Prioridades

Luis Rubio

En una visita a México al final de los 80, la cabeza de una delegación de empresarios se expresó con una frase lapidaria que dejó frío al auditorio: «les presento a los nuevos empresarios chilenos porque los viejos ya no existen». En México difícilmente podemos hacer semejante afirmación. Aunque muchas empresas han cerrado en las últimas décadas, lo impactante es lo pequeño del número de empresas que ha surgido como líderes y punteros en un mercado competitivo. ¿Será que aquí tenemos cuatropeadas las prioridades?

Muchos critican como precipitada la decisión del gobierno de lanzar una «guerra contra el narco». Esa crítica no es muy distinta a la que le cargan a gobiernos europeos y norteamericano respecto a la capitalización de los bancos al inicio de la crisis. La verdad es que, frente a un momento caótico y amenazante, los tomadores de decisiones en un gobierno no tienen el beneficio de la mirada retrospectiva: tienen que actuar y hacerlo de la mejor manera posible. Pero esa premura no tiene razón de ser en temas del desarrollo, que sólo puede darse como producto de un plan de largo aliento que va cimentando las condiciones necesarias para alcanzarlo.

Ese no ha sido nuestro caso. Por años, las crisis marcaban la prioridad: lo importante era recuperar la estabilidad. Luego vino el cambio político y ahora tenemos una crisis de seguridad. Lo urgente siempre se ha impuesto sobre lo sustantivo y rara vez ha habido claridad de miras. Resolver una situación de crisis es indispensable, pero no es substituto del desarrollo. Sin embargo, en México nos hemos acostumbrado a resolver las crisis como si ese fuera un fin en sí mismo: por ejemplo, tener finanzas públicas saludables se ha convertido en un objetivo, en lugar de un medio, necesario pero insuficiente. En ocasiones, sobre todo si la forma de lograrlo entraña costos excesivos, el medio acaba matando al objetivo. Lo mismo se puede decir de la seguridad pública: se trata de un medio para un objetivo superior.

El objetivo es el desarrollo y el gobierno factor indispensable para lograrlo: para hacer cosas relevantes, no para atorarse en los medios, sino como factor clave de organización social. Utilizando una metáfora futbolística, Mariano Grondona afirma que «si no hubiera árbitro, un jugador como Maradona haría todos los goles con la mano». La función del gobierno -su prioridad medular- es crear condiciones para que el crecimiento sea posible, no substituir a la sociedad y al empresario en el proceso. Nunca ha sido esto más trascendente.

Estamos ante un momento de redefinición mundial: hoy se reconoce que las cosas que se hacían antes ya no son las idóneas para sustentar la siguiente etapa de desarrollo. Esta redefinición se deriva de la crisis financiera reciente, el calentamiento global y la competencia china. En todo el mundo se especula sobre las industrias que serán relevantes mañana y sobre la forma en que deben conducirse los gobiernos para generar prosperidad. Esto ha llevado a que algunos gobiernos se conviertan en accionistas de bancos y empresas pero los interesantes son los que están promoviendo transformaciones cualitativas de gran alcance, orientadas a lograr exactamente lo contrario: hacer factible el establecimiento y desarrollo de nuevas empresas y nuevos empresarios. Por ejemplo, en los países nórdicos los gobiernos se están abocando a elevar los niveles de eficiencia y productividad de sus economías, facilitando la transición de empresas que ya no pueden competir bajo las nuevas circunstancias hacia nuevas oportunidades de desarrollo y creando mecanismos para el establecimiento de empresas tecnológicas que se caracterizan por una alta rotación.

Mientras eso sucede, nosotros seguimos anclados en un paradigma que lleva cuarenta años evidenciando su inviabilidad. Cada país tiene que encontrar la forma de ser exitoso, pero las grandes líneas son conocidas por todos: la clave reside en agregar valor, elevar la productividad y establecer reglas del juego funcionales. En castellano, lo anterior quiere decir transformar el proceso educativo para que las personas puedan desarrollar su creatividad, mejorar drásticamente la calidad de la infraestructura física y humana y crear un marco de reglas que sean claras y parejas.

¿Qué hemos estado haciendo en México? Exactamente lo contrario: tenemos un sistema educativo cada día más retrógrada; aunque ha habido mucha inversión en carreteras, la calidad de la infraestructura y el acceso a la misma son cada vez peores; y en materia de reglas, domina el capricho, la ausencia de mecanismos efectivos para el resarcimiento de daños, resolución de conflictos en disputas por contratos y, en una palabra, la arbitrariedad y la impunidad. No hay forma de crear más y mejores empleos si hay tres strikes en contra  antes de que comience el partido.

Los empresarios chilenos que mencioné al inicio estaban todos concentrados en actividades e industrias «nuevas», aunque fuesen «viejas». Muchos estaban en actividades vinculadas al campo, pero nada tenían que ver con la manera tradicional de cultivar. Su verdadero negocio era de servicio: valor agregado sobre la actividad agropecuaria tradicional. Así crearon industrias espectacularmente exitosas en frutas, vinos, pescado y madera, convirtiéndose en líderes en cada una de ellas. El proceso para llegar a ese nuevo estadio de éxito tomó algunos años de penuria y muchos cambios en la estructura y viabilidad de las empresas que antes existían. Es decir, el cambio no fue gratuito, pero en menos de una década se transformaron. En México llevamos cuarenta años corrigiendo lo macro mientras protegemos industrias que ya no son viables, como si se tratara de un museo.

En este momento se están debatiendo diversas iniciativas de ley que van de extremo a extremo. Por un lado, se pretende hacer autónoma a la Comisión de Competencia, dotándola de enormes -y excesivos- poderes discrecionales. Por otro, se propone aprobar una legislación de asociaciones público-privadas, que le darían al gobierno oportunidades para elegir ganadores y perdedores no en una contienda mundial, sino en la asignación de recursos públicos.

Sería mejor desarrollar reglas claras, sencillas y parejas, sin facultades discrecionales, para que el ahorrador, empresario e inversionista sepan a qué atenerse. De manera paralela, hay que entender el contexto: en mercados muy grandes puede haber muchos participantes, pero en mercados relativamente chicos la única forma de evitar monopolios es con una apertura de verdad. Llevamos cuatro décadas apostando a un pasado que nunca retornará. Es tiempo de comenzar a construir el futuro.

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Aprendizajes

Luis Rubio

La violencia que acecha al país no ceja ni parece responder a los cálculos gubernamentales o expectativas de los expertos y observadores. Lo único que parece certero es que no se trata de un proceso lineal, sino que hay muchos jugadores involucrados que se adaptan con celeridad y cambian las reglas del juego. La única certeza parece ser que todo cambia de manera dinámica.

Dice un dicho, atribuido a Truman, que «lo que importa es lo que uno aprende luego de que ya lo sabe todo». Los últimos meses han sido prolijos en aprendizaje porque han obligado a todos -desde el presidente hasta el mexicano más modesto- a revisar hipótesis, dialogar con opositores y analizar los temas a fondo. En estos años he observado la escalada de violencia, escuchado a los expertos y tratado de comprender la naturaleza del fenómeno que estamos viviendo, y me he encontrado de todo: claridad de miras, críticos gratuitos, expertos de verdad y otros de quince minutos. En el camino, lo único evidente es que el mexicano vive atemorizado y sin la menor claridad de cómo será el futuro.

Quisiera compartir las cosas que he ido aprendiendo, sin afán de arribar a una conclusión definitiva:

  • La relación entre violencia y criminalidad es indisoluble y quizá ahí resida el corazón del asunto. El tema de fondo no es el narcotráfico sino la impunidad que se deriva de la inexistencia de capacidad e instrumentos -y quizá disposición- para lidiar con el crimen organizado. Eso es lo que nos diferencia de países como España o Estados Unidos, donde hay un fenómeno similar de narcotráfico pero no hay la misma violencia.
  • El origen de la situación actual se remonta a dos circunstancias que ocurrieron de manera paralela pero independiente: por un lado, la rápida descentralización del poder que comenzó en los noventa y que transfirió dinero y responsabilidades a los gobernadores pero sin construir las instituciones policiacas y judiciales modernas que reemplazaran a las del sistema priista. Los viejos instrumentos -corruptos y abusivos pero en su época eficaces- dejaron de ser funcionales pero nada los reemplazó. Por otro lado, más o menos al mismo tiempo, y por razones comerciales, los carteles del narcotráfico comenzaron a desarrollar el mercado interno de drogas. Esta conjunción de circunstancias no pudo ocurrir en peor momento. Para cuando llegó Calderón a la presidencia, el país estaba en llamas y se requería una respuesta clara y definitiva.
  • La estrategia adoptada a partir del final de 2006 restableció alguna semblanza de orden en lugares como Tijuana, pero falló por no estar a tiempo para substituir al ejército -que nunca fue entrenado para labores policiacas- con una policía federal efectiva y debidamente formada. El resultado ha sido el desprestigio del ejército y el envalentonamiento de las mafias.
  • Las mafias han desarrollado estrategias territoriales que dominan todo el mundo delictivo: desde la venta de estupefacientes hasta la extorsión y el secuestro. Además, por donde pasan controlan gobiernos e imponen su ley.
  • La mayor parte de la violencia es entre mafias y por eso la cifra del 90% de muertos de los propios narcotraficantes y sus sicarios es creíble. La realidad es que el gobierno ha incidido relativamente poco en esa dinámica entre mafias.
  • Históricamente, los narcotraficantes siempre prefirieron la sombra: nunca atraer atención excesiva. Pero eso ha cambiado: como los demás poderes fácticos, las mafias se han convertido en factores de poder y actúan como actores políticos racionales y calculadores: mandan mensajes, intimidan y se posicionan. Quizá no haya mejor ejemplo de ello que la portada de Proceso con Zambada abrazando a Julio Scherer o la liviandad con que los Zetas matan por doquier. Este cambio de táctica debería hacer reflexionar a los escépticos: no hay duda que están retando al gobierno en todos los ámbitos y ya no es inconcebible su colapso.
  • La violencia se ha convertido en la carta de presentación de las mafias y por ello es necesario repensar la estrategia de capturar o matar a sus líderes.
  • La legalización es un poco como el lado anverso de las teorías de la conspiración: resuelve todo de un plumazo. El único problema es que la legalización que teóricamente ayudaría a México no es la de la droga aquí (porque, igual que el tránsito o los impuestos, la violación de esas leyes parece consuetudinaria), sino en EUA.
  • El verdadero problema reside en que no tenemos un sistema de gobierno que funcione. El narcotráfico no hace sino evidenciar un sistema judicial corrupto, una pésima división de funciones y responsabilidades entre los estados y la federación y la inexistencia de cuerpos de policía profesionales. Parte de esto se deriva de la corrupción y naturaleza del sistema priista, pero también es producto de la incompetencia de nuestros políticos actuales y su desidia por construir una estructura institucional efectiva y funcional. El problema es la falta de gobierno, que hace posible el crecimiento del crimen organizado.
  • Las armas son un instrumento, no el corazón del problema. Las mafias tienen mejores armamentos que el ejército y las policías y éstas entran igual por el norte que por cualquier otro lado. El mercado negro de armas es mundial y el que haya esas armas en México es prueba de lo desquiciado que están las aduanas y todo lo demás.
  • El súbito ascenso de la violencia en Monterrey debería ser tomado en serio. Si la localidad más moderna del país sucumbe ante la escalada, el país no tiene futuro. Lo sorprendente es la pasividad de la clase política que, por indiferencia o vinculación, actúa como si nada estuviera en juego.
  • Colombia puede servir de referencia: ahí las cosas cambiaron cuando el gobierno hizo transparente su actuación fiscal, logró el apoyo de la población entera y los medios reconocieron que sólo dejando de ser portavoces del narco el país saldría avante. La clave reside en un gobierno que comunica, lidera y se gana el respeto de la población.
  • El gobierno tiene que combatir al narco como crimen organizado porque ese es el problema de fondo. La solución no puede consistir en negociar  con las mafias sino en eliminar la impunidad y desarrollar instituciones fuertes para luego imponerle reglas al narco. El orden de los factores es crucial.
  • Hay salidas: lo que ha ocurrido en este tiempo es que el gobierno ha privilegiado la lealtad sobre la competencia. Hay planes bien armados desde finales de los noventa que se desecharon por ignorancia y estupidez pero que sin duda pueden convertirse en la base de una respuesta contundente e integral. Monterrey sería un buen lugar para comenzar a implantarlos.

 

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Otra explicación

Luis Rubio

“La transición  supone –dice Joaquín Villalobos- desmontar aparatos represivos, reconstruir instituciones, aprender a usar las leyes y proteger al ciudadano en vez de vigilarlo”. La transición política abrió un nuevo espacio de libertad para la ciudadanía y competencia para los partidos políticos. En el proceso, alteró la estructura de un sinnúmero de instituciones,  modificó las relaciones de poder en la sociedad mexicana y entre los distintos niveles de gobierno y creó fisuras en los mecanismos de control que antes habían servido para impedir que los ciudadanos actuaran por su cuenta. El problema es que también le hizo la vida fácil al crecimiento del crimen organizado.

Marcelo Bergman, un investigador del CIDE, se ha dedicado a estudiar la criminalidad en varios países de América Latina. Comenzó por observar que brasileños y argentinos, guatemaltecos y mexicanos todos experimentaban súbitos ascensos en los índices de criminalidad. Cada país ofrecía explicaciones lógicas que daban cuenta de lo que ahí había acontecido y las explicaciones tenían sentido y reflejaban realidades locales que sus poblaciones habían vivido en carne propia. Lo que le sorprendió fue que aunque la dinámica de cada país era inteligible, el problema de criminalidad había brotado en un gran número de países prácticamente al mismo tiempo.

Su estudiar lo ha llevado a desarrollar diversas hipótesis que intentan explicar el fenómeno más amplio. En el camino ha logrado dar una perspectiva mucho más comprehensiva del fenómeno de la criminalidad en la región, ofreciendo un punto de vista que explica otros componentes de lo que ha acontecido en estos países. Según su análisis, hubo factores que en los noventa coincidieron en varios países de América Latina: la descentralización del poder, la demanda de bienes de consumo por parte de clases medias bajas, la aparición del crimen organizado dispuesto a satisfacer esa demanda y la aparición de China como fuente de productos de bajo precio que satisfacían ese mercado. En la perspectiva de Bergman, el mundo cambió en los noventa porque la fragmentación del poder y aparición de clases medias emergentes crearon condiciones para que los otros dos factores incidieran y crearan un espacio de oportunidad para que surgiera la criminalidad como el que no había existido por décadas.

Cada país es distinto, pero varias naciones del subcontinente experimentaron profundos cambios en sus estructuras políticas y gubernamentales en el mismo periodo. En algunos casos el cambio se dio por el fin de dictaduras militares y el inicio de gobiernos civiles, en tanto que en otros el cambio se debió a procesos de democratización. En ambos casos, el factor medular de cambio fue que el poder se desconcentró. Esa desconcentración de poder implicó la transferencia de los otrora mecanismos de control hacia otros niveles de gobierno, mismos que, al menos en términos legales, eran responsables de la seguridad pública. Es decir, lo que antes estaba de facto en manos de las autoridades centrales ahora pasó a las estatales y locales. El problema es que esas autoridades no estaban capacitadas para lo que súbitamente les cayó y, en muchos casos, no tenían los instrumentos o la comprensión del reto que ahora era suyo. Países como Chile y Uruguay, que tienen sistemas de gobierno centralizado (unitarios como les llama Bergman), no experimentaron la desconcentración del poder y tampoco vivieron súbitos ascensos en la criminalidad.

El segundo componente del cuadro que ha desarrollado este estudioso es quizá el más significativo y novedoso. La existencia de una demanda reprimida de bienes de consumo por parte de clases medias incipientes es un factor de trascendencia no sólo económica, sino también social y política porque demuestra tanto la mejoría de estas sociedades como el fracaso de la política económica estatista en las décadas anteriores que había impedido el desarrollo. Las clases medias emergentes observaban cómo consumían las clases medias altas pero no tenían la capacidad económica para adquirir los mismos bienes. Esta fuente de demanda fue satisfecha por el crimen organizado.

La primera oleada de criminalidad surgió con el robo de automóviles, mismos que con frecuencia se deshuesaban para venderlos como partes, o se exportaban a otros mercados de la misma región. Con el tiempo surgieron otros mercados: discos compactos y DVDs pirata,  bienes de consumo robados y así sucesivamente. El gran corolario de este proceso fue la aparición de China como proveedor de bienes de consumo baratos y atractivos para un mercado disponible. El contrabando no se hizo esperar. Con gran celeridad, los bienes chinos inundaron los mercados de ropa, zapatos, electrónica, computación y juguetes. El consumidor de estos bienes quizá no tenía acceso al aparato de sonido o video más sofisticado o a la película de mejor calidad, pero tenía la misma diversión y oportunidad que el más encumbrado de los consumidores.

En su artículo seminal “Ventanas Rotas”, James Q. Wilson y George Kelling, argumentaban que cuando las ventanas rotas de un edificio no se reponen o reparan, no tardará un vándalo en romper todas las demás. Con esta metáfora desarrollaron una teoría de la criminalidad que argumentaba que cuando no se atiende o ataca el crimen más básico, éste comienza a florecer y a diversificarse hasta convertirse en un fenómeno ubicuo en incontenible. Lo que Bergman ha observado en estos países sigue esa lógica: en lugar de atacar el problema cuando comenzó, los países que se democratizaron y sus poblaciones estaban demasiado preocupados con los grandes temas políticos de la transición y descuidaron lo más elemental: la seguridad de sus habitantes. El robo de coches vino seguido por la piratería, ésta del consumo de drogas y hoy estamos endrogados en un mar de violencia para el que los instrumentos del Estado siguen siendo insuficientes o inadecuados. A esta historia le falta el final feliz, pero la interpretación de Bergman deja mucho que pensar.

La desarticulación de un sistema político semi autoritario no necesariamente entraña el crecimiento de la criminalidad. Esa situación se dio en México y en otras naciones al sur del continente porque la transición no vino acompañada del desarrollo de instituciones sólidas, capaces de contribuir al crecimiento y maduración de un sistema policiaco, de justicia y, en general, de gobierno. Ahora los mexicanos tenemos que encontrar la forma de lograr lo que los actores y autores de la transición nunca comprendieron era central a la edificación de un país no sólo democrático, sino también moderno y civilizado.

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Una explicación

Luis Rubio

«En las teorías de la democratización -escribe Joaquín Villalobos- se dice que el autoritarismo está hecho de procesos inciertos con resultados ciertos, y la democracia de procesos ciertos con resultados inciertos». Aunque la (interminable) transición democrática que ha experimentado el país ha sido por demás tersa, sus consecuencias han sido extraordinariamente grandes y no todas buenas. La descentralización del poder ha tenido el efecto, por demás bienvenido, de equilibrar los poderes federales, pero el perjuicio de desarticular la capacidad de gobernar. Estos cambios no pudieron tener lugar en un peor momento.

La crisis de criminalidad que comenzó a arrollar al país desde el inicio de los noventa no ha dejado de expandirse y agravarse. No sólo eso: a la criminalidad se vinieron a sumar las guerras entre narcotraficantes y, más recientemente, la andanada de los perdedores de esos encuentros, que se manifiestan en la forma de extorsión, venta de protección y secuestro. Explicaciones sobre las causas de estos fenómenos son muchas y cada una ofrece distintos diagnósticos. Pero ninguna logra aclarar el panorama a cabalidad.

Hay dos tipos de explicaciones para el fenómeno de la criminalidad: unas son de naturaleza endógena porque surgen de la propia realidad nacional de manera única y distinta al resto del mundo, como la que aquí describo. El otro tipo de explicación también surge de la realidad nacional pero se produce en un contexto internacional que le da características propias. Los dos tipos de explicación no son contradictorios, pero revelan distintas dimensiones del problema y por eso ameritan un análisis propio.

En lo que todos los diagnósticos coinciden es en la debilidad del gobierno como factor explicativo. No cabe duda que, como se puede inferir de la cita de Villalobos, la fortaleza del gobierno autoritario permite certidumbres que no se derivan de la existencia de instituciones sólidas y representativas, sino de la capacidad de operación misma y de la propensión a emplear instrumentos que no son aceptables (o presentables) en una democracia. Los procesos de democratización tienen el efecto de debilitar esa capacidad de operación y de cancelar el recurso a instrumentos autoritarios. La apuesta inherente a un proceso de democratización es que poco a poco se consolidarán instituciones que permitirán lograr procesos que confieran certidumbre y que eviten excesos.

El proceso de descentralización del poder en México llegó en el peor momento posible porque ocurrió justo cuando el narcotráfico experimentaba una transformación. Visto en retrospectiva, la apertura económica y la negociación del TLC fueron los primeros pasos de un proceso de liberalización política y descentralización que vinieron a generalizarse con la apertura política y la derrota del PRI en 2000. Los instrumentos y mecanismos de control que antes dominaba la presidencia poco a poco se fueron disminuyendo y transfiriendo hacia los gobernadores, los partidos políticos y los poderes fácticos. Aunque tomó algunos años en consolidarse la transferencia real de poder, en 1994 se hizo evidente que la presidencia ya no contaba con la capacidad de antaño para imponer su voluntad.

Mientras que los beneficiarios de esas transferencias súbitamente adquirieron un gran poder, no todos contaban con capacidad de acción o, más exactamente, con la estructura para ejercer el poder. Los poderes fácticos no requirieron más que formalmente separarse del PRI o adquirir su propia presencia pública para hacer valer sus intereses. Algo similar ocurrió con los partidos políticos y líderes legislativos, aunque con frecuencia fueron un tanto infantiles y hasta cómicos en su manera de hacer obvio el cambio en las relaciones de poder.

El verdadero cambio, el realmente trascendente para fines de la gobernabilidad del país, ocurrió a nivel de los gobernadores. En contraste con un líder sindical, empresarial, partidista o legislativo, el gobernador de un estado tiene responsabilidades concretas para la salud y seguridad de la población, así como para el funcionamiento de procesos vitales de la estabilidad del país. Sin embargo, uno de los grandes descalabros de la transición política reside precisamente en que nunca se desarrollaron mecanismos que aseguraran una transferencia efectiva, responsable y seria de la operación cotidiana en materia de seguridad pública. El gobierno federal fue perdiendo capacidad de acción pero los gobernadores no la desarrollaron con la misma celeridad y muchos, quizá la mayoría, todavía no comienza a hacerlo. El resultado es el caos que tenemos en la seguridad pública: inexistencia de policías profesionales, un sistema disfuncional de procuración de justicia (no que el anterior funcionara) y una creciente inseguridad.

El otro lado de la moneda fue el cambio en el perfil del narcotráfico en el país. Por muchos años, el narcotráfico tenía una racionalidad logística: llegaban cargamentos del sur a los que se sumaba la producción nacional y todo se exportaba. Los arreglos entre funcionarios y gobiernos con narcos, algo  de lo que tanto se habla hoy, tenían una dinámica muy distinta a la actual porque el negocio del narcotráfico era esencialmente de transporte hacia el norte, en tanto que el gobierno federal era sumamente poderoso. La combinación permitía un grado de corrupción que era funcional al narcotráfico en tanto que no amenazaba al gobierno. Todos los participantes estaban encantados.

Todo indica que hacia mediados de los noventa el narcotráfico comenzó a desarrollar el mercado interno de drogas, decisión ominosa que cambiaría todo. Ahora la criminalidad -tanto la que es delincuencia pura, tradicional, como la que se deriva del narcotráfico- se ha convertido en un factor de inestabilidad en todo el país y creció en paralelo a la desarticulación del aparato de seguridad del gobierno federal. La combinación de democratización y descentralización del poder con el crecimiento del narcotráfico y la criminalidad no pudo ocurrir en un peor momento para el país.

Esta explicación, como tantas otras, queda coja porque explica solo algunas partes de lo que ha acontecido en los últimos años. Marcelo Bergman, especialista del CIDE, ha desarrollado una explicación mucho más comprehensiva que permite inscribir estos procesos en un contexto más amplio. Bergman dice que muchos países comenzaron a ser asediados por la criminalidad en los noventa y que, aunque cada uno tiene su propia explicación, como la que aquí intenté describir, el contexto general hace una diferencia y por eso amerita observarlo con detenimiento porque sin ello quizá no haya solución.

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Convencer y ganar

Luis Rubio

La guerra sobre el narcotráfico ha paralizado al país. En contraste con Colombia, en México no existe la convicción en la sociedad de que el enemigo tiene que ser derrotado, factor que fue clave allá. Por eso el tema del narco se ha convertido en otro de los muchos temas de controversia y desacreditación del gobierno. Sin embargo, si uno analiza la diversidad de posturas, el problema de fondo yace en la falta de trabajo político.

En las pasadas semanas, el presidente se ha reunido con toda clase de personas y grupos: con analistas, políticos, representantes de los medios, estudiosos y víctimas. En cada una de esas sesiones ha habido debate e intercambios que son por demás rescatables. En un principio, los partidos y los gobernadores rechazaron participar porque, aducían, el presidente está convocando cuando se le atoró el carro y no porque realmente tenga interés por dialogar o replantear su estrategia. Al final ganó la sensatez.

Lo interesante es que si uno quita la paja y las poses, las diferencias de planteamientos no son muy grandes. Eduardo Guerrero dice que el objetivo del gobierno al iniciar el combate a las mafias del narcotráfico era el siguiente: “1. Fortalecer las instituciones de seguridad. 2. Disminuir, detener o evitar el consumo de drogas. 3. Desarticular a las organizaciones criminales. 4. Recuperar los espacios públicos.”, objetivos que parecen vinculados lógicamente  entre sí pero que “por desgracia, no es el caso”. Por su parte, Manlio Fabio Beltrones, líder del PRI en el Senado, dice que “Felipe Calderón tomó una decisión correcta: ir hasta sus últimas consecuencias en el combate a la delincuencia organizada y al narcotráfico. Es una decisión que hay que apoyar y continuar. Yo solamente digo que hay que replantear la estrategia. No es confrontando la capacidad de fuego entre el Estado y la delincuencia como vamos a resolver el problema: lo único que vamos a generar es más violencia. Debemos actuar con más inteligencia, inteligencia policiaca para dar golpes precisos, detener a los capos, secarlos en donde más les afecta: el dinero”*.

A todos les preocupan los muertos y con razón. Según Joaquín Villalobos, que luego de pasar más de 20 años en la jungla tiene algo de experiencia en estos temas, responde que “La violencia es parte inherente de una guerra y no es por sí misma una señal de lo mal que va ésta. La demanda de los opositores es razonable si se centra en exigir más eficacia, mejor coordinación interinstitucional, integralidad de los planes y acuerdos políticos en seguridad, pero es ilógica cuando demandan el fin de la violencia a toda costa porque eso es imposible”. El argumento esencial de Villalobos es que la violencia no depende del gobierno, sino que es un instrumento que los cárteles de la droga han decidido emplear para defender sus negocios. “Su combate natural es con otros cárteles, no con el Estado”. “La violencia de los cárteles contra el Estado mexicano es, por lo tanto, un recurso de última instancia porque atacar al gobierno no ayuda a sus propósitos, algo que se expresa claramente en su regla explícita de evitar ‘calentar la plaza’, es decir, evitar llamar la atención del Estado”.

El problema de fondo no reside en las definiciones sino en las diferencias políticas. Al hacer suya la guerra, exclusivamente suya, el presidente dejó al resto de los actores -políticos y gobernadores-, así como a la sociedad, en una zona de confort, sin responsabilidad alguna y con amplias oportunidades para criticar. Por eso, para que sea exitoso el llamado al diálogo, requiere compromisos y condiciones mínimas de certeza. El presidente debe ser claro de que su propósito no es meramente mediático y que hay una genuino espacio y apuesta de confianza que asegure que todas las posturas serán escuchadas y valoradas e, igualmente importante, que esta agenda no terminará contaminada de asuntos electorales. De particular importancia es construir un consenso detrás del objetivo común, mismo que se ha hecho más relevante luego de los secuestros de periodistas. Sin embargo, ningún diálogo podrá prosperar a menos que concluya con una división de responsabilidades, particularmente entre la federación y los gobernadores.

Stratfor, una institución de profesionales de inteligencia en EUA, afirma que “una de dos cosas tiene que ocurrir para reducir la violencia a niveles políticamente tolerables: una entidad de tráfico de drogas tiene que dominar o una alianza (o entendido) entre las demás organizaciones debe lograr un equilibrio de poder. Cualquiera de los dos resultados tendría por consecuencia el fin de las guerras por territorio, lo que dejaría al ganador o ganadores la posibilidad de enfocarse a su objetivo esencial: generar grandes sumas de dinero”**

Gustavo Flores Macías argumenta que la estrategia del presidente no podrá ser exitosa sino hasta que logre dos condiciones  previas: fortalecer la posición fiscal del gobierno y sumar a la población detrás de sus esfuerzos. A diferencia de Colombia, dice Flores, el gobierno mexicano no ha llevado a cabo una reforma fiscal significativa, no ha avanzado en la rendición de cuentas ni ha lanzado una campaña contra el consumo de drogas, todos ellos factores clave en la estrategia colombiana. En la medida en que Uribe transparentó las cuentas fiscales, la población comenzó a tener confianza en su proyecto y estuvo dispuesta a apoyarlo. Su principal éxito, dice Flores, residió en el hecho de que la población se sumó detrás del presidente porque se convenció de que el esfuerzo era real y que el combate no tenía una lógica partidista.***

Es encomiable que el presidente abra a debate el tema que ha dominado su sexenio y que lo haga con franqueza. Las posturas que escuchó y sus propios argumentos en esos foros muestran que hay una enorme efervescencia en la sociedad mexicana. Y no es para menos: el tema domina los medios y la violencia acosa a la población. En lo más fundamental, la gente quiere saber qué se propone el gobierno en esta guerra y cuál es la medida de éxito. No es mucho pedir.

A juzgar por los expertos, parece evidente que la clave del éxito reside en la fortaleza intrínseca del gobierno y del apoyo popular con que cuente. Ambos son debatibles en la actualidad. No me queda duda de que el mejor legado que el presidente podría dejar tiene menos que ver con su sucesor que con el andamiaje necesario para ganar esta guerra porque la alternativa es peor de lo que cualquiera podría imaginar. Pero la precondición es que éste sea su tema, es decir, que convenza a sus interlocutores de que el objetivo es la seguridad pública y no la sucesión presidencial.

 

*Nexos, Agosto 2010-08-05

** http://www.stratfor.com/analysis/20100802_mexico_security_memo_aug_2_2010

*** http://www.nytimes.com/2010/07/30/opinion/30flores-macias.html?_r=1&partner=rss&emc=rss&pagewanted=print

 

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Emigración

Luis Rubio

Dice una vieja conseja que uno debe tener cuidado con lo que desea porque en una de esas y se convierte en realidad. En el caso de la migración de México hacia Estados Unidos, México ha sido extraordinariamente enfático en la urgencia de que se legalice a la población de origen mexicano que vive y trabaja en aquella nación. Se trata de un tema complejo en el que se entrelazan factores de realidad económica con los de justicia, legalidad y soberanía. El riesgo es que la legalización acabe siendo mucho menos benigna de lo que se anticipa.

La migración de mexicanos hacia EUA tiene muchas aristas pero no es un tema nuevo. Desde mediados del siglo XIX, con la construcción de su sistema ferroviario, comenzaron a crearse oportunidades de empleo en aquel país. Muchas cosas han cambiado desde entonces, pero algunas siguen siendo iguales y vale la pena analizarlas.

  • Lo primero que es evidente, pero que con frecuencia se ignora, sobre todo del lado norteamericano, es que existe un mercado de trabajo que funciona de manera casi perfecta: hay demanda de empleo allá y hay personas dispuestas a emplearse aquí.  Una enorme proporción de quienes emigran ya tiene los contactos previos para el empleo al que llegarán, lo que ilustra lo eficiente que es el mercado. Mucho más sugerente, la tasa de desempleo entre los ilegales o indocumentados es mucho menor a la de la población estadounidense, lo que demuestra que los migrantes no van para ver si encuentran un empleo, sino que toman su decisión en función de una expectativa razonable de que lo tendrán. Los flujos migratorios suben y bajan según la demanda de empleo.

 

  • En México se desprecia y asigna poca relevancia al hecho del quebranto legal que implica la migración: la entrada ilegal a EUA no es un derecho. Todos los migrantes que cruzan la línea fronteriza por un lugar distinto a una garita ante una autoridad migratoria estadounidense saben que están haciendo algo ilegal. No hay vuelta de hoja. El problema es que la concepción de la ley y la legalidad es muy distinta en las dos naciones. Allá la ley es el fundamento de la interacción y convivencia social en tanto que aquí la ley es uno más de los muchos factores que caracterizan al marco social y político. Para el mexicano la ley es más un deseo que una norma de cumplimiento obligatorio. Aquí, como tantas veces remarcó Octavio Paz, se enfrentan dos mundos cuyas raíces y percepciones son radicalmente opuestas.

 

  • Independientemente de su situación legal, las comunidades de migrantes que se establecen en aquel país echan raíces y, con el nacimiento de sus hijos, crean realidades legales que complican cualquier solución y con frecuencia producen dramas terribles. En ocasiones, como cuando se da una redada que lleva a la deportación de algunos individuos, los hijos quedan en un limbo que resulta no sólo doloroso, sino extraordinariamente difícil de resolver.

 

  • Antes, el migrante típico venía de comunidades pobres, con frecuencia estaba desnutrido y, años después, acababa heredando enfermedades estadounidenses como la diabetes y las relacionadas con la obesidad. Hoy la situación ha cambiado: muchos migrantes llevan consigo enfermedades como aquéllas pero enfrentan una enorme dificultad para atenderse porque los servicios de salud sólo tratan a estas poblaciones en casos de emergencia.

 

  • En términos políticos, el gobierno mexicano por décadas se desentendió del asunto porque, aunque en la práctica lo entendía como una política de empleo, no quería asumir los costos políticos que esa realidad entrañaba para la relación bilateral. Con el argumento de que el mexicano tiene derecho a entrar y salir libremente del país, los políticos mexicanos pretendían que podían beneficiarse del empleo y las remesas sin pagar costo alguno. Con el TLC se reconoció el hecho de la migración pero se supuso que el crecimiento de la economía mexicana resolvería el asunto. Hoy, con una enorme población mexicana en aquel país, ningún político mexicano se puede dar el lujo de desentenderse del tema. El problema es que sigue pretendiéndose que es un asunto estadounidense y que México es un actor inocente en el proceso.

 

  • No es casualidad que en los últimos veinte años se haya dado una enorme burbuja migratoria: todo comenzó con la política de crecimiento demográfico que promovió el gobierno de Echeverría, misma que acabó produciendo alrededor de 20 millones de mexicanos más de los que hubieran existido de seguir la tendencia histórica. Ese número casi empata la población que ha migrado.

 

  • La realidad política estadounidense ha cambiado: diversas circunstancias que van desde la recesión hasta la caída de los niveles de ingreso familiar y el creciente conflicto político interno, han provocado que los niveles de tolerancia hacia la ilegalidad hayan disminuido drásticamente. Más de la mitad de los estadounidenses apoya el tipo de legislación que aprobó el estado de Arizona. Al mismo tiempo, un 60% quiere resolver la situación legal de los que ya están allá. Muy pocos se preguntan qué pasaría si dejara de haber oferta de jardineros y sirvientas en sus casas. Pero el hecho político que nadie puede ignorar es que el nivel de tolerancia ha disminuido.

 

  • Hace años los migrantes cruzaban asistidos por coyotes que eran, en algún sentido, «empresarios» en sí mismos. Hoy se trata de organizaciones criminales que reúnen armas, personas y drogas. Nada de eso ayuda a las percepciones que se forjan allá sobre el tema.

Una potencial legalización de muchos de los mexicanos que hoy residen sin documentos en EUA transformaría sus vidas y les abriría un extraordinario horizonte de desarrollo. Sólo por eso es válido el esfuerzo. Sin embargo, hay que entender las implicaciones.

El costo de dicha legalización sería doble: por un lado, es impensable que se pudiera aprobar algo allá sin un acuerdo bilateral, con el compromiso explícito del gobierno mexicano a regular los flujos y a obligar a los mexicanos a cruzar por las garitas establecidas para ese propósito. Con eso, la migración dejaría de ser una opción real más que para un puñado de personas, todas ellas con visa.

Por otro lado, la consecuencia de lo anterior es que el gobierno mexicano se vería ante la inexorable necesidad de reformar nuestra economía para acelerar su crecimiento y crear empleos. Es decir, todo lo que por décadas se ha evadido. Ahora si, en ausencia de la válvula de escape, la presión sería en serio.

La exigencia de que EU resuelva el tema migratorio es loable, pero su implicación sería la de obligar a nuestro establishment político a entrarle a los temas de fondo y a afectar intereses de todo tipo. Nada es gratis.

 

 

La eterna lucha

Luis Rubio

La historia del México independiente, decía Edmundo Ogorman, es la lucha permanente entre la tradición y la modernidad. Cada época ha tenido sus manifestaciones específicas: en el siglo XIX los temas eran federalismo vs. centralismo y república vs. imperio; en el siglo XX los temas incluyeron cercanía vs. distancia respecto a EUA y centralismo vs. descentralización. En 2006 los ciudadanos fuimos testigos del desencuentro entre las dos tradiciones en una confrontación electoral que resumió los mismos temas de siempre en nuevas formas: función del gobierno en el desarrollo, TLC, gasto y deuda. Los temas cambian pero la contraposición persiste.

Hoy el contraste se puede apreciar en todos los ámbitos: reelección, partidos políticos y la relación entre el ejecutivo y el legislativo. Lo mismo es cierto en el debate en materia de política exterior sobre si enfatizar la relación con el norte o con el sur, en profundizar o reducir la vinculación económica con Norteamérica y en el manejo de los impuestos. Como insistía repetidamente Octavio Paz, el tema que subyace a todo es si ver hacia adelante y hacia afuera o hacia el pasado y hacia dentro.

La sociedad mexicana está dividida: una parte ve con añoranza los logros de otros, otra se refugia en un pasado que conoce. Las crisis de las décadas pasadas y la descomposición que aqueja a la sociedad y a la política contribuyen a la sensación de muchos en el sentido de que todo lo nuevo es malo. Otros, en sentido contrario, afirman que es necesario romper con las ataduras para acelerar el paso y darle una salida, y viabilidad, a todas esas expectativas tantas veces hechas pedazos.

¿Qué será mejor? Los defensores de la tradición hacen una argumentación plausible y razonable: la población, nos dicen, no quiere más impuestos, rechaza la reelección e, independientemente de que no los respete mucho, se considera satisfecha de la forma en que votan los legisladores al rechazar cualquier cambio. Al mismo tiempo, mantener el statu quo implica preservar la pobreza y las enormes desigualdades que nos caracterizan. Por su parte, los defensores de la modernidad observan a muchos mexicanos migrar hacia EUA en busca de una mejor vida, estudian las motivaciones del ciudadano común y corriente y proponen medios para transformar la vida de la población. El problema es que el avance de las medidas que proponen implicaría, incluso si son exitosas, difíciles y costosos ajustes en la vida cotidiana.

La gran pregunta es cómo conciliar posturas tan encontradas. En lugar de una suma de posturas, la historia de cambios, desde el choque entre liberales y conservadores hace ciento cincuenta años hasta la contraposición partidista actual, ha sido una lucha de imposiciones. En el desarrollo del país no ha habido el equivalente de un sincretismo que permita sumar, apaciguar y conciliar. ¿Será posible lograr una gran sumatoria, de hecho, una reconciliación?

De que la población tiene un gran apego a la tradición nadie puede dudar. Lo que no es obvio es si ese apego es producto de un deseo de permanecer inerte o si, más bien, constituye una respuesta al miedo a cambiar y, en particular, a los traumas que nuestra historia -guerras, revoluciones, crisis financieras- han dejado a su paso. Una revisión histórica sugiere que el obstáculo reside en el miedo a repetir cambios malogrados y no las costumbres arraigadas. Además, no es posible ignorar el hecho tangible de que toda clase de intereses se esconden detrás del pasado como excusa para no cambiar y mantener su propia legitimidad. Usted, lector o lectora, escoja el uso y costumbre, sindicato o poder fáctico favorito como ejemplo.

En una era del mundo en que la televisión ha hecho ubicuas las comodidades y lujos de le vida cotidiana, el mexicano tendría que ser el único ser terrenal que rechaza una vida mejor como propósito. Por suerte tenemos prueba irrefutable de esta realidad en la evidencia que arrojan millones y millones de migrantes muchos de ellos originarios de los pueblos más pobres y más sometidos, como los oaxaqueños- que salen del país para intentar satisfacer no sólo las necesidades más inmediatas, sino sus expectativas.

Parece claro que el conservadurismo del mexicano es producto más de su experiencia que de sus anhelos: malas reformas y crisis que se convierten en un subconsciente colectivo que rechaza cualquier cambio no porque el cambio sea necesariamente malo, sino porque muchos cambios han sido muy costosos y los que los llevan a la práctica peores. ¿Por qué había de confiar un ciudadano común y corriente en cambios que promueven quienes llevan décadas depredando del statu quo?

Suponer que el mexicano se apega a la tradición y al pasado porque esa es su naturaleza entraña una profunda arrogancia, el desprecio de quien asume que la población es una masa inerte y no gente inteligente capaz de discernir por cuenta propia. Toda la evidencia muestra lo contrario: el mexicano trabaja duro, frecuentemente contra la corriente. Desde luego que hay muchas tradiciones que representan una historia y una forma de ser y su preservación, como en tantas otras sociedades con un pasado grandioso, debe ser parte integral de cualquier proyecto modernizador.

Quizá la mayor falla de nuestro sistema político ha sido su incapacidad para sumar no sólo a grupos políticos, sino a la sociedad en su conjunto. La estabilidad que se logró en el siglo pasado fue producto de una gran capacidad de acción política, pero también de una era del mundo más simple y controlable (donde la dimensión internacional era irrisoria) y, no menos importante, de una disposición del gobierno a someter, por cualquier medio, a cualquier oposición. El futuro ya no puede ser así: habrá que desarrollar una capacidad de gobierno para la realidad política de hoy, muy distinta a la del pasado. Y esa capacidad tendrá que responder en igual medida a la creciente obstrucción que representan grupos de interés particular así como personas, entidades e instituciones cuyos objetivos o lógica es la de avergonzar a los gobernantes, transparentar procesos, imponer su agenda o activar poblaciones diversas.

En el fondo, la lucha entre tradición y modernidad refleja la ausencia permanente de certidumbre. Así como las guerras civiles del siglo XIX llevaron a la población a atrincherarse, las crisis de las últimas décadas fomentaron un rechazo absoluto a cualquier cambio. Lo que la gente quiere es certidumbre y claridad de rumbo; una población que cuenta con ambos siempre apostará por el futuro. Nuestro problema no es de tradición sino de ausencia de liderazgo y de la certidumbre que éste tendría que aportar.

 

Emprendedores

Luis Rubio

México solía ser un país de emprendedores. Desde el mercado de los aztecas hasta los vendedores a la mitad del periférico, el instinto del mexicano siempre ha sido el de tener y manejar un negocito. El conjunto de negocios, chicos y grandes, generaba grandes beneficios: se creaba riqueza, la población veía el futuro con optimismo y sabía que su porvenir dependía de su esfuerzo. Por siglos, toda clase de gobiernos y circunstancias algunas buenas, otras muy malas- encontraron la forma de hacer posible que viviera y fructificara el empresariado. Pero en las últimas décadas, comenzando en 1970, el país se ha burocratizado tanto que ha logrado minar no sólo a las empresas, sino sobre todo el espíritu emprendedor que yace de manera natural en el mexicano.

De un país de emprendedores natos, pasamos a ser un país de derechohabientes, y esto aplica desde el más modesto campesino hasta el empresario más encumbrado. De un país de dueños de empresas y negocios, pasamos a ser uno de empleados y demandantes de subsidios; de un país dedicado al crecimiento de la economía pasamos a un país de demandantes: derechos más no obligaciones. Todo esto ha minado la función principal de la economía y yace en el corazón de nuestro problema de crecimiento.

El problema de México es de generación de riqueza, no de empleos, pobreza, petróleo o impuestos. Es decir, el problema de México es que no se genera suficiente riqueza y esa es la función de los empresarios. Sin embargo, todo en el país está enfocado en sentido opuesto: a la extracción de impuestos, al subsidio de la pobreza y a la permanente burocratización del petróleo. En lugar de promover la actividad empresarial la generación de riqueza- nuestros gobiernos se desviven por construir obstáculos en la forma de regulaciones, normas, leyes y todo tipo de barreras que no hacen sino complicarle la vida al emprendedor, a la vez que generan un clima de incertidumbre para invertir. Se apuesta a lo que existe y no a un futuro mucho mejor.

La investigación empírica demuestra que cuando existe confianza en la permanencia de las reglas, impuestos bajos, seguridad pública y patrimonial y estabilidad macroeconómica, surgen empresarios que generan riqueza y contribuyen decisivamente a la generación de empleo y la disminución de la pobreza. La lógica es bastante simple, pero en México ha sido trastocada y pervertida.

Si uno observa el pasado, antes existía una serie de condiciones que conformaban un entorno propicio para el desarrollo empresarial. Ante todo, no existía la burocratitis aguda que hoy es la característica natural del gobierno: los funcionarios públicos no vivían atemorizados de decidir y eso les permitía actuar. Antes el gobierno se salía de su camino para preservar las reglas del juego y evitar cambios súbitos. Hoy en día las reglas cambian cada día: cuando no se instalan nuevas regulaciones aparece una nueva miscelánea fiscal.

Otro cambio, nada menor, ha sido la transformación de la presidencia. Antes la palabra del presidente era ley; hoy nadie se da cuenta de lo que dice o decide el presidente. En un país de instituciones débiles, la fortaleza que confería la palabra presidencial igual cuando la respuesta era sí que no- creaba un entorno de claridad, al menos sexenal, imposible de substituir. Es evidente que un país moderno no puede vivir de la palabra de un individuo y por eso la democracia ha sido un reclamo tan importante. Sin embargo, no hemos podido migrar de la presidencia absoluta a un entorno institucional fuerte que le confiera certidumbre a la ciudadanía en general y a los empresarios e inversionistas en lo particular. Nos quedamos en la jungla burocrática, y peor: ahora no sólo nadie puede decir sí, sino que hay una infinidad de intereses capaces de movilizarse para impedir cualquier cosa.

En contraste con los países asiáticos, en México nunca existió una verdadera estrategia de desarrollo empresarial. Las naciones asiáticas más exitosas crearon alianzas desarrollistas, pro-capitalistas que fomentaban el desarrollo de las empresas a la vez que las forzaban a competir en los mercados abiertos del mundo. En nuestro caso no existió la competencia ni la alianza ni la legitimidad capitalista. El gobierno actuaba bajo una concepción corporativista que permitía el funcionamiento de las empresas porque se les veía como algo necesario: la generación de riqueza. Sin embargo, a partir de los setenta esa concepción cambió y todo el entorno de negocios se deterioró. El maniqueísmo echeverrista minó lo poco que sí funcionaba y que, a la fecha, no se ha logrado restaurar. En lugar de Galileos, la estrategia gubernamental pasó a promover inquisidores.

La consecuencia de lo que hemos vivido a partir de 1970 es que el peso del gobierno es cada vez mayor en la actividad empresarial pero los funcionarios que deciden son cada vez más ajenos a la dinámica que afecta a las empresas. Los jóvenes ya no ven en la actividad empresarial una carrera promisoria o deseable, prefiriendo ser empleados y, muchos de ellos, empleados públicos para que me pongan donde hay. Antes los negocios tendían a ser instituciones familiares en que todos los integrantes participaban activamente en el proceso; quizá con excepción de la economía informal y los negocios más pequeños, esto ha dejado de ser la norma. Aunque muchas empresas sean propiedad de una familia, las familias se involucran cada vez menos, optando por el consumo y por la cercanía con la burocracia como medio normal de vida. En una palabra, hemos caído en un mundo en el que es más rentable esperar un cheque que generarlo.

Naciones como China y Brasil ilustran algo crítico tanto para la generación de riqueza como para el desarrollo de empresas viables: ninguna de esas naciones ha logrado construir un estado de derecho consolidado que se asemeje a lo que existe en Suiza o el Reino Unido. Lo que sí han logrado, y que constituye un contraste dramático con el México de hoy, es conferirle certidumbre a los empresarios e inversionistas. Eso lo tuvimos hasta los sesenta pero se evaporó y no ha logrado reconstituirse.

En una visita a México hace años, el estudioso Michael Novak decía que en México hay muchos libros sobre pobreza y subdesarrollo, pero que, por importante que sea entender eso, lo verdaderamente trascendente es entender las causas de la riqueza, porque eso es lo que nos hace falta. Nuestro modelo económico está patas para arriba y requiere una redefinición radical. La retórica maniquea contribuye a lo contrario: lo que urge es un impulso decidido a la promoción de un empresario competitivo y que compita.

 

Presidentes

Luis Rubio

Todos los presidentes se creen destinados a cambiar el futuro y dejar un legado de dimensiones históricas. Sin embargo, muy pocos, en el mundo entero, lo logran. La contradicción entre los grandes planes y ambiciones con que comienza un periodo gubernamental y la pobreza con que suelen terminal es patente. Pero la causa de la contradicción es menos clara.

Inevitablemente, los planes iniciales rápido chocan con la terca realidad y el periodo gubernamental, que parece largo al inicio, pronto se convierte en una vorágine de problemas cotidianos que absorben a los gobernantes de una manera casi fatal, al punto el tiempo se evapora y la perspectiva se torna confusa. De pronto, el presidente comienza a preocuparse por el legado que dejará y cada vez más, por la forma en que concluirá su periodo. Ese momento se torna crucial: atrás quedaron los grandes objetivos y lo único importante es cerrar bien. Lamentablemente, para entonces es difícil comprender la diferencia entre lo deseable y lo posible. Lo necesario es recapacitar para construir lo mejor que se pueda en el poco tiempo que queda, pero eso no siempre es fácil y los riesgos se comienzan a apilar.

El problema es generalizado. Nadie puede imaginar que presidentes tan ambiciosos y grandilocuentes como Echeverría, Menem, Bush (W) o Salinas planearon acabar tan mal como lo hicieron. Terminaron mal porque sus planes no eran realistas o porque perdieron contacto con la realidad. Todos estaban seguros que tendrían un final feliz y no vieron más allá de su retórica. La realidad acabó siendo otra. Lo más increíble es que ni siquiera tuvieron la capacidad para comprender el efecto que las circunstancias tendrían sobre su propio futuro personal.

La realidad acaba mal por muchas razones, pero la principal es el dogmatismo. Los presidentes se aferran a sus planes y convicciones y se rodean de gente que no hace sino empinarlos. Adrián Lajous, ese gran funcionario de otros tiempos, capturó la esencia: El presidente vive aislado detrás de un muro de cinco metros de altura. Los escogidos que entran a Los Pinos suelen llegar con el pulso alterado y el aliento entrecortado. Muchos se acercan al presidente encorvando los hombros y secándose el sudor de las manos. La mayoría trata de adivinarle el pensamiento para decirle lo que quiere oír. Lee en la prensa que es un genio. Cuando sale de Los Pinos, le sueltan palomas, le avientan confeti, le tocan el Himno Nacional y hasta disparan veintiún cañonazos en su honor. Este grado de obsecuencia le llega a distorsionar un poco la visión hasta al más realista.

Lo interesante es que hay presidentes que acaban bien, o razonablemente bien, circunstancia que lleva a preguntar qué es lo que hicieron distinto. Parte de la respuesta sin duda tiene que ver con la personalidad de cada individuo. En Brasil, por ejemplo, Collor de Mello acabó muy mal en tanto que Cardoso se dedicó a transformar estructuras con ánimo de construir un mejor país en el largo plazo. Un poco como Zedillo en México, Cardoso acabó bien pero sin pena ni gloria. Sin embargo, ambos han crecido en estatura en el curso del tiempo porque se preocuparon más por el futuro de su país que por el propio. Ambos le entregaron el gobierno a un partido distinto al suyo sin necesariamente proponérselo. Independientemente de la grandeza o pequeñez de sus logros, sus gobiernos terminaron bien por una sola razón: porque no se aferraron a lo que existía o a sus propios dogmas personales o partidistas. En el caso de Brasil, Lula continuó la estrategia iniciada por Cardoso, dándole las enormes oportunidades que ahora está cosechando.

Lo que coincide en quienes han terminado con saldos positivos es que siguieron una lógica constructiva y abandonaron el propósito de que su partido o delfín preserve el poder; su lógica fue la de avanzar objetivos sustantivos que a la distancia acrecientan su valía. Vencieron la tentación de ser presidente del país para servir objetivos partidistas y superaron rencores y agravios históricos frente a adversarios políticos: tomaron decisiones clave para los ciudadanos. Es decir, los exitosos son aquellos que procuran un liderazgo capaz de inspirar, pero también escuchar y brindar confianza a sus interlocutores.

Acaban bien quienes construyen apoyos y consensos en torno a sus proyectos, a la vez que saben adaptarse y cambiar de dirección cuando se atora la carreta. Ninguna de las dos cosas es fácil y menos cuando las circunstancias son difíciles. Clinton inició su gobierno con grandes proyectos pero, cuando fue reprobado en las elecciones intermedias, de inmediato dio la vuelta: de haberse aferrado a su estrategia inicial, lo más probable es que habría terminado siendo un presidente de un solo periodo. Maestro del pragmatismo, Clinton comprendió que había que virar y acabó robándole la agenda a sus contrincantes, logrando un excepcional éxito económico y político. Su secreto fue ver hacia el futuro en vez de a la siguiente elección.

Estamos ante el umbral del último tercio del gobierno del presidente Calderón. La tesitura, luego del más reciente resultado electoral, no podía ser más clara y ominosa. Los dos años que restan del sexenio podrían igual ser el comienzo de una nueva era de transformación que dos laaaaargos años de parálisis, rijosidad y conflicto. Como alguna vez dijo Einstein, es demencial esperar resultados distintos si se insiste en hacer lo que no ha funcionado. El presidente Calderón tiene que decidir si va a intentar algo distinto (me refiero a la política, no a las drogas), susceptible de arrojar mejores resultados en lo que le queda del sexenio o aferrarse al mismo equipo de personas y a las mismas políticas que no han tenido efectos positivos para sus programas, para su partido o para sí mismo. Evitar que gane el PRI no puede ser una estrategia de gobierno y su costo sería inconmensurable.

Dos años parecen pocos, sobre todo porque incluyen toda la parafernalia de la contienda presidencial. Sin embargo, hay muchos países, como Australia, donde el periodo de gobierno es casi tan corto. Desperdiciar este tiempo en más de lo mismo constituiría un verdadero crimen, además de harakiri para el propio presidente. Los próximos dos años en nuestro país son la última oportunidad para construir una institucionalidad que permita ir acercándonos más a naciones como Chile, donde la alternancia de partidos en el gobierno no se traduce en caos o venganzas interminables. Mejor forzar al PRI a un régimen institucional que tratar de impedir su retorno, mejor acabar con la perversa lógica de reinventar al país cada seis años y heredarle el gobierno a los cuates.

 

¿Error del PRI?

Luis Rubio

Viendo los resultados electorales recientes, cualquiera pensaría que el PRI -o algún ex priísta- va en caballo de hacienda. La gran pregunta es hacia dónde va. No es ésta una pregunta ociosa: el PRI forjó a los mejores operadores políticos que existen en el país pero el récord de su desempeño deja mucho que desear. En estos días demostraron que pueden ganar elecciones independientemente del partido que los postule pero no han demostrado que entienden cómo cambió el mundo y que, por lo tanto, son capaces de gobernar en esta era. El partido y su cultura fueron creados para mantener a una minoría elitista en control y se distinguió por estabilizar al país y crear una base de orden y crecimiento económico que duró casi cuarenta años. Sin embargo, a mediados de los sesenta los gobiernos priístas perdieron el rumbo y nunca lo recuperaron. Las crisis que ha vivido el país desde entonces, incluyendo la falta de visión para conducir una transición política robusta, se le deben enteramente a esa cultura, que hoy no se limita sólo al PRI. A dos años de la próxima elección presidencial, los priístas harían bien en considerar para qué quieren regresar.

Las elecciones recientes sugieren que gobernará al país un priísta, pero no necesariamente uno el PRI. Unos priístas, los de las formas faraónicas, están demasiado preocupados con retornar para pensar en el contenido; los ex priístas que ascienden en la jerarquía de otros partidos y sus alianzas son más flexibles y entienden la dinámica de la competencia pero tampoco muestran una comprensión de los retos que experimenta el país.

Cualquiera que sea su color partidista, el priismo está ensoberbecido porque, por fin, comienza a vislumbrar una sonrisa en la famosa rueda de la fortuna. Menos obvio es que esté preparado para hacer una diferencia: les pasa un poco lo que decía Louis Ferdinand Céline, un literato francés, cuando afirmaba que todos son culpables menos yo. El problema del priismo ascendiente no es el envalentonamiento que surge del panorama nacional sino el haber optado por ignorar su propia realidad e historia. La verdad es que las dos administraciones panistas le han hecho muy simple su trabajo, quizá demasiado fácil.

En lugar de confrontar las razones de su derrota en 2000, el priismo ha venido navegando de muertito, confiando que la marea tarde o temprano comience a cambiar. Esa manera de proceder no contribuye a crear el marco mental necesario para gobernar con efectividad. Nadie podría dudar de las habilidades políticas de muchos priístas, pero el mundo, y sobre todo el desarrollo, no está hecho sólo de operaciones coyunturales sino de estrategias de largo aliento y en eso el priismo no ha cambiado nada: sigue proponiendo lo que fracasó en los setenta pero ahora con mucho mayor intensidad.

En su trabajo legislativo, los priístas en el PRI, PAN o PRD- se han destacado por su insistencia en soluciones estatistas. Por ejemplo, mientras que el mundo se mueve hacia la promoción de los llamados start ups, empresas tecnológicas susceptibles de crear riqueza y desarrollo en formas desconocidas bajo el viejo paradigma industrial, los priístas se concentran en la promoción de un consejo económico y social, un ente elefantiásico en el que se reunirían los viejos sindicatos, empresarios y gobierno para asegurar que se preserve la economía vieja, esa que no tiene ninguna posibilidad de generar riqueza futura. Sus propuestas para modificar el marco regulatorio, comenzando por el de la competencia, se reducen a crear un nuevo espacio de control, ahora sobre las grandes empresas. El paradigma del control sigue tan vivo como si estuviéramos en la era cardenista y el mundo se encontrara en la antesala de la segunda guerra mundial.

El problema con los priístas no es, como dijera Talleyrand respecto a la nobleza francesa luego de la revolución, que no han aprendido nada ni olvidado nada, sino que no se han preparado para el tipo de país al que retornarían. Su paso por la oposición los ha envalentonado pero no los ha preparado para el país en que México se ha convertido. Su desempeño en el poder legislativo y a nivel estatal los muestra enclaustrados en sus mismas formas, ideas y soluciones; prácticamente ninguno repara en el hecho de que perdieron porque la población estaba harta de sus fracasos, excesos y derroches, pero sobre todo por el estancamiento que vive el país desde hace casi cinco décadas. La noción de que todo se resuelve volviendo a hacer lo que ya fracasó una y otra vez es risible, por decir lo menos.

La derrota del PRI ahora también en Puebla y Oaxaca- cambió al país en al menos un sentido fundamental: hizo posible la transición de los mexicanos de súbditos a ciudadanos. Se dice fácil, pero el fin de los controles priístas transformó al país de una manera mucho más profunda de lo que parecería a primera vista. Un futuro gobierno encabezado por un priísta seguro trataría de restablecer la red de controles y de re centralizar el poder una vez más pero, a menos de que contrate al señor Pinochet como operador, no le será fácil. El cambio es profundo y real. Los gobiernos panistas podrán haber sido limitados e incompetentes, pero estaban lidiando con un animal muy distinto: una ciudadanía liberada y un marco carente de instituciones funcionales. Lo primero se le debe a la población, la ausencia de estas últimas se le debe enteramente al PRI.

Con pequeños momentos de excepción, si algo ha caracterizado al PRI y al priismo como gobierno y como oposición desde que el país entró en la serie de interminables crisis a partir de la caída de las exportaciones de maíz en 1965, es su extraordinaria constancia: siempre ha estado fijamente orientado al pasado. La excepción temporal fue el gobierno de Salinas que forzó al país a ver hacia afuera y hacia adelante, pero las contradicciones que surgieron entre su proyecto de desarrollo y sus intereses familiares fortalecieron y regeneraron al viejo PRI. De intentar perseverar por la misma senda, un potencial gobierno de corte priista en el 2012 muy rápido se encontraría con la cruel realidad: ya no es posible controlarlo todo y las soluciones no se encuentran en el pasado. A México le urge una estrategia de desarrollo que sea consistente con nuestra realidad geopolítica, con el cambio en las estructuras productivas del mundo y con las necesidades y aspiraciones de los mexicanos.

Lo que el priismo si trae a la mesa es una excepcional capacidad de operación política. Si quieren sus integrantes reiniciar una era de gobiernos tipo priísta, tendrían que emplear esas dotes para un proyecto de futuro porque el del pasado ya se murió.