Luis Rubio
Viñetas de corrupción
Luis Rubio
Los argentinos emplean el término “viveza criolla” para caracterizar la “depredación oportunista: la prontitud para obtener máximo provecho a la mínima oportunidad, sin escatimar los medios a utilizar ni las consecuencias o perjuicios para los demás.” Esto no es distinto a cortar esquinas, obtener un beneficio comprando la voluntad de un inspector, el capitán de un restaurante o del policía de la esquina, pretendiendo que no hay costo. El problema es que el costo es enorme porque entraña una forma de ser que es incompatible con el mundo en que nos ha tocado vivir y ahí yace buena parte de la explicación del rezago económico que nos caracteriza.
La corrupción no es nueva; lo que es nuevo es que se ha vuelto extraordinariamente disfuncional. En una economía rural o industrial tradicional, la mordida –en cualquiera de sus acepciones- constituía una forma de resolver problemas. La distancia inherente a la vida rural y la disciplina laboral del piso industrial favorecían los controles que ejercía el sistema político y no parecía haber mayor consecuencia. En la economía del conocimiento lo que agrega valor es el trabajo intelectual, desde el manejo de una computadora hasta el análisis de la información, incluso en el campo o en las fábricas: hoy (casi) todo es información. Lo que antes era funcional hoy ha dejado de serlo y esto es igualmente cierto para el empresario más encumbrado que para el campesino más modesto.
En mi juventud trabajé dos veranos en una fraccionadora que vendía terrenos a crédito para personas de muy bajos ingresos. El contrato establecía pagos mensuales y cualquier persona que se retrasaba en sus pagos corría el riesgo de perder su terreno. Yo revisaba los casos de personas que se presentaban a pagar luego de varios meses de retraso. Era impactante ver cómo sacaban billetes, todos enrollados, obviamente producto de “guardaditos” que iban acumulando. La mayoría de los casos tenía solución y se arreglaba de inmediato. Lo que más me impresionaba era que al menos una de cada tres personas que salían con su asunto resuelto me quería dar unas cuantas monedas como agradecimiento. Se trataba de gente acostumbrada a tener que navegar las aguas turbulentas de una burocracia dedicada a abusar de la población en lugar de cumplir con su responsabilidad más básica.
La corrupción tiene muchas caras y muchas derivadas. Muchas entrañan la interacción entre actores públicos y privados, pero otras son exclusivamente privadas o públicas. El robo de “cuello blanco,” cuando un empleado se lleva cosas de su lugar de empleo, no es muy distinto de la evasión de impuestos. El uso de información privilegiada respecto a obra pública que se va a construir ha sido la forma legendaria en que funcionarios públicos se enriquecieron a lo largo de la historia y no involucra actores privados pero, en el fondo, no es muy distinta a la contratación de constructoras que cobran de más y reparten los sobrantes entre los funcionarios responsables.
Hace unos veinte años, cuando comenzaron los secuestros exprés, fui a la oficina de licencias a solicitar un cambio de domicilio para que el mío no apareciera. Armado con una copia del predial de la oficina de un amigo, fui a solicitar el cambio. Expliqué la razón y la respuesta fue “cien pesos”. No teniendo claro a qué se refería, pregunté por el concepto. La respuesta fue fascinante: “el servicio de cambio cuesta cien pesos, da igual lo que cambie”. Pregunté, en tono sarcástico, si eso incluía un cambio de nombre. “Son cien pesos por cualquier cambio”.
El policía de tránsito es quizá la “inter-fase” más frecuente entre la autoridad y el ciudadano. Cuando alguien se pasa un alto o se da una vuelta prohibida el asunto es claro y transparente, no sujeto a interpretación. Sin embargo, el mayor contraste entre las licencias en México (al menos en el DF) y el resto del mundo es que aquí ningún conductor conoce el reglamento. Primero, los reglamentos se cambian como si fueran camisas: no hay gobierno local recién electo que no amerite un nuevo reglamento. Pero en el DF pasó otra cosa: en aras de reducir o eliminar la corrupción en la expedición de licencias, la solución de nuestros dilectos burócratas fue eliminar exámenes de manejo, de conocimiento y de visión. Quizá se redujo la corrupción en el proceso administrativo, pero me pregunto si no es más corrupto permitir que circule gente que no sabe manejar o que nunca se enteró que hay reglas para conducir. Inevitable que el policía abuse del incauto (e ignorante) conductor. Quizá para eso cambia el reglamento.
En el Estado de México es frecuente que los policías paren a vehículos con placas del DF, independientemente de que haya existido una violación. Basta la amenaza de secuestrar la licencia o la placa del conductor, cuando no del vehículo, “para asegurar el pago” para poner a temblar al más pintado.
El punto es que no existen reglas claras, conocidas por todos que se aplican con rigor, elementos clave de un Estado de derecho. La corrupción es producto de toda la estructura de gobierno creada y concebida para controlar al ciudadano. Cuando el gobierno federal era todopoderoso se controlaban los peores y más absurdos excesos de la corrupción al menudeo. Hoy cada policía y cada inspector o funcionario tiene vida propia y concibe el puesto como un medio de enriquecimiento.
A nadie debería sorprender que la economía esté parada y que la ciudadanía desprecie al gobierno. El problema no es el Estado sino el sistema.
@lrubiof
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