El poder ¿para qué?

Luis Rubio

Todos los presidentes se sienten destinados a cambiar el mundo. Muy pocos, de hecho casi ninguno, lo logra. Sin embargo, este hecho comprobable nunca ha servido para convencer a los aspirantes a la presidencia y menos a los que ya llegaron y se sienten omnipotentes una vez ahí. Pero el problema no reside en el deseo de cambiar al mundo, legítimo en sí mismo, sino en el hecho de que la mayoría de los presidentes cree que el mero hecho de sentarse en la silla conlleva un cambio en la realidad. La historia demuestra que no es así: el poder no es para guardarse o acumularse sino para emplearse porque no hay nada más fútil, nada más efímero, que el poder presidencial.

Mi impresión de cuatro décadas de observar a ocho presidencias es que cuando un presidente se sienta en la silla y, sobre todo, cuando consolida su poder, siente que el mundo le debe la vida y que “ya la hizo”. Nada puede impedir su triunfo y lo único que falta es que la realidad comience a evidenciar un cambio radical. La historia demuestra que los sueños de grandeza son sólo eso: sueños. Todo el resto es trabajo duro. Lamentablemente, muy pocos presidentes se percatan de que el poder es para emplearse y por eso pocos logran su cometido.

Hace años visité una exhibición del Faraón Tutankamón. Ningún grupo de soberanos jamás gozó de la ilusión de un poder más grande. Ramsés II reinó por 66 años: a juzgar por las imágenes de poder, las pirámides y los enormes monumentos en Luxor y Abu Simbel el poder fue enorme pero no quedó nada más que eso. Todo ese poder se desvaneció y todo lo que quedó, siglos después, es un país pobre sin muchas oportunidades de desarrollo. A la salida recuerdo haber pensado en la futilidad el poder, en la impotencia que, a final de cuentas, éste representa.

A Napoleón Bonaparte no le fue mucho mejor. En el verano de 1812 encabezaba un ejército de más de un millón de hombres que se enfilaba hacia las puertas de Moscú. Tres años más tarde se encontraba desperdiciando su vida en la isla de Elba. En 1940 Hitler comandaba el ejército más poderoso del mundo; en 1945 se quejaba de que sólo Eva Braun y su perro se mantenían fieles. Al final de su vida, según la historia que cuenta su médico, el doctor Li Zhisui, Mao era una figura patética que ya no inspiraba autoridad alguna. La historia está saturada de hombres poderosos y frustrados.

Es aleccionador observar que, en las últimas décadas, el único presidente mexicano que destaca por haber sobrevivido el oprobio de la historia y la reprobación generalizada de la población es el menos ambicioso de todos. El único presidente que ha logrado el respeto de la población es quien se dedicó en cuerpo y alma a un conjunto de objetivos limitados pero realistas: atendió los problemas del momento, dejando los sueños de grandeza y trascendencia histórica en el closet. Ernesto Zedillo quizá pudo haber apuntado hacia algo más grande pero, con la perspectiva que permite el tiempo, es el único que logró lo que se propuso y es ampliamente reconocido por ello. No es poca cosa y menos cuando se le compara con el resto.

La grandeza del poder no se encuentra en los símbolos, las apariencias o los acólitos gratuitos sino en los resultados de su ejercicio. Como dice el dicho, el año más difícil de la presidencia mexicana es el séptimo porque es en ese momento cuando comienza la realidad. Es en ese momento cuando el presidente recién salido comienza a otear el mundo como es y no como lo imaginaba. Los presidentes que resaltan son aquellos que voltean y pueden observar al menos un legado respetable. De los ocho que me ha tocado ver en persona sólo uno pasa la prueba. La historia sugeriría que es imperativo aprender del pasado la necesidad de evaluar el poder con humildad, como algo pasajero y, en última instancia, efímero. El poder no es lo que se tiene sino lo que se hace con él.

El punto no es negar el valor o trascendencia del poder, sino observar tanto sus limitaciones como sus posibilidades. Un presidente poderoso puede hacer un enorme bien, pero también un enorme mal. Los que son exitosos son aquellos que aceptan la realidad como es y emplean su poder para aprovecharla y sacarle todo el beneficio posible. En esta era del mundo y del país, la realidad se mide por dos cosas muy simples: el grado de institucionalización del poder y de la sociedad y el crecimiento de la productividad. Podría parecer pueril disminuir todo el poder presidencial a estos dos elementos, pero no se trata de algo trivial: esos son los factores que podrían transformar a México. Un presidente que lograra incidir favorablemente en ellos transformaría al país y, con ello, lograría el legado que ha sido imposible para siete de los últimos ocho presidentes.

La institucionalización del país es una promesa que se remonta a Plutarco Elías Calles, el primer presidente que entendió la necesidad de lograrlo pero, como el niño pequeño que sabe lo que no se debe hacer pero lo hace de todas maneras, prefirió el beneficio del poder, así acabara siendo efímero, que el de la institucionalización. Institucionalizar implica limitar los poderes del presidente, razón por la cual casi ninguno lo ha promovido. La paradoja es que sólo un presidente poderoso puede avanzar una agenda de institucionalización.

Baste observar el penoso espectáculo que ofrecen entidades como el IFE, el IFAI y varios de los organismos de regulación económica para reconocer que el país no ha logrado la institucionalización de sus principales funciones ejecutivas. Presumimos de ello pero todos sabemos de la fragilidad de lo que se ha construido. La tentación obvia sería acabar con el concepto e imponer a sacristanes confiables. Lo que hay que hacer es nombrar a funcionarios públicos dedicados y comprometidos con el Estado, no con el gobierno. Personas intachables que no se dedicarán a cuidar su nombre y espalda sino el éxito de su función. Personas que no cederán ante la presión de la autoridad superior.

En el ámbito económico no se requiere ser un científico espacial para saber que el factor de éxito se llama productividad. Todo lo que contribuye a su crecimiento debe ser bienvenido, todo lo que la impide debe ser erradicado. Las claves son competencia, eliminación de obstáculos, menos burocracia, simplificación, apertura, cero preferencias (y discriminación). Todo el resto impide el crecimiento de la productividad, el factor que permite elevar los ingresos de la población.

Instituciones y productividad. Para eso es el poder, si es que el presidente realmente quiere trascender. Podría parecer poca cosa, pero es todo, mucho más de lo que podría imaginar en su primer año.

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A crecer

Luis Rubio

Todo mundo quiere que crezca la economía. El gobierno promete crecimiento. La situación económica del mundo se complica. Tres realidades con las que hay que lidiar. En concepto, podría haber muchas maneras de lograrlo, pero lo único que permitiría conciliar las tres circunstancias es elevar la productividad de la economía y hacerla más flexible y adaptable. No importa si uno es de derecha o de izquierda, liberal o conservador, la única forma de lograr el crecimiento es por medio de la productividad. Sin embargo, el gobierno está haciendo lo contrario: está afianzando los mecanismos de protección tanto arancelarios como no arancelarios, está desarrollando estrategias de política industrial y, de manera cuidadosa pero certera, está incorporando mecanismos de control sobre los estados, el sector privado, los sindicatos y otros componentes de la sociedad. Por ahí no vamos a llegar.

A los empresarios les encanta la política industrial, los subsidios y la protección. A los burócratas y políticos les encantan los controles y el gasto. Todos ellos ganan a costa del crecimiento. De esta forma, aunque hay acuerdo sobre la necesidad de crecer, poco a poco estamos observando que los mecanismos que se están adoptando constituyen una pobre lectura de la naturaleza del problema y/o un intento de imitar prácticas de otros países, sobre todo sureños, que de lejos se ven bien pero que no son susceptibles de arrojar el resultado deseado.

México requiere una estrategia para el crecimiento. En concepto sólo hay dos cosas que lo pueden lograr en un periodo relativamente breve. Una es empleando medidas de estímulo que fomenten la actividad económica, como típicamente ha sido la construcción de infraestructura. No es el único tipo de estímulo posible, pero en un país que sigue padeciendo un agudo déficit de infraestructura (tanto en cantidad como en calidad), ese camino sigue siendo válido, sobre todo si es producto de una visión de conjunto que coordine esfuerzos federales, estatales, municipales y privados.

Pero la clave del crecimiento en el largo plazo no reside en la infraestructura, por importante que ésta sea (pero cuyo impacto es limitado en el tiempo), sino en la existencia de un marco político y de políticas públicas que lo propicie. No hay otra manera. Este no es un mantra ideológico sino meramente práctico: cuando se adoptan medidas generales toda la población puede beneficiarse; cuando se adoptan medidas particulares (con frecuencia favores), como las que son inherentes a una política industrial, unos ganan y otros pierden por decisión burocrática o por corrupción.

Existen innumerables ejemplos de lo anterior. Cuando se imponen aranceles elevados a la importación de suelas de zapatos uno podría pensar que va a propiciarse el desarrollo de la industria zapatera; sin embargo, lo que hemos visto en las últimas décadas es que los zapateros mexicanos han ido desapareciendo porque no pueden competir con las importaciones dado que las suelas son demasiado caras. La protección a uno implica la destrucción de los otros. Lo mismo ocurre con las NOM, las normas que emite el gobierno y que frecuentemente sirven para proteger a una industria, o a una empresa, en lo particular. De acuerdo a la NOM respectiva, los cables eléctricos en México tienen que ser torcidos en una dirección distinta a la que caracteriza a los cables de EUA y Canadá. Así, los consumidores de esos cables tienen que pagar por el privilegio de consumir insumos más caros que sus competidores.  Imposible encontrar un ejemplo más flagrante de favoritismo irredento.

El punto importante es que ese tipo de medidas que tanto gustan a empresarios, sindicatos y burócratas no hacen sino limitar el potencial del crecimiento general de la economía porque impiden que crezca la productividad y porque discriminan a quienes podrían ser excelentes empresarios pero carecen de la capacidad para impedir esos favores particulares.

Una estrategia para crecer tendría por objetivo el ascenso sistemático de la productividad y para eso se abocaría a crear condiciones generales para el crecimiento, eliminar preferencias y mecanismos discriminatorios, derogar regulaciones onerosas (frecuentemente inútiles y siempre fuente de corrupción) y, sobre todo, adoptar medidas que disminuyan los costos de crear y operar empresas. Algunas de las acciones que se derivarían de este marco general son de largo plazo, otras de impacto inmediato, pero todas tienen que ser realizadas.

Bajar costos implicaría cosas como: mejorar la preparación de quienes egresan del sistema educativo (para reducir costos de reentrenamiento); mejorar la infraestructura (para reducir costos de transporte); mejorar la seguridad; facilitar el cumplimiento de las obligaciones fiscales, del IMSS, etc.; mayor flexibilidad laboral (la pedimos por parte de los americanos para los migrantes, ¿por qué no para los mexicanos?); bajar los aranceles prácticamente a cero; revisar todas las regulaciones con el criterio de costo para el funcionamiento de la economía, eliminar o disminuir drásticamente el uso de subsidios en la producción; asegurar el abasto de energéticos a precios competitivos; asegurar eficiencia y costos competitivos en la provisión de servicios. El punto es crear condiciones para que crezca aceleradamente la productividad. No hay otra forma de lograrlo: reforma que no eleva la productividad es irrelevante.

Estos asuntos nos retrotraen a la función del gobierno en la sociedad en general y en la economía en particular. Lo que yo he observado en los meses en que el gobierno actual ha estado en el poder es que quiere establecerse como autoridad para poder imponer reglas del juego. Me parece que ese es un camino necesario y encomiable. El país lleva tiempo sin sentido de dirección y sin la capacidad de conducir los asuntos públicos. Se requieren decisiones y acciones en diversos frentes, lo que implica un gobierno con las facultades y la capacidad de llevar a cabo su cometido. La pregunta es cómo va a usar esa autoridad: para controlar o para hacer posible el desarrollo. Como dice el anuncio, no es lo mismo ni es igual.

El país requiere un gobierno que funcione como tal no para controlar a la población y a los diversos subgrupos, sino para generar prosperidad. Para eso se requieren políticas generales, es decir, instituciones, no acciones dirigidas a favorecer a grupos favoritos a costa de todos los demás. Tampoco se requiere un sistema burocrático de asignación de recursos. Lo que urge son instituciones de aplicación general. Es mucho lo que está en juego en el criterio que decida seguir; por donde ha ido recientemente no llegará.

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México: Mito y realidad

 Por LUIS RUBIO

   El gran mito de la política mexicana es que en el pasado existía un Estado fuerte y competente que exitosamente guíaba los destinos nacionales y que lo único que se requiere en la actualidad sería retornar a ese paraíso idílico para resolver todos los problemas. La realidad es que el “antiguo régimen” era un sistema autoritario que imponía orden y, por un buen número de años, una política económica acorde a los tiempos y exitosa en ese sentido, pero que acabó por hacer crisis.

La combinación de estabilidad política y crecimiento económico permitió el desarrollo, hasta que las crisis financieras minaron la legitimidad del sistema y abrieron la caja de Pandora. Ese Estado grande pero débil acabó produciendo miseria, violencia y la dislocación que ha caracterizado a México en los últimos años.

Este es el contexto en el que llegó Enrique Peña Nieto a la presidencia. Sus primeras acciones muestran claridad de propósito, un equipo con gran oficio político y una visión integral de la situación política que enfrenta el país. En su actuar a lo largo de los pasados tres meses resulta patente que el nuevo gobierno entraña un proyecto de poder, pero no es evidente que tenga uno de desarrollo.

Quizá la principal razón por la que Enrique Peña Nieto ganó la elección presidencial resida menos en su oferta programática que en el sentido de autoridad que prometía su presencia, historia y estrategia de campaña. Por más que hubo avances muy significativos en los últimos años, la sensación de desorden fue creciendo de manera inexorable, opacando todo lo demás para un amplio número de votantes.

El desorden comenzó  por lo menos desde el inicio de 1994 –en el zenit de la era priista- con el levantamiento zapatista; sin embargo, el crecimiento de la violencia, la inseguridad y la aparente incapacidad para lograr la prometida transformación económica acabó por abrirle la puerta a quien ofrecía una promesa de restablecimiento de la paz, eficacia en la función gubernamental y, sobre todo, un sentido de orden. El mensaje visual acabó siendo mucho más poderoso que la oferta específica.

Era evidente que el presidente actuaría con fuerza. Un presidente con vocación de poder no podía tolerar el desafío permanente y sistemático a su autoridad que venían practicando actores diversos, incluyendo a “la maestra”, la líder magisterial detenida hace unos días con cargos de lavado de dinero y fraude. Su detención es un claro indicador de la intención del gobierno por recuperar su autoridad para poder gobernar, algo casi desconocido desde el inicio de 1994. Sin duda, otros seguirán, cada uno siguiendo una forma distinta.

Como parte integral de su proyecto, el presidente ha construido un complejo andamiaje que incluye coaliciones, alianzas y el llamado “pacto por México”, cuyos integrantes –los tres principales partidos políticos- han acordado una ambiciosa agenda política y legislativa. Inevitablemente, una alianza de esa naturaleza entraña tensiones complejas de resolverse, tensiones que aquejan tanto a cada uno de los partidos signatarios en su seno, como al conjunto.

El contenido del pacto es claro y convincente, pero para nadie es seguro el compromiso de las otras partes, o su disposición a hacerlo. Algunos presumen que el verdadero objetivo es evitar reformas profundas mediante el recurso a culpar a los miembros del pacto, otros lo ven la única forma de concertar acuerdos de largo plazo. Lo que es cierto es que ninguno de los partidos de oposición que participan la tiene fácil.

Dicho lo anterior, lo reconozca o no, el reto principal del gobierno reside en convertir al poder en instrumento para el crecimiento. El nuevo equipo ha demostrado una extraordinaria eficacia; sin embargo, el reto de fondo es que no existe un sistema de gobierno susceptible de crear condiciones para el desarrollo de la sociedad, de la economía y del país en general. Aún en los buenos años del PRI, el país nunca fue gobernado para el desarrollo; siempre fue organizado para el control y la administración del poder.

El retorno del PRI ha generado mucha nostalgia por la reconstrucción del viejo sistema y revivido la noción de que el éxito del país depende de la voluntad del gobernante. Desafortunadamente, se trata de un reto institucional, no individual. El viejo sistema funcionó en condiciones internas y externas que hoy son inexistentes y la población le tenía miedo, no respeto, al gobierno.

Lo que México requiere es lograr la institucionalidad del poder que permita hacer valer la ley, mantener el orden y construir una nueva realidad política. Un gobierno eficaz puede ser instrumental para lograrlo, pero la clave reside no sólo en que las cosas funcionen sino en el desarrollo de instituciones –pesos y contrapesos- que le confieran legitimidad y permanencia. La alternativa sería constreñirse a la eficacia sin modificar la esencia.

La naturaleza peculiar de la transición política mexicana que, al no ser producto de un acuerdo político amplio con definiciones precisas de objetivos y procesos, permitió que cada actor político la definiera a su manera. Por consiguiente, persisten viejas rivalidades políticas que parten de la deslegitimación del partido en el poder –cualquiera que éste sea. Una de éstas es la que domina la política de la izquierda, donde los ex priistas se han convertido en la fuente principal de oposición desleal. El PAN no se queda atrás: su división actual revela un desencuentro entre sus contingentes nacidos en el anti-priismo por antonomasia y quienes pretenden construir una nueva institucionalidad política.

El gobierno podría aprovechar (e incluso propiciar) esas divisiones y rivalidades para construir coaliciones temporales y enfrentar a las oposiciones entre sí para avanzar su agenda. La pregunta es si eso le daría permanencia y trascendencia. El ejemplo de la era de reformas de los ochenta y noventa muestra que esa sería una estrategia funcional, pero miope y propensa a hacer crisis. La estrategia alternativa implicaría someter al poder ejecutivo a la ley, algo que jamás ha existido en la historia de México.

Desde mi perspectiva, el gran déficit de los últimos gobiernos se debió a la inexistencia de un proyecto acabado de desarrollo, pero sobre todo a la total ausencia de capacidad para llevar a cabo los cambios que el país requería, es decir, lo que los políticos llaman operación política. El gobierno de Peña Nieto ha mostrado sobrada capacidad para ello. La suma de instrumentos legales y políticos con la evidente capacidad de operación y acción que ha desplegado implica que existe la mitad de lo necesario: la mitad de la que carecieron las administraciones anteriores. Sin eso, este gobierno sería como los anteriores y no tendría mejor pronóstico de éxito.

El presidente ha iniciado la toma del poder. Ahora comenzaremos a ver para qué lo quiere y cómo lo empleará. Si lo convierte en un instrumento de transformación política y económica le habrá hecho un gran servicio a su país.

http://www.infolatam.com/2013/03/13/mexico-mito-y-realidad/

Reacciones

Luis Rubio

Los tiempos cambian, aunque no tanto. Recuerdo una caricatura de Abel Quezada en la que se mofaba de las reacciones políticas respecto a la cirugía que había experimentado el presidente. Comparando la publicación de los detalles precisos del procedimiento que le habían practicado al presidente Reagan un tiempo antes y la ausencia de detalles en el caso del presidente mexicano, Quezada citaba las respuestas y reacciones que había habido en nuestro país: “Saludable operación honra a México” rezaba un titular. Otros decían: “Los diputados aplaudieron la operación”, “La economía se fortalecerá con la operación: CANACO”, “Fidel declara que la operación es positiva para el país”, “La CANACINTRA y la CONCAMIN apoyan la operación”, “La operación: un triunfo más de México dice Bartlett”. A juzgar por las reacciones a la detención de Elba Esther Gordillo, no tanto ha cambiado. Pero lo que sí ha cambiado es significativo.

 

En contraste con lo relatado por Quezada, situado en los ochenta, las reacciones a la detención de “la maestra”  fueron reveladoras de perspectivas, intereses y posturas del hoy. Si bien la mayoría fue más bien parecida a las de Quezada, una cosa notable fue la disposición de muchos a dejar ver sus sentimientos más íntimos. Antes todo mundo se disciplinaba ante el “señor presidente”. Hoy se aprecia, admira o critica al jefe de Estado pero (casi) no se da esa manifestación de disciplina acrítica que era prototípica del viejo sistema. En una palabra, el país ha madurado políticamente y eso nada le resta al presidente de la república el mérito de consolidar su poder.

 

Observar las reacciones permite entender las motivaciones personales o grupales, pero también evaluar el grado de avance o retroceso que ha experimentado la política mexicana. Como sería de esperarse, hubo de todo. Algunas de las reacciones fueron notables por la óptica de poder que emplearon: ante todo, la incapacidad de la otrora líder sindical y sus acólitos de leer los tiempos políticos. Más allá de su personalidad o del móvil que animaba el ejercicio de su poder, lo que es claro es que “la maestra” no entendió que los tiempos cambiaron. En mi vida como observador de la política nacional he encontrado sólo tres presidentes que son hombres de poder y Enrique Peña Nieto es ciertamente uno de ellos (los otros fueron Echeverría y Salinas). No entender que retornaba esa era de la política mexicana acabó siendo trágico para la maestra. Más que un pecado, dijo Oscar Wilde, fue una estupidez.

 

Quizá las reacciones más impresionantes provinieron de los panistas que, sin decir “agua va”, se pusieron el saco. Ignorando la máxima de Mark Twain que escribió “nunca discutas con un idiota porque los observadores pueden no percatarse de la diferencia”, algunos panistas hicieron gala de su sabiduría. El proceso legal tomará su curso, pero es evidente que los cargos que enfrenta la hoy detenida provendrán abrumadoramente de la información recolectada a lo largo del sexenio anterior. Mejor cerrar la boca que evidenciar el pobre ejercicio de esa administración, si no es que complicidades inconfesas. Revelador de su realidad, un buen número de panistas fueron incapaces de reconocer que su alianza con la maestra acabó siendo una muestra, poderosa en sí misma, de todo lo que fue patético y penoso de su paso por el poder.

 

Más interesante fue la ausencia de reacción pública por parte de los asustados, aquellos que se saben “culpables” de abusar del poder o, al menos, susceptibles de acciones similares. Algunos ni cuenta se han dado, pero para todos los observadores –desinteresados- de la política nacional es claro que el entorno ha cambiado y que las reglas de aquí en adelante serán otras. Bienvenida la disciplina y la existencia de autoridad, siempre y cuando ésta no sea arbitraria. Un preclaro analista advertía que podría no haber muchas diferencias entre la forma y cargos que enfrenta la maestra respecto a la francesa Cassez. Para un gobierno que ha hecho de las formas una característica distintiva, y gala del cuidado con el que se llevó a cabo este proceso, será clave que lo que siga no sea distinto. Por lo que toca a aquellos intereses o grupos – poderes fácticos- que no han leído las implicaciones de la detención sobre sí mismos, más vale que “se pongan las pilas”.

 

Quienes no ocultaron sus sentimientos fueron los grandes perdedores. Al perenne excandidato  puede no haberle gustado el actuar gubernamental pero entendió con clarividencia que los tiempos cambiaron. Lo mismo parece cierto de la mayoría de los acólitos, secuaces, dependientes y compinches de la maestra. Todos calladitos o enviando señales de paz (¿y sumisión?) al presidente. Me hacen recordar a un empresario, grande y prominente quien, tan pronto supo de la detención de La Quina, tomó el primer avión fuera del país y se pasó semanas temeroso en el exterior. Regresó cuando, en un intento por conocer su propia situación, llamó al secretario del presidente con alguna excusa espuria y éste le tomó la llamada al primer intento.

 

Este mensaje me parece crucial: el ejercicio de la autoridad tiene dos posibles derivaciones. Por un lado, lleva a atemorizar a un buen número de personas que se saben vulnerables. Nada hay de malo en ello, excepto que el temor no es una buena prescripción para el desarrollo de la actividad productiva (o política o cualquier otra). Por otro lado, el ejercicio de la autoridad, si conduce a la institucionalización del poder y, con ello, a la transformación del país, se constituye en lo que Weber llamó legitimidad. El presidente Peña tiene ahora en sus manos la disyuntiva de afianzarse en el poder como todos sus predecesores pero sin posibilidad de trascender o construir un país moderno. El poder por el poder o el poder para la transformación.

 

En su obra de teatro sobre la relación entre jerarquía, indagación científica, política y verdad,  Bertolt Brecht exploró la forma en que distintos actores se reflejan en la realidad. En la versión de David Hare, el momento más dramático es cuando el inquisidor se niega a ver a través del telescopio de Galileo: la Iglesia ha decretado que lo que Galileo afirma haber observado no puede estar ahí. La incapacidad de observar las cosas como son, aún si las consecuencias son ingratas, tiende a ser desalentador y, en política, trágico.

 

La detención de la maestra abre la oportunidad de redefinir la dirección del país y construir los cimientos de un país moderno, pero no lo garantiza. Sería trágico que acabe siendo un mero ajuste de cuentas y no el inicio de una transformación institucional. De lo primero hay demasiadas experiencias. De lo segundo ninguna.

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50 años de cambio

Luis Rubio

Don Quijote era un simple hidalgo, perteneciente a la decadente baja nobleza, que provenía de una estirpe de antiguos caballeros andantes en la Edad Media. Pero el prestigio y poder que esos hombres habían tenido desapareció con la caída de la sociedad feudal, no dejando lugar para los antiguos caballeros. La nobleza a la que antaño pertenecieron había sufrido importantes cambios y, con el nacimiento del ejército profesional, la única salida digna de aquellos idolatrados caballeros era la de enlistarse.

El gobierno de Enrique Peña Nieto entraña un proyecto de poder, pero no es evidente que tenga uno de desarrollo. Con la detención de la líder magisterial ha entrado en una nueva etapa en la que se abre un mundo de posibilidades. Ahora es cuando veremos para qué quiere ese poder y si, como en el mundo que recreó Cervantes, podrá adecuarse a las exigencias del mundo moderno.

México ha experimentado una brutal transformación en los últimos cincuenta años. De un país mayoritariamente rural, con una población de menos de la tercera parte de la actual, pasamos a ser una nación compleja, moderna, demandante y llena de conflictos y procesos inacabados. Cualquiera que otee hacia atrás no podrá más que quedar impresionado por todo lo que ha cambiado. Sobra decir que el sistema de gobierno que caracterizaba al país en los sesenta es totalmente incompatible e inadecuado – y hasta podría ser contraproducente- para la realidad actual. Pero me temo que eso es lo que podría estar intentando la nueva administración.

En este medio siglo el país ha experimentado una metamorfosis en sus estructuras económicas y políticas, en su realidad social, en la relación gobierno-sociedad y en la creciente autonomía de un primitivo e ineficaz poder judicial. Pasamos de una economía cerrada y protegida a una fundamentalmente abierta y sujeta, al menos en lo que a bienes se refiere, a una lógica de mercado. Pasamos de un sistema político autoritario a una incipiente –y conflictiva- democracia. El país se ha descentralizado y se ha multiplicado el número y formas de relacionarse de la sociedad con el resto del mundo. Lo que prácticamente no ha cambiado es la naturaleza del sistema de gobierno.

Mientras que la gente se ajusta y adapta a la cambiante realidad porque no tiene alternativa, el gobierno, como ente genérico, sigue guiado por criterios ancestrales. El gobierno no se dedica a “servir a la gente” ni está diseñado para resolverle problemas o promover el desarrollo. La lógica gubernamental es siempre de control, subordinación e imposición. Un gran número de funcionarios y políticos sigue viéndolo como medio de ascenso político o como fuente de acceso a la corrupción. Nada de esto es inusual o novedoso, pero ciertamente es incompatible con las necesidades de una economía cada vez más pujante o con el criterio de eficacia que propuso el hoy presidente. En este entorno, ¿qué significa la detención de Elba Esther Gordillo?

Quizá la principal razón por la que Enrique Peña Nieto ganó la elección presidencial resida menos en su oferta programática que en el sentido de autoridad que prometía su presencia, historia y estrategia de campaña. Por más que hubo avances muy significativos en los últimos años, la sensación de desorden fue creciendo de manera inexorable, opacando todo lo demás para un amplio número de votantes.

El desorden comenzó por lo menos desde el inicio de 1994 –en el zenit de la era priista- con el levantamiento zapatista; sin embargo, el crecimiento de la violencia, la inseguridad y la aparente incapacidad para lograr la prometida transformación económica acabó por abrirle la puerta a quien ofrecía una promesa de restablecimiento de la paz, eficacia en la función gubernamental y, sobre todo, un sentido de orden. El mensaje visual acabó siendo mucho más poderoso que la oferta específica.

Era evidente que el presidente actuaría con fuerza. Un presidente con vocación de poder no podía tolerar el desafío permanente y sistemático a su autoridad que venía practicando «la maestra». Su detención es un claro indicador de la intención del gobierno por recuperar su autoridad para poder gobernar, algo casi desconocido desde el inicio de 1994.

Lo reconozca o no, el reto principal del gobierno reside en convertir al poder en instrumento para el crecimiento. El nuevo equipo ha demostrado una extraordinaria eficacia; sin embargo, el reto de fondo es que no existe un sistema de gobierno susceptible de crear condiciones para el desarrollo de la sociedad, de la economía y del país en general. Aún en los buenos años del PRI, el país nunca fue gobernado para el desarrollo; siempre fue organizado para el control y la administración del poder. Me pregunto si un gobierno que toma como modelo al presidente más exitoso de la antigua era priista –Adolfo López Mateos- podrá construir un sistema de gobierno compatible con la era de la globalización, radicalmente distinta a la de entonces. La detención de la líder abre la posibilidad, pero no la garantía, de convertirla en oportunidad.

Como ilustran los números de muertos y las dificultades económicas que arrecian a diario, el enorme éxito de la administración en sus primeros meses no puede hacer desaparecer la realidad del país ni los problemas que lo aquejan. El hecho de estar construyendo el andamiaje legal (la ley de amparo) y la imagen de poder (la maestra) le permite lidiar con los problemas, grupos e intereses que paralizan al país y confirma el proyecto de poder. Pero establecer e imponer la autoridad que anhelan muchos mexicanos es indispensable, mas no es substituto de un sistema moderno de gobierno, apropiado para las circunstancias de hoy.

Desde mi perspectiva, el gran déficit de los últimos gobiernos se debió a la inexistencia de un proyecto acabado de desarrollo, pero sobre todo a la total ausencia de capacidad para llevar a cabo los cambios que el país requería, es decir, lo que los políticos llaman operación política. El gobierno de Peña Nieto ha mostrado sobrada capacidad para ello. La suma de instrumentos legales y políticos con la evidente capacidad de operación y acción que ha desplegado implica que existe la mitad de lo necesario: la mitad de la que carecieron las administraciones anteriores. Sin eso, este gobierno sería como los anteriores y no tendría mejor pronóstico de éxito.

El presidente ha iniciado la toma del poder. Ahora comenzaremos a ver para qué lo quiere y cómo lo empleará. Si logra sumar una visión de desarrollo a la de poder podría acabar replicando el éxito de la administración que ha empleado como modelo, pero en una versión aplicable y viable en el siglo XXI.

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Democracia y mayorías

Luis Rubio

¿Qué hará exitoso al gobierno: el consenso o los resultados? El gobierno del presidente Peña  ganó legítimamente una elección, lo que le permitiría gobernar sin reparo. Sin embargo, ha procurado sumar al resto de las fuerzas políticas a través de un pacto: es decir, prefiere el consenso a las mayorías. Pero es difícil alcanzar un consenso en temas escabrosos, que son los que el país tiene que afrontar y por eso es una vía poco certera para derrotar décadas de estancamiento y pesimismo. Sin embargo, no por eso debe abandonar el esfuerzo: sólo debe asegurar que la búsqueda del consenso no lo paralice.

Hay dos formas de concebir el consenso. Una, como alguna vez declaró Abba Eban, “un consenso implica que todo mundo acuerda decir colectivamente lo que ninguno cree en forma individual”. Por otro lado, el filósofo Maimonides afirmaba que “la verdad no deja de ser más verídica si todo el mundo la acepta, ni menos si todo el mundo la rechaza”. El Pacto que logró articular el gobierno rompió con años –o décadas- de recriminaciones, estableció una agenda común a la que todos los mexicanos pueden sumarse y dio un sentido de dirección al propio gobierno. Los líderes de los partidos que aceptaron sumarse se comportaron como estadistas, pero también es necesario reconocer que asumieron el enorme riesgo de que la apuesta a una transición acordada fracase. Por todo ello, es imposible minimizar el valor simbólico y político del hecho.

Nicos Poulantzas, un filósofo político, decía que las alianzas sirven mientras satisfacen los objetivos e intereses de quienes participan en ellas y que siempre gana el primero que las rompe. De seguir esa lógica, tanto el PAN como el PRD estarían corriendo el enorme riesgo de ser usados por el gobierno sin misericordia pues, salvo error catastrófico, no hay manera que, en un sistema presidencial, la oposición acopie poder suficiente para empatar o ganarle al presidente. Por otro lado, al presidente –y al país- le conviene la existencia de un acuerdo fundamental sobre la dirección del desarrollo. Todos ganamos con ello. ¿Habrá manera de reducir el riesgo para todos a la vez que se construye sobre la plataforma del pacto?

Primero, ¿por qué procurar un consenso? Dada la polarización que ha caracterizado al debate político y sobre el desarrollo –que se refleja con nitidez en el plano electoral-, parecería obvia la respuesta. Sin embargo, en realidad se trata de un artificio político de dudosa validez. Por supuesto, la existencia de un sendero compartido constituye un activo de enorme valía para el país porque le confiere certidumbre a la ciudadanía y a los empresarios, creando con ello oportunidades de desarrollo inconcebibles en otras circunstancias. Al mismo tiempo, a nadie le sirve una camisa de fuerza que lleve a que el gobierno posponga las reformas que considera prioritarias o que conlleve a una guerra civil dentro de cada uno de los partidos de oposición.

La pretensión de consenso se remonta al origen del PRI. Como coalición de un conjunto de fuerzas disímbolas, el PNR construyó mecanismos –comenzando por las «reglas no escritas”- para procesar decisiones y mantener una semblanza de unidad. Pero la fuente real del consenso era el régimen de lealtades que mantuvo a todos los priistas enfocados hacia la eventual asunción del poder o acceso a la riqueza. En la medida en que el sistema cumplía en suficientes casos como para mantener creíble la promesa, el consenso era impecable.

Las cosas cambiaron con las crisis fiscales y la hecatombe económica de los setenta y ochenta. La definición de consenso se alteró: en la medida en que los gobiernos priistas perdieron  su legitimidad, fue posible avanzar sólo con la cooperación de la oposición, en esa época del PAN. Producto de esa etapa era fueron algunas reformas clave, especialmente las electorales que eventualmente condujeron a una competencia equitativa.  Esa era concluyó con la derrota del PRI en 2000. Hoy el gobierno de Peña Nieto goza de legitimidad plena, derivada de las urnas y no requiere del consenso para poder funcionar. De hecho, en un sistema democrático, la búsqueda de consenso refleja una de dos circunstancias: que el gobierno no se siente legítimo o que busca el apoyo de los partidos de oposición para reducir sus propios costos o para diluir las reformas que presuntamente está negociando.

Cualquiera que sea el caso, el pacto probablemente no resistirá las tensiones inherentes.  Si el gobierno pretende “culpar” al PAN y al PRD de lo que le corresponde, estos partidos acabarán tomando su propio camino; una posible indicación de ello son las potenciales alianzas electorales para este año. Por otra parte, si el objetivo es diluir las reformas para beneficio de los poderes fácticos cercanos al PRI, el resultado será una catástrofe para el propio gobierno, que fallará en su propósito de elevar la tasa de crecimiento de la economía. Puesto en otros términos, a nadie –comenzando por el gobierno- le conviene el colapso del pacto. La pregunta es cómo evitarlo.

La solución reside en algo que Maurice Duverger explicó hace décadas: concebir al pacto no como una camisa de fuerza sino como un arreglo entre gobierno y oposición “leal”, término que empleó para identificar a los partidos que reconocen la legitimidad del gobierno pero que compiten abiertamente por el poder. Es decir, flexibilizar la pertenencia al pacto: se comparte el objetivo general y la agenda pero se valen alianzas legislativas circunstanciales de tal suerte que se avance la agenda sin arriesgar el pacto. Con un arreglo así todos corren el mismo riesgo y todos comparten los potenciales beneficios. El pacto se torna más equitativo y, por lo tanto, funcional.

La idea del pacto es genial. Permite crear un entorno de confianza y consenso. Rompe, en un solo acto, con década y media de desencuentros y polarización. Al mismo tiempo, establece un camino que todos los partidos y fuerzas políticas pueden hacer suyo. Pero ningún pacto puede ser substituto del gobierno o de las responsabilidades –y costos- de gobernar. El pacto constituye una inversión por parte de todas los signatarios, pero sobre todo por parte de los partidos de oposición, que saben que pueden quedar “colgados de la brocha” en cualquier momento.

Es posible que el gobierno albergara la esperanza de que el pacto serviría para evitar llevar a cabo reformas o para hacerlas menos costosas para sus huestes. De ser así, tarde o temprano acabará dándose de tumbos contra la pared. No hay progreso sin inversión y no hay inversión sin riesgo. Hay salidas, pero sólo si el gobierno reconoce que por donde va no llegará.

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Gobierno vs migración

Luis Rubio

Cuando Alexander Pope, el gran poeta inglés del siglo XVIII, se encontraba en su lecho de muerte, su médico le aseguró que su respiración, pulso y otros signos vitales mejoraban. «Aquí estoy,» Pope le comentó a un amigo, «muriendo de cien buenos síntomas». El gobierno corre un riesgo similar. Cuando un país es chico y se encuentra cerca de uno grande y poderoso, no tiene más alternativa que ajustarse cuando aquel le cambia la jugada. El gobierno mexicano no puede darse el lujo de ignorar lo que pasa en el norte. El tema migratorio ya está en la mesa y el gobierno puede ayudar o estorbar pero no se puede quedar con los brazos cruzados.

 

Estados Unidos es una nación que se construyó por olas sucesivas de migrantes. Por casi un siglo y medio, la migración era formalmente bienvenida y promovida. Sin embargo, a partir del inicio del siglo XX, la visión cambió y en 1924 se adoptó un sistema de cuotas que dio comienzo a un agrio e interminable debate respecto a su política migratoria.

 

Ese debate cambia de forma, actores y características, pero el contenido es similar: quienes la ven como una amenaza frente a quienes la ven como una oportunidad. Los «malos» tienden a cambiar en el tiempo: en alguna época eran los italianos, en otra los judíos, luego los cubanos, ahora son los mexicanos. No falta quien, en cada era, racionalice su posición con argumentos relativos al origen específico de los migrantes, pero si uno observa casi un siglo de debate, lo que queda es esa confrontación básica: amenaza vs oportunidad.

 

La reciente elección presidencial, en que Obama logró un apoyo abrumador por parte de la comunidad hispana, retrotrajo el tema al frente de la agenda legislativa. Aunque prevalecen las dos visiones, los legisladores de ambos partidos saben bien que no pueden esquivarlo, así que el debate promete ser rico y trascendente. La pregunta es qué opciones le quedan al gobierno mexicano frente a esta realidad.

 

De manera similar al debate interno de allá, tanto en el gobierno como en la sociedad mexicana hay dos posturas claramente diferenciadas: aquellos que consideran que el tema migratorio es un asunto interno de EUA y aquellos que consideran que se trata de un asunto de interés nacional para México. Los primeros preferirían cerrar los ojos; los segundos pretenden emprender una cruzada. El problema es que ambos tienen razón en su postura y por ello el gobierno no puede más que actuar, pero con una estrategia inteligente, apropiada, activa y discreta.

 

Por un lado, es evidente que el asunto migratorio es de carácter interno pues involucra lo más esencial de cualquier nación: la composición de su sociedad. Además, lo que está en juego es la facultad de un gobierno soberano de decidir sobre el tratamiento legal de una población que violó su legislación en el momento de ingresar al país o cuando se quedó en su territorio más allá del plazo que le permitía su visa. El gobierno mexicano no tiene nada que ofrecer en estos campos ni puede correr el riesgo de jugarse el sexenio en una decisión sobre la que tiene poca o ninguna influencia directa. Experiencias fallidas previas animan a muchos en el gobierno a mantenerse ajenos y distantes.

 

Por otro lado, estamos hablando de más del 10% de la población del país, de un contingente vinculado directamente con más del 50% de la población (hermanos, padres, hijos) y que, en algunos estados, representa más de la mitad total de sus habitantes. Imposible ignorar la trascendencia política interna de la decisión que eventualmente adopte el gobierno estadounidense. Tampoco es irrelevante el impresionante impacto de las remesas sobre un enorme número de familias. Finalmente, aunque improbable, no es inconcebible un escenario en el cual enormes números de personas que hoy residen allá acabaran siendo forzadas a retornar. Por más que gobierno quisiera esconderse, en este debate hay asuntos vitales que no pueden ser desdeñados.

 

El gobierno mexicano tiene que desarrollar una estrategia idónea a las circunstancias. Los factores condicionantes son muy claros: a) se trata de un asunto interno, por lo que la estrategia debe ser discreta; b) a México le beneficiaría enormemente la legalización de los mexicanos que hoy viven allá; c) esos mexicanos no son ni nunca serán «instrumento» político para el gobierno mexicano: son personas de origen mexicano que aspiran a vivir allá como ciudadanos en regla; d) existen poderosas fuentes de oposición a cualquier liberalización migratoria que esgrimen argumentos legítimos y respetables; e) la sociedad estadounidense es sumamente descentralizada y las ideas y apoyos o rechazos -y miedos- surgen desde abajo; y f) este proceso de discusión ofrece oportunidades para el reencuentro entre el gobierno mexicano y los mexicanos que optaron por migrar, pero también entre las dos sociedades y sus gobiernos.

 

Estos factores condicionantes establecen los parámetros dentro de los cuales es imperativo actuar. Hay dos elementos clave: uno, definir, en privado, una postura formal frente al gobierno estadounidense y mantener todos los mecanismos de comunicación con su ejecutivo y congreso abiertos y fluidos. El gobierno mexicano debe presentarse como un actor respetuoso de sus procesos pero interesado en los resultados y dispuesto a hacer su parte para que estos sean favorables. El otro elemento, es del de actuar discreta pero deliberadamente para atender, atenuar o eliminar las fuentes de oposición desde la base.

 

Esto último es crucial. Cuando se negoció el TLC, el gobierno mexicano, directamente y a través de diversos actores de toda la sociedad, se dedicó a atender las fuentes de oposición, sobre todo en los estados más vulnerables al acuerdo comercial, como eran aquellos en que se concentraba la fabricación de textiles, automóviles y otros productos similares. El objetivo era explicar, buscar opciones y sumar. Neutralizar a la oposición hasta donde fuese posible.

 

El asunto migratorio es similar al del TLC excepto que monumental en tamaño. El gobierno tiene que desarrollar una estrategia para atender a los quejosos, a la derecha, a los agraviados, a los empleadores y a las comunidades de mexicanos. El objetivo: explicar, sumar, mostrar los efectos benignos de los migrantes que hoy están ilegalmente allá, atenuar los miedos. Un magno esfuerzo que, paradójicamente, no debe ser muy público, pero sí amplio y en todas partes. Una gran operación política de bajo perfil: con presupuesto y redefiniendo el enfoque de los consulados. Sobre todo, yendo más allá de las estructuras formales e involucrando a la sociedad y a actores diversos, allá y acá. Poco priista pero indispensable.

 

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Prioridades

Luis Rubio

Ningún gobierno, por poderoso que sea, puede hacerlo todo. De hecho, su función medular no es, ni debería ser, hacer “cosas”. Su función primordial es la de hacer posible que el país prospere y para eso tiene que crear un entorno que propicie la prosperidad, mantenga segura a la población y garantice la protección de sus derechos, en el más amplio sentido. Lograr esto implica optar: definir prioridades y facilitar el logro de sus objetivos con el concurso del conjunto de la sociedad.

El gobierno del presidente Peña ha llegado con un enorme y arrollador ímpetu y ha logrado cambiar la tónica de la actitud de los mexicanos y de la opinión pública en general. Dicho esto, está enarbolando una amplitud tan grande de programas, proyectos e iniciativas en todos los ámbitos, que corre el riesgo de perder la concentración en lo esencial. No sólo eso: la necesidad de mantener la iniciativa mediática le está llevando a pronunciamientos diarios que, si bien tienen el beneficio de “hacer sentir” que hay autoridad, entrañan el riesgo de que se pierda el sentido de dirección.

Sólo para ilustrar, en el ámbito de los proyectos de inversión se han anunciado programas para combatir el hambre, la construcción de líneas férreas hacia Querétaro, Toluca y otra en Yucatán, proponen modificar el régimen de pensiones, desarrollar proyectos de petróleo y gas y construir nuevos proyectos de infraestructura. Además, tendrán que enfrentar el asunto de las deudas estatales y municipales. Como concepto, nada de esto es criticable; lo que es dudoso es que el gobierno tenga la capacidad financiera para lograrlo. Aprovechando los altos precios de petróleo y bajas tasas de interés, el gasto público ha crecido de manera significativa en los últimos años, dejando poca latitud para tanto proyecto que se propone emprender el gobierno.

El punto no es criticar los proyectos, sino más bien proponer la necesidad de que enfoque sus baterías en otra dirección: en lugar de pretender la realización de todos estos proyectos por sí mismo, ¿por qué no mejor crear condiciones para que inversionistas privados lo hagan?

Hace unos meses, por ejemplo, el país comenzó a sufrir escasez de gas natural para usos industriales. Resultó que no falta gas sino infraestructura para transportarlo de los pozos donde se produce hacia las zonas en que hay demanda. PEMEX ha desarrollado un sinnúmero de proyectos para el tendido de ductos, lo que implica, en muchos casos, que ya existe el trazo de los mismos y los derechos de vía. No habiendo restricciones constitucionales en esta materia, me pregunto si no sería lógico concesionar gasoductos por todo el país a fin de aprovechar lo ya avanzado y crear innumerables motores de desarrollo regional. El hecho de contar con gas a precios por demás competitivos entraña una oportunidad única de promover una nueva era de desarrollo industrial. Desde esta perspectiva, es absurdo aceptar el cuello de botella que representa la falta de gasoductos como un hecho consumado. La solución es obvia. Y urgente.

Lo mismo podría hacerse en todos los ámbitos de la infraestructura y, si se avanza una reforma seria en materia energética, hasta en la exploración y explotación de yacimientos en aguas profundas, gas esquisto (shale) y toda una gama de petroquímicos que hoy están reservados al Estado. Lo relevante sería que el gobierno desarrolle una verdadera capacidad rectora a través de sus atribuciones de regulación y concesión. Mucho más inteligente y productivo que el uso de recursos fiscales escasos.

En el fondo, el gran tema del desarrollo económico reside en el enorme número de cuellos de botella que existen en todas las actividades y que, típicamente, responden a dos tipos de circunstancias: incapacidad financiera u operativa del lado del gobierno (incluyendo al sector paraestatal) o malas decisiones en materia de privatizaciones anteriores y, en general, de regulación económica. Estos dos factores se han convertido en trabas aparentemente insalvables.

Los cuellos de botella que existen tienen que ver con la forma en que operan entidades como la CFE y PEMEX: sus objetivos y prioridades no están dedicados a crear un entorno de competitividad para el crecimiento de la economía. Ambas actúan como si se tratara de entidades independientes del resto de la actividad económica. Por su parte, existe confusión del lado del gobierno en cuanto a sus propias funciones y objetivos. Decía Einstein que “la confusión de objetivos y la perfección de medios tiende a ser característica de nuestra era”. Ese sin duda ha sido el caso del gobierno mexicano desde hace décadas.

El gobierno mexicano ha sido un ente ensimismado, dedicado a satisfacer los intereses de sus propios contingentes burocráticos, políticos y clientelares. Eso ocurre, en alguna escala, en todos los sistemas políticos, pero en nuestro país la concentración es infame y se traduce en menores tasas de crecimiento económico. Históricamente, el gobierno ha pretendido hacerlo todo –comenzando por eso que le encanta a los políticos pero que nunca han hecho bien, la rectoría del Estado- y ha acabado siendo muy pobre como promotor de proyectos, organizador de mercados o privatizador de empresas. A pesar de la liberalización comercial, que ya lleva casi treinta años, el país sigue adoleciendo de mercados competitivos, competencia en servicios y una clara estrategia de crecimiento.

El asunto central es que ahora que hay un gobierno con renovado sentido de autoridad y con decisión de transformar al país existe la extraordinaria oportunidad de redefinir las prioridades de su actuar y la naturaleza misma de su acción. Una efectiva rectoría económica implica el establecimiento de reglas del juego que generen mercados competitivos y, por lo tanto, oportunidades para la inversión privada. También implica concebir al gobierno como el factor responsable de la creación de condiciones para la prosperidad. Margaret Thatcher dijo en una entrevista que la clave reside en que el gobierno no sea una carga para la sociedad sino el factor que le facilita su desarrollo. La diferencia es toda.

La política no se define en el plano de las intenciones sino en el de los resultados. Como ilustra el caso de los gasoductos, hay tantas oportunidades literalmente al alcance de la mano que una buena estrategia de desarrollo, y un conjunto de prioridades bien establecidas, podrían constituirse en el factor transformador en un plazo sumamente breve. Henry Hazlitt dice que el arte de gobernar «consiste no en lo inmediato sino en los efectos de largo plazo de su actuar y en las consecuencias para toda la sociedad». Aquí hay un buen lugar para comenzar.

 

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Diagnósticos

Luis Rubio

¿Cuál es el problema de nuestro desarrollo? ¿Cómo encauzar la economía para que recupere su vitalidad, genere riqueza y le dé satisfacción a la población en general? Parte de la respuesta reside en entender la naturaleza de los problemas que enfrentamos y el contexto en el que éstos ocurren. La otra parte reside en construir la capacidad política para lidiar con ellos. Uno sin lo otro resulta irrelevante.

Pensando en esto me encontré con un diagnóstico descarnado de nuestros problemas. Este es el resumen:

  • Nos encontramos ante una impactante incapacidad para modernizar las instituciones que regulan la economía tanto en el sector público como en el privado.
  • La población no está preparada para enfrentar los retos del futuro. La situación actual no es tanto la causa sino la personificación del problema.
  • No será fácil recrear la capacidad de crecimiento de antaño. El crecimiento económico es función esencialmente de dos factores: el crecimiento de la fuerza de trabajo y la mejoría en los índices de productividad. El crecimiento de los últimos cincuenta años ha respondido más o menos en igual medida a ambos.
  • Todo esto sugiere que el crecimiento económico en las próximas décadas dependerá más del crecimiento de la productividad. Si México ha de lograr niveles de prosperidad como los alcanzados en la época de los cincuenta y sesenta, la economía tendrá que ser más productiva que nunca antes. La eficiencia tiene que convertirse en la consigna de la política económica.
  • El sector privado tampoco está organizado para la eficiencia. Las insuficiencias del sistema educativo hace difícil para los jóvenes adquirir las habilidades que requerirán para competir con los trabajadores de otros países en la economía del futuro.
  • La clave es productividad e innovación, pero nada se está haciendo para avanzar en esos frentes.
  • El sistema fiscal socava la competitividad de los productores nacionales y le impone enormes costos en términos de eficiencia al conjunto de la economía.
  • La política económica está cada vez más dominada por un capitalismo de Estado, donde los reguladores prefieren operar con unos cuantos jugadores en cada industria –convirtiéndolos en virtuales empresas paraestatales- lo que le hace miserable la vida a las pequeñas empresas y a los potenciales competidores e innovadores en el mercado.
  • El gobierno podría emplear su inmenso poder para impulsar temas como: la innovación, el control de costos por medio de la competencia y la reforma del sistema de salud.
  • Se debería avanzar una agenda orientada a construir capital humano para generar la fuerza de trabajo que el país requiere y lograr una revolución en materia de productividad.
  • El corazón de la agenda de desarrollo del capital humano tiene que ser la reforma del sistema educativo.
  • La productividad y la eficiencia no deben elevarse a costa de la seguridad financiera de las familias ni de la cohesión social. Por el contrario, deben ir de la mano para que se logre el desarrollo.
  • El crecimiento económico derivado de la competencia y la innovación ha sido, históricamente, la forma más efectiva de reducir la pobreza, sobre todo cuando viene acompañada de un compromiso real por la movilidad social.
  • México requiere tasas mucho más elevadas de crecimiento económico; sin crecimiento es imposible atender otras prioridades.

Este resumen del estudio muestra muchas de nuestras debilidades e ilustra el reto que tenemos frente. Lo significativo es que no se refiere a México. Es un análisis* sobre EUA y lo único que hice fue poner México donde decía “América”. El mensaje es que, en un mundo globalizado, los retos del desarrollo no son exclusivos de nuestro país. La realidad es que, a pesar de las reformas de las décadas pasadas, el país se anquilosó y no ha logrado salir de sus círculos viciosos.

En el ámbito económico, hay dos factores que caracterizan a la economía mexicana. Uno es la existencia de dos sectores industriales radicalmente distintos, uno enfocado a la productividad y a la exportación, y otro enteramente enfocado al mercado interno. Típicamente, los primeros compiten con los mejores del mundo, los segundos viven precariamente, protegidos, en algunos casos, por aranceles o subsidios, pero en la mayoría por tradiciones y formas ancestrales de actuar de los consumidores. El otro factor que caracteriza al país en general, y no sólo a la economía, es el hecho factual de que el gobierno, a los tres niveles, no se ha modernizado. Esto ha producido una circunstancia excepcional: tenemos empresas del primer mundo pero un gobierno del quinto.

Este hecho no es fruto de la casualidad. Las reformas de los años ochenta forzaron al sector privado a competir, pero no hicieron lo mismo para el sector paraestatal, la mayoría de los servicios o el gobierno mismo. Es decir, se abrieron las importaciones de bienes, lo que forzó a los fabricantes a competir o morir, pero nada similar ocurrió con los servicios, lo que producen los monstruos energéticos o el gobierno. Ahora, en pleno siglo XXI, tenemos que lidiar con las consecuencias de lo que no se hizo. Ese es, en el fondo, el argumento de Yuval Levin, autor del texto que cito arriba.

La gran pregunta para el nuevo gobierno es si tendrá la disposición, y la capacidad, para reformar al sistema de gobierno que caracteriza al país. Es ahí donde yacen nuestros más grandes problemas, donde se esconden los intereses más mezquinos y donde se preserva el statu quo como si esa fuera la razón de ser del gobierno y del país.

El riesgo en esta era de cambio es que caigamos en el voluntarismo producto de la arrogancia: “los anteriores eran muy torpes, nosotros si sabemos cómo”. En realidad, los problemas del país trascienden partidos y no son resolubles nada más con voluntad. Lo que se requiere es visión (claridad de qué es necesario hacer); poder (capacidad y disposición para doblegar a los intereses que defienden y se benefician del statu quo y que, en su abrumadora mayoría, son parte integral de la coalición priista); y el para qué: es decir, comprensión de que el objetivo histórico del PRI (proteger los intereses de la familia revolucionaria) es insostenible y que lo único relevante en esta época es crear una base de riqueza que fortalezca al país, genere empleos, haga posible el desarrollo y reconozca que sólo un sector privado competitivo y no protegido será capaz de lograrlo.

El país requiere una transformación radical. Hace décadas que tal posibilidad no está en las cartas, razón por la que la oportunidad es tan extraordinaria y el costo de no avanzarla sería tan elevado.

*Our Age of Anxiety http://www.weeklystandard.com/print/articles/our-age-anxiety_645175.html

 

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Estado fuerte

Luis Rubio

El gran mito de la política mexicana es que en el pasado existía un Estado fuerte y competente que exitosamente guiaba los destinos nacionales y que lo único que hace falta es retornar a ese paraíso idílico para que se resuelvan todos nuestros problemas. La realidad es que el “antiguo régimen” era un sistema autoritario que imponía orden y, por un buen número de años, una política económica acorde a los tiempos y exitosa en ese sentido, pero que acabó por hacer crisis. La combinación de estabilidad política y crecimiento económico permitió el desarrollo, hasta que las crisis minaron la legitimidad del sistema y abrieron la caja de Pandora. Ese Estado grande pero débil acabó produciendo crisis, violencia y la dislocación que nos caracteriza. México necesita un nuevo Estado, no la reconstrucción de uno que ni fue tan exitoso ni puede ser recreado.

El retorno del PRI ha generado mucha nostalgia por la reconstrucción del viejo sistema y revivido la noción de que el éxito del país depende de la voluntad del gobernante. Desafortunadamente, se trata de un reto institucional, no individual. El viejo sistema funcionó en condiciones internas y externas que hoy son inexistentes y la población le tenía miedo, no respeto, al gobierno. Refiriéndose a un proceso similar en la Rusia de hoy, hace un par de años Martin Wolf escribía que “el Estado-KGB es incapaz de entender que el temor y el respeto son antitéticos, no sinónimos”. Lo que México requiere es una nueva institucionalidad que permita hacer valer la ley, mantener el orden y construir una nueva realidad política. Un gobierno eficaz puede ser instrumental para lograrlo, pero la clave reside no sólo en que las cosas funcionen sino en el desarrollo de instituciones –pesos y contrapesos- que le confieran legitimidad y permanencia. La alternativa sería constreñirse a la eficacia sin modificar la esencia. Aún sin proponérselo, eso es lo que intentaron los gobiernos anteriores y ahí tenemos el resultado: independientemente de su habilidad, su principal problema residió en haber aceptado y hecho suyo el statu quo. El reto es trascender la (indispensable y bienvenida) eficacia para lograr la institucionalidad de la que emane un Estado fuerte, funcional y eficaz. Y también democrático.

La diferencia entre un gobierno eficaz y uno institucionalizado es enorme. Un gobierno eficaz puede imponer el orden, modificar los términos de funcionamiento del sistema y llevar a cabo diversas reformas. El mejor y más exitoso ejemplo de lo anterior es sin duda Carlos Salinas. Su gobierno se propuso transformar las estructuras del país y logró redefinir las relaciones entre el gobierno y los grupos que ahora llamamos “poderes fácticos” e impuso una serie de reformas que le dieron vida a la economía por las siguientes décadas. Sin embargo, así como fue exitoso, también mostró las limitaciones de un proyecto basado meramente en la eficacia: dura mientras dura y luego se viene abajo porque todo depende de una persona comandando un gobierno autoritario. Peor cuando sus acciones minaron el poder de las estructuras que se dedicaban a sostener al sistema.

Un gobierno institucionalizado implica negociación constante, convencimiento, conflicto y permanente complejidad. Eso es lo que hemos presenciado en el ámbito legislativo y en las relaciones entre los estados y el gobierno federal. Es de anticiparse que esa misma dinámica caracterizará la relación con los “poderes fácticos”: el SNTE es el más obvio, pero seguramente no será el último. El gobierno de Peña Nieto ha asumido su responsabilidad de pacificar al país y de crear condiciones para el crecimiento. Ambas son necesarias pero no serán suficientes si no entrañan una transformación radical de la naturaleza del propio gobierno.

Ahí es donde se convierte crucial la relación entre el ejecutivo y los otros poderes, pero muy en particular con los partidos de oposición. El Pacto firmado en diciembre es un excelente comienzo pero es insuficiente, como ha ilustrado la crisis interna producida por la participación del PAN y del PRD. Esa crisis evidenció otro de los mitos de nuestra realidad actual: en México no hemos logrado la institucionalidad de la que emana una oposición leal, término que implica que un partido reconoce la legitimidad de origen del gobierno aunque compita en el plano electoral. Algunos políticos –comenzando por los signatarios del Pacto- así están operando, pero otros sostienen agendas que los exhiben como desleales en el sentido apuntado antes, cuando no propensos a la anti-institucionalidad.

Estas realidades se derivan de dos procesos. El primero tiene que ver con la naturaleza peculiar de la transición política que, al no ser producto de un acuerdo político amplio con definiciones precisas de objetivos y procesos, permite que cada actor político la defina como mejor le convenga. El segundo es producto de las viejas rivalidades políticas que décadas de competencia electoral han probado haber sido insuficientes para resolver. Una de estas es la que domina la política de la izquierda, donde los ex priistas se han convertido en la fuente principal de oposición desleal. El PAN no se queda atrás: su división actual revela un desencuentro entre sus contingentes nacidos en el anti-priismo por antonomasia y quienes pretenden construir una nueva institucionalidad política.

El gobierno podría aprovechar (e incluso propiciar) esas divisiones y rivalidades para construir coaliciones temporales y enfrentar a las oposiciones entre sí para avanzar su agenda. La pregunta es si eso le daría permanencia y trascendencia. El ejemplo de la era de reformas de los ochenta y noventa muestra que esa sería una estrategia funcional, pero miope y  propensa a hacer crisis. La estrategia alternativa implicaría someter al poder ejecutivo a la ley, algo que jamás ha existido en nuestra historia. En la era de la Carta Magna, Henry de Bracton escribió que “El Rey se encuentra bajo la ley porque es la ley la que lo hizo Rey”. Aceptar esa premisa y convertirla en principio de acción entrañaría una revolución de concepciones, pero también la oportunidad de construir un sistema político con viabilidad de largo plazo.

Según Fukuyama, los tres componentes de un sistema político moderno –y precondición para el florecimiento de una economía capitalista- son un Estado fuerte y competente, la subordinación del Estado al reino de la ley y la rendición de cuentas a la ciudadanía. El nuevo gobierno ha demostrado que es capaz de lograr la funcionalidad y eficacia en sus actuar cotidiano. Ahora falta que avance hacia la consolidación de los cimientos de un país moderno.