Luis Rubio
En la mitología griega, Panacea era la diosa de los remedios universales: no había mal que no pudiera curar. Así parece el concepto de mando único que, en los últimos años, se convirtió en mantra: tan pronto se instale, el mando único resolverá el problema de seguridad que padece el país y asunto concluido.
Comencemos por el principio: el problema de la seguridad no nació ayer y tiene como origen un sistema de gobierno creado hace casi cien años que nunca se actualizó. Contra lo establecido como sistema federal en la constitución del 1917, el sistema político que de hecho emergió con la fundación del PNR en 1929 fue centralizado, dedicado al control vertical. El gobierno federal se hizo responsable de la seguridad por su peso decisivo, utilizando a los gobernadores como meros instrumentos. Con ese mismo peso le imponía reglas al narco: más que negociaciones, el gobierno federal era tan poderoso que limitaba la capacidad de movimiento (y daño) del narco dentro del país, con el obvio pago de «participaciones». Funcionaba no porque México tuviera una estructura moderna, profesional y funcional de seguridad, sino porque el gobierno federal tenía el poder para controlarlo todo.
El país progresó pero el sistema de gobierno siguió igual. El progreso implicó nuevas realidades económicas, políticas y sociales que, de facto, fueron limitando la capacidad de control, con lo que llegamos al día de hoy: un sistema de gobierno disfuncional que no empata con la realidad. En el plano de la seguridad, persiste el mismo ánimo de control pero sin la capacidad de hacerlo efectivo.
El concepto de mando único nació del reconocimiento de que el viejo esquema dejó de funcionar, pero constituye, en su esencia, una reproducción del viejo sistema de control, a nivel local. De concebirse como una solución temporal, el mando único no es una mala solución, pero dista mucho de ser perfecta porque, aunque podría permitir salir de la crisis inmediata, no es parte de un proyecto transformador del sistema de gobierno. La aparente contradicción es clave.
La discusión reciente sobre el mando único nace del asesinato de la presidenta municipal de Temixco y del sucesivo decreto de mando único emitido por el gobernador de Morelos. La discusión es peculiar en tres sentidos. Primero, tan pronto se menciona «mando único» surge una absurda defensa sustentada en el Artículo 115 constitucional, como si la soberanía del municipio fuera real y, más importante, como si la gran mayoría de los municipios del país fueran funcionales en términos de seguridad. Segundo, el mismo concepto desata pasiones entre quienes ven en la concentración del poder estatal una solución al problema de seguridad, sin reparar en las implicaciones de ésta o en la corrupción y/o bajo nivel de la mayoría de las policías estatales que serían encargadas de velar por la seguridad en sus estados. Finalmente, es patente la debilidad jurídica del decreto que crea el mando único, debilidad que, llevada hasta sus últimas consecuencias, probablemente le daría la razón a los municipios que la disputaran.
Parte del problema yace en que en el término de mando único se mezclan muchos otros conceptos: no es lo mismo Guadalajara que Tingüindin. Hay municipios que tienen el tamaño y circunstancia que les debería permitir atender el problema y responsabilizarse del mismo, lo hagan o no. Sin embargo, hay innumerables municipios cuya debilidad institucional y económica implica que jamás tendrán la capacidad de construir un sistema de seguridad propio. Además, hay municipios, como el de Cuernavaca, donde todo indica que, en lugar de abocarse a desarrollar un sistema de seguridad, su nuevo gobierno se dedicó a «vender la plaza» al mejor postor, inevitablemente alguna banda del crimen organizado. El decreto del gobernador claramente busca responder a este hecho, pero lo hace dentro de un marco institucional y jurídico endeble y, no menos importante, sin una visión de largo plazo.
En el largo plazo, la seguridad no se puede imponer: se tiene que construir de abajo hacia arriba. Los países que gozan de seguridad cabal tienen policías de manzana o de barrio que conocen a los habitantes y gozan de su reconocimiento. Como ilustra la intervención del gobierno federal en Michoacán, lo único que se logró fue estabilizar la situación, no resolverla. Esa estabilidad debió haber servido como cimiento para construir un nuevo marco institucional y policial pero no fue así. La solución, al menos en municipios (ciudades) de cierto peso mínimo para arriba, no puede ser otra que la de construir un sistema policiaco y de seguridad nuevo, bajo reglas compatibles con el propósito de conferirle certeza y seguridad a la población. Desde luego, aquellos municipios que no tienen el tamaño y capacidad para enfrentar el problema de seguridad tendrán que atenderse bajo otras reglas, pero el riesgo de que el gobernador abuse de estos no es menor.
La mayoría de nuestros gobernadores son una bola de sátrapas que ven su puesto como un medio para enriquecerse o para llegar a la presidencia. El mando único concebido como fin en sí mismo no haría sino facilitar el avance de sus objetivos personales. Por eso es tan importante reconocer que el mando único sólo puede servir en la medida en que sea un medio temporal para construir capacidad de gobierno local. Todo el resto no es sino otra forma de preservar un sistema caduco de gobierno que es, a final de cuentas, responsable de la inseguridad actual.
@lrubiof
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