¿Qué sigue?

Luis Rubio

Procurar «más ser padres de nuestro porvenir, que hijos de nuestro pasado», sentenció Unamuno, el inteligente filósofo español que enfrentaba las hordas del fascismo en el momento de la guerra civil. El inicio del año es momento propicio para reflexionar cómo sería posible relanzar la vida política y económica nacional -construir el porvenir- a la luz de la parálisis que vivimos y la irracionalidad -en ocasiones no distintas a la de una guerra civil- que parece dominar la desazón colectiva actual.

Lo único que no está en disputa es que la desazón es generalizada y atraviesa clases sociales y regiones del país. La causa del fenómeno es más compleja, pero no tengo duda que en su corazón yace un enorme desencanto con el gobierno, la política y los políticos. Aunque la corrupción se ha convertido en la explicación que muchos dan de su propio desánimo, mi impresión es que hay mucho más que el factor corrupción en el ánimo colectivo, ya que ésta no es algo nuevo ni excepcional en el país.

Tiempo antes de que corrieran rumores sobre las casas, los contratos, las mordidas y los proyectos de infraestructura asociados a determinadas constructoras, el país avanzaba hacia un choque de expectativas. El gobierno había iniciado su sexenio a tambor batiente, no dando cuartel alguno. Mucho antes de su inauguración ya había convencido a publicaciones de enorme influencia internacional sobre su proyecto, prometiendo cosas que jamás eran realistas pero que, sin embargo, sirvieron de auto promoción. El embate fue multifacético y generó una mezcla inmediata de expectación, temor y repudio. Para algunos la promesa de un proyecto reformador satisfacía la esperanza de que, por fin, el país daría un paso adelante. Para otros, el control de los medios y la censura implícita que esto conllevó anunciaba un retorno a los tiempos menos encomiables de la vida nacional. Los cambios que se dieron tanto en el plano constitucional como fiscal llevaron a un amplio repudio en partes de la sociedad. Pero el gobierno no cejó en su paso.

Para mí era evidente que había un problema de fondo en el proyecto gubernamental porque no parecía haber conexión entre la ambición inherente a sus reformas y la actividad política necesaria para poder implementarlas. Era claro que en el gobierno se suponía que, una vez aprobadas, las reformas se consolidarían por sí mismas. De esta forma, el diagnóstico parecía ser que el verdadero obstáculo a las reformas no era la realidad de cada actividad o sector sino el congreso: por consiguiente, con suprimir al congreso se eliminaba el obstáculo. Dicho y hecho: se obvió al congreso y se aprobaron las reformas. El problema es que la realidad no cambió ni jamás cambiará si no se implementan las reformas, lo que inexorablemente implica afectación de intereses, muchos de ellos esenciales a la coalición política que sostiene al presidente.

Así, el choque era inevitable y obvio. Lo que para mí fue sorpresivo fue la incapacidad del gobierno para responder. A final de cuentas, el presidente había mostrado una extraordinaria capacidad de negociación en su vida política y una gran astucia en su estrategia para hacer suya la candidatura a la presidencia. ¿Cómo, en este contexto, explicar la parálisis? El tiempo me ha llevado a entenderlo mejor.

Para muchos la política es algo sucio y corrupto, pero no hay sociedad en el mundo y en la historia que sobreviva sin políticos porque siempre hay intereses irreconciliables, objetivos contrapuestos y fuente de numerosas disputas. La política es la actividad que persigue resolver conflictos, canalizar diferendos y conciliar posiciones disonantes. En una democracia, la política tiene la función adicional de sumar adeptos, convencer a la población y cultivar el favor del apoyo popular. Es decir, la democracia exige no sólo la negociación entre intereses sino también el convencimiento de la sociedad y de cada uno de sus componentes.

En los ochenta México vivió el inicio del proceso de transición de la política concentrada en las luchas palaciegas del mundo priista a una actividad política orientada a ganar el apoyo popular así como de los sectores productivos y la opinión pública porque sin ello el país se paralizaba. El proceso no fue terso pero sí incontenible y todos los políticos fueron aprendiendo a manejarse en ambos mundos, algunos con un impactante éxito.

El gobierno actual, como si hubiera descendido de Marte, pretendió regresar al país a la era del primitivismo priista de los cincuenta, suponiendo que la participación de la población eran una concesión gubernamental y no una realidad política. En este contexto es que me explico la parálisis y la incapacidad el gobierno de adecuarse al siglo XXI. Así, la desazón no es producto de la casualidad sino de una combinación muy nuestra: un gobierno que no entiende y un excesivo peso del gobierno por su enorme capacidad de imponerse en todo tipo de temas gracias a las facultades arbitrarias de que goza. Combinación fatal porque impide el desarrollo de un gobierno idóneo para el siglo XXI y porque favorece la corrupción.

La gran pregunta ahora es, por una parte, si la sociedad ya está fija en su ánimo y, por la otra, si el gobierno tendrá la disposición a cambiar. En una economía abierta, el gobierno tiene que explicar, convencer y sumar porque esa es su única posibilidad de avanzar sus proyectos y objetivos. Las oportunidades son tan grandes que sería lamentable que éstas se fueran por la borda ante la cerrazón del propio gobierno.

 

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@lrubiof

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