América Economía – Luis Rubio
Quienes idolatran al viejo sistema priista hablan de la predictibilidad que lo caracterizaba. Las reglas eran claras, los valores consensuales y los riesgos conocidos. Quienes eran parte del sistema sabían que había altibajos pero que siempre se premiaba la lealtad. Ser “institucional” constituía una distinción que sólo recibían quienes habían vivido igual en el triunfo y en la desgracia política. No eran excepcionales quienes atravesaban el desierto. El sistema funcionaba gracias a la combinación de lealtad y esperanza: lealtad al jefe en turno, esperanza de lograr la redención política. De esto surgía un orden natural: salvo excepción, se premiaba el buen comportamiento y se penalizaba la disensión. Había un orden.
El viejo orden priista no se fundamentaba en la ley o la legalidad sino en ese entuerto peculiar que inventó el sistema de las “reglas no escritas”, que no eran otra cosa más que la lealtad al presidente en turno y el respeto a las formas. Lo interesante es que la combinación de estos dos elementos constituyó un factor de estabilidad que por décadas distinguió al país. Si bien el sistema concebido por Plutarco Elías Calles en 1928 no logró la consolidación de un “país de instituciones” cómo él propuso al momento de la creación del Partido Nacional Revolucionario, abuelo de PRI, el gran logro fue un régimen de orden y estabilidad cuya espina dorsal residía en el límite sexenal al poder presidencial y la lealtad al presidente del momento. Estos mecanismos no pasarían la prueba de una democracia idílica como en la que hoy se suele soñar, pero eso no le quita el enorme mérito de haber logrado una era de paz y estabilidad en enorme contraste con la mayoría de los países de la región.
El mundo de hoy en nada se parece al de mediados del siglo pasado, pero una cosa nunca cambia: la necesidad de que la población confíe en sus gobernantes. Eso es algo que hasta Mao, el comunista leninista, comprendió desde el inicio, pero que nuestro gobierno no reconoce incluso cuando el dólar otea los 18 pesos.
En alguna de sus alocuciones al amparo de su depresión y melancolía, José López Portillo afirmó haber sido el último de los presidentes revolucionarios. En efecto, el autor de la crisis de 1982 rompió con todas las reglas del sistema y, con ello, dio vuelo a la era de la debacle económica. Hasta los ochenta, todos los presidentes postrevolucionarios habían sido militares o abogados, ambos comprometidos, desde su formación profesional, con el valor de las formas y la formalidad: el apego a patrones establecidos, repetibles y predecibles implicaba una base de confiabilidad del que la sociedad podía depender. Así, aunque las carreras de los políticos en lo individual ascendían y descendían (la «rueda de la fortuna»), la sociedad sabía que existían un mínimo del que nunca se desviaban: un orden. Algunos presidentes enfatizaban la izquierda, otros la derecha, pero ninguno se salió de los cánones aceptados en la época. Además, el apego a las formas generaba confianza entre los empresarios y los presidentes comprendían que ese era un factor esencial de estabilidad. Todo mundo jugaba el juego.
La era de las crisis comenzó en 1976 y terminó (¡uno espera!) hasta 1995. En esos veinte años, el país perdió su estabilidad histórica, fuentes de confianza y viabilidad económica. Cambios en el contexto mundial tuvieron mucho que ver con la desaparición de la plataforma “mínima” que históricamente había funcionado, pero el mayor de los cambios fue el hecho de que el sistema se aferró al pasado y no tuvo capacidad de prever y adaptarse a la transformación tanto de las propia sociedad mexicana (incapacidad evidenciada a todo color en 1968), como de la economía mundial.
En los ochenta llegaron los tecnócratas al rescate: nuevos criterios y formas de actuar que chocaron con el viejo sistema. Se liberalizó la economía, se privatizaron paraestatales y se adoptaron nuevas formas de administración económica, formas más apegadas a la norma internacional que a la historia, pero desafortunadamente esto no fue blanco y negro: se siguió dejando un margen para favores personales y, con ello, la imposibilidad de lograr una cabal modernidad.
Pero no sólo cambió la economía: también desapareció la reverencia a “las formas”. Lo que antes era respeto irrestricto a las reglas “no escritas” súbitamente se convirtió en legislación redactada por economistas (en vez de abogados) que acabó siendo, con gran frecuencia, indefendible en un tribunal. El fin del país de las formas vino acompañado de intentos por codificar un sistema económico parcialmente abierto que nunca se consolidó. Así, aunque la economía logró algunos buenos años de crecimiento, los altibajos han sido la constante desde fines de los ochenta.
Así, México nunca abandonó su pasado y por eso no logra construir un futuro distinto. El extremo es el gobierno actual, cuyo mantra es olvidar el futuro y regresar a lo que funcionaba en la era cavernícola del viejo sistema priista.
El orden es una condición necesaria para el progreso de una nación. Sin orden todo es ilusión porque la propensión al desorden y la inestabilidad es permanente. Lo anterior no implica que se requiera un sistema porfiriano dedicado al “orden y progreso”, pero sí que México tiene que encontrar mecanismos institucionales, idealmente dentro de su precaria democracia, para consolidar una plataforma mínima de estabilidad y confianza como la que el viejo sistema logró en su momento. El mundo de hoy en nada se parece al de mediados del siglo pasado, pero una cosa nunca cambia: la necesidad de que la población confíe en sus gobernantes. Eso es algo que hasta Mao, el comunista leninista, comprendió desde el inicio, pero que nuestro gobierno no reconoce incluso cuando el dólar otea los 18 pesos.