Luis Rubio
En su libro sobre el “choque de civilizaciones”, Samuel Huntington preveía que la siguiente era de conflicto mundial se derivaría de disputas entre culturas distintas e irreconciliables. Su visión cobró excepcional notoriedad con los ataques de Septiembre 11 porque parecía esclarecer el nuevo fenómeno. Sin embargo, por atractiva que parecía su teoría, ésta no permitía explicar otra faceta del fenómeno cultural: el choque dentro de cada civilización. Las disputas que nos caracterizan con frecuencia trascienden los límites de la racionalidad tradicional y sólo pueden explicarse por visiones contradictorias, intereses irreconciliables e incapacidad para asir soluciones comunes.
He venido reflexionando por años sobre el fenómeno de las luchas intestinas emanadas, al menos en parte, de diferencias culturales, pero fue la lectura de un nuevo y excepcional libro,* que me permitió tomar una perspectiva mucho más aguda. Estudiando al mundo árabe, el libro describe dos manifestaciones del choque de civilizaciones que parecerían tomadas de una novela costumbrista mexicana.
Lee Smith se aboca, por un lado, a las diferencias que caracterizan a la dinámica interna de las sociedades árabes. El autor observa que, contra lo que uno podría deducir de los reportes de prensa y artículos de opinión respecto a las sociedades medio orientales, no existe una sola voz que exprese el sentir general y, por lo tanto, que el argumento que emplean los líderes políticos para justificar su inacción -no alebrestar a “la calle”- no es más que una estratagema diseñada para evitar modificar el orden establecido. Desde una perspectiva analítica, la noción misma de monolitismo es absurda; sin embargo, si uno piensa en la historia de la era priísta, esa era justamente la pretensión del sistema: había una verdad y esa era la que valía.
La otra manifestación de las luchas culturales que describe Smith se refiere a la incapacidad para reconocer responsabilidad alguna: alguien más siempre es culpable de las cosas que acontecen a diario, de los problemas que enfrenta el país y de la imposibilidad para actuar frente al malestar evidente que caracteriza a las economías y sociedades de la región. Ante la incapacidad para reconocer y enfrentar los problemas, la solución ha sido culpar a alguien más y, dice Smith, desde hace décadas ese culpable –y chivo expiatorio conveniente- ha sido Estados Unidos.
Algunas de las conclusiones a las que el autor arriba son particularmente relevantes para nuestra propia realidad. Algunas de sus frases evocan una cercanía con nuestra cultura que llama la atención. Aquí van algunas frases textuales: “el problema de la democracia árabe no es falta de oferta sino falta de demanda”; “la gente prefiere un caballo fuerte a uno débil”; “es imposible entender a la región si no se reconoce el significado de la violencia, la coerción y la represión”; “la fortaleza de cualquier sociedad depende de su cohesión… de la narrativa que le da forma”; “el tribalismo –la sensación de que la sociedad se define, en su esencia, por el choque de grupos y posiciones- es una fuerza formidable”; “pleno reconocimiento y respeto se reserva sólo para los creyentes”; “no existe intelectualidad desinteresada…toda sirve al poder”; “el antiamericanismo no es resultado de las políticas estadounidenses sino elemento orgánico de la política local”; “la sociedad cambia pero las narrativa social permanece incólume”.
México no es un país árabe, pero al leer las páginas no pude dejar de meditar sobre las evidentes similitudes. En el país es posible observar los dos fenómenos: la lucha intestina por el poder y por proyectos personales y grupales, así como el uso de recursos externos para evadir responsabilidades y culpas. La cultura y narrativa priístas siempre privilegiaron la unidad nacional, distancia respecto al resto del planeta y, sobre todo, una visión omnímoda del mundo. El sistema explotaba (y manipulaba) los temores de la población, la historia de la invasión norteamericana y la pobreza aparentemente endémica para mantener y nutrir la legitimidad del sistema. La búsqueda de apoyo popular, sobre todo a partir de los gobiernos populistas de 1970, nunca contempló las consecuencias de su retórica o de su reinvención de la historia.
La narrativa de los Niños Héroes es paradigmática. Inventada en el gobierno de Miguel Alemán para conmemorar el centenario de la invasión, la leyenda se apuntalaba en todos los elementos útiles para ser creíble y generalizable: heroísmo, niñez, la escuela, la bandera. Se trataba de una narrativa esencialmente inofensiva porque construía hacia adentro y no generaba un clima de animadversión. En los setenta el manejo nacionalista se tornó agresivo y defensivo, sirviendo de contexto para la modificación de mucho de las reglas del juego en materia económica y que acabaron por dar inicio a una era de crisis de la que, bien a bien, todavía no salimos.
El PAN no se queda atrás: su cohesión histórica surgió de su oposición al PRI, pero una vez llegado al poder no supo cómo desarrollar un programa positivo, con visión de futuro. En lugar de construir una nueva narrativa, quizá apuntalada en el desarrollo de instituciones o de un verdadero mercado, el PAN sigue en su lógica maniquea: el otro es culpable. Para el PRD la cosa no es distinta: ahí está el ilegítimo de AMLO. La cohesión de la clase política mexicana ha dependido de fobias y de culpar a otros en lugar de construir un futuro.
Quizá lo más sintomático de la guerra cultural que describen Huntington y Smith, cada uno a su manera, es el hecho de que el país vive un entorno de lucha soterrada en el que los intereses particulares que representan, o encabezan, muchos de nuestros políticos se disfrazan de posturas benévolas cuando en realidad constituyen amenazas fundamentales al desarrollo y bienestar de México. Las posturas irreconciliables quizá generen cohesión, pero no le dan viabilidad al país ni mucho menos la posibilidad de salir de su estancamiento.
La disputa interna, eso que se dio por llamar “la disputa por la nación,” sigue viva. Años, décadas, de intentos por cambiar no han rendido frutos que satisfagan a la población, por más que se ha transformado el aparato productivo. En la medida en que sigamos simulando y pretendiendo que la defensa de privilegios e intereses particulares no tiene costo, el país seguirá igual: cambiando pero sin sentido de dirección. La lección de los países árabes –como ilustran los que no tienen petróleo- es que no se puede pretender el desarrollo si se rechaza todo lo que lo hace posible.
*Smith, Lee, The Strong Horse: Power, Politics, and the Clash of Arab Civilizations, Doubleday
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