Luis Rubio
En una de sus famosas observaciones, Einstein afirmó que “la fuerza desatada por el átomo ha cambiado todo, excepto la manera en que pensamos y entendemos al mundo.» Lo mismo se puede decir de los cambios que ha experimentado el país a lo largo de las últimas dos décadas.
Es fácil acabar descorazonados y en completa desazón cuando uno otea los problemas que enfrentamos. La economía no parece mejorar mayor cosa, la inseguridad cobra nuevas formas cada día y la sensación casi generalizada es que todo no puede más que empeorar. Sin embargo, si uno ve hacia atrás, lo impactante es el ritmo de cambio tan extraordinario que ha caracterizado al país. Es fácil pensar que todo lo de antes era bueno pero, como le pasó al verdadero Alonso Quijada, «nunca tiempos pasados fueron mejores.» A pesar de nuestros problemas y desaseos, el cambio físico del país, la transformación productiva y la extraordinaria modificación que han sufrido los parámetros de todo lo que nos rodea -desde la forma en que elegimos gobernantes hasta la libertad de expresión- hablan por sí mismos. Claro que la vida se ha tornado más compleja, fenómeno universal, pero nadie con una mínima sensatez puede dejar de apreciar lo impactante de lo que ha sido el cambio que hemos experimentado.
Pero no todo mundo en nuestra vida pública parece haberse percatado de todo lo que ha cambiado. Los priistas se aprestan a retornar a lo que había («cuando todo funcionaba»), los perredistas a cambiar todo lo existente y los panistas a pretender que todo está perfecto. Nadie en ese mundo parece recapacitar sobre la extraordinaria transformación que ha sufrido la población y, con ella, el país en general. Repito que no estoy afirmando que todo lo que hoy tenemos es mejor que lo que había, pero ciertamente es imposible pretender que nada ha cambiado o que no ha habido una multitud de cambios extraordinariamente favorables.
La pretensión de querer meter al genio de vuelta en su lámpara mágica es humana, pero no es algo mucho más serio o creíble que la noción de tratar de meter la pasta de dientes de regreso a su envase. Sin embargo, esa es la tónica del debate y las actitudes que caracterizan al mundo político en la actualidad. La noción de regresar al pasado revela una total ausencia de comprensión de la verdadera convulsión que ha sobrecogido al país. Peor: muestra una preocupante distancia.
En los pasados veinte años el país transitó por dos grandes revoluciones que transformaron todo en la vida cotidiana y que no se pueden echar para atrás. Por un lado, el país experimentó la transformación de su aparato productivo a partir de la liberalización de las importaciones. Gracias a esa acción, que comenzó a mediados de los ochenta, las familias mexicanas han tenido acceso a vestimenta, calzado, alimentos y bienes duraderos de mejor calidad y menor precio. La competencia que han representado las importaciones ha permitido, de hecho obligado, a que se transforme el aparato productivo, todo para beneficio del consumidor nacional. Con todas las limitaciones y problemas, hoy disfrutamos de bienes y servicios a precios que antes eran inconcebibles. La planta productiva es competitiva, las exportaciones han demostrado que la calidad nacional es tan buena como la mejor del mundo y los trabajadores que son parte de esta revolución disfrutan de niveles de ingreso muy superiores a los de sus predecesores en la era de la economía autárquica.
La otra revolución es la política. Aún con las enormes imperfecciones de nuestra democracia, los mexicanos gozamos de libertadas que eran impensables en los años del priismo duro, con todo y que no se trató de una dictadura de corte sudamericano. Hoy elegimos gobernantes, votamos y los votos se cuentan. Quizá más importante, gozamos de la libertad de hablar sin cortapisa, al menos por parte del aparato político. El mexicano se ha acostumbrado a decir lo que piensa y a actuar de manera libre.
Poco a poco, las dos revoluciones han ido transformando nuestra realidad en todos los niveles y regiones. La gente se acostumbra a la libertad, el mérito se convierte en el vehículo de ascenso en la vida productiva y, por encima de todo, crece y se multiplica la sensación de oportunidad y posibilidad: los mexicanos se demuestran que son capaces de funcionar y de ser exitosos por sí mismos. En una palabra, el mexicano poco a poco se va transformando en un ciudadano.
La mayoría de nuestros políticos, aislados como están de la vida diaria por un sistema que los encumbra, no han comprendido la profundidad de lo que esto implica ni la trascendencia que entraña. Muchos pretenden que estos cambios no se han dado y algunos creen que el reloj se puede echar para atrás. Pero, como decía Lech Wallesa al perder la elección ante el Partido Comunista reformado, «no es lo mismo hacer una sopa de pescado a partir de un acuario que hacer un acuario a partir de una sopa de pescado.» La población ya probó la libertad y las oportunidades que ésta trae consigo y no va a permitir que se la quiten, por más que la retórica de la opresión disfrazada de nacionalismo pueda ser muy atractiva.
La incomprensión de la transformación se nota en muchos niveles: en el reclamo de más gasto y menos transparencia; en el gasto faraónico en lugar de infraestructura productiva; en la necedad de sostener y afianzar a sindicatos que impiden el progreso y desarrollo de sectores enteros, pero sobre todo de la población; en la mitología de la explotación de los recursos naturales; en la falta de reconocimiento de la trascendencia de la legalidad para el funcionamiento de la economía; por sobre todo, en el desprecio a la capacidad de la población de valerse por sí misma. Basta observar la transformación que experimentan los migrantes mexicanos al entrar al mercado laboral estadounidense para demostrar que el problema no está en su capacidad intrínseca sino en un sistema de gobierno que la coarta y nulifica.
En la medida en que nos acercamos a la próxima justa presidencial, todos los aspirantes comenzarán a desarrollar sus propuestas de campaña y visión de futuro. En el camino tendrán que escoger entre una visión de lo que fue, o ya no fue, y lo que puede y debe ser. Ojalá comprendan que el país quiere ir hacia adelante y que su única oportunidad reside en darle una visión de futuro a una población que está harta de promesas pero ávida de un liderazgo capaz de tratarla como adultos y ciudadanos. No me cabe duda que el ganador será quien respete a la población y la convenza de que es posible algo mucho mejor.
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