La panacea del mando único

Luis Rubio

En la mitología griega, Panacea era la diosa de los remedios universales: no había mal que no pudiera curar. Así parece el concepto de mando único que, en los últimos años, se convirtió en mantra: tan pronto se instale, el mando único resolverá el problema de seguridad que padece el país y asunto concluido.

Comencemos por el principio: el problema de la seguridad no nació ayer y tiene como origen un sistema de gobierno creado hace casi cien años que nunca se actualizó. Contra lo establecido como sistema federal en la constitución del 1917, el sistema político que de hecho emergió con la fundación del PNR en 1929 fue centralizado, dedicado al control vertical. El gobierno federal se hizo responsable de la seguridad por su peso decisivo, utilizando a los gobernadores como meros instrumentos. Con ese mismo peso le imponía reglas al narco: más que negociaciones, el gobierno federal era tan poderoso que limitaba la capacidad de movimiento (y daño) del narco dentro del país, con el obvio pago de «participaciones». Funcionaba no porque México tuviera una estructura moderna, profesional y funcional de seguridad, sino porque el gobierno federal tenía el poder para controlarlo todo.

El país progresó pero el sistema de gobierno siguió igual. El progreso implicó nuevas realidades económicas, políticas y sociales que, de facto, fueron limitando la capacidad de control, con lo que llegamos al día de hoy: un sistema de gobierno disfuncional que no empata con la realidad. En el plano de la seguridad, persiste el mismo ánimo de control pero sin la capacidad de hacerlo efectivo.

El concepto de mando único nació del reconocimiento de que el viejo esquema dejó de funcionar, pero constituye, en su esencia, una reproducción del viejo sistema de control, a nivel local. De concebirse como una solución temporal, el mando único no es una mala solución, pero dista mucho de ser perfecta porque, aunque podría permitir salir de la crisis inmediata, no es parte de un proyecto transformador del sistema de gobierno. La aparente contradicción es clave.

La discusión reciente sobre el mando único nace del asesinato de la presidenta municipal de Temixco y del sucesivo decreto de mando único emitido por el gobernador de Morelos. La discusión es peculiar en tres sentidos. Primero, tan pronto se menciona «mando único» surge una absurda defensa sustentada en el Artículo 115 constitucional, como si la soberanía del municipio fuera real y, más importante, como si la gran mayoría de los municipios del país fueran funcionales en términos de seguridad. Segundo, el mismo concepto desata pasiones entre quienes ven en la concentración del poder estatal una solución al problema de seguridad, sin reparar en las implicaciones de ésta o en la corrupción y/o bajo nivel de la mayoría de las policías estatales que serían encargadas de velar por la seguridad en sus estados. Finalmente, es patente la debilidad jurídica del decreto que crea el mando único, debilidad que, llevada hasta sus últimas consecuencias, probablemente le daría la razón a los municipios que la disputaran.

Parte del problema yace en que en el término de mando único se mezclan muchos otros conceptos: no es lo mismo Guadalajara que Tingüindin. Hay municipios que tienen el tamaño y circunstancia que les debería permitir atender el problema y responsabilizarse del mismo, lo hagan o no. Sin embargo, hay innumerables municipios cuya debilidad institucional y económica implica que jamás tendrán la capacidad de construir un sistema de seguridad propio. Además, hay municipios, como el de Cuernavaca, donde todo indica que, en lugar de abocarse a desarrollar un sistema de seguridad, su nuevo gobierno se dedicó a «vender la plaza» al mejor postor, inevitablemente alguna banda del crimen organizado. El decreto del gobernador claramente busca responder a este hecho, pero lo hace dentro de un marco institucional y jurídico endeble y, no menos importante, sin una visión de largo plazo.

En el largo plazo, la seguridad no se puede imponer: se tiene que construir de abajo hacia arriba. Los países que gozan de seguridad cabal tienen policías de manzana o de barrio que conocen a los habitantes y gozan de su reconocimiento. Como ilustra la intervención del gobierno federal en Michoacán, lo único que se logró fue estabilizar la situación, no resolverla. Esa estabilidad debió haber servido como cimiento para construir un nuevo marco institucional y policial pero no fue así. La solución, al menos en municipios (ciudades) de cierto peso mínimo para arriba, no puede ser otra que la de construir un sistema policiaco y de seguridad nuevo, bajo reglas compatibles con el propósito de conferirle certeza y seguridad a la población. Desde luego, aquellos municipios que no tienen el tamaño y capacidad para enfrentar el problema de seguridad tendrán que atenderse bajo otras reglas, pero el riesgo de que el gobernador abuse de estos no es menor.

La mayoría de nuestros gobernadores son una bola de sátrapas que ven su puesto como un medio para enriquecerse o para llegar a la presidencia. El mando único concebido como fin en sí mismo no haría sino facilitar el avance de sus objetivos personales. Por eso es tan importante reconocer que el mando único sólo puede servir en la medida en que sea un medio temporal para construir capacidad de gobierno local. Todo el resto no es sino otra forma de preservar un sistema caduco de gobierno que es, a final de cuentas, responsable de la inseguridad actual.

 

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¿Qué sigue?

Luis Rubio

Procurar «más ser padres de nuestro porvenir, que hijos de nuestro pasado», sentenció Unamuno, el inteligente filósofo español que enfrentaba las hordas del fascismo en el momento de la guerra civil. El inicio del año es momento propicio para reflexionar cómo sería posible relanzar la vida política y económica nacional -construir el porvenir- a la luz de la parálisis que vivimos y la irracionalidad -en ocasiones no distintas a la de una guerra civil- que parece dominar la desazón colectiva actual.

Lo único que no está en disputa es que la desazón es generalizada y atraviesa clases sociales y regiones del país. La causa del fenómeno es más compleja, pero no tengo duda que en su corazón yace un enorme desencanto con el gobierno, la política y los políticos. Aunque la corrupción se ha convertido en la explicación que muchos dan de su propio desánimo, mi impresión es que hay mucho más que el factor corrupción en el ánimo colectivo, ya que ésta no es algo nuevo ni excepcional en el país.

Tiempo antes de que corrieran rumores sobre las casas, los contratos, las mordidas y los proyectos de infraestructura asociados a determinadas constructoras, el país avanzaba hacia un choque de expectativas. El gobierno había iniciado su sexenio a tambor batiente, no dando cuartel alguno. Mucho antes de su inauguración ya había convencido a publicaciones de enorme influencia internacional sobre su proyecto, prometiendo cosas que jamás eran realistas pero que, sin embargo, sirvieron de auto promoción. El embate fue multifacético y generó una mezcla inmediata de expectación, temor y repudio. Para algunos la promesa de un proyecto reformador satisfacía la esperanza de que, por fin, el país daría un paso adelante. Para otros, el control de los medios y la censura implícita que esto conllevó anunciaba un retorno a los tiempos menos encomiables de la vida nacional. Los cambios que se dieron tanto en el plano constitucional como fiscal llevaron a un amplio repudio en partes de la sociedad. Pero el gobierno no cejó en su paso.

Para mí era evidente que había un problema de fondo en el proyecto gubernamental porque no parecía haber conexión entre la ambición inherente a sus reformas y la actividad política necesaria para poder implementarlas. Era claro que en el gobierno se suponía que, una vez aprobadas, las reformas se consolidarían por sí mismas. De esta forma, el diagnóstico parecía ser que el verdadero obstáculo a las reformas no era la realidad de cada actividad o sector sino el congreso: por consiguiente, con suprimir al congreso se eliminaba el obstáculo. Dicho y hecho: se obvió al congreso y se aprobaron las reformas. El problema es que la realidad no cambió ni jamás cambiará si no se implementan las reformas, lo que inexorablemente implica afectación de intereses, muchos de ellos esenciales a la coalición política que sostiene al presidente.

Así, el choque era inevitable y obvio. Lo que para mí fue sorpresivo fue la incapacidad del gobierno para responder. A final de cuentas, el presidente había mostrado una extraordinaria capacidad de negociación en su vida política y una gran astucia en su estrategia para hacer suya la candidatura a la presidencia. ¿Cómo, en este contexto, explicar la parálisis? El tiempo me ha llevado a entenderlo mejor.

Para muchos la política es algo sucio y corrupto, pero no hay sociedad en el mundo y en la historia que sobreviva sin políticos porque siempre hay intereses irreconciliables, objetivos contrapuestos y fuente de numerosas disputas. La política es la actividad que persigue resolver conflictos, canalizar diferendos y conciliar posiciones disonantes. En una democracia, la política tiene la función adicional de sumar adeptos, convencer a la población y cultivar el favor del apoyo popular. Es decir, la democracia exige no sólo la negociación entre intereses sino también el convencimiento de la sociedad y de cada uno de sus componentes.

En los ochenta México vivió el inicio del proceso de transición de la política concentrada en las luchas palaciegas del mundo priista a una actividad política orientada a ganar el apoyo popular así como de los sectores productivos y la opinión pública porque sin ello el país se paralizaba. El proceso no fue terso pero sí incontenible y todos los políticos fueron aprendiendo a manejarse en ambos mundos, algunos con un impactante éxito.

El gobierno actual, como si hubiera descendido de Marte, pretendió regresar al país a la era del primitivismo priista de los cincuenta, suponiendo que la participación de la población eran una concesión gubernamental y no una realidad política. En este contexto es que me explico la parálisis y la incapacidad el gobierno de adecuarse al siglo XXI. Así, la desazón no es producto de la casualidad sino de una combinación muy nuestra: un gobierno que no entiende y un excesivo peso del gobierno por su enorme capacidad de imponerse en todo tipo de temas gracias a las facultades arbitrarias de que goza. Combinación fatal porque impide el desarrollo de un gobierno idóneo para el siglo XXI y porque favorece la corrupción.

La gran pregunta ahora es, por una parte, si la sociedad ya está fija en su ánimo y, por la otra, si el gobierno tendrá la disposición a cambiar. En una economía abierta, el gobierno tiene que explicar, convencer y sumar porque esa es su única posibilidad de avanzar sus proyectos y objetivos. Las oportunidades son tan grandes que sería lamentable que éstas se fueran por la borda ante la cerrazón del propio gobierno.

 

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La difícil productividad

Luis Rubio

De las pocas cosas en que no hay disputa entre políticos y economistas es en el vínculo entre productividad y crecimiento económico. En consecuencia, parecería evidente que todo el esfuerzo nacional debiera concentrarse en elevar la productividad. Lamentablemente ha sido mucho más fácil determinar el problema que resolverlo.

Dos estudios recientes ilustran tanto la naturaleza y dimensión del problema como una posible respuesta para nuestra propia realidad. Primero, en su reporte anual, el Council of Economic Advisers se aboca a estudiar el problema económico que más afecta a la política de EUA, el asunto que se ha convertido en mantra de la política norteamericana -el deterioro del ingreso de la clase media- y a explicar qué le hubiera pasado a ésta si las tasas de crecimiento de la productividad en su era de oro (1945-1973) hubieran persistido. Su conclusión es que el ingreso medio se hubiera duplicado.

Aunque las circunstancias son otras, la historia es similar en México: la economía experimentó elevadas tasas de crecimiento en la era de la postguerra que se disiparon a partir de 1965, año en que la productividad del campo comenzó a declinar, esencialmente porque dejó de haber tierra que repartir. 1965 fue el último año en que México exportó maíz, iniciando una era de crecientes déficit en la balanza de pagos. Por casi tres décadas, el país importó maquinaria e insumos para el desarrollo interno, financiando esas importaciones con la exportación de minerales y granos. Cuando ese binomio deja de ser funcional, el país entró en la era de las crisis provocadas por políticos convencidos que más gasto resuelve todos los problemas.

La solución que el país requería yace en eso que los economistas siempre han sabido: la productividad. Fue hasta la segunda mitad de los ochenta, luego de varias crisis financieras y políticas, que finalmente se comienza a avanzar hacia un esquema económico que, se confiaba, incentivaría el crecimiento de la productividad. Esa fue la lógica de la apertura a las importaciones y, eventualmente, la negociación del TLC norteamericano. El objetivo de la estrategia de liberalización era simple y llano: utilizar a la inversión privada y a las importaciones para someter a la economía mexicana a la competencia y obligarla a elevar la productividad, que no es otra cosa que hacer más con menos. La presunción era que una mayor inversión privada en un contexto competitivo atraería mejor tecnología, incentivaría la especialización de la planta productiva y generaría fuentes nuevas de crecimiento.

Como tantas otras cosas en nuestro país, la liberalización económica fue ambiciosa pero insuficiente. Se hizo lo necesario pero no todo lo que se requería para lograr el objetivo. Todavía hoy, treinta años después, subsiste una planta productiva anquilosada y vieja que se rehúsa a adaptarse y que, protegida por sucesivos gobiernos y un conjunto de mecanismos de protección tanto formales como informales, le resta crecimiento y productividad a la economía en su conjunto.

La buena noticia es que en ese mismo periodo se estableció una extraordinaria planta manufacturera fuertemente ligada a la exportación y, especialmente, a la economía estadounidense, que se ha convertido en el único motor de crecimiento. La gran diferencia entre los dos componentes del sector industrial es la productividad. Mientras que la productividad crece con celeridad en la planta moderna, en la otra disminuye. Parecería obvio que la solución reside en crear mecanismos que incidan en el crecimiento de la productividad, algo que el gobierno del presidente Peña entendió desde el inicio y colocó en la agenda pública.

El problema es que no es fácil atacar el reto. Las soluciones retóricas (infraestructura, educación, investigación, menos burocracia e impuestos) son válidas y deseables, pero no constituyen una solución integral. En todo caso, como ilustra la forma en que se liberalizó la economía a partir de los 80, somos muy malos para crear soluciones integrales: siempre dejamos cabos sueltos que responden a intereses intocables. Además, lo que realmente eleva la productividad es menos asible de lo aparente: prácticas empresariales, tecnología, el funcionamiento de los mercados y, sobre todo, un contexto de confianza y estabilidad procreado por el gobierno.

El otro estudio reciente es el “Decade Forecast” de Stratfor. Según sus pronósticos, EUA está entrando en una era de mayor insularidad producto tanto del reconocimiento de los límites de su propio poderío como de la aceptación de que hay formas menos agresivas de lograr sus objetivos que los procurados en la década pasada. Según Stratfor, EUA también ha comprendido que el entorno norteamericano (los tres países) es infinitamente más propicio para su propio éxito económico, razón por la cual se apresta a concentrar su apuesta económica en Norteamérica, buscando elevar la productividad de su economía, y con ello los ingresos de su población.

El mensaje, y la oportunidad, parecen claros: como muestra el TLC, los mexicanos hemos probado ser extraordinariamente diestros para aprovechar oportunidades cuando existe un marco de reglas confiables que confiera certidumbre de largo plazo. Es el momento de aceptar las limitaciones de nuestra capacidad para producir grandes iniciativas (somos incapaces de crear esa certidumbre internamente), por lo que valdría la pena revisar la oportunidad que existe en la región. Con suerte y esta vez si cambia el resultado.

 

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La difícil productividad

Luis Rubio

03 Ene. 2016

Mis lecturas 2015

Luis Rubio

Lecturas variadas permiten pensar, conocer y aprender sobre la diversidad del mundo que nos rodea. Tolkien, un poeta inglés, lo decía con su usual brillantez: «No todos los que deambulan están perdidos». Aquí va una muestra…

Según el historiador Braudel, el tiempo se podría medir de tres maneras: el largo plazo que se va conformando por cambios e largo aliento como son los movimientos demográficos y la geografía y que son determinantes pero casi imperceptibles; el mediano plazo en que la historia se muestra en momentos épicos que hacen perceptible el ritmo y que solo se comprenden con el tiempo; y el corto plazo que todos podemos mirar en las noticias cotidianas.

Este año leí dos libros extraordinarios que caen bajo el rubro del mediano plazo. En The Coming of the Terror in the French Revolution, Timothy Tackett analiza la mentalidad de quienes se convirtieron en “terroristas” en el contexto de la revolución. Lo fascinante del libro es que el autor se aboca a tratar de explicar cómo fue posible que los revolucionarios y su revolución acabaran tan mal. Lo paradójico, según el autor, es que quienes instigaban el miedo como instrumento de control lo hacían porque ellos mismos se sentían aterrorizados. El miedo, dice Tackett, yace en el corazón de la violencia: miedo a una invasión externa, miedo al caos, miedo a la anarquía, miedo a conspiraciones de los propios correligionarios. Fascinante historia que deja la sensación de que poco se aprende en el curso del tiempo.

Edmund Burke, un intelectual inglés del siglo XVIII, nunca ha sido difícil de categorizar. Para unos es liberal, para otros conservador, tradicionalista o progresista: su virtud es que es posible colocarlo en todas estas dimensiones. Crítico de la Ilustración, era a la vez secular y defensor de la religión. Bromovich, el autor de La Vida Intelectual de Edmund Burke, presenta a un Burke que se opone a la Revolución Francesa y luego se siente vindicado por su juicio cuando comienza la era del terror. Aunque imposible de asir en un eje izquierda-derecha como lo entendemos en la actualidad, Burke fue, y sigue siendo, un formidable inspirador de líderes políticos en el mundo, en buena medida porque, de manera sutil, enfatizaba la igualdad cuando ésta no era tema de confrontación política. Lo irónico es que son los conservadores quienes lo procuran más.

La imagen que la prensa internacional refleja de Corea del Norte es la de una dictadura intransigente que oprime a una población conformada por creaturas deshumanizadas a las que les ha lavado el cerebro un gobierno monolítico. Daniel Tudor y James Pearson*, dos periodistas que han observado a ese país de cerca, ofrecen una perspectiva muy distinta. Si, dicen, es un país pobre, pero la población tiene acceso a celulares, muchos escuchan música de Corea del Sur y son adictos a sus telenovelas, a las que acceden por medios electrónicos y dvds provenientes de China. La corrupción, administrada por la propia élite, ha hecho posible esta situación que se desató a raíz de la hambruna de mediados de los noventa, pues sin contrabando de alimentos el país se habría colapsado. El relato me recordó a Cuba luego del fin de la URSS.

Los ladrones del Estado es un libro de Sarah Chayes cuya tesis es que la corrupción genera inseguridad. La autora, ex asesora del gobierno americano en Afganistán, afirma que en la medida en que se permite «un poco de corrupción», así sea una mordida para algo menor, se genera una cultura de permisividad que, tarde o temprano, se traduce en inseguridad física de la población. La cleptocracia en que se convirtió el gobierno afgano instalado por EUA, dice Chayes, generó una estructura gubernamental dedicada al enriquecimiento de sus funcionarios, alienando a la población y generando lealtades a los talibanes y otros grupos extremistas. Se trata de un argumento polémico, sobre todo por su inherente intransigencia, pero no por ello carente de sustancia.

¿Cómo es que ocurre el progreso moral? Esta es una intrigante pregunta sobre todo para alguien como yo poco dado a las lecturas o argumentos morales. El libro de Kwame Anthony Appiah, The Honor Code, me atrajo porque trata temas escabrosos como la esclavitud, los derechos civiles y la democracia. A contra corriente de la ortodoxia predominante, Appiah dice que los cambios de percepción sobre asuntos como estos no se originan en la presión popular o los cambios legislativos sino en el honor, entendido éste como el respeto al prójimo.  El libro me hizo recordar el argumento de Deidre McCkoskey en La dignidad burguesa: el crecimiento económico se da cuando el empresario es reconocido y respetado y su función comprendida como el motor del progreso. En ambos frentes México sigue por demás cojo.

Roger Moorhouse** estudia el pacto Stalin-Hitler que, aunque duró menos de dos años, tuvo el efecto de darle mano libre a ambos dictadores para que cambiaran fronteras, asesinaran en masa a las poblaciones civiles de los países que se concedieron mutuamente e iniciara la era de atrocidades que caracterizó a los subsecuentes años de la Segunda Guerra Mundial.

En Mirreynato, Ricardo Raphael no solo acuña un nuevo término, sino que literalmente abre la caja de Pandora sobre un fenómeno para todos obvio pero que nadie había enfocado o conceptualizado como asunto de la transcendencia que tiene: la mala educación de los hijos de las élites, su distancia respecto al promedio nacional y su desdén por todo lo que pasa en el país.

*North Korea Confidential

**The Devil’s Alliance

 

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Algunos aprendizajes

Luis Rubio

El primer libro que leí al comenzar a estudiar ciencia política fue Introducción al pensamiento político de Umberto Cerroni, un libro pequeño pero sustancioso. Ahí conocí primicias de Maquiavelo no sólo como el primer articulador del pensamiento político formal en la era moderna, sino como como algo distinto a la vida religiosa. Maquiavelo ha sido siempre interpretado como el conceptualizador de la razón de estado, separando la ética del poder. Es en este contexto que fue extraordinario leer el libro de Philip Bobbitt The Garments of Court and Palace, un análisis sobre Maquiavelo que rompe con toda esa tradición. Para Bobbitt, Maquiavelo fue el gran constructor del estado constitucional porque separó el interés de la persona que gobierna del interés del Estado; según Bobbitt, todo el punto de Maquiavelo fue que el gobernante tiene intereses distintos a los del Estado y que son los de éste último que deben privar. Así, aunque innumerables políticos emplean a Maquiavelo como guía de avance personal, para Bobbitt Maquiavelo no fue el pensador del poder inmoral, sino el gran constructor del Estado moderno, de la república. Fascinante lectura.

En La curva de aprendizaje de los dictadores, William J. Dobson estudia el mundo cambiante de los dictadores a lo largo del tiempo. Su principal argumento es que antes los gobiernos autoritarios podían preservarse en la medida en que lograran algunas fuentes sostenibles de estabilidad, como el crecimiento económico; sin embargo, en las últimas décadas, eso ha cambiado porque mantener el poder se ha tornado en una enorme complejidad dada la aparición de la información instantánea como una realidad que afecta al ejercicio del poder y fortalece la capacidad de la sociedad para defenderse del abuso. Sin embargo, argumenta Dobson, si bien uno podría pensar que esto llevaría a la desaparición de las dictaduras, lo que realmente ha ocurrido es que los dictadores han aprendido a adaptarse, aprovechando las ventajas de la globalización y ajustando sus estrategias para preservar el poder. Así, mientras que Stalin mantenía un reino de terror que amenazaba a su población día y noche, Putin mantiene un régimen autoritario pero no tiene problema en que los ciudadanos rusos viajen por el mundo. De la misma forma, el viejo sistema económico chino que empobrecía a su gente ha sido reemplazado por una moderna economía industrial plenamente integrada al mundo internacional, pero eso no ha modificado el régimen comunista de antaño. Lo interesante de la discusión de Dobson es que hoy perviven dos procesos de adaptación: el de los dictadores y el de las sociedades y su especulación es que no es obvio cuál ganará.

Michael Walzer es un especialista en teoría política que se hizo famoso en los setenta por su libro sobre las guerras justas e injustas. En ese libro analiza operaciones militares a lo largo de la historia, desde Atenas hasta Vietnam, y establece un conjunto de parámetros éticos para la conducción de guerras. Ese libro transformó el debate estadounidense y colocó a Walzer en un lugar privilegiado de la discusión política en su país. Ahora acaba de publicar un nuevo libro, éste intitulado La paradoja de la liberación, en el que se pregunta por qué diversos movimientos de liberación nacional que comienzan de manera por demás prometedora –en términos democráticos y liberales- acaban siendo rebasados por fuerzas religiosas fundamentalistas. Los casos prototípicos a los que se refiere Walzer son India, Argelia e Israel, cada uno con sus características peculiares, pero todos compartiendo un proceso sociopolítico común: los movimientos comienzan desde la izquierda típicamente liberal pero acaban copados por la derecha religiosa. El argumento de Walzer es que no siempre se cancelan las estructuras democráticas que ya existían, pero sí cambian en su esencia. Su punto medular es que el movimiento original pierde la hegemonía cultural y política, como ilustran sus casos de estudio, ante las hordas hinduistas, islámicas y ortodoxas, respectivamente: el papel de la religión, dice el autor, es el factor siempre subestimado en la motivación humana. Parece evidente que el tiempo de publicación de este libro no es casual: Walzer no se sorprende por el devenir de la llamada “primavera árabe”.

El congreso en ocasiones parece un circo, si no es que un zoológico. Los diputados y senadores se desviven en sus quejas, discursos de repente despiadados, con frecuencia desinformados. Parecería que no saldría sobrando un estudio antropológico de tan peculiar institución. Eso es exactamente lo que Emma Crewe ha hecho sobre el parlamento inglés en The House of Commons, y el resultado es tanto iluminador como divertido. Crewe analiza el conflicto, cooperación, lealtades, ideología, cálculo político y, en general, las motivaciones de quienes ahí entran, las relaciones entre líderes, la cercanía o distancia con sus representados y la tensión entre hacer algo relevante (en términos de avance personal, triunfos partidistas o beneficio a los votantes) y desarrollar una carrera política. El libro ilustra las contradicciones de la vida parlamentaria, pero sobre todo los dilemas que acompañan a quienes afirman querer cambiar al mundo.

Thomas De Quincey decía que algunos libros educan a sus lectores, en tanto que otros cambian al mundo al motivarlos. Los primeros son “literatura del conocimiento” y los segundos “literatura de poder”. Usted decida dónde caen estos.

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Confianza

 Luis Rubio

Cuenta una anécdota que, muy poco después de la caída del Muro de Berlín, Jeffrey Sachs, joven y listo para conquistar al mundo, platicó con el entonces secretario general de la OECD sobre su propuesta de estrategia económica para el gobierno ruso. Su objetivo era una transformación súbita e integral. El oficial de la OECD le respondió que no todo eran decisiones estrictamente económicas y que, para ser exitosa, una estrategia debía incluir la construcción de instituciones sólidas y apropiadas. Sachs hizo caso omiso, lo que llevó a que el Sr. Paye concluyera con una afirmación lapidaria: «sin instituciones buenas y fuertes, todo lo que lograrás será abrirle la puerta a la mafia».

Si algo revela el entorno de violencia, criminalidad, manifestaciones y, en general, comportamientos no institucionales en el país es la ausencia de legitimidad de nuestras instituciones. Las existentes generan desconfianza y, por lo tanto, rechazo.

Lo que el Sr. Paye le dijo a Sachs es perfectamente aplicable a México. Las cosas funcionaban antes, hace cincuenta años, porque se trataba de una sociedad mucho más chica (casi la tercera parte en población), distante de los circuitos económicos del resto del mundo, mucho menos informada y, sobre todo, en un entorno mucho más simple. El gobierno era un ente todopoderoso y las redes de relaciones dentro de la sociedad giraban, con la mayor frecuencia, alrededor de la familia, la escuela y diversas organizaciones privadas. No es difícil explicar cómo, en ese contexto, todo parecía funcionar con normalidad: orden, crecimiento económico y relativamente poco conflicto político.

Todo ha cambiado desde entonces, tanto afuera como adentro. Por una parte, la economía -la nuestra la del mundo- ha experimentado una revolución: las fuentes y motores de crecimiento nada tienen que ver con las de antaño y la complejidad es infinitamente mayor. Por otro lado, en la medida en que creció la sociedad y que ésta logró algún margen de apertura política, el país comenzó a descentralizarse, proceso que tuvo el enorme beneficio de dispersar el poder y las fuentes de decisión, pero tan caótico y desorganizado que no vino acompañado de la construcción de instituciones sólidas y funcionales. Además, mientras nosotros pasábamos crisis económicas y experimentábamos con la descentralización (política y, crucial, de las entidades de seguridad) el contexto internacional cambiaba radicalmente. El coctel acabó siendo terrible para el país porque nos asedió un fenómeno criminal sin estructuras de gobierno capaces de contenerlo: nuestro sistema de gobierno era (es) del siglo XIX, pero las mafias criminales son del XXI. Paye así lo entendía.

Las crisis –políticas, financieras, de seguridad- acabaron con cualquier vestigio de confianza de la población en sus autoridades. Un hindú resumía a su país en forma que es enteramente aplicable a nuestro contexto: la India, decía, crece de noche, cuando la burocracia duerme. Dos estudiosos, Acemoglu y Robinson, diferencian entre instituciones incluyentes y extractivas para ilustrar el punto: ahí donde existen pesos y contrapesos (límites a la acción abusiva del gobierno), el crecimiento de la economía es posible; en contraste, en instancias donde no existen límites efectivos (judiciales o legislativos) y donde los derechos no son iguales para todos los jugadores (impunidad, nepotismo y abuso del poder), el potencial de crecimiento es por demás limitado. Lo normal, históricamente, dicen, son las instituciones extractivas donde, agrego yo, proliferan las mafias.

No es necesario ver muy lejos en nuestro país para determinar el tipo de instituciones que tenemos. Michoacán, Chiapas, varios ex gobernadores son sugerentes de nuestra realidad. La lección es clara: si queremos cambiar la realidad tenemos que construir instituciones incluyentes, es decir, transparentes como funcionamiento básico de gobierno.

Douglas North, premio Nobel de economía, escribió que se requieren reglas formales (leyes) pero que estas son insuficientes: igual de importantes son las restricciones informales (normas de comportamiento, decencia, códigos de conducta) y, sobre todo, la efectividad de los mecanismos que las hacen cumplir. Cuando el gobierno es débil, parcial y disfuncional, su capacidad para cumplir su parte es mínima en tanto que la capacidad y la disposición de la sociedad de hacer la suya (oprobio público, expulsión de instituciones privadas, etc.) es limitada toda vez que no existe un espíritu comunitario.

Un ex director de Pemex contaba una anécdota que resume nuestro desafío: un día le preguntó al presidente de una de las petroleras más grandes del mundo cómo lidiaban con la corrupción en sus empresas, la presunción siendo que el fenómeno es ubicuo en la industria. El petrolero le respondió que se trata de un fenómeno excepcional porque cuando hay un caso la empresa de inmediato hace una denuncia ante la autoridad competente (enorme el elemento disuasivo), pero sobre todo porque la propia sociedad lo penaliza brutalmente: cuando se da un caso, la familia es expulsada del club social al que pertenece y los niños son aislados por los otros en la escuela. El costo de una infracción es tan grande que muy pocos se atreven a cometerla. En Pemex, concluía el funcionario, cuando se “inhabilita” a un infractor, al mes retorna, hecho un héroe, como representante de algún proveedor.

Construir un régimen de legalidad y confianza tiene enormes costos, pero los beneficios son inmensos.

 

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Luchas futuras

Luis Rubio

 

Cuando contendía por la presidencia estadounidense con Eisenhower en 1956, un ciudadano le gritó a Adlai Stevenson que toda la gente pensante lo apoyaba. Stevenson, un político-intelectual, le respondió «eso no es suficiente. Necesito una mayoría». La tensión entre grupos y clases sociales es una constante a lo largo de la historia y a nadie debe sorprender que cuando unas cosas cambian, sobre todo si mejoran, nuevas fuentes de conflicto y tensión aparecen en el firmamento.

Una de las paradojas de nuestra era es que se ha dado una combinación de factores que son, o parecen, contradictorios. Por un lado, es patente, y empíricamente demostrable, que la vida ha mejorado para la mayor parte de la población (y, de hecho, de la humanidad). Hoy se viven más años, hay menos enfermedades, los niveles de vida han ascendido, la calidad de los productos que consumimos y utilizamos mejora día a día, los precios de muchos artículos -como los electrónicos- bajan. Incluso la familia más modesta en una zona urbana tiene acceso a mejores condiciones de vida cotidiana -como baños en la vivienda- de los que nunca dispuso el rey más famoso de Francia, Luis XIV.

Por otro lado, hay una polarización en los ingresos, mucha de ella derivada del avance tecnológico. Ambas cosas -la mejoría real en los niveles de vida y la polarización económica- son ciertas, aunque no estén vinculadas entre sí. En términos económicos, la mejoría es palpable. Sin embargo, en términos políticos ha predominado la percepción de que unos han mejorado más que otros o, en la retórica barata, que unos han mejorado porque otros han empeorado. Esta paradoja, hace tiempo conocida, es gasolina pura para disputas electorales, retórica populista y toda clase de polémicas.

Por si eso fuera poco, Yuval Harari, autor del libro Sapiens, una «breve historia de la humanidad», afirma que la conflictividad que vive la humanidad está a punto de multiplicarse y adquirir formas y características hasta hoy desconocidas por la humanidad. En una discusión con el premio Nobel Daniel Kahneman*, Harari argumenta que los avances tecnológicos de nuestra era van a crear nuevas fuentes de conflicto y tensión, nuevas clases sociales y dinámicas novedosas de la lucha de clases, tal y cómo ocurrió cuando la revolución agrícola e industrial.

El ejemplo más patente que emplea Harari es el de la revolución en el terreno de la salud. Según él, el enfoque de la medicina en el siglo XX era el de curar la enfermedad; hoy en día, el enfoque es hacia mejorar a los que están saludables, una perspectiva radicalmente distinta. En términos políticos y sociales, dice el historiador, mientras que curar a los enfermos constituye un proyecto esencialmente igualitario porque se trata a todo mundo por igual, mejorar a los que están saludables constituye un proyecto elitista por definición, dado que no es algo que pueda beneficiar a todo mundo. Así, para Harari, una potencialmente enorme fuente de conflicto futuro yace en la salud diferenciada para ricos y pobres. No por casualidad, la discusión citada se intitula: «Morirse es opcional».

Si uno observa lo que ya de hecho ocurre con el empleo manual ante la expansión de la tecnología, el escenario que plantea Harari no suena descabellado, por más que algunas cosas específicas pudieran ser discutibles: el valor de la actividad manual se ha colapsado frente a la creatividad y agregación de valor intelectual, igual en las fábricas que en las finanzas. En la era de la Revolución Industrial se organizaron los famosos movimientos ludistas, activistas dedicados a destruir máquinas para restaurar las viejas formas de producir. Sin embargo, aunque fue extraordinariamente disruptiva de la vida cotidiana, la Revolución Industrial, a la larga, transformó al mundo para bien. No parece imposible que también así se resuelva esta era, aunque el proceso pueda ser por demás disruptivo.

Muchas de las dislocaciones que Harari describe ya son visibles en diversos ámbitos, algunos resultado de la tecnología, pero muchos más producto de regulaciones que discriminan a favor de los más pudientes o mejor conectados. En nuestro ámbito, aunque muchos empresarios y burócratas preferirían cerrar la economía -lo que elevaría los precios de muchos de los bienes que más se consumen- la apertura ha permitido que la abrumadora mayoría de los mexicanos tenga acceso a ropa, calzado y alimentos mucho más baratos que en los ochenta. En sentido contrario, aquellas industrias que siguen protegidas gozan del dudoso privilegio de poder cobrar precios mucho más elevados.

En un intercambio, Kahneman se refiere al tipo de fenómeno citado en el párrafo anterior: «hay un arreglo social de décadas o siglos que favorece un proceso de cambio relativamente lento… lo que Harari sugiere es que hay una desconexión fundamental entre el ritmo acelerado de cambio tecnológico y la rigidez de las normas y arreglos sociales y culturales que no podrán sostenerse.» Para Harari, uno de los grandes problemas con la tecnología es precisamente que avanza a un ritmo muy superior al de la sociedad humana.

Harari concluye su alocución diciendo que lo importante del proceso de aprendizaje es que en la medida en que uno aprende más acaba entendiendo que sabe cada vez menos pero con una perspectiva mucho más amplia y completa del presente y del futuro. Sea como fuere, lo que es seguro, en palabras del profesor germano-inglés Ralph Dahrendorf, “el conflicto es un factor necesario en todos los procesos de cambio”.

*http://edge.org/conversation/yuval_noah_harari-daniel_kahneman-death-is-optional

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México en el mundo

Revista Alto Nivel – Noviembre 2015

Luis Rubio

Para anunciar la rendición de su gobierno en 1945, el emperador Hirohito utilizó una peculiar formulación lingüística: “La situación militar se ha desarrollado no necesariamente de manera ventajosa para Japón”. El fraseo sugiere la complejidad del momento, pero sobre todo la incapacidad para comprender las circunstancias que habían llevado a la derrota. México fácilmente podría decir lo mismo.

 

México ha avanzado mucho más de lo que parecería a primera vista: si uno ve hacia atrás, la magnitud del cambio es impactante. Aunque nuestra forma de avanzar es peculiar (típicamente dos pasos hacia adelante y al menos un para atrás), el avance es real. El cambio en México ha sido más producto de falta de alternativas que de una comprensión cabal del momento que nos ha tocado vivir y de la convicción de poder salir exitosos. México ha cambiado mucho, pero ese cambio ha sido renuente y con frecuencia a regañadientes.

 

El proceso reformador comenzó en los ochenta en un entorno internacional radicalmente distinto al actual. Aunque no lo sabíamos entonces, la guerra fría estaba a punto de concluir y la globalización desataba fuerzas incontenibles que pocos comprendieron en el momento. Hoy la característica del mundo es de un creciente desorden con fuertes tendencias centrífugas. La crisis, esencialmente fiscal, de los últimos años ha llevado a innumerables países a enconcharse.

 

Nada de eso, sin embargo, cambia dos factores esenciales: uno, que la tecnología avanza de manera incesante y nadie puede abstraerse de ella o de sus consecuencias. El otro es que la globalización, aunque sujeta a regulaciones gubernamentales que podrían cambiar, ha alterado tan profundamente la forma de producir, consumir y vivir que es impensable su desaparición. Es decir, por más ajustes que se pudieran dar en las reglas del comercio o en las relaciones entre países, es inconcebible que la población del mundo deje de tener acceso inmediato a la información y que busque y demande satisfactores igualmente inmediatos.

 

En este contexto, los países no tienen más alternativa que actuar proactivamente para preparar a sus poblaciones para la ola de crecimiento que viene y que va a caracterizarse por elementos para los que difícilmente estamos preparados o, como sociedad, dispuestos. Por ejemplo, parece obvio que la tecnología seguirá avanzando de manera irredenta, que ya no existen mercados masivos sino nichos cada vez más especializados (y rentables) y que el comercio digital, que privilegia el conocimiento y la creatividad por sobre cualquier otro activo, dominará la producción y, sobre todo, la generación de valor en el futuro.

 

Más allá de gobiernos, partidos o ideologías, México requerirá enfocarse hacia la creación de condiciones para poder salir de su letargo y darle a la población oportunidades que por décadas le han sido negadas, gracias a un sistema de gobierno caduco y débil y un aparato educativo que privilegia el control sobre el desarrollo de habilidades y creatividad. El reto que esto entraña es enorme porque se trata de procesos que, por definición, llevan décadas en consolidarse, lo que implica que cada día que se pierde se pospone la oportunidad, algo particularmente preocupante dada la transición demográfica: si los jóvenes de hoy no se incorporan a la economía del conocimiento, México acabará siendo un país de viejos pobres en unas cuantas décadas.

 

En su discurso inaugural como gobernador de California, Reagan dijo algo perfectamente aplicable al México de hoy: “Por muchos años nos han dicho que no hay respuestas simples a los complejos problemas que están más allá de nuestra capacidad de comprender. La verdad, sin embargo, es que sí hay respuestas simples; el problema es que éstas no son sencillas”.

 

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La clave de tres

Luis Rubio 

Tres categorías de instituciones  conforman el corazón de un sistema político: el Estado, el Estado de derecho y un gobierno que rinde cuentas. Para quienes conciben a las instituciones como grandes edificios que las personifican, la perspectiva de Fukuyama* permite entenderlas menos como algo producto de estructuras legales o de grandes diseños y pactos y más como resultado de costumbres y normas que cobran forma a través de procesos evolutivos de largo aliento donde tanto el gobierno como la sociedad van aportando su parte y logrando un equilibrio funcional.

Según Fukuyama,  las sociedades tradicionales construían instituciones primero centralizando el poder, típicamente en manos de autoridades militares o tribales que controlaban un determinado territorio. Un segundo eje surgía  de la práctica cotidiana: la autoridad defiende a la comunidad de agresiones externas, a la vez que va respondiendo a la evolución económica, protegiendo la propiedad que poco a poco se va definiendo entre sus miembros. Lo interesante de su argumento es que no existe un plan preconcebido de evolución política sino que las instituciones van cobrando forma según se van presentando las necesidades y retos cotidianos. Poco a poco, el tercer eje, se van inter construyendo las demandas crecientes por parte de la sociedad para limitar los excesos y abusos del gobernante; esas demandas van obligando a codificar las prácticas y los acuerdos, dando nacimiento a la ley escrita. Con el tiempo se organizan cuerpos representativos (asambleas y parlamentos) que formalizan la obligación del gobernante de rendir cuentas a la sociedad. La democracia moderna nace cuando los gobernantes aceptan reglas formales y se subordinan a ellas, lo que implica limitar su poder y soberanía, reconociendo la voluntad colectiva expresada en elecciones frecuentes.

Los tres elementos (Estado, leyes, rendición de cuentas) son funcionales cuando logran un equilibrio no paralizante: cada uno es contrapeso de los otros, pero el conjunto logra resolver y decidir sobre los asuntos medulares. Lo crucial es que la población se suma al proceso no por generosidad o altruismo sino porque hacerlo satisface sus necesidades y atiende a sus intereses. El Estado de derecho acaba siendo la fórmula de interacción entre intereses distintos, algunos en conflicto, otros simplemente diferentes.

No todos los países logran un equilibrio. Por ejemplo, Singapur tiene tanto un Estado fuerte como Estado de derecho pero carece de mecanismos efectivos de rendición de cuentas. Rusia, dice Fukuyama, tiene un Estado fuerte y hay elecciones frecuentes, pero sus gobernantes no se sienten obligados por el Estado de derecho. Afganistán tiene un gobierno débil y una sociedad fragmentada, incapaz de exigir rendición de cuentas. En estos términos, no es difícil caracterizar a México como una nación que experimenta procesos electorales frecuentes, la ley es un pobre referente para la interacción social y tanto el gobierno como la sociedad son relativamente débiles.

La evolución de cada país tiene un sello genético implacable. En unas naciones la guerra propició el desarrollo del Estado, en otras lo debilitó; en algunos casos fue la religión la que provocó el surgimiento de una sociedad fuerte que luego condujo al Estado de derecho. La tecnología, la geografía, la densidad poblacional y la vecindad son todos factores explicativos. Lo interesante del siglo XX es que demostró que es posible, al menos en ciertas circunstancias, romper con el determinismo histórico. Esa oportunidad, que naciones como Corea, España, Chile y otras similares aprovecharon para transformarse, debería ser el modelo a contemplar para el futuro.

Según el esquema conceptual de Fukuyama, padecemos carencias en las tres categorías: Estado débil, Estado de derecho defectuoso y una sociedad que no acaba de trascender la crítica para convertirse en un contrapeso positivo y efectivo. Nuestra historia tiene mucho que ver con esto. Las únicas dos épocas en que el país logró un progreso económico real fueron el porfiriato y los buenos años del PRI. El común denominador de ambos periodos fue un gobierno capaz de organizar a la sociedad e imponerse. Cuando el gobierno se excedió (como en los 70), produjo caos; cuando acertó en el equilibrio (como entre los tardíos 40 y mediados de los 60), el éxito fue notable.

Esta historia invita a muchos a imaginar que nuestro problema radica en la descentralización que ocurrió en las últimas décadas y que, por lo tanto, todo se resuelve retornando al redil. La evidencia de estos últimos años demuestra que eso es imposible por la naturaleza del momento histórico, la tecnología y nuestra geografía. Más bien, el problema reside en lo caótico de la descentralización y la falta de liderazgo en la construcción de instituciones y mecanismos de rendición de cuentas que la hagan posible. Es decir, no es que los gobernadores tengan que regresar a ser peones del presidente o que la sociedad vaya a ser dócil, ambas proposiciones inviables. En ausencia de un equilibrio natural, lo que hace falta es una estrategia de descentralización que entrañe construcción de capacidad de Estado (administrativa, judicial, policiaca, etc.) que conduzca a la construcción de un país moderno.

Lo que hoy tenemos es un sistema político deteriorado que no acaba de cuajar y que, por el camino que vamos, jamás lo hará. Se requiere un liderazgo dispuesto a construir y luego auto limitarse. No es fácil, pero es obvio.

*Fukuyama, Francis, The Origins of Political Order, Farrar, Straus and Giroux, New York, 2011

 

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Viñetas de corrupción

Luis Rubio

Viñetas de corrupción

Luis Rubio

Los argentinos emplean el término “viveza criolla” para caracterizar la “depredación oportunista: la prontitud  para obtener máximo provecho a la mínima oportunidad, sin escatimar los medios a utilizar ni las consecuencias o perjuicios para los demás.” Esto no es distinto a cortar esquinas, obtener un beneficio comprando la voluntad de un inspector, el capitán de un restaurante o del policía de la esquina, pretendiendo que no hay costo. El problema es que el costo es enorme porque entraña una forma de ser que es incompatible con el mundo en que nos ha tocado vivir y ahí yace buena parte de la explicación del rezago económico que nos caracteriza.

La corrupción no es nueva; lo que es nuevo es que se ha vuelto extraordinariamente disfuncional. En una economía rural o industrial tradicional, la mordida –en cualquiera de sus acepciones- constituía una forma de resolver problemas. La distancia inherente a la vida rural y la disciplina laboral del piso industrial favorecían los controles que ejercía el sistema político y no parecía haber mayor consecuencia. En la economía del conocimiento lo que agrega valor es el trabajo intelectual, desde el manejo de una computadora hasta el análisis de la información, incluso en el campo o en las fábricas: hoy (casi) todo es información. Lo que antes era funcional hoy ha dejado de serlo y esto es igualmente cierto para el empresario más encumbrado que para el campesino más modesto.

En mi juventud trabajé dos veranos en una fraccionadora que vendía terrenos a crédito para personas de muy bajos ingresos. El contrato establecía pagos mensuales y cualquier persona que se retrasaba en sus pagos corría el riesgo de perder su terreno. Yo revisaba los casos de personas que se presentaban a pagar luego de varios meses de retraso. Era impactante ver cómo sacaban billetes, todos enrollados, obviamente producto de “guardaditos” que iban acumulando. La mayoría de los casos tenía solución y se arreglaba de inmediato. Lo que más me impresionaba era que al menos una de cada tres personas que salían con su asunto resuelto me quería dar unas cuantas monedas como agradecimiento. Se trataba de gente acostumbrada a tener que navegar las aguas turbulentas de una burocracia dedicada a abusar de la población en lugar de cumplir con su responsabilidad más básica.

La corrupción tiene muchas caras y muchas derivadas. Muchas entrañan la interacción entre actores públicos y privados, pero otras son exclusivamente privadas o públicas. El robo de “cuello blanco,” cuando un empleado se lleva cosas de su lugar de empleo, no es muy distinto de la evasión de impuestos. El uso de información privilegiada respecto a obra pública que se va a construir ha sido la forma legendaria en que funcionarios públicos se enriquecieron a lo largo de la historia y no involucra actores privados pero, en el fondo, no es muy distinta a la contratación de constructoras que cobran de más y reparten los sobrantes entre los funcionarios responsables.

Hace unos veinte años, cuando comenzaron los secuestros exprés, fui a la oficina de licencias a solicitar un cambio de domicilio para que el mío no apareciera. Armado con una copia del predial de la oficina de un amigo, fui a solicitar el cambio. Expliqué la razón y la respuesta fue “cien pesos”. No teniendo claro a qué se refería, pregunté por el concepto. La respuesta fue fascinante: “el servicio de cambio cuesta cien pesos, da igual lo que cambie”. Pregunté, en tono sarcástico, si eso incluía un cambio de nombre. “Son cien pesos por cualquier cambio”.

El policía de tránsito es quizá la “inter-fase” más frecuente entre la autoridad y el ciudadano. Cuando alguien se pasa un alto o se da una vuelta prohibida el asunto es claro y transparente, no sujeto a interpretación. Sin embargo, el mayor contraste entre las licencias en México (al menos en el DF) y el resto del mundo es que aquí ningún conductor conoce el reglamento. Primero, los reglamentos se cambian como si fueran camisas: no hay gobierno local recién electo que no amerite un nuevo reglamento. Pero en el DF pasó otra cosa: en aras de reducir o eliminar la corrupción en la expedición de licencias, la solución de nuestros dilectos burócratas fue eliminar exámenes de manejo, de conocimiento y de visión. Quizá se redujo la corrupción en el proceso administrativo, pero me pregunto si no es más corrupto permitir que circule gente que no sabe manejar o que nunca se enteró que hay reglas para conducir. Inevitable que el policía abuse del incauto (e ignorante) conductor. Quizá para eso cambia el reglamento.

En el Estado de México es frecuente que los policías paren a vehículos con placas del DF, independientemente de que haya existido una violación. Basta la amenaza de secuestrar la licencia o la placa del conductor, cuando no del vehículo, “para asegurar el pago” para poner a temblar al más pintado.

El punto es que no existen reglas claras, conocidas por todos que se aplican con rigor, elementos clave de un Estado de derecho. La corrupción es producto de toda la estructura de gobierno creada y concebida para controlar al ciudadano. Cuando el gobierno federal era todopoderoso se controlaban los peores y más absurdos excesos de la corrupción al menudeo. Hoy cada policía y cada inspector o funcionario tiene vida propia y concibe el puesto como un medio de enriquecimiento.

A nadie debería sorprender que la economía esté parada y que la ciudadanía desprecie al gobierno. El problema no es el Estado sino el sistema.

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