Luis Rubio
En una visita a México al final de los 80, la cabeza de una delegación de empresarios se expresó con una frase lapidaria que dejó frío al auditorio: «les presento a los nuevos empresarios chilenos porque los viejos ya no existen». En México difícilmente podemos hacer semejante afirmación. Aunque muchas empresas han cerrado en las últimas décadas, lo impactante es lo pequeño del número de empresas que ha surgido como líderes y punteros en un mercado competitivo. ¿Será que aquí tenemos cuatropeadas las prioridades?
Muchos critican como precipitada la decisión del gobierno de lanzar una «guerra contra el narco». Esa crítica no es muy distinta a la que le cargan a gobiernos europeos y norteamericano respecto a la capitalización de los bancos al inicio de la crisis. La verdad es que, frente a un momento caótico y amenazante, los tomadores de decisiones en un gobierno no tienen el beneficio de la mirada retrospectiva: tienen que actuar y hacerlo de la mejor manera posible. Pero esa premura no tiene razón de ser en temas del desarrollo, que sólo puede darse como producto de un plan de largo aliento que va cimentando las condiciones necesarias para alcanzarlo.
Ese no ha sido nuestro caso. Por años, las crisis marcaban la prioridad: lo importante era recuperar la estabilidad. Luego vino el cambio político y ahora tenemos una crisis de seguridad. Lo urgente siempre se ha impuesto sobre lo sustantivo y rara vez ha habido claridad de miras. Resolver una situación de crisis es indispensable, pero no es substituto del desarrollo. Sin embargo, en México nos hemos acostumbrado a resolver las crisis como si ese fuera un fin en sí mismo: por ejemplo, tener finanzas públicas saludables se ha convertido en un objetivo, en lugar de un medio, necesario pero insuficiente. En ocasiones, sobre todo si la forma de lograrlo entraña costos excesivos, el medio acaba matando al objetivo. Lo mismo se puede decir de la seguridad pública: se trata de un medio para un objetivo superior.
El objetivo es el desarrollo y el gobierno factor indispensable para lograrlo: para hacer cosas relevantes, no para atorarse en los medios, sino como factor clave de organización social. Utilizando una metáfora futbolística, Mariano Grondona afirma que «si no hubiera árbitro, un jugador como Maradona haría todos los goles con la mano». La función del gobierno -su prioridad medular- es crear condiciones para que el crecimiento sea posible, no substituir a la sociedad y al empresario en el proceso. Nunca ha sido esto más trascendente.
Estamos ante un momento de redefinición mundial: hoy se reconoce que las cosas que se hacían antes ya no son las idóneas para sustentar la siguiente etapa de desarrollo. Esta redefinición se deriva de la crisis financiera reciente, el calentamiento global y la competencia china. En todo el mundo se especula sobre las industrias que serán relevantes mañana y sobre la forma en que deben conducirse los gobiernos para generar prosperidad. Esto ha llevado a que algunos gobiernos se conviertan en accionistas de bancos y empresas pero los interesantes son los que están promoviendo transformaciones cualitativas de gran alcance, orientadas a lograr exactamente lo contrario: hacer factible el establecimiento y desarrollo de nuevas empresas y nuevos empresarios. Por ejemplo, en los países nórdicos los gobiernos se están abocando a elevar los niveles de eficiencia y productividad de sus economías, facilitando la transición de empresas que ya no pueden competir bajo las nuevas circunstancias hacia nuevas oportunidades de desarrollo y creando mecanismos para el establecimiento de empresas tecnológicas que se caracterizan por una alta rotación.
Mientras eso sucede, nosotros seguimos anclados en un paradigma que lleva cuarenta años evidenciando su inviabilidad. Cada país tiene que encontrar la forma de ser exitoso, pero las grandes líneas son conocidas por todos: la clave reside en agregar valor, elevar la productividad y establecer reglas del juego funcionales. En castellano, lo anterior quiere decir transformar el proceso educativo para que las personas puedan desarrollar su creatividad, mejorar drásticamente la calidad de la infraestructura física y humana y crear un marco de reglas que sean claras y parejas.
¿Qué hemos estado haciendo en México? Exactamente lo contrario: tenemos un sistema educativo cada día más retrógrada; aunque ha habido mucha inversión en carreteras, la calidad de la infraestructura y el acceso a la misma son cada vez peores; y en materia de reglas, domina el capricho, la ausencia de mecanismos efectivos para el resarcimiento de daños, resolución de conflictos en disputas por contratos y, en una palabra, la arbitrariedad y la impunidad. No hay forma de crear más y mejores empleos si hay tres strikes en contra antes de que comience el partido.
Los empresarios chilenos que mencioné al inicio estaban todos concentrados en actividades e industrias «nuevas», aunque fuesen «viejas». Muchos estaban en actividades vinculadas al campo, pero nada tenían que ver con la manera tradicional de cultivar. Su verdadero negocio era de servicio: valor agregado sobre la actividad agropecuaria tradicional. Así crearon industrias espectacularmente exitosas en frutas, vinos, pescado y madera, convirtiéndose en líderes en cada una de ellas. El proceso para llegar a ese nuevo estadio de éxito tomó algunos años de penuria y muchos cambios en la estructura y viabilidad de las empresas que antes existían. Es decir, el cambio no fue gratuito, pero en menos de una década se transformaron. En México llevamos cuarenta años corrigiendo lo macro mientras protegemos industrias que ya no son viables, como si se tratara de un museo.
En este momento se están debatiendo diversas iniciativas de ley que van de extremo a extremo. Por un lado, se pretende hacer autónoma a la Comisión de Competencia, dotándola de enormes -y excesivos- poderes discrecionales. Por otro, se propone aprobar una legislación de asociaciones público-privadas, que le darían al gobierno oportunidades para elegir ganadores y perdedores no en una contienda mundial, sino en la asignación de recursos públicos.
Sería mejor desarrollar reglas claras, sencillas y parejas, sin facultades discrecionales, para que el ahorrador, empresario e inversionista sepan a qué atenerse. De manera paralela, hay que entender el contexto: en mercados muy grandes puede haber muchos participantes, pero en mercados relativamente chicos la única forma de evitar monopolios es con una apertura de verdad. Llevamos cuatro décadas apostando a un pasado que nunca retornará. Es tiempo de comenzar a construir el futuro.