Luis Rubio
Reclamos van y reclamos vienen pero poco se avanza en la relación sustantiva con Estados Unidos. Los presidentes se encuentran en Washington y los parlamentarios degustan en Campeche pero por alguna razón siempre me queda la sensación de que Groucho Marx, ese gran cómico serio, ya lo había anticipado con su famosa frase de que «tuve una perfecta velada, pero no ésta». Tratándose de una frontera tan compleja y diversa donde, en palabras de Octavio Paz, se encuentra el primer mundo con el tercero, lo impresionante es lo bien que los dos gobiernos interactúan para resolver problemas, administrar procesos, sobrellevar conflictos e incidentes de todo tipo. En una palabra, la relación se maneja pero no se construye.
No faltan espacios de comunicación e interacción pero, al final, casi todas esas ocasiones terminan siendo púlpitos propicios para la retórica, frecuentemente inflamante, en lugar de invitaciones a la concordia y transformación bilateral. Las reuniones entre funcionarios de ambos gobiernos, desde el nivel presidencial hasta el de gobernadores de estados fronterizos, legisladores y responsables de la administración cotidiana a todos los niveles de gobierno, son frecuentes y relevantes, pero generalmente se limitan a librar escollos, resolver el último incidente del momento y tratar de darle buena cara al temporal permanente. Esta forma de interactuar mantiene una convivencia necesaria pero no permite vislumbrar un mejor futuro porque nadie siquiera lo imagina.
La capacidad de interactuar y resolver problemas es algo que merece un enorme reconocimiento. Hasta hace no más de dos o tres décadas, los gobiernos mexicanos veían con suspicacia al norteamericano y, de hecho, empleaban la retórica nacionalista y anti estadounidense como mecanismo de legitimación interna. Esa realidad política interna hacía imposible contemplar una visión distinta para el futuro y limitaba cualquier intercambio a lo indispensable. El viraje que dio México en este rubro a partir de la liberalización de las importaciones a mediados de los ochenta conllevó una redefinición de la relación con EUA, cambio que eventualmente se tradujo en el TLC norteamericano y una muy estrecha interacción en todos los órdenes.
Hoy, a veinte años de que comenzaran las negociaciones en materia comercial, ambas naciones reconocen la inevitabilidad de la relación y, sobre todo, la interdependencia que existe entre los dos países. Tanto Washington como la ciudad de México reconocen que muchos de los problemas que cada nación tiene son irresolubles sin el concurso activo de la otra nación. Este hecho constituye un hito en una relación que, aunque añeja, no siempre ha sido bienvenida por las poblaciones y gobiernos de cada lado de la frontera.
Pero la mayor cercanía e interacción no ha elevado la comprensión que un país tiene del otro. Cada uno espera que el otro resuelva problemas que le afectan sin jamás reparar en las restricciones reales bajo las que opera el vecino. Por ejemplo, México espera y demanda que EUA resuelva el tema migratorio y el de exportación de armas mientras que EUA espera de nosotros que resolvamos el de las drogas. En ambos casos, se trata de expectativas ilusorias e irrealizables no porque no haya soluciones, sino porque éstas son inconcebibles sin una acción conjunta. Nos guste o no, el día en que realmente se enfrente el tema migratorio, México tendrá que comprometerse a regular el flujo de salidas de mexicanos por puntos informales en la frontera, en tanto que EUA tendrá que encontrar alguna forma de disminuir el consumo de estupefacientes en su territorio. No hay de otra.
Desde nuestra perspectiva, una mejor comprensión de las motivaciones de quienes se oponen a la legalización de los migrantes mexicanos permitiría reducir la oposición a una eventual legislación, a la vez que nos obligaría a enfrentar algunas de nuestras mayores lacras, como es la de la ausencia de legalidad en un sinnúmero de espacios. Para los americanos, una mejor comprensión de las diferencias de enfoque e historia que motivan a nuestros migrantes y políticos, les obligaría a ser menos críticos y más responsables en algunas de sus posturas. Ambos tenemos mucho que entender del otro. Sin embargo, nada de eso es posible si no existe una visión de largo plazo de lo que es, puede y debe ser la relación bilateral.
El TLC creó una estructura que norma la interacción comercial y los flujos de inversión y se ha convertido en quizá el mayor factor de estabilidad económica con que cuenta nuestro país. Ha habido diversos intentos por enriquecer y fortalecer ese mecanismo pero ninguno ha prosperado. La visión que animó la negociación hace veinte años desapareció del mapa y nada la ha sustituido. Además de la creciente interdependencia económica, lo que sí prosperó fue la cercanía que desarrollaron los funcionarios de ambas naciones para resolver crisis cada que éstas se presentan. Aunque es obvio que las crisis y problemas no disminuirán mientras persistan diferencias tan grandes en los niveles de desarrollo, es impactante la capacidad que existe para su resolución, lo que explica la celeridad con que el gobierno de ese país ha respondido cada que se presenta una situación difícil, como ocurrió recientemente con la visita a México de la totalidad de su gabinete de seguridad.
Pero no hay que perder de vista que el objetivo del TLC era acelerar el desarrollo de México. Ahí, ambos gobiernos reconocieron que lo central era que México lograra tasas elevadas y sostenidas de crecimiento y que para eso se requería certidumbre en la política económica, flujos de inversión y acceso al mercado estadounidense. Visto en retrospectiva, se logró lo específico pero no se ha logrado el desarrollo.
La razón de esto no tiene que ver con EUA sino con nuestra propia indisposición a modificar añejas estructuras internas que se han convertido en impedimentos a la inversión. Hay muchas hipótesis sobre qué es lo que falta, pero no hay duda que el sistema educativo, la baja calidad de la infraestructura, la inseguridad pública y la ausencia de legalidad son factores poderosos en este proceso. Visto al revés, mejorando estas variables todo el resto se podría acomodar con facilidad.
Estados Unidos es nuestro socio natural y la principal fuente de oportunidades para nuestro desarrollo nacional, pero éste no se va a dar mientras nosotros no definamos qué queremos y acomodemos la retórica para lograrlo. Sin visión, la retórica seguirá siendo una de reclamo y no nos permitirá construir y apalancar nuestro desarrollo en la vecindad más difícil, pero también más codiciada del mundo.