Productores

Luis Rubio

¿Cuál es el estado actual del capitalismo?

Algo peculiar ocurre en la economía del mundo. La crisis de los últimos años, llamada «la gran recesión», ha alterado los patrones de crecimiento, minado los ingresos de buena parte de la humanidad y puesto en jaque a gobiernos, países y actores económicos en todo el orbe. En este contexto es irónico que, a pesar de la profundidad de la crisis, ningún político serio en el mundo dispute la continuidad del capitalismo. En otra era, algo similar llevó al surgimiento del fascismo. Hoy, sin embargo, los votantes en una nación tras otra han sido consistentes en elegir gobiernos centristas dedicados a enderezar el barco más que a cambiarlo. Lo extraño es que esa consistencia entre los electores no ha venido acompañada de un reconocimiento de los empresarios como generadores de riqueza en la sociedad. Thomas Sowell resume así esta circunstancia: «uno de los signos de nuestro tiempo es que hemos demonizado a los productores, subsidiado a quienes se niegan a producir y canonizado a quienes se quejan de quienes producen».

Los críticos del capitalismo son legendarios. Mucho antes que Marx inaugurara la era del análisis «científico», el Nuevo Testamento ya estaba lleno de críticas a diversos aspectos del funcionamiento de los mercados. En los últimos años, estudiosos y activistas han publicado libros y manifiestos convocando al desmantelamiento de ese sistema económico. Picketty, que goza el peculiar mérito de ser el autor de uno de los libros más vendidos pero menos leídos de la historia (Amazon lo mide a través de su lector electrónico), inició la racha, a la cual ahora se ha sumado un poderoso volumen por parte de Paul Mason intitulado Postcapitalismo, anticipando el fin del capitalismo dada la globalización y la Internet. A pesar de esto, la economía de mercado sigue avanzando sin cesar.

¿Cómo es el empresariado mexicano?

En México la creatividad que evidencian los informales es seña inconfundible de la vitalidad de la labor empresarial en el país. La cantidad de gente que se dedica a actividades creativas por cuenta propia aumenta de manera imparable. Aunque no se dicen empresarios, eso es lo que hacen: compran, venden, crean, agregan valor. Lo más impactante del mercado informal en México es su capacidad de adaptación, la versatilidad de sus respuestas y los servicios que cambian día a día, justo lo que uno esperaría de un mercado dinámico. De igual forma, miles de mexicanos son activos partícipes de la revolución digital en Silicon Valley y muchos más aspiran a serlo. Cada uno en su mundo, estos actores están transformando la vida económica en México y en el mundo. ¿Por qué entonces la baja popularidad del empresariado?

El hecho de que miles o millones de empresarios rehúsen llamarse así es significativo. En México, el título de empresario se asocia con un grupo de personas ricas y no con personas creativas y dinámicas que satisfacen las necesidades de la población. Parte de la razón tiene que ver con la percepción de que muchos empresarios no son producto de su habilidad o capacidad para satisfacer al consumidor sino de favores gubernamentales, concesiones y otros medios similares. Muchos de quienes se llaman empresarios no hacen lo que uno esperaría del empresario: adaptarse, asumir riesgos y buscar nuevas formas de responder ante la demanda del consumidor. Además, las distancias en riqueza que caracterizan a muchos de los más prominentes empresarios respecto al ciudadano común y corriente son tan grandes que es fácil asociar empresario con riqueza y no con creatividad. Quizá esto explique el rechazo al uso del término en un sector extraordinariamente dinámico de la economía como el informal.

¿Qué impide el reconocimiento de la actividad empresarial?

Independientemente de la veracidad o falsedad de las percepciones respecto al origen de la riqueza de muchos de los empresarios más visibles, es evidente que en la medida en que existan fortunas emanadas no del mercado sino del abuso, la protección y de favores gubernamentales, la solidez y credibilidad del capitalismo acaba profundamente mermada. Muchas fortunas se han construido al amparo de la política y muchos políticos emplean prestanombres para utilizar su puesto para enriquecerse. El círculo es amplio y en nada favorable al desarrollo de una economía sana que requiere, según muchos de los estudiosos más serios, que la función empresarial sea apreciada y reconocida como socialmente relevante. Sin ello no existen condiciones para que haya inversiones, se tomen riesgos y se genere un entorno vital de creatividad económica.

Al final del día, el éxito económico del país no puede depender de la creatividad del sector informal de la economía pues, a pesar de todo su dinamismo, tiene límites a su potencial. La vitalidad de la economía mexicana va a depender de que se revisen las reglas del juego, se desarrollen mercados competitivos, se formalicen los informales para darles vuelo y, con ello, se creen condiciones no sólo para que crezca la economía, la riqueza y el empleo, sino también el aprecio a la función empresarial.

El desarrollo de una economía requiere confianza entre gobernantes y gobernados y ésta no surge del aire. Un estudioso de la universidad de California que ha estudiado migrantes deportados encontró a uno que explicó que había intentado iniciar un negocio pero que acabó fracasando porque «aquí no hay reglas». No es casualidad que muchos mexicanos de origen modesto triunfen allá y fracasen aquí: allá sí hay reglas y esa es la base de la confianza en las instituciones y del aprecio a los empresarios.

 

 

Absurdos y costos del gobierno de Peña Nieto

América Economía – Luis Rubio

En su libro sobre sus experiencias como reportero en Beirut, Thomas Friedman relata la complejidad de una sociedad en proceso de descomposición. En un viaje al aeropuerto, Friedman cuenta: “mi taxi, avanzando con mucha lentitud, fue detenido por un vehículo que impedía el paso. De pronto, cuatro individuos armados arrastraban a un hombre. Una mujer, presumiblemente su esposa, sollozaba en silencio con mirada resignada. El secuestrado luchaba y pataleaba con todas sus fuerzas con el terror reflejado en el rostro; sabía que nadie se atrevería a ayudarlo… Tan pronto se desatoró el tráfico, mi taxi aceleró hacia el aeropuerto… El taxista, que había mantenido sus ojos congelados  viendo hacia adelante, conscientemente evitando la situación, pronto volvió a conversar sobre la familia y la política, como si nada hubiera pasado”. “Cuando la autoridad se colapsa… la gente hace cualquier cosa para evitar ser pobre y solitaria”.

La descripción de Friedman podría ser aplicable a varias regiones de México en los últimos lustros. No es que México en general se encamine hacia el estado hobbesiano de la naturaleza, situación en la que reina la ley de la selva, pero sí que el deterioro de una sociedad no sólo ocurre como resultado de la actividad de grupos violentos y criminales sino también cuando la desidia, falta de acción gubernamental y abandono sistemático de construcción institucional se convierten en una forma de (des)gobernar. Hoy nadie está construyendo el país del futuro.

Al gobierno actual le falta aceptar que el mundo real no es como lo imagina y que su capacidad de acción es infinitamente superior a la que concibe, pero solo si reconoce que el prerrequisito para ejercerla es construir capacidad institucional fuera de su control.

Ignorancia, arrogancia y, sobre todo, la enorme distancia que caracteriza a los gobernantes respecto a la población y sus necesidades, preocupaciones, miedos, ilusiones y hartazgos llevan a decisiones absurdas que atentan contra la estabilidad y viabilidad del país. Esto es igualmente observable a nivel local y federal.

En el Distrito Federal, por ejemplo, el gobierno acaba de publicar un reglamento de tránsito cuya lógica es razonable, pero sólo en un plano conceptual: se elevan dramáticamente las penas por cualquier violación a las normas ahí establecidas. Suena bien, excepto que su traducción a la vida cotidiana no podrá ser otra que la de elevar el costo de las mordidas. Mayores penas en el entorno de corrupción e impunidad que caracteriza al México de hoy inexorablemente llevará a -¿qué otra cosa?- mayor corrupción y mayor impunidad. No podría ser de otra forma, algo paradójico para un gobierno que cuenta con el programa quizá más exitoso de regulación del tránsito urbano precisamente porque ataca el corazón del problema: el alcoholímetro que se estableció en la ciudad de México ha funcionado no porque tenga penas elevadas (aunque sí las tiene: 36 horas de cárcel en “el torito”), sino porque la presencia de funcionarios de distintas dependencias impide la colusión y, por lo tanto, la corrupción. Es decir, se logró que coincidieran los incentivos del programa con los de quienes lo operan, un mérito no pequeño en nuestro medio. El nuevo reglamento es lo contrario: puro palo y ningún contrapeso que haga posible mejorar la convivencia. Un gobierno que se hace harakiri no es un gobierno muy serio y menos materia presidencial.

En el plano federal el asunto es todavía más patente. El entorno es complejo, propenso al conflicto y no hay instituciones o mecanismos capaces de canalizar el conflicto y mantener la paz social. En este contexto, cualquier situación se puede tornar explosiva: las policías no son particularmente diestras en el manejo de conflictos, las procuradurías no tienen idea de lo que es una investigación criminal y los militares destinados a actividades policiacas tienen una elevada propensión a excederse en el uso de la fuerza. Ninguna de estas situaciones es excepcional en el país: son realidades con las que vivimos de manera cotidiana y que inexorablemente conducen, tarde o temprano, a situaciones de crisis. Uno pensaría que la forma de atacar los problemas que se fueran presentando sería construyendo respuestas que avancen en la dirección de institucionalizar la vida pública, reduciendo así el peso sobre el gobernante.

La forma de actuar del gobierno federal ha sido exactamente la contraria. En lugar de aceptar que hay mil y un circunstancias que le van a explotar aunque no sean suyas (Ayotzinapa es un caso paradigmático), se ha paralizado cada que se da una crisis. La respuesta idónea sería capotear el temporal creando mecanismos convincentes, susceptibles de evitar casos similares en el futuro, pero eso no ocurre.

Cuando se dio un asesinato político en 1989, el presidente Salinas reconoció el potencial explosivo del fenómeno y actuó proactivamente: creó la Comisión Nacional de Derechos Humanos, respuesta que fortalecía el marco institucional en el largo plazo y le quitaba la papa caliente en lo inmediato.

Para enfrentar los casos de potencial conflicto de interés, el gobierno actual hizo exactamente lo opuesto: no sólo se sometió a la golpiza inicial sino que empleó un mecanismo inadecuado –la Función Pública- para que la golpiza se repitiera unos meses después. Mucho mejor hubiera sido transferir la función de supervisión del ejecutivo al poder legislativo, creando una nueva plataforma para futuros casos de conflicto de interés, corrupción y similares.

Al gobierno actual le falta aceptar que el mundo real no es como lo imagina y que su capacidad de acción es infinitamente superior a la que concibe, pero solo si reconoce que el prerrequisito para ejercerla es construir capacidad institucional fuera de su control.

 

 

http://www.americaeconomia.com/analisis-opinion/absurdos-y-costos-del-gobierno-de-pena-nieto

Absurdos y costos

Luis Rubio

¿Cuál es la situación actual en México en relación con la acción gubernamental?

En su libro sobre sus experiencias como reportero en Beirut, Thomas Friedman relata la complejidad de una sociedad en proceso de descomposición. En un viaje al aeropuerto, Friedman cuenta: “mi taxi, avanzando con mucha lentitud, fue detenido por un vehículo que impedía el paso. De pronto, cuatro individuos armados arrastraban a un hombre. Una mujer, presumiblemente su esposa, sollozaba en silencio con mirada resignada. El secuestrado luchaba y pataleaba con todas sus fuerzas con el terror reflejado en el rostro; sabía que nadie se atrevería a ayudarlo… Tan pronto se desatoró el tráfico, mi taxi aceleró hacia el aeropuerto… El taxista, que había mantenido sus ojos congelados viendo hacia adelante, conscientemente evitando la situación, pronto volvió a conversar sobre la familia y la política, como si nada hubiera pasado”. “Cuando la autoridad se colapsa… la gente hace cualquier cosa para evitar ser pobre y solitaria”.

La descripción de Friedman podría ser aplicable a varias regiones de México en los últimos lustros. No es que México en general se encamine hacia el estado hobbesiano de la naturaleza, situación en la que reina la ley de la selva, pero sí que el deterioro de una sociedad no sólo ocurre como resultado de la actividad de grupos violentos y criminales sino también cuando la desidia, falta de acción gubernamental y abandono sistemático de construcción institucional se convierten en una forma de (des)gobernar. Hoy nadie está construyendo el país del futuro.

¿Cuáles son las causas de esta problemática?

Ignorancia, arrogancia y, sobre todo, la enorme distancia que caracteriza a los gobernantes respecto a la población y sus necesidades, preocupaciones, miedos, ilusiones y hartazgos llevan a decisiones absurdas que atentan contra la estabilidad y viabilidad del país. Esto es igualmente observable a nivel local y federal.

En el Distrito Federal, por ejemplo, el gobierno acaba de publicar un reglamento de tránsito cuya lógica es razonable, pero sólo en un plano conceptual: se elevan dramáticamente las penas por cualquier violación a las normas ahí establecidas. Suena bien, excepto que su traducción a la vida cotidiana no podrá ser otra que la de elevar el costo de las mordidas. Mayores penas en el entorno de corrupción e impunidad que caracteriza al México de hoy inexorablemente llevará a -¿qué otra cosa?- mayor corrupción y mayor impunidad. No podría ser de otra forma, algo paradójico para un gobierno que cuenta con el programa quizá más exitoso de regulación del tránsito urbano precisamente porque ataca el corazón del problema: el alcoholímetro que se estableció en la ciudad de México ha funcionado no porque tenga penas elevadas (aunque sí las tiene: 36 horas de cárcel en “el torito”), sino porque la presencia de funcionarios de distintas dependencias impide la colusión y, por lo tanto, la corrupción. Es decir, se logró que coincidieran los incentivos del programa con los de quienes lo operan, un mérito no pequeño en nuestro medio. El nuevo reglamento es lo contrario: puro palo y ningún contrapeso que haga posible mejorar la convivencia. Un gobierno que se hace harakiri no es un gobierno muy serio y menos materia presidencial.

En este sentido, ¿Cómo ha sido la reacción de la administración federal?

En el plano federal el asunto es todavía más patente. El entorno es complejo, propenso al conflicto y no hay instituciones o mecanismos capaces de canalizar el conflicto y mantener la paz social. En este contexto, cualquier situación se puede tornar explosiva: las policías no son particularmente diestras en el manejo de conflictos, las procuradurías no tienen idea de lo que es una investigación criminal y los militares destinados a actividades policiacas tienen una elevada propensión a excederse en el uso de la fuerza. Ninguna de estas situaciones es excepcional en el país: son realidades con las que vivimos de manera cotidiana y que inexorablemente conducen, tarde o temprano, a situaciones de crisis. Uno pensaría que la forma de atacar los problemas que se fueran presentando sería construyendo respuestas que avancen en la dirección de institucionalizar la vida pública, reduciendo así el peso sobre el gobernante.

La forma de actuar del gobierno federal ha sido exactamente la contraria. En lugar de aceptar que hay mil y un circunstancias que le van a explotar aunque no sean suyas (Ayotzinapa es un caso paradigmático), se ha paralizado cada que se da una crisis. La respuesta idónea sería capotear el temporal creando mecanismos convincentes, susceptibles de evitar casos similares en el futuro, pero eso no ocurre.

¿Cómo sería la reacción que implique creación de mecanismos?

Cuando se dio un asesinato político en 1989, el presidente Salinas reconoció el potencial explosivo del fenómeno y actuó proactivamente: creó la Comisión Nacional de Derechos Humanos, respuesta que fortalecía el marco institucional en el largo plazo y le quitaba la papa caliente en lo inmediato.

Para enfrentar los casos de potencial conflicto de interés, el gobierno actual hizo exactamente lo opuesto: no sólo se sometió a la golpiza inicial sino que empleó un mecanismo inadecuado –la Función Pública- para que la golpiza se repitiera unos meses después. Mucho mejor hubiera sido transferir la función de supervisión del ejecutivo al poder legislativo, creando una nueva plataforma para futuros casos de conflicto de interés, corrupción y similares.

Al gobierno actual le falta aceptar que el mundo real no es como lo imagina y que su capacidad de acción es infinitamente superior a la que concibe, pero solo si reconoce que el prerrequisito para ejercerla es construir capacidad institucional fuera de su control.

Lee el artículo publicado en Reforma

La necesidad de que la población mexicana confíe en sus gobernantes

América Economía – Luis Rubio

 Quienes idolatran al viejo sistema priista hablan de la predictibilidad que lo caracterizaba. Las reglas eran claras, los valores consensuales y los riesgos conocidos. Quienes eran parte del sistema sabían que había altibajos pero que siempre se premiaba la lealtad. Ser “institucional” constituía una distinción que sólo recibían quienes habían vivido igual en el triunfo y en la desgracia política. No eran excepcionales quienes atravesaban el desierto. El sistema funcionaba gracias a la combinación de lealtad y esperanza: lealtad al jefe en turno, esperanza de lograr la redención política. De esto surgía un orden natural: salvo excepción, se premiaba el buen comportamiento y se penalizaba la disensión. Había un orden.

El viejo orden priista no se fundamentaba en la ley o la legalidad sino en ese entuerto peculiar que inventó el sistema de las “reglas no escritas”, que no eran otra cosa más que la lealtad al presidente en turno y el respeto a las formas. Lo interesante es que la combinación de estos dos elementos constituyó un factor de estabilidad que por décadas distinguió al país. Si bien el sistema concebido por Plutarco Elías Calles en 1928 no logró la consolidación de un “país de instituciones” cómo él propuso al momento de la creación del Partido Nacional Revolucionario, abuelo de PRI, el gran logro fue un régimen de orden y estabilidad cuya espina dorsal residía en el límite sexenal al poder presidencial y la lealtad al presidente del momento. Estos mecanismos no pasarían la prueba de una democracia idílica como en la que hoy se suele soñar, pero eso no le quita el enorme mérito de haber logrado una era de paz y estabilidad en enorme contraste con la mayoría de los países de la región.

El mundo de hoy en nada se parece al de mediados del siglo pasado, pero una cosa nunca cambia: la necesidad de que la población confíe en sus gobernantes. Eso es algo que hasta Mao, el comunista leninista, comprendió desde el inicio, pero que nuestro gobierno no reconoce incluso cuando el dólar otea los 18 pesos.

En alguna de sus alocuciones al amparo de su depresión y melancolía, José López Portillo afirmó haber sido el último de los presidentes revolucionarios. En efecto, el autor de la crisis de 1982 rompió con todas las reglas del sistema y, con ello, dio vuelo a la era de la debacle económica. Hasta los ochenta, todos los presidentes postrevolucionarios habían sido militares o abogados, ambos comprometidos, desde su formación profesional, con el valor de las formas y la formalidad: el apego a patrones establecidos, repetibles y predecibles implicaba una base de confiabilidad del que la sociedad podía depender. Así, aunque las carreras de los políticos en lo individual ascendían y descendían (la «rueda de la fortuna»), la sociedad sabía que existían un mínimo del que nunca se desviaban: un orden. Algunos presidentes enfatizaban la izquierda, otros la derecha, pero ninguno se salió de los cánones aceptados en la época. Además, el apego a las formas generaba confianza entre los empresarios y los presidentes comprendían que ese era un factor esencial de estabilidad. Todo mundo jugaba el juego.

La era de las crisis comenzó en 1976 y terminó (¡uno espera!) hasta 1995. En esos veinte años, el país perdió su estabilidad histórica, fuentes de confianza y viabilidad económica. Cambios en el contexto mundial tuvieron mucho que ver con la desaparición de la plataforma “mínima” que históricamente había funcionado, pero el mayor de los cambios fue el hecho de que el sistema se aferró al pasado y no tuvo capacidad de prever y adaptarse a la transformación tanto de las propia sociedad mexicana (incapacidad evidenciada a todo color en 1968), como de la economía mundial.

En los ochenta llegaron los tecnócratas al rescate: nuevos criterios y formas de actuar que chocaron con el viejo sistema. Se liberalizó la economía, se privatizaron paraestatales y se adoptaron nuevas formas de administración económica, formas más apegadas a la norma internacional que a la historia, pero desafortunadamente  esto no fue  blanco y negro: se siguió dejando un margen para favores personales y, con ello, la imposibilidad de lograr una cabal modernidad.

Pero no sólo cambió la economía: también desapareció la reverencia a “las formas”. Lo que antes era respeto irrestricto a las reglas “no escritas” súbitamente se convirtió en legislación redactada por economistas (en vez de abogados) que acabó siendo, con gran frecuencia, indefendible en un tribunal. El fin del país de las formas vino acompañado de intentos por codificar un sistema económico parcialmente abierto que nunca se consolidó. Así, aunque la economía logró algunos buenos años de crecimiento, los altibajos han sido la constante desde fines de los ochenta.

Así, México nunca abandonó su pasado y por eso no logra construir un futuro distinto. El extremo es el gobierno actual, cuyo mantra es olvidar el futuro y regresar a lo que funcionaba en la era cavernícola del viejo sistema priista.

El orden es una condición necesaria para el progreso de una nación. Sin orden todo es ilusión porque la propensión al desorden y la inestabilidad es permanente. Lo anterior no implica que se requiera un sistema porfiriano dedicado al “orden y progreso”, pero sí que México tiene que encontrar mecanismos institucionales, idealmente dentro de su precaria democracia, para consolidar una plataforma mínima de estabilidad y confianza como la que el viejo sistema logró en su momento. El mundo de hoy en nada se parece al de mediados del siglo pasado, pero una cosa nunca cambia: la necesidad de que la población confíe en sus gobernantes. Eso es algo que hasta Mao, el comunista leninista, comprendió desde el inicio, pero que nuestro gobierno no reconoce incluso cuando el dólar otea los 18 pesos.

 

http://www.americaeconomia.com/analisis-opinion/la-necesidad-de-que-la-poblacion-mexicana-confie-en-sus-gobernantes

Pasado y presente

Luis Rubio

 ¿En qué consistía el orden del sistema político previo a la transición democrática en México?

Quienes idolatran al viejo sistema priista hablan de la predictibilidad que lo caracterizaba. Las reglas eran claras, los valores consensuales y los riesgos conocidos. Quienes eran parte del sistema sabían que había altibajos pero que siempre se premiaba la lealtad. Ser “institucional” constituía una distinción que sólo recibían quienes habían vivido igual en el triunfo y en la desgracia política. No eran excepcionales quienes atravesaban el desierto. El sistema funcionaba gracias a la combinación de lealtad y esperanza: lealtad al jefe en turno, esperanza de lograr la redención política. De esto surgía un orden natural: salvo excepción, se premiaba el buen comportamiento y se penalizaba la disensión. Había un orden.

El viejo orden priista no se fundamentaba en la ley o la legalidad sino en ese entuerto peculiar que inventó el sistema de las “reglas no escritas”, que no eran otra cosa más que la lealtad al presidente en turno y el respeto a las formas. Lo interesante es que la combinación de estos dos elementos constituyó un factor de estabilidad que por décadas distinguió al país. Si bien el sistema concebido por Plutarco Elías Calles en 1928 no logró la consolidación de un “país de instituciones” cómo él propuso al momento de la creación del Partido Nacional Revolucionario, abuelo de PRI, el gran logro fue un régimen de orden y estabilidad cuya espina dorsal residía en el límite sexenal al poder presidencial y la lealtad al presidente del momento. Estos mecanismos no pasarían la prueba de una democracia idílica como en la que hoy se suele soñar, pero eso no le quita el enorme mérito de haber logrado una era de paz y estabilidad en enorme contraste con la mayoría de los países de la región.

¿Qué tipo de políticos caracterizaron esta época?

En alguna de sus alocuciones al amparo de su depresión y melancolía, José López Portillo afirmó haber sido el último de los presidentes revolucionarios. En efecto, el autor de la crisis de 1982 rompió con todas las reglas del sistema y, con ello, dio vuelo a la era de la debacle económica. Hasta los ochenta, todos los presidentes postrevolucionarios habían sido militares o abogados, ambos comprometidos, desde su formación profesional, con el valor de las formas y la formalidad: el apego a patrones establecidos, repetibles y predecibles implicaba una base de confiabilidad del que la sociedad podía depender. Así, aunque las carreras de los políticos en lo individual ascendían y descendían (la «rueda de la fortuna»), la sociedad sabía que existían un mínimo del que nunca se desviaban: un orden. Algunos presidentes enfatizaban la izquierda, otros la derecha, pero ninguno se salió de los cánones aceptados en la época. Además, el apego a las formas generaba confianza entre los empresarios y los presidentes comprendían que ese era un factor esencial de estabilidad. Todo mundo jugaba el juego.

¿Qué ocurrió en el sistema político como consecuencia de crisis económicas?

La era de las crisis comenzó en 1976 y terminó (¡uno espera!) hasta 1995. En esos veinte años, el país perdió su estabilidad histórica, fuentes de confianza y viabilidad económica. Cambios en el contexto mundial tuvieron mucho que ver con la desaparición de la plataforma “mínima” que históricamente había funcionado, pero el mayor de los cambios fue el hecho de que el sistema se aferró al pasado y no tuvo capacidad de prever y adaptarse a la transformación tanto de las propia sociedad mexicana (incapacidad evidenciada a todo color en 1968), como de la economía mundial.

En los ochenta llegaron los tecnócratas al rescate: nuevos criterios y formas de actuar que chocaron con el viejo sistema. Se liberalizó la economía, se privatizaron paraestatales y se adoptaron nuevas formas de administración económica, formas más apegadas a la norma internacional que a la historia, pero desafortunadamente esto no fue blanco y negro: se siguió dejando un margen para favores personales y, con ello, la imposibilidad de lograr una cabal modernidad.

Pero no sólo cambió la economía: también desapareció la reverencia a “las formas”. Lo que antes era respeto irrestricto a las reglas “no escritas” súbitamente se convirtió en legislación redactada por economistas (en vez de abogados) que acabó siendo, con gran frecuencia, indefendible en un tribunal. El fin del país de las formas vino acompañado de intentos por codificar un sistema económico parcialmente abierto que nunca se consolidó. Así, aunque la economía logró algunos buenos años de crecimiento, los altibajos han sido la constante desde fines de los ochenta.

Así, México nunca abandonó su pasado y por eso no logra construir un futuro distinto. El extremo es el gobierno actual, cuyo mantra es olvidar el futuro y regresar a lo que funcionaba en la era cavernícola del viejo sistema priista.

¿Qué se necesita para recuperar la estabilidad?

El orden es una condición necesaria para el progreso de una nación. Sin orden todo es ilusión porque la propensión al desorden y la inestabilidad es permanente. Lo anterior no implica que se requiera un sistema porfiriano dedicado al “orden y progreso”, pero sí que México tiene que encontrar mecanismos institucionales, idealmente dentro de su precaria democracia, para consolidar una plataforma mínima de estabilidad y confianza como la que el viejo sistema logró en su momento. El mundo de hoy en nada se parece al de mediados del siglo pasado, pero una cosa nunca cambia: la necesidad de que la población confíe en sus gobernantes. Eso es algo que hasta Mao, el comunista leninista, comprendió desde el inicio, pero que nuestro gobierno no reconoce incluso cuando el dólar otea los 18 pesos.

Lee el artículo publicado en Reforma

La nueva complejidad

Luis Rubio

 

¿Qué papel juega la incertidumbre dentro del quehacer político?

En una de sus memorables intervenciones en la escalada hacia la invasión de Irak, Donald Rumsfeld argumentó que «hay cosas conocidas que se conocen, hay cosas que sabemos que sabemos, y hay cosas conocidas que no conocemos, es decir, cosas que sabemos que no sabemos. Pero también hay cosas que no sabemos que no sabemos». Aunque parezca trabalenguas, el secretario de defensa exponía una realidad para cualquiera que se aventura hacia tierras y circunstancias desconocidas. Los gobernantes, empresarios e inversionistas enfrentan estos problemas de manera cotidiana porque nunca es factible tener toda la película de lo que vendrá. Esa incertidumbre se ha agravado de manera dramática en los últimos años.

Aunque comienza a despertar, la economía europea experimenta tiempos aciagos; Estados Unidos amenaza con entrar en la etapa descendente de su ciclo económico y China parece, finalmente, darle la razón a los Casandras con tasas menores de crecimiento. Los precios del petróleo, el fortalecimiento del dólar y el agravamiento del peso luego de la fallida Ronda Uno y el creciente déficit fiscal no han hecho sino enturbiar un panorama ya de por sí nublado.

Cada uno de estos temas entraña su propia complejidad, pero es la combinación la que preocupa y provoca enorme incertidumbre. También explica la combinación de temor y desconfianza que caracterizan al país en estos momentos. El único que parece no notarlo es el gobierno.

¿Qué preparación es necesaria para enfrentar esa combinación de complejidades?

En su libro Mass Flourishing, Edmund Phelps, premio Nobel de economía, argumenta que el entorno favorable a la innovación fue el detonador del crecimiento económico a partir del siglo XIX. Esta tesis, similar a la de Deirdre McCloskey en Dignidad burguesa, implica que donde existe un entorno de aprecio social y apoyo a los creadores e innovadores la economía prospera. Me pregunto: ¿qué ha hecho el gobierno actual ya no para promover la innovación, algo complejo en sí mismo, sino al menos para generar un entorno de confianza para el empresariado nacional y para potenciales innovadores futuros? No cabe ni la menor duda que la devaluación del peso responde a factores externos, pero es absurdo ignorar los internos que la agravan por minuto.

Según Phelps*, la innovación está disminuyendo debido al exceso de regulaciones que abruman al productor de manera creciente en el mundo. Afirma que cada vez que se agrega un mecanismo de regulación o protección se reduce la capacidad de innovar: el extremo son los sistemas políticos corruptos que protegen rentistas de cualquier color. Phelps observa que los sistemas escolares han abandonado las fuentes de inspiración que favorecían la innovación y el surgimiento de gente creativa. El abandonar la lectura de los clásicos y, sobre todo, la exaltación del mérito individual a través de lecturas e historias de descubridores, exploradores, científicos, empresarios y, en general, gente exitosa, ha tenido el efecto de aplacar la imaginación y la creatividad, factores clave del crecimiento económico en esta etapa del mundo.

Por su parte, Carles Boix** argumenta que, al experimentar cambios tecnológicos (como la introducción de nuevos sistemas de irrigación), las sociedades basadas en agricultura primitiva experimentaron cambios sociales que produjeron resultados políticos distintos. En su nomenclatura, quienes se beneficiaron o supieron aprovechar las nuevas tecnologías fueron los “productores”, que evolucionaron hacia la construcción de regímenes políticos que hoy llamaríamos republicanos, con líderes electos, una asamblea legislativa y un sistema de gobierno que los protegiera de los perdedores. Ahí donde triunfaron los productores, como en muchas ciudades griegas y las ciudades-estado de Europa, la sociedad acabó privilegiando el crecimiento económico, la productividad y la competencia.

¿Quiénes quedan del otro lado de esa dinámica?

Quienes quedaron en desventaja y perdieron frente a los productores -Boix los llama pilladores o saqueadores- se dedicaron a pelearse por las migajas, creando un entorno hobbesiano de inseguridad, lo que llevó a preferir gobiernos monárquicos o dictatoriales que protegiesen el statu quo, obligaran a los productores y al gobierno mismo a proveer comida, trabajo e ingreso y garantizaran la existencia de mecanismos defensivos y de protección para los perdedores. Las sociedades en que ganan los pilladores propician tasas menores de crecimiento y el florecimiento de sistemas de privilegios que distorsionan la competencia, impiden la innovación y el cambio tecnológico. En México no hay duda que los pilladores siempre gozan del apoyo gubernamental.

Estas consideraciones históricas son relevantes porque muestran que las fuentes de estancamiento y vulnerabilidad no son nuevas. La incertidumbre internacional no puede esconder la enorme desconfianza que ha procreado este gobierno y sus malas decisiones y ayuda a entender las fuentes de nuestro estancamiento y la vulnerabilidad en que se encuentra el país frente a la incertidumbre que caracteriza al mundo en estos días.

¿Competir e innovar o proteger y preservar? ¿Buscar elevar la productividad o elevar el salario por decreto? El deterioro es creciente; el súbito cambio de tendencia en la depreciación del peso debería llevarnos a todos a reconocer que lo que está de por medio es el desarrollo del país: la confianza, corazón del desarrollo, ignorada los 3 años pasados. En contraste con la alocución de Rumsfeld, las causas de nuestra situación son perfectamente conocidas.

*What is wrong with the West’s economies? **Orden político y desigualdad

Inclusión financiera: todos ganamos

Luis Rubio

Camina uno por cualquiera de las principales calles de las urbes del mundo y es imposible no encontrar un banco tras otro, una caja de efectivo o una promoción de tarjetas de crédito. La impresión que se lleva uno es que los bancos están en todas partes y todo mundo tiene acceso a ellos. Lo cierto es que menos de la mitad de la población de México y sólo alrededor del 20% de los habitantes de Centroamérica tienen una cuenta bancaria o acceso a una caja de efectivo. En el mundo, cerca de dos billones de adultos que trabajan carecen de acceso a servicios financieros. Este hecho no sólo les impide tener oportunidad de desarrollar una mejor vida, sino que limita el crecimiento económico del país.

La razón es simple: la población en condiciones de pobreza constituye una proporción enorme de la población total en estos países; de incorporarse a los circuitos económicos formales, el potencial de crecimiento económico nacional se multiplicaría de manera vertiginosa. Es por esta razón que aumentar la profundidad del sistema financiero -hacerlo llegar a todas las personas y familias- constituye un mecanismo que directamente beneficiaría al conjunto de la sociedad. Como dice el dicho, es una estrategia ganadora para todos.

Aunque en concepto la inclusión tiene un sentido claro, ha sido la tecnología la que ha permitido convertir una idea en una posibilidad real: un mundo en el que toda la población tenga acceso y pueda utilizar servicios financieros que requiera para capturar oportunidades y reducir su vulnerabilidad. No es casualidad que en los últimos años un sinnúmero de países y organizaciones, comenzando por el G20, hayan hecho suyo el objetivo de lograr una inclusión financiera plena en los próximos años.

Todo mundo gana

La población que vive en pobreza o en desventaja económica tiene el mismo deseo de progreso que el resto del mundo pero, a diferencia de quienes viven conectados a los circuitos económicos y financieros modernos, no cuenta con instrumentos de ahorro y crédito formales y económicos que le permitirían romper con ese círculo vicioso. El sistema financiero tradicional, cuyo objetivo es intermediar el ahorro, ha estado ausente en la llamada “base de la pirámide”. Este hecho divide a la población de manera mucho más trascendente de lo que parece a primera vista entre quienes tienen posibilidades de progresar y quienes su circunstancia específica se los impide. La investigación que ha realizado Hernando de Soto a lo largo del tiempo muestra cómo el rápido crecimiento del mundo que hoy es desarrollado fue posible cuando la población pudo transformar sus activos en activos productivos y comercializables. Esto es lo que a la población pobre en México se le ha negado por no ser parte del sistema financiero formal. En consecuencia, los excluidos padecen por la exclusión de manera directa, pero el conjunto de la sociedad también se priva de mayores oportunidades de desarrollo por el menor tamaño de la economía y por el peor desempeño de la misma.

El beneficio de la inclusión financiera para quienes no han contado con acceso al sistema es evidente, pero también lo es para la sociedad en su conjunto. Aunque la mayor parte de quienes carecen de acceso al sistema financiero son pobres, sus necesidades son frecuentemente tan grandes o mayores respecto a quienes tienen ingresos superiores. Los estudios que ha publicado el Banco Mundial muestran que el acceso a productos de ahorro -sobre todo aquellos que entrañan el compromiso de ahorrar un monto y restringen el retiro de fondos hasta que el ahorrador logra el monto que estableció él mismo de antemano- entraña beneficios que trascienden a la persona específica: libera a las mujeres y les confiere capacidad de decisión independiente en asuntos económicos, incrementa la inversión productiva y el consumo, eleva la productividad y el ingreso y aumenta el gasto en salud productiva. Es decir, un mayor ahorro incrementa el ahorro en la sociedad y transforma a la población antes excluida. Todo mundo gana.

 

El origen de la exclusión

En la teoría económica tradicional se concibe al sistema financiero como un mecanismo de transmisión e intermediación ya existente y en condiciones de cumplir su cometido, es decir, parte del supuesto que el ahorro del público es procesado por el sistema financiero y convertido en fuente de inversión para el desarrollo: unos ahorran, en tanto que otros utilizan ese dinero en la forma de crédito para crear riqueza. La función del sistema financiero es empatar el ahorro con la demanda de crédito de la manera más productiva. Aunque conceptualmente acertada, la realidad es que en países en que persisten elevados niveles de pobreza e informalidad, el sistema financiero tiende a satisfacer solo a una parte de la población: una porción importante, frecuentemente mayoritaria, de los habitantes de estos países no goza  de servicios financieros accesibles y no cuentan con los instrumentos necesarios para mejorar su nivel de vida: algunos por pobres, otros por informales, o ambas circunstancias combinadas. Hernando de Soto va un paso más adelante: dice que los pobres cuentan con activos pero se trata de un «capital muerto» porque no lo pueden utilizar.

Muchos de quienes viven en la informalidad quedan excluidos del sistema financiero porque no cuentan con un ingreso confiable producto de un empleo o una actividad formal, que es el supuesto que encarna la teoría económica. Algunos, si cuentan con ingresos suficientes, pueden abrir una cuenta de ahorro e incluso acceder a cierto tipo de créditos, sobre todo vía micro financieras. Pero lo cierto es que los individuos menos exitosos (y por lo tanto con ingresos menos consistentes) quedan fundamentalmente excluidos.

Una familia que se sustenta en ingresos producto de la informalidad solo puede consumir lo que produce. El resultado de este hecho es que, para romper el círculo vicioso, requiere un tipo de productos financieros que le permitan construir activos, administrar riesgos y mantener su nivel de consumo en diferentes momentos del ciclo económico. De esta forma, mientras que en la teoría económica se diferencia al ahorrador del acreditado, en la informalidad son dos necesidades simultáneas en cada familia. Al no contar con estos servicios formales, las familias tienden a utilizar diversas estrategias para mitigar esa ausencia. Por ejemplo, emplean medios informales para ahorrar y obtener crédito, mecanismo que, aunque eficiente, tiende a ser caro. La evidencia empírica demuestra que las familias que viven en pobreza y en la informalidad dominan el empleo de esos mecanismos financieros informales.

El hecho de no tener acceso fácil y costeable al sistema financiero contribuye a preservar el círculo vicioso de la pobreza. Es decir, una parte importante de la población queda excluida del sistema financiero tradicional, cerrándole posibilidades de progresar a grupos numerosos de la sociedad, lo que no solo elimina oportunidades de generación de riqueza para ellos mismos, sino también para la sociedad en su conjunto.

Es importante hacer distinción entre pobres y vulnerables. De acuerdo a los cálculos del INEGI, en México hay aproximadamente 53 millones de personas en condiciones de pobreza. De estas, se estima que 30 a 32 millones son vulnerables, diferencia que tiene importantes consecuencias para la inclusión financiera. En términos generales, los pobres extremos  difícilmente utilizan el sistema financiero para generar riqueza; distantes de la economía moderna, su única vinculación relevante con el sistema financiero es la que se establece a través de los programas gubernamentales de transferencias monetarias o programas sociales. Para este segmento, al menos para la generación que recibe la transferencia, su inclusión en el sistema financiero tendría el beneficio de reducir los costos de transacción. Sin embargo, de ser exitosos esos programas en incorporar a los hijos de esas familias en la escuela y el sistema de salud (dos condiciones clave de acceso a programas como Oportunidades o Prospera), es concebible que la siguiente generación pudiera tener otras opciones. En este sentido, la inclusión financiera para el «pobre extremo» se debería entender como un mecanismo para reducir costos de los programas sociales y, potencialmente,  beneficiar a un mayor número de personas. Es decir, la inclusión financiera universal es factible en un horizonte de tiempo previsible.

Los vulnerables por ingreso y por carencias sociales son aquellos que típicamente consumen todo su ingreso. Para esta cohorte, la imposibilidad de acceder al sistema financiero le impide tener coberturas que le protejan de choques a su nivel de ingreso. Dicho de otro modo, la imposibilidad de acceder al sistema financiero para estas personas los pone en riesgo de caer rápidamente en situación de pobreza cuando el jefe de familia entrara en desempleo, accidente, enfermedad o muerte. Este es el primer segmento que típicamente atrae al sector financiero dedicado al micro crédito.

El resto de la población que se encuentra en situación de pobreza es aquella que tiene opciones potenciales, al menos las concibe, circunstancia que, bajo las condiciones propicias, sobre todo la inclusión financiera, podría llevarla a otro estadio de desarrollo. La barrera de la inclusión financiera de los pobres (no extremos) se podría entender como una dimensión de carencias sociales. De romperse esa barrera, se podría hablar de la posibilidad para estas personas de acceder a bienes de esparcimiento, o sea, mucho más allá del acceso a instrumentos financieros: vacaciones, salud y servicios de vivienda (piso firme, materiales más duraderos, drenaje adecuado).

Un enfoque de negocio

Muchos pensarán que la inclusión financiera constituye en una concesión a la población que vive en pobreza o que es necesario subsidiar los servicios financieros para poder incorporarla en el sistema financiero. La evidencia prueba lo contrario. Aunque sin duda existen innumerables organizaciones dedicadas a proveer servicios financieros de manera altruista, las entidades más exitosas y que han logrado una mayor penetración son aquellas que se han organizado como negocios dedicados a servir un mercado que no ha sido atendido ni explotado. Ejemplos de esto son muchos y de lo más diverso, e incluyen el uso de teléfonos celulares en Kenia como medio de pago, el uso de tarjetas inteligentes para el pago de pensiones en Sudáfrica o el uso de un instrumento de ahorro llamado “Caja de Ladrillo” en Uruguay para la autoconstrucción.

Existen muchos modelos de negocio que han podido surgir gracias al uso de tecnologías digitales, evitando con estos la necesidad de realizar el tipo de inversiones cuantiosas que representa la banca tradicional. Los nuevos modelos se caracterizan por la simplicidad en el acceso al sistema financiero (¿qué hay más simple que ahorrar y pagar a través de un teléfono móvil?), la seguridad que el sistema provee y las oportunidades que representa. En cada una de las instancias que han resultado exitosas se encuentra una o varias empresas que han desarrollado modelos de negocio que empatan las características de un mercado y las necesidades de una población específica. Cuando existe un entorno regulatorio que permite y favorece la experimentación, se acelera la inclusión financiera.

 

La oportunidad que ha generado la tecnología

La exclusión financiera tiene dos dimensiones. Por un lado están quienes por cualquier razón carecen de acceso al sistema financiero, factor que entraña obstáculos con frecuencia insalvables para su desarrollo como entes productivos. Por otro lado, en la medida en que hay personas y sectores de la sociedad que están excluidos, la economía crece menos, afectando al conjunto. Puesto en otros términos, la existencia de personas alienadas del sistema financiero implica un menor crecimiento económico general y, por lo tanto, una sociedad menos rica de lo que podría ser. Este sólo hecho justifica un reconocimiento de la importancia de los instrumentos, empresas y proyectos orientados a incrementar de manera acelerada la inclusión financiera. Sin embargo, hasta hace pocos años las barreras y los costos hacían imposible lograr una inclusión plena, pero ahora es posible, gracias a la tecnología, romper con el círculo vicioso por los costos inherentes a la función financiera en un entorno informal y en regiones remotas. Ambas circunstancias han sido superadas por tecnologías nuevas (o nuevos usos de la tecnología existente) que permiten ofrecer servicios financieros formales en condiciones mucho más competitivas. No por casualidad, en su reporte de 2013, el Banco Mundial estableció como meta lograr una inclusión financiera universal para el 2020. No es un reto menor, pero es evidente la oportunidad que lograrlo implicaría.

La población excluida del sistema financiero formal no sólo se ve obligada a pagar un precio substancial por el uso de los pocos instrumentos a los que tiene acceso, sino que ni siquiera cuenta con la opción de emplear productos más allá de lo más elemental, como crédito y, en ocasiones, algunas formas de ahorro. Simplemente imaginar las implicaciones productivas de extender otros productos financieros, por ejemplo seguros para las cosechas, el ganado o la vida de las personas, muestra la enormidad de la oportunidad y, sin duda, de la necesidad. La imposibilidad de comprar cobertura limita el desarrollo económico porque las familias se dedican al autoconsumo, cuando podrían producir para el mercado y, sobre todo, migrar hacia productos más rentables, incorporándose con ello en la economía monetaria. El dinero que circula como efectivo en la economía incentiva la criminalidad, mientras que cuando éste se convierte en ahorro formal –que es lo que hace la intermediación financiera- ese dinero se convierte en un activo productivo que, además, conlleva la formalización de la familia que produjo el ahorro. Es decir, gana tanto la familia que ahorra como la economía en general.  La clave reside en encontrar formas de proveer esos servicios de manera económica y a la vez rentable, algo que diversos avances tecnológicos han comenzado a hacer posible

Es importante reconocer que quienes están excluidos del sistema bancario tradicional no necesariamente carecen de acceso a algunos servicios financieros, pero sus opciones son sumamente limitadas y el costo en ocasiones prohibitivo, sobre todo por el lado del crédito. Mucho más complejo y escaso, cuando no inexistente, es el acceso al ahorro y a productos relacionados con seguros, instrumentos susceptibles de transformar no solo las vidas de las personas que viven en pobreza sino también sus oportunidades de desarrollarse como empresarios. En ausencia de instrumentos formales de ahorro, esa población se ve obligada a recurrir a alternativas indeseables por riesgosas y costosas, como guardar dinero bajo el colchón, con el evidente riesgo de ser robado, además de que, al no incorporar ese dinero en el sistema financiero, se pierde la oportunidad de obtener intereses y de que ese dinero sea empleado de una manera productiva en la economía en general. Es por esta razón que la creación de micro financieras y otro tipo de entidades orientadas a atender a esa población ha permitido abrir oportunidades de inclusión que, si bien importantes en muchos lugares, son todavía insuficientes.

En ausencia de un sistema formal susceptible de darle acceso a este segmento de la población, la gente se ve obligada a ahorrar de manera muy poco eficiente e insegura. Por ejemplo, la gente tiende a comprar animales como forma de ahorro, invierte en tandas o empeña sus escasos bienes. Estos mecanismos ancestrales de ahorro y obtención de crédito impiden que se desarrollen las capacidades empresariales de una población que no por pobre es menos talentosa. En la práctica, estos mecanismos cierran posibilidades y, aún en el mejor de los casos, son riesgosos, costosos y frecuentemente implican el desperdicio de años valiosos de una vida para obtener un primer crédito formal. Existen ejemplos -algunos que se presentan en este libro- que ilustran el drama que representa dedicar años de una vida a ahorrar un pequeño patrimonio para que, tan pronto éste existe, surja una empresaria exitosa. De haber tenido acceso al crédito, todos esos años habrían podido dedicarse a crear riqueza.

La tecnología se ha convertido en un instrumento vital para la inclusión financiera, debido a su potencial para agilizar y reducir el costo de realizar transacciones financieras. En contraste con la banca tradicional, cuyos costos de operación son sumamente elevados, la tecnología digital ha comenzado a permitir a los intermediarios financieros brindar productos y servicios a la población que vive en pobreza a través de medios cuyo costo de operación es sensiblemente menor al de los bancos tradicionales, permitiéndole hacerlo de manera rentable.

Inclusión, desarrollo y política pública

De acuerdo al Banco Mundial, “la inclusión financiera implica que las personas y las familias tienen acceso y pueden emplear servicios financieros apropiados de manera efectiva. A su vez, esos recursos deben ser provistos de manera responsable y sostenida en un entorno debidamente regulado”. Hoy se reconoce que la inclusión financiera no es un asunto marginal, sino que constituye un componente fundamental del desarrollo económico. El propio Banco Mundial estima que, utilizando nuevas tecnologías y medios de acceso al sistema financiero, será posible incorporar a la mitad de los adultos hoy excluidos, o sea un billón de personas, al sistema financiero formal en el próximo lustro.

En las décadas pasadas, han surgido diversos proveedores de servicios financieros atendiendo a este segmento de la economía. Además de organizaciones comunitarias y caritativas, en tiempos recientes se han incorporado bancos, compañías de tarjetas de crédito, empresas de telecomunicación y proveedores de mecanismos de “acceso en punto de venta”. Todos ellos atacan un mercado con un enorme potencial tanto por su realidad actual, pero sobre todo por su gran potencial de creación de riqueza que, en la práctica, había estado obstaculizada por el costo inherente al modelo financiero-bancario tradicional.

“Una transacción financiera o una cuenta de depósito puede convertirse en un peldaño hacia una inclusión financiera plena, creando un sendero hacia un amplio abanico de servicios financieros responsables provistos por instituciones financieras más fuertes y diversas”, dice el Banco Mundial. El objetivo y el beneficio es claro; la pregunta es cómo lograrlo.

Tanto el desarrollo de nuevas tecnologías de acceso al ahorro y crédito –que incluyen desde micro crédito directo hasta el uso de instrumentos como teléfonos celulares como vehículo de contacto e intercambio con instituciones financieras- han creado modelos de negocio que permiten servir de una manera rentable a quienes viven en condiciones de pobreza. A su vez, la inclusión financiera –incipiente en unos casos, consolidada en otros- ha permitido descubrir a grandes empresarios que antes no podían surgir como tales. El beneficio de la inclusión financiera cabal para la sociedad en su conjunto es interminable.

Inclusión y política pública

La evidencia muestra que la pobreza o riqueza relativa de los países no es un factor determinante del acceso a los servicios financieros. Países con niveles similares de ingreso muestran muy distintos niveles de acceso a servicios financieros. El factor de diferenciación no se deriva del nivel de pobreza sino de la política pública. En algunos casos, la regulación es tan compleja que mantiene a mucha gente alienada del sistema financiero, circunstancia que en años recientes se ha hecho todavía más onerosa por las leyes en materia de lavado de dinero. Por ejemplo, en muchos países, personas que no cuentan con documentos de identidad o comprobantes de domicilio quedan excluidas el sistema por la regulación. Algunas regulaciones imponen tasas de interés artificiales, lo que lleva a asignaciones de crédito riesgosas o menos rentables, impidiendo la innovación que es la esencia de este mercado. La evidencia muestra que las regulaciones que promueven innovación y facilitan a los bancos y otros actores en su cumplimiento tienden a ser más exitosas en el objetivo último de formalizar al sistema financiero e incluir a toda la población.

Mucha de la discusión relativa a la inclusión financiera se centra en la regulación. Una regulación excesivamente onerosa impide el desarrollo del mercado, pero una regulación demasiado laxa genera oportunidades para el establecimiento de negocios criminales, incompetentes o inviables. El caso mexicano ilustra el dilema de manera cabal: si bien el sistema financiero formal exhibe una gran solidez y goza de un sistema regulatorio en general complejo pero efectivo, existe otro componente del sector financiero que prácticamente no está regulado o que, con una escueta regulación se ha convertido en una barrera a la inclusión financiera porque promueve muy altos costos de transacción (tasas de interés) para el usuario del crédito, a la vez que carece de mecanismos de protección para el consumidor, como han evidenciado algunas quiebras masivas de entidades no reguladas. Esta aparente paradoja no es producto de la casualidad: la regulación tiene que ser efectiva y la supervisión eficaz, sin que ello implique que a una pequeña micro financiera se le exija la misma regulación que se le impone a un banco establecido. El justo medio en esta instancia es siempre difícil de lograr, pero los casos exitosos constituyen ejemplos de que sí es posible lograrlo. En todo caso, la clave reside no en una regulación laxa, sino en una regulación inteligente que parta de la comprensión de la naturaleza del mercado, que es muy distinto al del sistema financiero formal.

En consecuencia, la política pública debe enfocarse a facilitar el acceso a los servicios financieros en un entorno que, si bien debidamente regulado y supervisado, no se convierta en un impedimento a la inclusión. La evidencia muestra que los países más exitosos son los que han logrado la combinación ideal: una regulación idónea y elevadas tasas de crecimiento económico. Es decir, el énfasis debe colocarse en una regulación idónea que facilite la inclusión, no que procure administrarla o subsidiarla. La combinación de buena regulación y crecimiento constituye una receta infalible que a todos beneficia

Lo anterior es crucial porque existe una correlación positiva entre la inclusión financiera y el crecimiento de micro empresas, esencialmente porque éstas incorporan a segmentos de la población que, aunque tuvieran potencial, se encontraban excluidos del sistema financiero. Contando con instrumentos confiables y tecnológicamente avanzados es posible generar un sistema financiero más equitativo, transparente y competitivo.

Una paradoja de la inclusión financiera es que, una vez que existe, ésta abre puertas a servicios y oportunidades más allá de lo financiero y que son imposibles de acceder para quien no es parte, o no tiene acceso, a servicios financieros formales. Por ejemplo, una de las conclusiones a las que llegan diversos estudios es que los mercados financieros son un medio eficaz para la ejecución de diversas políticas sociales, incluyendo vacunación, educación y recepción de apoyos gubernamentales directos, sin intermediarios. Más importante, una vez con acceso, las oportunidades potenciales se multiplican. La reducción de costos de transacción crea oportunidades y posibilidades nunca antes concebidas como factibles.

Los servicios financieros son un medio para un fin, no un fin en sí mismo. Su relevancia para la población que vive en pobreza e informalidad depende de que permitan mejorar la vida de esta población por medio de la reducción de costos de transacción y le confieran acceso a los beneficios sociales a que tienen derecho. En la medida en que esto vaya ocurriendo, el potencial de innovación en el sector financiero crecerá y los beneficios también. Parte de ello depende de los actores financieros que vayan desarrollando mejores productos y tecnologías y parte de que la regulación sea idónea y facilite esa innovación, sin que ello implique laxitud.

Paul Collier, autor del libro El billón de abajo, afirma que “el desarrollo depende de dos cosas: la oportunidad y la capacidad de aprovecharla”. La inclusión financiera es sin duda un elemento medular del desarrollo, razón por la cual es imperativo acelerarla utilizando todos los medios tecnológicos, pero seguros, disponibles.

 

Bibliografía

Angelucci, Manuela Dean Karlan, and Jonathan Zinman. 2013. «Win Some Lose Some? Evidence from a Randomized Microcredit Program Placement Experiment by Compartamos Banco.» NBER Working Papers 19119. Cambridge, Mass.: National Bureau of Economic Research, May.

Collins, Daryl, Jonathan Morduch, Stuart Rutherford, adn Orlanda Ruthven. 2009. Portfolios of the Poor: How to World´s Poor Live on $2 a Day. Princeton, N.J.: Princeton University Press.

De Soto, Hernando, The Mystery of Capital, Why Capitalism Triumphs in the West and Fails Everywhere Else, Basic Books, 2003.

De Soto, Hernando, The Power of the Poor, http://www.thepowerofhtepoor.com/concepts/c6php

Mankiw, gregory, and Laurence M. Ball. 2011. Macroeconomics and the Financial System, New York: Worth Publishers.

World ank. 2013b. «Universal Financial Access Is Vital to Reducing Poverty, Innovation Key to Overcoming the Enormous Challenge, Says President Jim Yong Kim.» Press release, 11 October. http://www.worldbank.org/en/news/press-release/2013/10/11/universal-financial-access-vital-reducing-poverty-innovation-jim-yong-kim.

 

 

Mujeres y libertad

Luis Rubio

En uno de sus muchos destellos de brillantez, Isaiah Berlin observó que la libertad puede tener dos facetas: una para hacer cosas (libertad positiva) y la otra para estar libre de restricciones externas (libertad negativa). Para ser libre, una persona tiene que estar libre de las inhibiciones que la estructura social le impone, inhibiciones como el clasismo, sexismo y racismo que efectivamente le impiden a las personas ser libres. Aunque podría parecer tautológica, la trascendencia de esta diferenciación es que permite comprender la ausencia de libertad que caracteriza a una enorme proporción de la mitad de la población del planeta: las mujeres que sufren abuso, agresión, violencia, mutilación y toda clase de vejaciones.

Para bien o para mal, el siglo XXI se ha convertido en el tiempo de los derechos: derechos humanos, derechos contra la discriminación, derechos de los pobres, derechos de todos los que se han sentido limitados en su capacidad para vivir su vida en libertad. Organizaciones no gubernamentales, cada una dedicada a valores y derechos particulares, proliferan por el mundo, imponen sus agendas y demandan resarcimiento por nuevos y viejos agravios. ¿Cómo explicar, en este contexto, la persistencia de la agresión contra las mujeres? ¿Cómo explicar la renuncia de muchas -¿mayoría?- de las mujeres a asumir y ejercer el poder en condiciones de equidad? ¿Por qué?

El ataque a las mujeres es sistemático en todo el mundo. La mitad (o poco más) de los habitantes de la tierra sufren indignidad, falta de respeto a sus derechos y toda clase de agresiones. La lista de abusos es larga y conocida y nadie puede dudar del hecho del sufrimiento ni de sus causas remotas. Pero son las causas más cercanas las que quizá expliquen más. En algunas –muchas- circunstancias, esos abusos son particularmente notorios en las poblaciones pobres y, sobre todo, en las que, además del contexto de pobreza, viven en regímenes (particularmente los “religiosos”, ie. que se auto-justifican con argumentos sobrenaturales) que han construido poderosas mitologías para vindicar el abuso. Pero la pobreza no es un factor explicativo en sí mismo, sobre todo dado que muchas mujeres, incluso muchas de las más exitosas en el mundo desarrollado que han gozado de todo tipo de oportunidades, son igual presa de abuso.

El ataque a, y explotación de, las mujeres se deriva de usos y costumbres, sistemas educativos, la formación que se le da a las mujeres, las escalas de valoración que se perpetúan y generan relaciones de dependencia y, sobre todo, la formación de los hombres. El punto nodal es que toda la estructura social perpetúa patrones de sumisión y dependencia (y, por lo tanto, restricciones a la libertad) de las mujeres, condición que es observable incluso en unidades sociales o familiares en las que la mujer es la principal fuente de ingreso. Los roles históricos no parecen afectarse por niveles de ingreso, desarrollo del país o exaltación de toda la gama de derechos que hoy caracterizan la discusión pública alrededor del mundo. Es decir, la enorme disputa y argumentación sobre los derechos humanos no ha logrado romper con el factor de discriminación y vejación no sólo más viejo, sino el más persistente del mundo.

La gran pregunta es por qué. ¿Por qué no asumen las mujeres su libertad? ¿Qué o cuál es la fuente de inhibición que permite perpetuar esos roles históricos? No siendo experto en la materia, estoy cierto que hay todo tipo de explicaciones antropológicas, sociológicas y psicológicas que permiten otear ese mundo de sumisión y vejación, pero de lo que no tengo duda es que, a final de cuentas, se trata de un asunto de poder. Todo indica que el sistema de dominación social trasciende fronteras ideológicas, religiosas, sociales, económicas y nacionales. Pero no sólo eso: trasciende la historia porque mientras que diversos componentes sociales han comenzado a verse liberados en el siglo XXI (el caso de las parejas del mismo sexo es un caso obvio), la persistencia en el abuso contra la mujer es sintomático de algo mucho más profundo en la naturaleza humana.

La mayor parte de las campañas contra el abuso de las mujeres atiende las dimensiones sociológicas y psicológicas de la vejación y tiene un acusado sentido voluntarista: “la violencia no es la solución, es el problema”, “mereces mejor”, “si abusas pierdes”, “si tu pareja es violenta, no guardes silencio”. Aunque seguramente contribuyen a disminuir o atenuar el abuso, ninguna de éstas atiende lo que parece ser el asunto de fondo: las relaciones de poder en la sociedad humana. Ser libre implica poder decidir libremente; hoy la mayoría de las mujeres no goza de esa libertad porque vive restringida y limitada por valores y estructuras sociales y ancestrales que parecen inamovibles. Y, peor, que generalmente comparte.

 

*Luis Rubio es presidente de CIDAC (Centro de Investigación para el Desarrollo, A.C.). En 1985 recibió el premio APRA al mejor libro, en 1993 el Premio Dag Hammarskjöld y en 1998 el Premio Nacional de Periodismo en Artículo de Fondo. Rubio es columnista del diario Reforma y editorialista en The Washington PostThe Wall Street Journal y The Los Angeles Times.

http://penmexico.org.mx/blog/mujeres-y-libertad/

Libertad y democracia

Luis Rubio

¿Cuál es tu evaluación del sistema electoral mexicano actualmente?

Hace un par de años, cuando Italia atravesaba un momento electoral, una publicación europea acusó al primer ministro de padecer una enfermedad tan rara que todavía no aparecía en revista médica alguna: «proclamitis», el anuncio compulsivo de nuevas reglas del juego. Así parece ser nuestro sistema electoral. La suma de hipocresía, desconfianza y pretensión de superioridad moral ha llevado a la construcción de un sistema electoral complejo, lleno de reglas incumplibles, restricciones que nadie está dispuesto a acatar y oportunidades infinitas para que surjan quejas, litigios y acusaciones. Es claro que el problema yace en que se resolvió el asunto electoral antes que el del poder, razón por la cual nunca se alcanzará la plena legitimidad de los comicios. Sin embargo, me pregunto si no sería posible al menos reparar en los absurdos y excesos que el sistema entraña: ¿no sería mejor un sistema menos complejo y más liberal?

¿Es efectivo el enfoque que tiene el marco regulatorio en esta materia?
Un viejo principio legal -pienso en el reglamento de tránsito como ejemplo- es que todo lo que no está prohibido está permitido. Pero eso no siempre es así: Enrique Jardiel Poncela, el extraordinario dramaturgo español que vivió la dictadura franquista, escribió que la “dictadura (es un) sistema de gobierno en el que lo que no está prohibido es obligatorio”. Así también parece ser el sistema electoral y eso no ha favorecido la consecución de una mayor legitimidad: hay cerca de 40% de la población que consistentemente rechaza el resultado de una elección cuando éste no favorece a su favorito. En la pasada elección fue significativa la forma en que el presidente de Morena rechazó disputas sobre las contiendas que su partido ganó, pero sin empacho exigía modificar los resultados de las que perdió: si gano es democracia, si pierdo es fraude. La paradoja es que la mayoría de las reformas de la última década -reformas cada vez más restrictivas, extravagantes y regresivas- fueron diseñadas para satisfacer a quienes de entrada rechazan el mecanismo, especialmente al líder de Morena. ¿No sería mejor retornar al espíritu de la reforma de 1996, cuyo objetivo era un piso parejo para que hubiera competencia real? Mas libertad, menos controles.
Incluso, si uno quiere ir más lejos, hay argumentos que plantean que toda la concepción electoral es absurda. Quizá el mejor ejemplo es Don Boudreaux, profesor de economía, en su comentario sobre las recientes elecciones nigerianas: es interesante que las fotos que aparecen en la prensa mundial son de personas haciendo cola para poder votar, lo que reivindica, dice él, los prejuicios occidentales sobre la importancia del voto en una democracia. Sin embargo, «las fotos que a mí me gustaría ver serían de nigerianos o iraquíes cargando cajas o empujando carritos llenos de bienes de consumo, o pagando con efectivo o tarjeta de crédito, símbolos no del derecho a votar por políticos sino del derecho a escoger libremente en el mercado».*

¿Se trata de privilegiar más la libertad en uno de estos campos?
No hay razón por la cual uno tenga que optar: la política y la economía son dos espacios en los que la población, en su calidad de ciudadanos y consumidores, respectivamente, deciden sobre su vida. Cada uno de esos espacios requiere reglas que le permitan funcionar. Sin embargo, aunque es obvio que persisten enormes distorsiones en la economía, en nada se comparan a los absurdos electorales. El tema es fundamental y ahí reside una tensión permanente, en todas las sociedades.
La tensión entre democracia y libertad es vieja y conocida: aún en lugares en que la organización política funciona bien, siempre habrá tirantez entre el objetivo político de lograr equidad para todos y la eficiencia económica que crea disparidades entre los ciudadanos. Esa tensión ha sido una constante en la historia de la humanidad y cada sociedad ha intentado encontrar el punto de equilibrio que le sea funcional. En Europa, Estados Unidos y lo que se conoce como Occidente, la norma ha sido diversas variantes de capitalismo y democracia. En las naciones socialistas del siglo pasado se privilegió la igualdad sobre la eficiencia y en muchas de las naciones asiáticas, notablemente China, se ha enfatizado la eficiencia a costa de la libertad. Dada la desilusión democrática que ha vivido México, me pregunto qué es lo que la población preferiría, qué punto del equilibrio entre libertad y democracia favorecería. De lo que no tengo duda es que una abrumadora parte de los mexicanos piensa que el sistema electoral es excesivamente caro, y eso que realmente no tenemos idea de los montos que involucra, seguramente de un orden de magnitud decenas de veces superior al costo oficial.

¿Cómo resolver el acertijo electoral al que haces referencia?
Yo veo dos posibilidades. Una sería seguir reformando -o sea, restringiendo- de acuerdo a las quejas que se presentaron en la justa más reciente. Sin embargo, este camino exigiría que todas las escuelas de leyes desarrollen la especialidad de nimiedades para poder satisfacer disputas sobre cada cosas cada vez más irrelevantes. La alternativa sería reconocer que las restricciones no han mejorado la calidad de las elecciones, no han impedido que los tres partidos grandes sufran pérdidas significativas y -más importante- no han sido un obstáculo a la constitución de mayorías legislativas. Desde luego, lo mejor sería resolver el asunto del poder, pues eso acabaría con la proclamitis interminable (y su equivalente en las reglas electorales), pero mientras eso no ocurre, ¿por qué no hacer la vida -en la economía y en la política- más simple y razonable?
*cafehayek.com marzo 29, 2015

Leer el artículo publicado en Reforma

Efectos prácticos de malas decisiones financieras y fiscales

FORBES -OPINION

 La experiencia, escribió Frederic Bastiat, nos enseña con eficacia pero de manera brutal. Nos obliga a apreciar los efectos de una acción al forzarnos a sentirlos: no podemos dejar de reconocer que el fuego quema si nos hemos quemado nosotros. El drama griego de los últimos meses me ha hecho reflexionar sobre nuestra propia experiencia con las crisis de los setenta a los noventa, y mi conclusión es menos benigna de lo que anticipaba.

Tendemos a vanagloriarnos de la salud fiscal de que goza el gobierno, al menos hasta hace pocos años. Luego de décadas de malos manejos, gastos excesivos y un endeudamiento creciente, el país finalmente logró romper con el fardo de las crisis recurrentes, y aunque no ha conseguido altas tasas de crecimiento de la economía, al menos ya no hay vaivenes súbitos en el tipo de cambio o en los precios, al menos atribuibles a factores internos.

Así, aunque lejos de ser perfecta, nuestra situación fiscal es infinitamente mejor que la de innumerables países, comenzado por muchos de los desarrollados. En contraste con ellos, nuestro riesgo de excedernos entraña provocar una crisis en la balanza de pagos y las cuentas fiscales, con brutales consecuencias para el empleo y la estabilidad. Es por esa razón que, desde 1994, la mayor parte del establishmentpolítico aceptó que no se puede poner en riesgo el equilibrio fiscal.

Esto que nosotros aprendimos por las malas es algo que varios países de Europa perdieron de vista cuando entraron al sistema monetario europeo. Al ser parte del euro, países con instituciones débiles como Grecia, Italia, Portugal y España lograron tasas de interés alemanas con comportamientos mediterráneos. Es decir, parecían gozar del privilegio de quienes elevan su productividad de manera sistemática (los alemanes), sin tener que trabajar como ellos. Dos décadas después, los costos han acabado por ser evidentes: los sureños, pero dramáticamente Grecia, han acumulado enormes deudas pero están atrapados en el sistema monetario que hizo posible la lujuria.

¿Cómo fue que logramos llevar las cuentas fiscales a buen puerto? Los griegos afirman que han reducido sus gastos, ajustado algunos salarios y mejorado la productividad de su economía, aunque ese ajuste ha sido irrisorio en comparación con otras economías europeas en apuros. La conclusión a la que he llegado es que lo que nos permitió lograr el ajuste fiscal en México fue la combinación de dos cosas: un grupo de funcionarios con claridad mental sobre lo que había que lograr (condición sine qua non), pero también una devaluación. Fue la suma de estos dos elementos lo que permitió el ajuste. Al menos hasta hoy, ninguno de los dos está presente en Grecia.

Comencemos por el principio: qué es una devaluación. Lo visible de una devaluación es el cambio en valor relativo de una moneda por otra. Sin embargo, la consecuencia inmediata es que todos los activos denominados en la moneda que se devalúa se deprecian, o sea, los salarios, pensiones y prestaciones súbitamente tienen un nuevo valor. Las devaluaciones mexicanas de los setenta a los noventa, todas causadas por malos manejos financieros y fiscales, implicaron un ajuste inmediato de los costos internos. De esta forma, aunque hubo muchas decisiones difíciles que las autoridades tuvieron que tomar en materia presupuestaria en aquellos años, gran parte del ajuste ocurrió por el hecho mismo de la devaluación, no porque el gobierno se hubiera peleado con sindicatos, empresarios o burócratas. La devaluación les hizo fácil el trabajo, algo imposible para Grecia dentro del euro.

Para los tecnócratas mexicanos que tuvieron que lidiar con las devaluaciones, el problema era actuar para evitar que los precios internos subieran con celeridad y lidiar con la deuda en moneda extranjera que súbitamente se multiplicó.

El problema de Grecia es doble: primero, estando dentro del euro no tiene forma de depreciar sus activos para comenzar a recuperarse; pero, segundo, de salir del euro requeriría de un equipo técnico —del cual el actual gobierno claramente carece— para convertir la devaluación en una oportunidad. De otra suerte, Grecia acabaría en una crisis todavía peor. Nunca imaginé ver las devaluaciones como una salvación, pero Grecia claramente lo requiere.

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@lrubiof

 

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