Confianza

 Luis Rubio

Cuenta una anécdota que, muy poco después de la caída del Muro de Berlín, Jeffrey Sachs, joven y listo para conquistar al mundo, platicó con el entonces secretario general de la OECD sobre su propuesta de estrategia económica para el gobierno ruso. Su objetivo era una transformación súbita e integral. El oficial de la OECD le respondió que no todo eran decisiones estrictamente económicas y que, para ser exitosa, una estrategia debía incluir la construcción de instituciones sólidas y apropiadas. Sachs hizo caso omiso, lo que llevó a que el Sr. Paye concluyera con una afirmación lapidaria: «sin instituciones buenas y fuertes, todo lo que lograrás será abrirle la puerta a la mafia».

Si algo revela el entorno de violencia, criminalidad, manifestaciones y, en general, comportamientos no institucionales en el país es la ausencia de legitimidad de nuestras instituciones. Las existentes generan desconfianza y, por lo tanto, rechazo.

Lo que el Sr. Paye le dijo a Sachs es perfectamente aplicable a México. Las cosas funcionaban antes, hace cincuenta años, porque se trataba de una sociedad mucho más chica (casi la tercera parte en población), distante de los circuitos económicos del resto del mundo, mucho menos informada y, sobre todo, en un entorno mucho más simple. El gobierno era un ente todopoderoso y las redes de relaciones dentro de la sociedad giraban, con la mayor frecuencia, alrededor de la familia, la escuela y diversas organizaciones privadas. No es difícil explicar cómo, en ese contexto, todo parecía funcionar con normalidad: orden, crecimiento económico y relativamente poco conflicto político.

Todo ha cambiado desde entonces, tanto afuera como adentro. Por una parte, la economía -la nuestra la del mundo- ha experimentado una revolución: las fuentes y motores de crecimiento nada tienen que ver con las de antaño y la complejidad es infinitamente mayor. Por otro lado, en la medida en que creció la sociedad y que ésta logró algún margen de apertura política, el país comenzó a descentralizarse, proceso que tuvo el enorme beneficio de dispersar el poder y las fuentes de decisión, pero tan caótico y desorganizado que no vino acompañado de la construcción de instituciones sólidas y funcionales. Además, mientras nosotros pasábamos crisis económicas y experimentábamos con la descentralización (política y, crucial, de las entidades de seguridad) el contexto internacional cambiaba radicalmente. El coctel acabó siendo terrible para el país porque nos asedió un fenómeno criminal sin estructuras de gobierno capaces de contenerlo: nuestro sistema de gobierno era (es) del siglo XIX, pero las mafias criminales son del XXI. Paye así lo entendía.

Las crisis –políticas, financieras, de seguridad- acabaron con cualquier vestigio de confianza de la población en sus autoridades. Un hindú resumía a su país en forma que es enteramente aplicable a nuestro contexto: la India, decía, crece de noche, cuando la burocracia duerme. Dos estudiosos, Acemoglu y Robinson, diferencian entre instituciones incluyentes y extractivas para ilustrar el punto: ahí donde existen pesos y contrapesos (límites a la acción abusiva del gobierno), el crecimiento de la economía es posible; en contraste, en instancias donde no existen límites efectivos (judiciales o legislativos) y donde los derechos no son iguales para todos los jugadores (impunidad, nepotismo y abuso del poder), el potencial de crecimiento es por demás limitado. Lo normal, históricamente, dicen, son las instituciones extractivas donde, agrego yo, proliferan las mafias.

No es necesario ver muy lejos en nuestro país para determinar el tipo de instituciones que tenemos. Michoacán, Chiapas, varios ex gobernadores son sugerentes de nuestra realidad. La lección es clara: si queremos cambiar la realidad tenemos que construir instituciones incluyentes, es decir, transparentes como funcionamiento básico de gobierno.

Douglas North, premio Nobel de economía, escribió que se requieren reglas formales (leyes) pero que estas son insuficientes: igual de importantes son las restricciones informales (normas de comportamiento, decencia, códigos de conducta) y, sobre todo, la efectividad de los mecanismos que las hacen cumplir. Cuando el gobierno es débil, parcial y disfuncional, su capacidad para cumplir su parte es mínima en tanto que la capacidad y la disposición de la sociedad de hacer la suya (oprobio público, expulsión de instituciones privadas, etc.) es limitada toda vez que no existe un espíritu comunitario.

Un ex director de Pemex contaba una anécdota que resume nuestro desafío: un día le preguntó al presidente de una de las petroleras más grandes del mundo cómo lidiaban con la corrupción en sus empresas, la presunción siendo que el fenómeno es ubicuo en la industria. El petrolero le respondió que se trata de un fenómeno excepcional porque cuando hay un caso la empresa de inmediato hace una denuncia ante la autoridad competente (enorme el elemento disuasivo), pero sobre todo porque la propia sociedad lo penaliza brutalmente: cuando se da un caso, la familia es expulsada del club social al que pertenece y los niños son aislados por los otros en la escuela. El costo de una infracción es tan grande que muy pocos se atreven a cometerla. En Pemex, concluía el funcionario, cuando se “inhabilita” a un infractor, al mes retorna, hecho un héroe, como representante de algún proveedor.

Construir un régimen de legalidad y confianza tiene enormes costos, pero los beneficios son inmensos.

 

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