Sin consecuencias

Luis Rubio

En la película Annie Hall, Woody Allen trata de explicar relaciones irracionales por medio de un chiste: «un señor va al psiquiatra y le dice ‘mi hermano está loco, cree que es un pollo’. El doctor le pregunta: ‘¿por qué no lo llevas a un hospital?’, a lo que el señor responde: ‘lo haría, pero necesito los huevos'». Este tipo de razonamiento sirve para ilustrar los absurdos de nuestra estructura política actual. Lamentablemente no es un mero tema de anécdota: los costos son inconmensurables.

El proceso legislativo es un buen ejemplo de lo peculiar de nuestro sistema y de los absurdos que lo caracterizan. Las iniciativas de ley pueden provenir del ejecutivo o de las propias cámaras legislativas, pero la abrumadora mayoría sigue originándose en la casa presidencial. Lo que sí ha cambiado respecto al viejo sistema priista es que ahora los legisladores modifican sustantivamente las iniciativas, con frecuencia las desechan y, en ocasiones, responden con una propia. En el pasado, el presidente enviaba iniciativas que quería se aprobasen y mientras más rápido mejor. Algún legislador un día me comentó que el verdadero control político en el país residía en la capacidad del presidente de reformar la constitución. Hasta hace unos años, eso era peccata minuta.

No sólo ha cambiado el poder legislativo. Ahora la presidencia envía iniciativas al por mayor, muchas de ellas contradictorias entre sí. Mientras que es fácil imaginar a un presidente de los de entonces pegado al teléfono esperando que sus informantes le confirmaran que ya se habían satisfecho sus deseos, hoy el presidente manda iniciativas y se dedica al resto de sus funciones porque si no no haría nada más. De la misma forma, los legisladores procesan iniciativas sobre temas de los que no saben nada, se dejan llevar por personajes interesados (en el sentido práctico, ideológico o ambos) y con frecuencia toman posturas extremas porque no hay nada que los limite o frene. Además, la naturaleza de nuestro proceso legislativo procrea expertos instantáneos, legisladores avezados y pactos inconfesables. Todo ello sin consecuencia alguna para los involucrados: si el efecto de la ley que se aprueba es bueno o malo a nadie le importa porque lo único certero en este sistema político es que el que actuó nunca es responsable ni seguirá en el puesto el tiempo suficiente para siquiera sonrojar.

Lo mismo ocurre desde el otro lado de la barrera: empresarios, sindicatos, gobernadores, secretarios, intelectuales y organizaciones no gubernamentales se dedican a presionar, influir, corromper y extorsionar a los funcionarios y legisladores para modificar una determinada iniciativa, impedir que se procese o lograr que salga a modo. El proceso legislativo se ha convertido en un gran lobby político y mediático que funciona sin reglas y donde el único referente es la capacidad de presionar. Se trata de otra perspectiva, quizá menos convencional, de los poderes fácticos donde lo que cuenta es salirse con lo que uno busca, cueste lo que cueste. No hay sanción alguna para el extremismo.

Por supuesto, un proceso democrático entraña la participación activa de todos los integrantes de la sociedad y eso debe ser bienvenido. Sin embargo, lo que se observa es un sistema que carece del más mínimo componente de rendición de cuentas, que es siempre opaco y cuyos participantes gozan de una aterradora impunidad. Quizá lo más revelador para mí ha sido observar el efecto espejo que se crea: quienes tienen la responsabilidad de tomar decisiones (funcionarios y legisladores, pero hoy especialmente los legisladores) se prestan a la presión y al chantaje porque ellos mismos no tienen más referente que sus intereses personales, grupales o, en todo caso, partidistas. Los del otro lado, quienes representan algún interés, no tienen razón alguna para moderar su lenguaje, matizar sus demandas o limitar sus instrumentos de presión: todo se vale.  Hay poderes fácticos de los dos lados de la mesa.

En todo esto es perceptible la nostalgia por el viejo sistema, factor revelador en sí mismo del tipo de impacto que tuvo la alternancia de partidos en el gobierno. Muchos añoran los viejos tiempos en que se tomaban decisiones (sí, efectivamente se tomaban las decisiones que quería y negociaba el jefe de jefes, pero, a juzgar por los resultados en términos de desarrollo, éstas sólo excepcionalmente fueron buenas). Pero lo impactante es como en lugar de democratizarse el poder, éste simplemente se fragmentó: ahora tenemos figuras en el gobierno, en el legislativo y en la sociedad que actúan como antes lo hacía el presidente: cómo poderes impunes. Todos se sienten dueños y todos quieren poder arbitrario que no rinde cuenta alguna. Más allá de los beneficios personales que pudieran derivar, sus decisiones afectan vidas y haciendas pero no tienen consecuencia alguna para ellos mismos. Democracia sin responsabilidad.

La alternancia de partidos en la presidencia ha tenido un enorme impacto en reducir la concentración del poder pero no ha modificado las formas de ejercerlo ni lo ha democratizado. Me parece evidente el beneficio de la desconcentración y esa ganancia es aplaudible en sí misma. Sin embargo, el tipo de transición en que nos embarcamos casi garantizaba procesos desordenados y poco cuidados de desarrollo político. Los viejos mecanismos de contrapeso que existían (perceptibles vívidamente en la relación entre la presidencia de entonces y los cacicazgos sindicales, donde había capacidad, aunque no siempre fuera institucional, de limitar los peores excesos) se desmantelaron y acabamos con un país dominado por poderes fácticos sin contrapeso alguno. La buena noticia es que las disputas se dan en el contexto legislativo, símbolo de que se respetan los procesos institucionales; la mala es que las leyes son siempre flexibles y adaptables para no afectar demasiado a nadie con poder y capacidad de acción. Ganamos en cuanto a que se acepta la institucionalidad pero perdemos porque ésta no vale mucho.

Desde luego, el gran ausente en esta película es el ciudadano. Nadie, comenzando por sus supuestos representantes, trabaja para quien es, al menos en la teoría, la razón de ser del país. En este contexto no es difícil entender por qué son las cosas como son, por qué otras naciones logran tasas elevadas de crecimiento, por qué otras naciones gozan de un entorno de seguridad y justicia y nosotros no. Ese ciudadano abandonado me recuerda a aquella película de Cantinflas en que sin darse cuenta cómo, acaba sentado en una mesa de gente toda desconocida pero poderosa: de pronto se pregunta a sí mismo «¿y yo qué hago yo aquí?»

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