Luis Rubio
En uno de sus muchos destellos de brillantez, Isaiah Berlin observó que la libertad puede tener dos facetas: una para hacer cosas (libertad positiva) y la otra para estar libre de restricciones externas (libertad negativa). Para ser libre, una persona tiene que estar libre de las inhibiciones que la estructura social le impone, inhibiciones como el clasismo, sexismo y racismo que efectivamente le impiden a las personas ser libres. Aunque podría parecer tautológica, la trascendencia de esta diferenciación es que permite comprender la ausencia de libertad que caracteriza a una enorme proporción de la mitad de la población del planeta: las mujeres que sufren abuso, agresión, violencia, mutilación y toda clase de vejaciones.
Para bien o para mal, el siglo XXI se ha convertido en el tiempo de los derechos: derechos humanos, derechos contra la discriminación, derechos de los pobres, derechos de todos los que se han sentido limitados en su capacidad para vivir su vida en libertad. Organizaciones no gubernamentales, cada una dedicada a valores y derechos particulares, proliferan por el mundo, imponen sus agendas y demandan resarcimiento por nuevos y viejos agravios. ¿Cómo explicar, en este contexto, la persistencia de la agresión contra las mujeres? ¿Cómo explicar la renuncia de muchas -¿mayoría?- de las mujeres a asumir y ejercer el poder en condiciones de equidad? ¿Por qué?
El ataque a las mujeres es sistemático en todo el mundo. La mitad (o poco más) de los habitantes de la tierra sufren indignidad, falta de respeto a sus derechos y toda clase de agresiones. La lista de abusos es larga y conocida y nadie puede dudar del hecho del sufrimiento ni de sus causas remotas. Pero son las causas más cercanas las que quizá expliquen más. En algunas –muchas- circunstancias, esos abusos son particularmente notorios en las poblaciones pobres y, sobre todo, en las que, además del contexto de pobreza, viven en regímenes (particularmente los “religiosos”, ie. que se auto-justifican con argumentos sobrenaturales) que han construido poderosas mitologías para vindicar el abuso. Pero la pobreza no es un factor explicativo en sí mismo, sobre todo dado que muchas mujeres, incluso muchas de las más exitosas en el mundo desarrollado que han gozado de todo tipo de oportunidades, son igual presa de abuso.
El ataque a, y explotación de, las mujeres se deriva de usos y costumbres, sistemas educativos, la formación que se le da a las mujeres, las escalas de valoración que se perpetúan y generan relaciones de dependencia y, sobre todo, la formación de los hombres. El punto nodal es que toda la estructura social perpetúa patrones de sumisión y dependencia (y, por lo tanto, restricciones a la libertad) de las mujeres, condición que es observable incluso en unidades sociales o familiares en las que la mujer es la principal fuente de ingreso. Los roles históricos no parecen afectarse por niveles de ingreso, desarrollo del país o exaltación de toda la gama de derechos que hoy caracterizan la discusión pública alrededor del mundo. Es decir, la enorme disputa y argumentación sobre los derechos humanos no ha logrado romper con el factor de discriminación y vejación no sólo más viejo, sino el más persistente del mundo.
La gran pregunta es por qué. ¿Por qué no asumen las mujeres su libertad? ¿Qué o cuál es la fuente de inhibición que permite perpetuar esos roles históricos? No siendo experto en la materia, estoy cierto que hay todo tipo de explicaciones antropológicas, sociológicas y psicológicas que permiten otear ese mundo de sumisión y vejación, pero de lo que no tengo duda es que, a final de cuentas, se trata de un asunto de poder. Todo indica que el sistema de dominación social trasciende fronteras ideológicas, religiosas, sociales, económicas y nacionales. Pero no sólo eso: trasciende la historia porque mientras que diversos componentes sociales han comenzado a verse liberados en el siglo XXI (el caso de las parejas del mismo sexo es un caso obvio), la persistencia en el abuso contra la mujer es sintomático de algo mucho más profundo en la naturaleza humana.
La mayor parte de las campañas contra el abuso de las mujeres atiende las dimensiones sociológicas y psicológicas de la vejación y tiene un acusado sentido voluntarista: “la violencia no es la solución, es el problema”, “mereces mejor”, “si abusas pierdes”, “si tu pareja es violenta, no guardes silencio”. Aunque seguramente contribuyen a disminuir o atenuar el abuso, ninguna de éstas atiende lo que parece ser el asunto de fondo: las relaciones de poder en la sociedad humana. Ser libre implica poder decidir libremente; hoy la mayoría de las mujeres no goza de esa libertad porque vive restringida y limitada por valores y estructuras sociales y ancestrales que parecen inamovibles. Y, peor, que generalmente comparte.
*Luis Rubio es presidente de CIDAC (Centro de Investigación para el Desarrollo, A.C.). En 1985 recibió el premio APRA al mejor libro, en 1993 el Premio Dag Hammarskjöld y en 1998 el Premio Nacional de Periodismo en Artículo de Fondo. Rubio es columnista del diario Reforma y editorialista en The Washington Post, The Wall Street Journal y The Los Angeles Times.