Absurdos y costos del gobierno de Peña Nieto

América Economía – Luis Rubio

En su libro sobre sus experiencias como reportero en Beirut, Thomas Friedman relata la complejidad de una sociedad en proceso de descomposición. En un viaje al aeropuerto, Friedman cuenta: “mi taxi, avanzando con mucha lentitud, fue detenido por un vehículo que impedía el paso. De pronto, cuatro individuos armados arrastraban a un hombre. Una mujer, presumiblemente su esposa, sollozaba en silencio con mirada resignada. El secuestrado luchaba y pataleaba con todas sus fuerzas con el terror reflejado en el rostro; sabía que nadie se atrevería a ayudarlo… Tan pronto se desatoró el tráfico, mi taxi aceleró hacia el aeropuerto… El taxista, que había mantenido sus ojos congelados  viendo hacia adelante, conscientemente evitando la situación, pronto volvió a conversar sobre la familia y la política, como si nada hubiera pasado”. “Cuando la autoridad se colapsa… la gente hace cualquier cosa para evitar ser pobre y solitaria”.

La descripción de Friedman podría ser aplicable a varias regiones de México en los últimos lustros. No es que México en general se encamine hacia el estado hobbesiano de la naturaleza, situación en la que reina la ley de la selva, pero sí que el deterioro de una sociedad no sólo ocurre como resultado de la actividad de grupos violentos y criminales sino también cuando la desidia, falta de acción gubernamental y abandono sistemático de construcción institucional se convierten en una forma de (des)gobernar. Hoy nadie está construyendo el país del futuro.

Al gobierno actual le falta aceptar que el mundo real no es como lo imagina y que su capacidad de acción es infinitamente superior a la que concibe, pero solo si reconoce que el prerrequisito para ejercerla es construir capacidad institucional fuera de su control.

Ignorancia, arrogancia y, sobre todo, la enorme distancia que caracteriza a los gobernantes respecto a la población y sus necesidades, preocupaciones, miedos, ilusiones y hartazgos llevan a decisiones absurdas que atentan contra la estabilidad y viabilidad del país. Esto es igualmente observable a nivel local y federal.

En el Distrito Federal, por ejemplo, el gobierno acaba de publicar un reglamento de tránsito cuya lógica es razonable, pero sólo en un plano conceptual: se elevan dramáticamente las penas por cualquier violación a las normas ahí establecidas. Suena bien, excepto que su traducción a la vida cotidiana no podrá ser otra que la de elevar el costo de las mordidas. Mayores penas en el entorno de corrupción e impunidad que caracteriza al México de hoy inexorablemente llevará a -¿qué otra cosa?- mayor corrupción y mayor impunidad. No podría ser de otra forma, algo paradójico para un gobierno que cuenta con el programa quizá más exitoso de regulación del tránsito urbano precisamente porque ataca el corazón del problema: el alcoholímetro que se estableció en la ciudad de México ha funcionado no porque tenga penas elevadas (aunque sí las tiene: 36 horas de cárcel en “el torito”), sino porque la presencia de funcionarios de distintas dependencias impide la colusión y, por lo tanto, la corrupción. Es decir, se logró que coincidieran los incentivos del programa con los de quienes lo operan, un mérito no pequeño en nuestro medio. El nuevo reglamento es lo contrario: puro palo y ningún contrapeso que haga posible mejorar la convivencia. Un gobierno que se hace harakiri no es un gobierno muy serio y menos materia presidencial.

En el plano federal el asunto es todavía más patente. El entorno es complejo, propenso al conflicto y no hay instituciones o mecanismos capaces de canalizar el conflicto y mantener la paz social. En este contexto, cualquier situación se puede tornar explosiva: las policías no son particularmente diestras en el manejo de conflictos, las procuradurías no tienen idea de lo que es una investigación criminal y los militares destinados a actividades policiacas tienen una elevada propensión a excederse en el uso de la fuerza. Ninguna de estas situaciones es excepcional en el país: son realidades con las que vivimos de manera cotidiana y que inexorablemente conducen, tarde o temprano, a situaciones de crisis. Uno pensaría que la forma de atacar los problemas que se fueran presentando sería construyendo respuestas que avancen en la dirección de institucionalizar la vida pública, reduciendo así el peso sobre el gobernante.

La forma de actuar del gobierno federal ha sido exactamente la contraria. En lugar de aceptar que hay mil y un circunstancias que le van a explotar aunque no sean suyas (Ayotzinapa es un caso paradigmático), se ha paralizado cada que se da una crisis. La respuesta idónea sería capotear el temporal creando mecanismos convincentes, susceptibles de evitar casos similares en el futuro, pero eso no ocurre.

Cuando se dio un asesinato político en 1989, el presidente Salinas reconoció el potencial explosivo del fenómeno y actuó proactivamente: creó la Comisión Nacional de Derechos Humanos, respuesta que fortalecía el marco institucional en el largo plazo y le quitaba la papa caliente en lo inmediato.

Para enfrentar los casos de potencial conflicto de interés, el gobierno actual hizo exactamente lo opuesto: no sólo se sometió a la golpiza inicial sino que empleó un mecanismo inadecuado –la Función Pública- para que la golpiza se repitiera unos meses después. Mucho mejor hubiera sido transferir la función de supervisión del ejecutivo al poder legislativo, creando una nueva plataforma para futuros casos de conflicto de interés, corrupción y similares.

Al gobierno actual le falta aceptar que el mundo real no es como lo imagina y que su capacidad de acción es infinitamente superior a la que concibe, pero solo si reconoce que el prerrequisito para ejercerla es construir capacidad institucional fuera de su control.

 

 

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