el ejército, los narcos, el gobierno y los criminales comunes. De lo que no cabe duda es que la población juarense está harta de la violencia, de la falta de gobierno, de los narcos y, sobre todo, de la criminalidad más básica: esa que extorsiona, roba y mata y que no necesariamente está vinculada al narcotráfico. Esa para la cual ninguno de los tres niveles de gobierno tiene respuesta.

La criminalidad comenzó a arrasar con la tranquilidad del país al menos desde el inicio de los noventa y, sin embargo, quince largos años después los ciudadanos no hemos podido ver respuestas concretas y definitivas. Juárez es sin duda un extremo en la ola de inseguridad, pero no es atípica. Los secuestros, robos, extorsiones y asesinatos crecen como la espuma y más allá que ha crecido tanto sin la requerida infraestructura social y legal, además de física. La venta de protección –lo que tienen que pagar los empresarios, tiendas y changarros para no ser asaltados- va en aumento en todo el país y afecta hasta a las tiendas grandes, que uno supondría gozan de alguna inmunidad. Gobiernos van y vienen, pero la criminalidad sigue ahí.

El presidente Calderón lanzó la guerra contra el narco no porque tuviera que legitimarse, aunque ese fuera un beneficio circunstancial, sino porque el país se ahoga por el narcotráfico, el narcomenudeo, la corrupción y la violencia y era crítico recobrar presencia nacional. A lo que este gobierno no ha respondido, como no lo hicieron sus predecesores, es a la criminalidad que afecta al ciudadano común y corriente y, en el caso de Juárez, al colapso social y gubernamental. Cierto, estos son temas locales, pero la distinción sigue siendo imperceptible para una población que creció en la era de la centralización priísta. De pronto, a partir de los noventa, la autoridad federal comenzó a erosionarse hasta que, con la derrota del PRI, toda la estructura histórica del poder se distorsionó: la criminalidad se arraigó y nunca se creó una estructura policiaca y de seguridad idónea para la nueva etapa que estamos viviendo. El gobierno federal dejó de controlar a los gobernadores y presidentes municipales y la mayoría de éstos nunca desarrolló una estructura de gobierno efectiva. El resultado es que son los criminales, más que los narcos, quienes dominan, si no es que gobiernan, buena parte del territorio del país.

Las preocupaciones federales están mal enfocadas. Muchos habitantes de las zonas fronterizas han migrado hacia el “otro lado” no porque prefieran vivir allá, sino porque están hartos de la criminalidad. Esa delincuencia surgió del colapso integral de la sociedad y gobierno juarense y que no se ha enfrentado: no existe una estructura policiaca capaz de lidiar con la delincuencia o con la ausencia de estructura social. La guerra contra el narco tiene su lógica, pero no resuelve el tema de la criminalidad cotidiana ni de la sociedad quebrada. Tenemos autoridades débiles, incompetentes, que no comprenden la pérdida de su propia legitimidad y que carecen de instrumentos para contrarrestar la erosión de la vida que sufre la población. La debilidad gubernamental fue más que empatada por la fortaleza y estructura del crimen organizado que, con mayor claridad de miras, llenó el vacío dejado por la falta de autoridad.

Ahora en Ciudad Juárez se libra una batalla que, desafortunadamente, mezcla la criminalidad con la contienda de los partidos para la próxima elección estatal. Muchos juarenses están hasta la coronilla del abuso y de la falta de atención y se mudan a EUA no porque quieran dejar de ser mexicanos, sino por el instinto de sobrevivencia más elemental.

A muchos les preocupa el riesgo de pérdida de identidad, pero todas las encuestas muestran que la identidad del mexicano está extraordinariamente arraigada. Más que un tema de identidad, lo que es abiertamente repudiado por la población es la incompetencia gubernamental, a todos los niveles. La población confirma sus peores sospechas cada vez que se conoce del contubernio entre alguna autoridad –gobernador, presidente municipal o policía- con el crimen organizado. Aunque dictadores como Stalin convenientemente identificaban identidad con gobierno, en una democracia la legitimidad se la tiene que ganar el gobernante todos los días de su vida pública. Y los gobernantes mexicanos hace varias décadas que abandonaron a la ciudadanía a su suerte en materia de criminalidad.

Persiste el riesgo de responder al problema equivocado. Hace décadas, ante el temor de una escisión en la frontera norte, el gobierno de entonces ideó el “programa nacional fronterizo” para “rescatar” a los mexicanos de esa región. Lo idóneo hoy sería transformar los sistemas policiacos y de seguridad para que ciudades como Juárez puedan recobrar su tranquilidad. En un mundo ideal, eso implicaría el desarrollo acelerado de las capacidades municipales en el más amplio sentido. Ante la obvia incapacidad de lograr algo así, quizá sea tiempo de considerar un tipo de protectorado, una autoridad supramunicipal que atienda no sólo el evidente problema de seguridad, sino también la inexistencia de infraestructura para la ciudad que más empleos ha provisto al país en las décadas pasadas pero que a nadie se le ha ocurrido atender.

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Fuera de cancha

Luis Rubio

Reflexionando sobre la política británica, Bertrand Russell decía que las generaciones de electores siguen un patrón predecible que lleva inexorablemente a la frustración. Primero votan por el partido de sus sueños para encontrarse con que ahí no encuentran las soluciones que buscan, razón por la cual votan por la alternativa, creyendo que ese “otro partido es el que le va a dar la fortuna”. Así inicia un círculo vicioso de desilusión. Para Russell, el problema residía en la necedad de cada partido por imponer sus preferencias en lugar de convocar a la mayoría de la población para que se sume detrás de un proyecto nacional que trascienda lo partidista*. Nuestros partidos difícilmente pasarían la prueba propuesta por Russell.

Entre los electores mexicanos existen dos grupos: los que juran por un partido y sólo excepcionalmente están dispuestos a salir de su trinchera, y los que deciden su voto en función de la coyuntura, con un proyecto orientado más a construir un futuro que a esperar respuestas inmediatas. Para el partido en el gobierno el tema es central: el PAN lleva casi diez años en la presidencia pero su impacto en cambiar la realidad para bien ha sido más bien modesto.

La elección de 2000 cambió la realidad del poder pero no llevó a una nueva institucionalidad. Hoy vivimos un momento en el que el forcejeo entre partidos y candidatos es, casi en su totalidad, respecto al pasado. La ironía es que todos parecen tener puesta la mira en la misma época, aunque por distintas razones. El PAN parece resuelto a recrear la presidencia priísta de los setenta. El PRD está fracturado entre los ex priístas que quieren retornar a las políticas económicas de aquella época y quienes nacieron en los partidos de izquierda y ahora intentan construir una moderna social democracia. El PRI sólo aspira a retornar al poder y olvidarse de sus dos derrotas. Nadie plantea la construcción de un futuro diferente, capaz de darle salida a los deseos y necesidades, pero sobre todo aspiraciones, de una población joven y crítica, que carece de instrumentos, más allá del voto, para ser algo más que meramente espectadora.

Si bien el caso del PRD es el más complejo por el origen disímbolo de las fuerzas y tradiciones que lo integran, el del PAN es quizá el más paradójico. Los cambios de gabinete que tuvieron lugar a finales del año pasado fueron por demás reveladores de la naturaleza profunda de ese partido. Fundado como reacción al partido de la revolución, los panistas se quedaron con la imagen congelada del partido todopoderoso de antaño.

Desde que Fox llegó a la presidencia, los panistas supusieron que por el sólo hecho de haber derrotado al PRI, todo el poder de la vieja presidencia fluiría hacia ellos. En lugar de reconocer la nueva realidad política, producto del triunfo panista, pronto comenzaron a criticar al presidente por no liberarse del yugo de Hacienda. Antes el obstáculo era el PRI, ahora Hacienda. Con los cambios en el gabinete, con Hacienda en la buchaca, ahora sí los panistas están seguros de que suyo es el poder. Pronto tendrán que enfrentar una obvia disyuntiva: intentar reproducir al PRI de los setenta (gastando a diestra y siniestra para ganar elecciones) o preservar la estabilidad económica. La disyuntiva es real, como aprendieron los priístas luego de 1994, pero eso no impedirá que lo intenten. Tarde o temprano encontrarán un nuevo chivo expiatorio que justifique su incapacidad para iniciar la transformación que llevan décadas prometiendo.

Quizá no sea difícil anticipar que la andanada se dirigirá contra el Banco de México, el maloso siempre conveniente. El debate legislativo se ha encaminado hacia la modificación del estatuto del banco central para incorporar en el mandato de la entidad no sólo el combate a la inflación, sino también el crecimiento económico. El supuesto que yace detrás de esta idea es que una mayor inflación es condición necesaria para lograr tasas elevadas de crecimiento y que el mandato del banco la impide. Cualquier analista serio sabe que la estabilidad de precios es condición sine qua non para el crecimiento elevado y  sostenido de la economía. Sin embargo, lo irónico es que tanto los partidos de oposición como muchos de los legisladores del partido en el gobierno están en la misma línea.

El problema del crecimiento tiene que ver con la falta de certidumbre en la economía y con una estructura económica que no contribuye a abrir oportunidades de ahorro e inversión. Pero los panistas parecen estar en otra lógica: en lugar de construir una estrategia de desarrollo están en la reproducción del viejo PRI. Si quieren poder retornar alguna vez al poder tendrán que ofrecer algo mejor que no ser el PRI.

Lo peor para el PAN es que sus gobiernos han estado plagados de todos los vicios que antes le criticaban al PRI. Desde la frivolidad de Fox hasta la ausencia de continuidad entre programas sexenales, los panistas se han mostrado como un partido de sexenios. Al igual que los priístas, han carecido de programas de desarrollo, visión de largo plazo o estrategia de gobierno. En algunos casos, han dado muestra patética de sus vicios, como con la reciente decisión del gobierno delegacional de Demetrio Sodi de abandonar proyectos viales que ya estaban en marcha y por los cuales el PAN había pagado un elevado costo político. Incapaces de defender sus programas, los panistas no han sido distintos a otros gobiernos, excepto que quizá son menos diestros para mantenerse en el poder.

Es evidente que las administraciones del PAN han tenido algunos programas excepcionales, mejores que los que el PRI jamás supo hacer. Entre otras, como ejemplo, Oportunidades fue convertido en un instrumento políticamente neutral para evitar que el combate a la pobreza se partidizara. También es imposible ignorar que la derrota del PRI en 2000 liberó a los mexicanos del yugo del autoritarismo priísta. Al final, sin embargo, más allá de esos beneficios, ciertamente no irrelevantes, la promesa del PAN se ha quedado en eso: una promesa.

El gran tema es qué nos dice esto de la realidad actual y del futuro del país. Las dos administraciones panistas muestran que el problema del funcionamiento del país no está vinculado con el partido que esté en el gobierno sino con el programa de desarrollo que exista y con la capacidad del gobernante en turno de llevarlo a cabo. Como ciudadanos la urgencia reside en cómo romper el entuerto antes de que pudiera retornar el viejo PRI, con más habilidad pero no menos carencia de ideas y convicción de construir algo mejor.

*La necesidad de escepticismo político, en Sceptical Essays

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Reforma del poder

Luis Rubio

Decía Nehru, el gran estadista hindú, que llega un momento, que ocurre raramente en la historia, en que nos salimos de lo viejo hacia lo nuevo, en que termina una era y en que el clamor de una nación, largamente suprimido, logra su expresión. Si algo unifica a los mexicanos es en la necesidad de organizarnos mejor para ser capaces de enfrentar los retos hacia el futuro. Esto no quiere decir que sea fácil, o incluso factible, forjar un consenso respecto a cómo debe ser esa estructura organizativa, pero es claro que lo que tenemos no funciona. La reforma del poder se ha tornado en una necesidad inexorable y, sin embargo, no es obvio que sea posible.

Los problemas son enormes y cada vez mayor el número de propuestas de solución. Por el lado político, hace cosa de un año el líder del PRI en el senado postuló una propuesta de reforma enmarcada bajo el título de las ocho erres del PRI. Al final de ese mismo año, el presidente envió una serie de iniciativas al senado encaminadas a reorganizar las relaciones entre los poderes públicos. Con énfasis distintos, cada conjunto de propuestas responde a las dificultades y complejidad que enfrenta el país en su proceso de toma de decisiones.

Algo similar ocurre en el plano económico-fiscal. Aunque la discusión respecto a la necesidad de una reforma fiscal integral (whatever that means) lleva décadas en el pandero, la caída en los precios del petróleo la ha hecho impostergable. Al mismo tiempo, desde que el PRI perdió la mayoría en el congreso y luego la presidencia, la realidad del poder ha cambiado, lo que se ha reflejado en el poder relativo de los gobernadores, quienes en la actualidad ejercen la mayor parte del gasto público. Las reuniones de la llamada conago, la cofradía de gobernadores, no eran otra cosa que una indicación de que el otrora poder de la presidencia se había fragmentado y la nueva realidad del poder tenía que reflejarse no sólo en las urnas sino también en la distribución de los dineros.

Puesto en otros términos, el pacto post-revolucionario que inauguró la era del PRI resolvió los problemas del poder y de la distribución de los dineros por las décadas que duró ese reino. Terminó esa era con la decisión de los ciudadanos en las urnas, pero no se reformaron las instituciones que administran las relaciones de poder y la distribución del gasto. Esto, y no otra cosa, es lo que yace detrás de las propuestas de reforma tanto institucional como hacendaria.

El clamor de hoy no es por una serie de reformas electorales, institucionales o fiscales, sino por una reforma integral del poder. Sin embargo, por profundas e inteligentes que sean muchas de las propuestas que merodean el debate público, existe el riesgo de que se atienda un problema inexistente o, más exactamente, que no se enfrente el problema de fondo. El riesgo de que se apruebe un conjunto de reformas que no resuelva el problema debería preocuparnos a todos. Si el problema es de poder, no se va a resolver con nuevas leyes, sino con un acuerdo de fondo que luego se codifique en leyes. En esta instancia, el orden de los factores si altera el producto.

Una reforma del poder implica la redefinición de lo fundamental en una sociedad. Para todos es evidente la disfuncionalidad en las relaciones entre el congreso y el ejecutivo. No menos importantes son las distorsiones en las relaciones de poder entre la federación y los gobiernos estatales: las viejas reglas ya no funcionan. La realidad del poder ha hecho posible que exista una evidente incapacidad al nivel de la federación (congreso y ejecutivo) para que los gobernadores rindan cuentas: el gasto fluye pero no así la responsabilidad. De la misma manera, desapareció la capacidad que antes caracterizó al sistema político para articular acuerdos y consensos que hacían gobernable al país. Parte de la situación actual refleja incapacidades de personas específicas, pero el problema estructural es real.

La ciudadanía, que por primera vez tiene voz, así sea limitada, también clama por sus derechos. El rechazo a los aumentos de impuestos no es sólo un reflejo de la carestía de la vida o lo limitado de los ingresos, sino un profundo descontento con el desempeño de la economía, del sistema de gobierno y de su exclusión de los procesos de decisión.

Todos estos puntos de conflicto, controversia y desazón nos hablan de un país cuya operación cotidiana ha dejado de ser funcional y requiere de un nuevo pacto que establezca, o restablezca, los equilibrios entre los poderes públicos y entre la federación y los estados. Habría varias maneras de enfrentar esta problemática. Una, como se ha hecho hasta ahora, con propuestas y contrapropuestas que no hacen sino engrosar la agenda legislativa sin que ofrezcan la menor posibilidad de resolver el problema de fondo. Una segunda consistiría en plantear un gran pacto político, aquellos que ocurren cada siglo, que siente las bases de una transformación general del país. La tercera, que entraña el mayor pragmatismo, y que ha orientado a decenas de países que enfrentan situaciones similares, implicaría corregir lo suficiente para romper el impasse actual en aras de ir creando condiciones para un arreglo eventual más perdurable.

En términos generales, los políticos prefieren lo primero porque les da un protagonismo excepcional; los académicos y políticos en la banca prefieren lo segundo porque observan el panorama en su integridad y prefieren una solución completa a un conjunto de parches; y, finalmente, la tercera es la opción de los gobiernos en funciones que privilegian el funcionamiento cotidiano de su sociedad sobre las soluciones mágicas que, en política, raramente existen.

El caso de Brasil es aleccionador. El sistema político brasileño es tan disfuncional como el nuestro (aunque por razones y con características muy distintas) y, sin embargo, ha logrado una continuidad pragmática entre gobiernos de distinto credo y, más importante, ha entrado en un proceso de movimiento que contrasta con nuestra parálisis y que le obliga, por el hecho mismo de estarse moviendo, a reformar lo mínimo necesario en aras de sostener el momentum.

Sería extraordinario poder lograr un gran pacto fundacional, pero es evidente que no existen condiciones para que eso se dé. Como explicaba recientemente, con brillantez, Roger Bartra, en la política mexicana ni siquiera hay coincidencia sobre los tiempos que vivimos, mucho menos para fundar nada relevante. Mejor haríamos en buscar los remiendos que hagan posible echar a andar la máquina para facilitar un arreglo integral del poder en una oportunidad futura en que eso sea propicio.

 

Alianzas

Luis Rubio

Según Ambrose Bierce, un famoso editorialista satírico del siglo XIX, las alianzas son «la unión de dos ladrones que tienen sus manos tan profundamente insertadas en los bolsillos del otro que no pueden desvalijar a un tercero». Ahora que estamos en temporada de alianzas electorales vale la pena recordar a Bierce no sólo por su sardónica apreciación de la vida, sino por la comedia que caracteriza esa discusión en nuestro país.

Aquí van algunas lecturas y opiniones:

1. Los panistas están divididos sobre la idea de aliarse con el PRD y con otros partidos, como el PT, porque se consideran de otra clase social. Por su parte, los perredistas, de por sí fracturados en dos bloques, no saben qué es mejor: la alianza con su archirrival o seguir siendo oposición.

2. Los priistas no tienen duda: para ellos la potencial alianza entre sus adversarios es «perversa», va «contra natura», presumiblemente porque se trata de dos partidos que se consideran mutuamente ilegítimos. Sin embargo, detrás de la declaración priista se deja ver la preocupación de que una alianza, así no sea muy sacrosanta, pudiera minar algunos de sus bastiones estatales como Oaxaca, Puebla y Veracruz.

3. Por definición, una alianza electoral tiene por propósito derrotar a un contrincante más poderoso. En países con sistemas de partidos múltiples, sobre todo los que se caracterizan por segundas vueltas (en los que, como en Francia, proliferan los partidos y candidatos antes de la primera vuelta para luego construir alianzas y coaliciones en aras de ganar en la segunda), o por sistemas parlamentarios con bajos umbrales de acceso al parlamento, las alianzas y coaliciones son el pan de cada día de la política. Holanda lleva más de sesenta años sin un gobierno con mayoría absoluta y las alianzas entre partidos disímbolos son el elemento que hace posible gobernar.

4. El problema de las alianzas en México reside en que nuestros partidos no se perciben como iguales, como socios en un proceso de construcción nacional. Se ven más como enemigos que como adversarios susceptibles de sumar esfuerzos, excepto para derrotar a un tercero. Es decir, enfrentamos una contradicción entre lo expedito y lo fundamental.

5. Es evidente que las agendas del PAN y PRD son distintas, pues si no lo fueran serían el mismo partido. El problema no es que difieran sus agendas, sino que no viven en el mismo espacio planetario. Si sus divergencias fuesen sólo respecto a la política social o económica, una alianza permitiría limar asperezas y desarrollar plataformas comunes, tal y como ocurre en todas las democracias modernas. Sus diferencias respecto al aborto o la homosexualidad son importantes en el plano de la filosofía partidista, pero no tendrían por qué excluir una alianza electoral en la que se acuerda no abordar esos temas, que de por sí son más del DF que del resto del país.

6. Las alianzas electorales tienen dos tiempos: el de la elección y el del gobierno. Cuando dos o más partidos entran en una coalición lo hacen porque ésa es la mejor manera de avanzar sus proyectos y consolidar su posición electoral y política. Sin embargo, la historia de alianzas en México realmente se limita a lo electoral. A la hora de gobernar es el partido al que pertenecía el candidato postulado quien acaba siendo dueño del poder. La experiencia en este plano es amplia y casi contundente: las alianzas y coaliciones son siempre temporales y limitadas al objetivo específico de ganar una elección.

7. Los partidos que participaron en la coalición gobernante pero que no aportaron al candidato ganador acaban marginados del ejercicio cotidiano del poder. Quienes dentro de los partidos se oponen a este tipo de alianzas oportunistas argumentan que el beneficio se lo lleva alguien más. La verdad es que si son varios los estados en que se da la alianza y el reparto de las candidaturas es equitativo, ninguno tiene por qué sentirse marginado. Mucho más interesantes y quizá relevantes son las preocupaciones de aquellos que vislumbran la posibilidad de que, por formidable que pudiera parecer una coalición al inicio del proceso electoral, la alianza acabe perdiendo la elección. ¿Dónde quedan los partidos después de una elección fallida? Si en lugar de arrollar como esperaban, ¿podría un fracaso a estas alturas del sexenio alterar las expectativas de los votantes haciendo inevitable el triunfo del PRI en el 2012, una profecía que se vuelve realidad?

8. El único objetivo que comparten el PAN y el PRD en las alianzas propuestas es el de derrotar al PRI. No hay nada intrínsecamente malo en una coalición que persigue un objetivo de esta naturaleza. Incluso, se puede argumentar que algunos obstáculos al desarrollo de la democracia -y gobernabilidad- mexicana residen precisamente en la fortaleza de los bastiones premodernos de que goza el PRI en varios estados de la república, comenzando por el sureste. En esa lógica, la derrota del PRI tendría el efecto de fragmentar el poder a nivel estatal, como ha ocurrido a nivel federal. En este contexto es obvio el potencial beneficio de desactivar esos feudos. Sin embargo, también es evidente que, aún en el escenario más benigno para la alianza, los costos no serían pequeños. Por pírricos que hayan sido los avances legislativos en este sexenio, prácticamente todos se deben a un acuerdo, explícito o implícito, entre el PRI y el PAN, que, mal que bien, al menos se reconocen legitimidad recíproca. ¿Podrían estas alianzas acabar por distanciar el único factor de gobernabilidad que queda en el país? Éste no es un argumento para cancelar la idea de las alianzas, sólo para describir el escenario en su integridad.

9. Lo que realmente importa es si las alianzas concebidas para derrotar al PRI tienen contenido más profundo. Una de las quejas de los panistas es que una alianza en Oaxaca implicaría sumar a la APPO, a quien ven como terrorista. Puesto así no tiene sentido, pero qué tal si parte del proyecto involucrara incorporar a la APPO y a otras organizaciones similares en la vida política institucional.

10. En contraste con la naturaleza de las coaliciones en países plenamente democráticos, una alianza como las propuestas tiene que apreciarse como lo que es: un intento por cambiar las reglas de competencia y control dentro del sistema político. De ser exitosas en derrocar a algunos de los bastiones feudales del PRI, éstas le darían oxígeno al sistema y al PRI moderno que también vive acosado por aquéllos, aunque no lo reconozcan sus líderes. Sin embargo, el único beneficio relevante para la ciudadanía sería el de comenzar a construir una agenda común para el desarrollo del país. Eso sí parecería ser contra natura.

 

Tiempo de decidir

Luis Rubio

Decía San Agustín que el tiempo es presente en tres facetas: el presente como lo experimentamos; el pasado como memoria presente; y el futuro como expectativa presente. Para el presidente Calderón el tiempo es cada vez más corto y lo que no construya hoy ya no lo podrá cosechar, durante o después de su sexenio. Dada la forma en que ha evolucionado el actual gobierno y la complejidad de la era que nos ha tocado vivir, el presidente tiene que definirse con toda claridad: utilizará el tiempo que le queda para intentar que su partido gane la próxima elección o para enfrentar los problemas que aquejan al país. A estas alturas ya no puede hacer las dos cosas.

Este es tiempo de decisiones. El tiempo para pensar, planear y sembrar ya pasó. Aunque el periodo presidencial tiene seis años, la dinámica política no se divide en dos mitades. Al inicio, un gobierno tiene tiempo para plantear sus proyectos, encaminarlos y confiar poder cosechar antes del fin del sexenio. Pasado el punto intermedio que, en términos políticos, lo marcan las elecciones federales, el país entra en una dinámica electorera en la que todo se define en términos de la siguiente justa presidencial. Todos y cada uno de los temas del país se miden y juzgan a la luz de su potencial impacto sobre la siguiente contienda.

A lo largo de la historia, los presidentes hacían lo que podían en sus primeros tres años y después se dedicaban a preparar su sucesión. En la era priísta eso implicaba colocar a sus fichas en los lugares idóneos, negociar con los diversos grupos de interés y tratar de impulsar a su candidato preferido. Esto último lo hacían a través de un sinnúmero de mecanismos: programas con dedicatoria, apoyos implícitos, transferencias y subsidios a los proyectos o temas que beneficiaban al individuo específico y otros similares. El único ejemplo de la era panista, el de Vicente Fox, mostró un pobre aprendizaje de las formas priístas: el presidente supuso que por solo quererlo, todo fluiría en beneficio de su ungido pero, como bien sabemos, ganó un candidato ajeno a su corte. Por su forma de actuar, como presidente y como ex presidente, Fox se quedó con los dos activos con los que inició: su carisma y la derrota del PRI. Su presidencia no sólo no abonó nada a sus méritos sino que le restó.

Al presidente Calderón le ha tocado un periodo mucho más complejo. Desde el atropellado inicio hasta la crisis internacional, su gobierno ha ido dando tumbos. Incapaz de delegar autoridad en gente competente, ha hecho tanto como su estrechísimo margen de control le permite. Todo esto le ha granjeado una popularidad relativamente baja, grandes animadversiones en sectores, grupos y personas clave y muy pocos logros en los cuales anclar su futuro personal y político. Por su personalidad, tiende a excluir más que a sumar y a alienar más que a cooptar. Sus críticos pueden ser muy ignorantes pero no siempre están mal.

Ahora tiene los tiempos encima. Estamos a escasos veinte meses de que se definan las candidaturas y a dos años y medio de la próxima elección. El presidente tiene que definir si continuará por el mismo camino, lo que bien podría traducirse en una derrota del PAN, potencialmente en manos del PRI, o si redefinirá su proyecto. Si opta por seguir la lógica tradicional -dedicarse en cuerpo y alma a asegurar la elección de su candidato favorito- abdicará a toda posibilidad de avanzar cualquier agenda de reforma y, sin logro alguno para el país, la derrota del PAN estaría casi asegurada. Si, por otra parte, redefine su proyecto, tendría la oportunidad de hacer una diferencia que lo coloque en una nueva plataforma personal al final de su sexenio. No es una disyuntiva menor. El tema es político pero también personal, cómo quiere mirarse en la historia: como el presidente que, gane quien gane, dejó un mejor país o como quien se empecinó en un proyecto fallido.

Aunque en política no hay nada definitivo como diría el famoso beisbolista Yogi Berra esto no se acaba hasta que se acaba- las tendencias no favorecen al partido en el gobierno. El desgaste es patente; los conflictos al interior del PAN van en acenso; la juventud le ha perdido la fe; y, más importante, no hay mucho que el actual gobierno tenga entre manos que le permita suponer que va a cosechar algo relevante en los próximos treinta meses. Lo que no se sembró a tiempo ya no se podrá traducir en beneficios políticos o electorales.

Esta circunstancia le obliga al presidente a medir sus propias fuerzas y posibilidades. Dedicarse a impulsar a un potencial sucesor constituiría una aventura por demás riesgosa y hasta sería posible argumentar que contribuiría a la derrota de su candidato. La experiencia del propio Felipe Calderón es relevante aquí: buena parte de la credibilidad que le llevó a ganar la elección en 2006 tuvo que ver precisamente con el hecho de que se pudo colocar legítimamente como independiente de Fox. El peor de los mundos para Calderón sería aquel en el que se empeña en nominar y hacer ganar a su candidato solo para acabar en la derrota y en el ostracismo permanente. Sería mejor que empeñe su futuro en algo transformador que, irónicamente, podría ser benigno para su partido.

La alternativa sería imitar la forma en que Zedillo actuó en la segunda mitad de su mandato. En lugar de dedicarse a las grillas del PRI o a apasionarse por un determinado candidato, Zedillo optó por una gran reforma electoral en la que se asumió como jefe de Estado y no como priísta. Esa distinción fue clave en el éxito de la reforma de 1996 que llevó a las sucesivas transformaciones electorales y políticas que experimentó el país. Zedillo lo pudo hacer porque decidió que el país era más importante que el PRI y eso le permitió negociar con los priístas con una libertad y credibilidad que ninguna persona comprometida con un resultado electoral de corto plazo le podía conferir.

El tema para Calderón no sería electoral, pero el dilema es exactamente el mismo. Su alternativa es entre ser un panista más que acabe fracasado y en la perdición o convertirse en un jefe de Estado que impulsa sendas reformas políticas y hacendarias que le permitan dejar un legado transformador, generacional, que ancle el futuro del país en un nuevo estadio de oportunidad. El problema es que no puede hacer las dos cosas porque no tendría la credibilidad necesaria para lograr negociar con fuerza los cambios radicales que el país requiere tanto en la dimensión político-institucional como en la del ingreso y el gasto. Ambos son asuntos trascendentales de poder que no se combinan bien con un interés partidista de corto plazo. Es tiempo de decidir.

 

Kamikaze

Luis Rubio

En una de las grandes batallas de la historia, en Cannas al sur de Italia, el general cartaginés Aníbal estuvo a punto de derrotar al ejército más poderoso y disciplinado de la historia, la legión romana. Su ejército, estacionado a unos días de Roma, fácilmente pudo haber continuado hasta conquistarla, pero Aníbal titubeó. Ante eso, Maharbal, su mejor general y comandante de la caballería, le dijo: Tu sabes cómo lograr una victoria Aníbal, pero no sabes cómo hacer uso de ella. Lo mismo se puede decir del presidente Calderón en los últimos meses.

El país se encuentra en un momento que exige acciones y decisiones. Sin embargo, nuestra clase política se encuentra paralizada. Quienes tienen la responsabilidad de decidir y actuar no lo hacen. Quienes son responsables, por nuestro sistema de división de poderes, de evaluar y ratificar o modificar las propuestas del ejecutivo, se desviven por criticar lo existente sin aportar alternativa alguna que implique destrabar los entuertos de nuestra realidad. El entorno que vivimos está lleno de grandes ideas y propuestas que ninguno de los aportantes en el mundo político está dispuesto a avanzar. Los mitos los dominan y los intereses y privilegios los amarran. Así no puede funcionar ningún país.

En un momento nacional y mundial- tan complejo para nuestra economía, momento en el que se forjan tanto oportunidades como amenazas para su desarrollo, lo que obtenemos de nuestra clase política es la rebatinga del presupuesto y el bodrio fiscal que consumió al poder legislativo meses del año pasado. Mientras que el país requiere definiciones con orientación hacia el futuro, la vista de nuestros próceres políticos está fincada en el pasado: en lo que era el país pero que ya no puede ser.

Por más que se han gastado recursos en grande (por ejemplo, los gobernadores consumieron más de cien mil millones de dólares de ingreso adicional por los elevados precios del petróleo al inicio de esta década), muy poco de esto ha impactado positivamente la tasa de crecimiento de la economía en general. En lugar de invertir en el futuro, los políticos gobierno y oposición, pero especialmente los gobernadores- consumen nuestros recursos con inusual glotonería. Gastan y dispendian y no tienen más que el crecimiento de su propia imagen para mostrar como resultado (y, a veces, ni eso). Han empleado los recursos fiscales para promoverse a sí mismos y no para mejorar la calidad de vida de la población.

Al país le urge inversión, el desarrollo de nuevos motores de crecimiento y una estrategia que haga posible a ambos. Aunque el sueño de promover el crecimiento por vía de crédito y gasto deficitario pulula el ambiente, la realidad es que no hay alternativa a la inversión privada. Aún si fuera deseable endeudar al país, el crédito no está disponible en los montos que serían necesarios para echar a andar a la economía; el gasto deficitario se traduciría en más demanda, ésta agotaría la capacidad instalada y llevaría a más importaciones que, a su vez, generarían una crisis cambiaria. En todo caso, el gobierno el actual y todos desde 1970- ha demostrado una absoluta incapacidad para generar crecimiento por medio del gasto o la inversión pública. La inversión vendrá del sector privado o no vendrá del todo.

La inversión puede venir de dos fuentes: del capital nacional y o del extranjero. Los motores del crecimiento sólo pueden resultar de dos tipos de fuentes: grandes proyectos de inversión que el gobierno promueva para que los desarrollen inversionistas privados o un nuevo tipo de vínculo con los sectores que resulten punteros de la transformación estructural que caracteriza a la economía estadounidense en la actualidad. La estrategia que haga posible lo anterior tendría que consistir en tres cosas: a) la promoción abierta, activa y decidida de la inversión privada; b) el desarrollo de grandes proyectos de infraestructura que generen fuentes de demanda interna, sobre todo en las regiones más atrasadas del país; y c) la conformación y negociación de una agenda de desarrollo con EUA que abra oportunidades para el desarrollo y active sectores y actividades de nuestra economía a partir de la demanda que genere la economía estadounidense. Lo anterior incluiría salud, educación, transporte, tecnología, energía y todo el aparato regulatorio requerido para hacerlo posible. Las oportunidades están ahí. La pregunta es si estamos dispuestos a convertirlas en fuentes de crecimiento y eso no depende de nadie más que de nosotros.

Mientras lo anterior no suceda, mientras no erradiquemos los mitos que nos paralizan, tendremos que limitarnos a lo existente y esto, como bien sabemos, no arroja buen resultado. No hay razón alguna para esperar que las cosas cambiarán por sí solas, sin una decisión fundamental de nuestros políticos por pensar en el futuro y hacia adelante. Cuenta una anécdota que en una visita del presidente a China le planteó al primer ministro que su gobierno está muy interesado en que los chinos inviertan en México. Sonriendo y con toda delicadeza, el primer ministro respondió: siempre nos confunden, señor presidente, siempre nos confunden. Nosotros somos chinos. Los kamikaze son los japoneses.

Nadie en el mundo va a invertir en México mientras se haga todo por repudiar la inversión. Nadie va a tomarnos en cuenta mientras no sepamos lo que queremos y se sume a la población detrás del proyecto. Nadie va a vernos más que como un caso perdido mientras no estemos dispuestos a construir el andamiaje necesario para enfocarnos hacia el desarrollo. Como dice la anécdota, nadie está dispuesto a invertir donde no hay oportunidades, donde los impuestos cambian todos los días, donde la inseguridad física y patrimonial es tan elevada y donde los políticos viven del erario sin jamás preocuparse por el desarrollo del país.

Si queremos salir del hoyo tendremos que comenzar por derribar los mitos que nos paralizan. Por ejemplo, sería necesario repensar el tema energético (incluyendo, desde luego, al petróleo) como una fuente de oportunidades y no como una pieza de museo al servicio del sindicato y de la improductividad. También será necesario comenzar a privatizar algunos bienes en posesión gubernamental que no contribuyen al desarrollo del país. Por sobre todo, será necesario reconocer que estamos paralizados y que esto no es culpa de una persona, por importante que sea, sino de todos los intereses políticos que están más preocupados por proteger privilegios que por hacer viable al país.

El inicio de un nuevo año es siempre un buen momento para recapacitar y reenfocar las baterías y éste sería un buen lugar para comenzar.

 

A soñar

Luis Rubio

Una de las cosas que más me impresionan de los procesos legislativos y políticos de todas las sociedades es el inevitable contraste entre resolver problemas o encontrar soluciones y los programas o leyes concretos e instrumentables que resultan del tortuoso proceso de negociación. Típicamente, la propuesta inicial (una iniciativa de ley o un proyecto de política pública) tiende a ser coherente y encaminada al objetivo preciso que se persigue, pero luego de pasar por el proceso de negociación acaba siendo menos coherente y, en muchas ocasiones, no conducente al objetivo propuesto. En algunos casos, anticipando críticas, los autores de un proyecto producen desde el principio una propuesta tortuosa y complicada. Tal vez no haya alternativa, pero no dejo de preguntarme de qué sirven soluciones que no resuelven el problema.

Ejemplos no faltan: ahí está la reforma energética tan felicitada que no tiene ni la menor posibilidad de mejorar el rendimiento o la productividad del monstruo petrolero. También está el proyecto de una nueva refinería sin que sea obvio que habrá petróleo para refinar o que, en todo caso, sea rentable hacerlo.

Lo mismo se puede decir del paquete de iniciativas de reforma política del Senado, comenzando por la de reducir el número de diputados por representación proporcional. En un sistema de representación popular, lo que debería existir es una cercanía entre el representante y los representados. Las propuestas de reforma que se comienzan a discutir en el Senado incluyen la posibilidad de reelección, lo cual abonaría hacia ese propósito. Sin embargo, al preservar la representación proporcional, lo que se avanza con una mano se limita con la otra, aunque disminuyan los números. El híbrido que nos caracteriza (a la sazón 300 diputados por representación directa y 200 por proporcionalidad) impide la rendición de cuentas y marca una distancia entre la ciudadanía y los representantes populares. A menos que ese sea el objetivo ulterior, sería mejor ir a un sistema de representación directa pura con una redistritación para que todos los partidos tengan una posibilidad razonable de lograr presencia en el legislativo o, menos bueno, ir a un sistema de plena proporcionalidad. Si en realidad se pretende una solución, mejor hacerlo bien desde el principio.

Muchas de las soluciones propuestas no atienden el problema de fondo. Aunque la justificación es fortalecer las estructuras institucionales (una meta loable), muchas de las iniciativas suponen fortaleza institucional en lugar de avanzarla. Por ejemplo, nadie puede objetar la propuesta de ratificación de algunos miembros clave del gabinete presidencial. Sin embargo, cuando nuestro principal problema es la debilidad institucional, esta propuesta no haría sino debilitar todavía más a la presidencia y, por lo tanto, a la gobernabilidad del país.

Quizá lo fundamental es que no hay un reconocimiento cabal de que, a raíz de la derrota del PRI en 2000, el país experimentó un cambio radical en la realidad del poder político, pero no se ha llevado a cabo una reorganización institucional que responda a las nuevas realidades. Una vez “divorciada” del PRI, la presidencia resulta ser enclenque no sólo bajo nuestros parámetros históricos, sino incluso en comparación con otras naciones similares. De la misma forma, la estructura real del poder ha colocado a los gobernadores en el centro del sistema, junto con los líderes de los partidos políticos. Las iniciativas no persiguen más que un debilitamiento adicional de la presidencia sin que se mejore su capacidad de actuar y gobernar.

En un país carente de instituciones sólidas, creíbles y respetables (y peor, propenso a que se minen las que funcionan), la noción de incorporar figuras como la del referéndum y la revocación de mandato constituye una dedicatoria casi personalizada que siempre puede acabar revirtiéndose sobre los promotores. En todo caso, son claramente instrumentos de poder y no propuestas visionarias de fortalecimiento institucional. Suponen que todos los actores políticos actuarían de manera honesta e institucional en momentos de crisis. Como ciudadanos, deberíamos ser muy escépticos de semejante planteamiento: luego de lo vivido en las pasadas décadas, al menos de 94 para acá y sin olvidar el 2006, ¿alguien puede imaginar que ese supuesto es válido?

En el fondo, el problema no son las propuestas concretas o la perspectiva de que, efectivamente, se avancen soluciones realistas y razonables. El problema yace en que el marco de referencia sigue siendo el de la lucha por el poder y no el de la construcción de un nuevo sistema político, un régimen capaz de darle viabilidad y desarrollo al país en su conjunto. Se trata de una visión introspectiva e interesada y no el planteamiento amplio y ambicioso de una generación de políticos pensando en el futuro.

Muchas de la propuestas contenidas en el proyecto de “las ocho erres del PRI” tocan los temas centrales, pero el enfoque no es el de la construcción de un país moderno, sino el de la distribución del poder, en conjunto con diversas represalias contra enemigos políticos concretos. Planteado así, el proyecto no es conducente al fortalecimiento del sistema político o a la transformación del país.

Pero lo que está mal es el enfoque y el aparente objetivo ulterior, no el planteamiento: con un enfoque distinto, los mismos conceptos, o muchos de ellos, podrían ser factores transformadores del país.

Por ejemplo, se podría pensar no en debilitar a la presidencia sino en construir una nueva institución presidencial con los atributos que un país moderno exige y con la mira en lograr efectividad en el gobierno y equilibrio de poderes. En el mismo proceso, se revisarían las relaciones entre los tres poderes, se delimitarían las áreas de responsabilidad y se crearían mecanismos de resolución de diferendos. El uso del dinero, uno de los temas más conflictivos de los últimos años, podría enmarcarse en un nuevo contexto institucional donde se procurarían objetivos como una entidad autónoma de evaluación del presupuesto y la creación de incentivos para incrementar radicalmente la recaudación a nivel estatal y municipal, con sus debidos mecanismos de rendición de cuentas. Las entidades autónomas e independientes también exigen una revisión pero para fortalecerlas como fuentes de equilibrio, no para someterlas.

En otras palabras, el mismo núcleo de proyectos podría transformarse en un factor de desarrollo si tan solo estos se enfocaran con un criterio de construcción trans generacional.  El inicio del año, y la cuña que representa la propuesta presidencial, son un buen  lugar para comenzar.

Desigualdad

Luis Rubio

Nadie puede ignorar la desigualdad social que padece el país ni menospreciar el costo humano que representa o la enorme oportunidad desperdiciada que su mera existencia entraña. La desigualdad va de la mano de la pobreza, pero no es lo mismo: ambas coexisten y las dos son resultado de circunstancias estructurales e históricas. Si bien no es posible cambiar la historia, la experiencia alrededor del mundo es que existen instrumentos para combatir la pobreza y reducir, si no es que eliminar, las causas de la desigualdad. De hecho, en las últimas décadas la pobreza ha disminuido drásticamente en más del 80% del mundo. Aunque algo de eso también ha ocurrido en nuestro país, es evidente que ésta sigue teniendo enormes dimensiones absolutas.

Desde un punto de vista analítico, hay dos maneras de conceptualizar el problema de la pobreza y la desigualdad: uno es reclamándole sus desencuentros a la historia y la otra es construyendo mecanismos que de hecho las reduzcan. Ambas posturas estuvieron claramente representadas en la contienda electoral del 2006. Entonces fue evidente que el país tiene una percepción encontrada sobre la forma en que se deben enfrentar estas dolencias. Algunos toman una perspectiva moralista e intentan resolver sus cuitas con reclamos históricos atacando la sensatez de la política económica de los últimos años, en tanto que otros buscan formas de corregir los problemas, reducir los costos sociales y atacar las manifestaciones más agudas de la pobreza y la desigualdad.

Lo que es evidente de los últimos años es que la pobreza se puede reducir, pero que los obstáculos que existen son formidables no porque las políticas gubernamentales hayan sido fallidas, sino por el enorme número de obstáculos a su instrumentación. Si bien es posible imaginar diversas maneras de atacar estos males, existen mecanismos ya probados que permiten discernir entre la charlatanería (como aumentar el gasto público o imponer limitaciones al comercio) y las políticas idóneas para enfrentar el problema (incluyendo la estabilidad macroeconómica y una política social focalizada).

Con mucho, el mecanismo más importante para combatir la desigualdad reside en la educación. La experiencia en este rubro es abrumadora y bastante obvia: los niños de las familias más pobres, rezagadas y desprotegidas no tienen acceso a buenos profesores, los programas educativos no son los adecuados y el enfoque de esa supuesta educación es siempre hacia el control de la población y su subordinación. No se requiere más que comparar las abrumadoras diferencias entre la educación rural y urbana, privada y pública, para reconocer una fuente abismal de desigualdad. Muchos países enfrentan serios problemas de desigualdad; la diferencia entre los que son desarrollados o que realmente avanzan en esa dirección y los que siguen siendo relativamente pobres y rezagados como nosotros es que los primeros han creado mecanismos educativos para que cualquier niño, independientemente de su origen social o económico, tenga la misma oportunidad de hacerla en la vida.

El tema no es solo mexicano. En su reciente libro, «El billón de abajo», Paul Collier analiza lo que ha pasado en el mundo en décadas recientes. Profesor de economía de Oxford, Collier estudia la evolución de la pobreza y la desigualdad en las últimas décadas y concluye que un conjunto de países hizo suya la globalización y ha logrado disminuciones drásticas en la pobreza. Instrumentando políticas de acceso a la educación, extendiendo el alcance de la infraestructura más moderna y procurando mecanismos de igualación de oportunidades, la mejoría ha beneficiado a más del 80% de la población mundial. La pregunta que se hace Collier es por qué el billón de personas restante no ha mejorado en forma alguna. Su enfoque es hacia naciones del sub Sahara africano, pero su análisis es extensivo al resto de las naciones que padecen problemas similares.

Según Collier, el problema central de las naciones en que persiste la pobreza es la lucha política entre los reformadores y los liderazgos corruptos y que donde estos últimos ganan, la pobreza aumenta. Su análisis muestra que las causas del fracaso en esas naciones se evidencia en la forma de trampas al desarrollo, mitos construidos para proteger intereses particulares y, frecuentemente, una elevada dependencia de recursos naturales. Un poco como López Velarde, Collier afirma que los recursos naturales tienden a distorsionar la economía de una nación y a facilitar la permanencia de malos gobiernos. Un mal gobierno puede consistir en exactamente eso (malos funcionarios), pero en ocasiones tiene que ver con todos los factores dedicados a preservar un statu quo que impiden atacar las causas de la pobreza.

A pesar de su enfoque ortodoxo en términos económicos, el libro de Collier tiene el gran valor de desafiar a tirios y troyanos. A los heterodoxos en términos económicos les dice que sus soluciones (dejar de pagar deuda, procurar un elevado gasto público, vincular inflación con crecimiento) son contraproducentes y potencialmente catastróficas. Ningún mexicano que haya tenido conciencia al menos en 1995 puede dudar la veracidad de esa aseveración. Pero Collier también fustiga a los ortodoxos: para él, el comercio, a pesar de sus enormes beneficios generales, tiene poca probabilidad de beneficiar a los más pobres, cuyas habilidades para fines comerciales son limitadas. Eso no implica que deba acotarse el comercio, simplemente que es necesario procurar otros medios para atacar la pobreza.

Entre las propuestas que hace Collier, la educación es particularmente prominente. Un gobierno eficaz tiene que ser capaz de romper con los impedimentos sociales, culturales y políticos para asegurar que los pobres tengan las mismas oportunidades que los demás. Asimismo, el autor propone acciones mucho más agresivas para las naciones más pobres, incluyendo la imposición por parte de la Unión Europea de sanciones (hasta intervención directa) para asegurar que se instrumenten medidas contra la corrupción y el respeto a los derechos de propiedad.

Una conclusión ineludible de este libro es que no hay salidas fáciles para la pobreza y la desigualdad, pero tampoco es imposible ser exitoso en la lucha contra estos males porque las estrategias para lograrlo son conocidas y están disponibles para todo aquel que tenga la honestidad de quererlas ver. La pobreza existe porque hay intereses políticos que se benefician de que todo siga igual. Los veneros escriturados por el diablo acaban encontrándose con Lampedusa para crear un sistema corrupto dedicado a que nada cambie.

Espectadores

 Luis Rubio

Stalin alguna vez dijo que las personas que depositan su voto en la urna no deciden nada. Quienes deciden, afirmaba el dictador soviético, son quienes cuentan los votos. La reconfiguración del IFE a mediados de los noventa pretendía responder a una realidad cuasi stalinista: la supuesta democracia mexicana no permitía que hubiera certeza en la contabilidad de los votos. Con el IFE ciudadano, la democracia mexicana comenzó a florecer en el terreno electoral. El IFE logró lo que parecía imposible: ganarse la confianza del electorado. Pero la democracia mexicana no fue diseñada para la ciudadanía.

En la política mexicana actual, la soberanía yace con los partidos políticos. Es ahí donde se han cocinado los entuertos que estamos viviendo. Por ejemplo, los procesos electorales no requerían reparaciones ni ajustes porque estaban cumpliendo con su cometido: las campañas funcionaban, los medios abandonaron la parcialidad que caracterizó al sistema por décadas (de hecho, la contienda del 2006 fue la más equitativa de nuestra historia) y la contabilidad de los votos se hizo de manera impecable. A pesar de eso, en 2007 los partidos procedieron con una reforma electoral cuyo objetivo era controlar al IFE, castigar a los medios de comunicación y regular hasta el más modesto de los procedimientos en materia electoral.

La reforma del 2007 hubiera enorgullecido a Stalin. Atrás quedaría la autonomía del IFE, a la vez que la discusión pública, la propaganda electoral y la opinión en torno a la elección serían severamente restringidas. De árbitro independiente, el IFE pasó a ser un instrumento de auditoría. Ahora sus preocupaciones ya no se encuentran en la equidad de la elección sino en el contenido de los mensajes políticos, la duración de los spots y la imposición de multas y censuras a un número cada vez mayor de actores políticos: en otro arranque stalinista, todo mundo puede ser sujeto de un delito electoral. En lugar de atender el problema de capacidad de gobierno que enfrenta el país, los partidos optaron por el Frankenstein electoral.

Esta semana el presidente envió una serie de iniciativas de reforma institucional que se suman a las que previamente había presentado el PRI en el Senado. Cada una de estas propuestas constituye un intento de respuesta a los problemas que cada parte percibe en el proceso. Quizá lo más sintomático de esto resida en que la propuesta presidencial persigue fortalecer la capacidad de acción del ejecutivo en tanto que la del Senado busca acotar a la presidencia.

Se trata de perspectivas contrastantes que responden a intereses y visiones distintas. En lo que no hay contraste sustancial es en la forma en que perciben al ciudadano. Detrás de las iniciativas persiste el tufo de un ánimo de control que yace en el corazón del sistema priísta de antaño que heredamos y que sigue siendo la columna vertebral de nuestra estructura política. Como en el caso de la reforma electoral de hace dos años, estas iniciativas contemplan al ciudadano como un mal necesario en la vida política.

Este es el tema de fondo: en la democracia mexicana el ciudadano no es más que un mero espectador. En vez de ser el corazón y razón de ser de la política y de las elecciones, su papel es el de legitimar el resultado, no el de hacer valer su voto, influir sobre los legisladores o decidir sobre sus representantes. A pesar de que en las iniciativas presentadas esta semana se contempla la reelección, lo que se otorga, al menos en concepto, por un lado, se cancela por otro.

En términos históricos, las sucesivas reformas electorales que se dieron en las décadas pasadas pueden haber sido insuficientes, malintencionadas o torpes, pero fueron intentos por responder a una compleja realidad: el viejo presidencialismo estaba muriendo y urgían instituciones capaces de sustituir sus funciones. La presidencia fuerte permitía compensar el embate de intereses particulares (comenzando por los poderes fácticos) y mantenía a raya a diversos actores potencialmente riesgosos (desde guerrilleros hasta narcotraficantes). Con esto no quiero sugerir que la presidencia de esa época fuera infalible, benigna o justa. Pero en retrospectiva parece evidente que la fortaleza inherente que la acompañaba servía de contrapeso ante la debilidad institucional que realmente existía detrás de la apariencia de fortaleza y frente al resto de los actores políticos.

En ausencia de esa vieja presidencia, el país tiene que irle dando forma a nuevos mecanismos institucionales que permitan restablecer el control sobre organizaciones criminales, contrarrestar los excesos de los gobernadores y darle viabilidad a la política cotidiana. En una palabra, nuestra verdadera vulnerabilidad yace en el hecho de que las instituciones con que contamos son inadecuadas para la realidad tangible y demasiado débiles para hacer posible un gobierno efectivo. La solución no puede residir en recentralizar el poder sino en construir una democracia más fuerte y menos vulnerable.

Ambos proyectos de reforma entrañan un deseo de concentrar poder. Ambos suponen que las reformas electorales que llevaron a la constitución de un IFE autónomo fue producto de la bondad del sistema político priísta o de la generosidad de un presidente, y no respuestas a una realidad concreta. Los partidos de la entonces oposición habían logrado no sólo deslegitimar al PRI y a sus presidentes, sino poner en jaque al gobierno en cada elección. Se estaba desquiciando al poder centralizado del PRI, las presiones que ejercían los gobernadores minaban al poder presidencial y la pujanza y conflictividad local y regional hacían cada vez más difícil el control del país.

La noción de que se puede reconcentrar el poder es absurda por insostenible. Así como se desarticuló el poder centralizado en la vieja URSS, la realidad mexicana obligó al desmantelamiento del viejo poder presidencial. Hoy en Rusia se ha restablecido un control centralizado, no tan poderoso como el de antaño, pero sin duda más que los que presenciaron el fin de la era soviética. A pesar del aparente éxito en esas latitudes, nadie puede ignorar que Putin sin petróleo es lo mismo que López Portillo en 1982. La concentración del poder no es solución para un país de nuestras características.

México requiere instituciones que resguarden al país y le den funcionalidad, no mecanismos de regulación y control con la mirada fijamente puesta en un pasado no muy glorioso. Por encima de todo, requiere mecanismos de participación ciudadana que limiten la propensión al abuso que es inherente a la reforma del 2007 y a mucho del contenido de las propuestas recientes.

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