Luis Rubio
El palacio de gobierno arde. Arde en un estado que tiene fama de civilizado y hasta desarrollado. No se trata de Oaxaca o Guerrero sino de Chihuahua. La responsabilidad, dijo entonces César Duarte, el gobernador saliente, es del ganador en los comicios para sucederlo. O sea, quien está en el gobierno no es responsable; responsable es el que está esperando para entrar. Con esto Duarte se constituye en el ejemplo más patente de la evasión de responsabilidad que ha caracterizado a nuestro sistema de gobierno desde 1968.
La violencia casi ha desaparecido de la discusión pública no porque haya disminuido sino porque se ha tornado en asunto cotidiano: ya ni sorprende. Los gobernantes, y muchos medios de comunicación, saltan alarmados ante cualquier hecho de violencia pero jamás reparan en las causas del fenómeno ni mucho menos se asumen responsables. El gobierno y sus personajes no está para resolver problemas de seguridad, crear condiciones para el crecimiento de la economía o proveer servicios. Su única función es preservar a los representantes del sistema, de cualquier partido, en el poder.
Otro gobernador, el Duarte de Veracruz, hasta se da el lujo de cambiar las leyes luego de su derrota para supuestamente impedirle a su sucesor el placer de iniciar procesos judiciales en su contra. El cinismo es tan grande que quien cambia la ley no imagina que su sucesor pueda hacer algo exactamente igual pero en sentido contrario. A final de cuentas, la ley es un instrumento maleable en manos de los gobernantes y no una regla de comportamiento con instrumentos punitivos para quien no se apegue a ella.
Hoy, finalmente, tenemos un gobernador que nos aclara la razón por la cual no impidió que se quemara el palacio de gobierno. Según César Duarte en un programa de radio, “no vayan a decir que soy represor; mejor que quemen el palacio”. O sea, el gobierno no está para mantener la paz, seguridad y estabilidad, sino para evadir responsabilidades. El fenómeno se repite en todas las latitudes y esquinas del país.
Noam Chomsky describió un fenómeno similar en la era de Nixon: “Aún la persona más cínica difícilmente se sorprenderá de las peculiaridades de Nixon y sus cómplices… Poco importa dónde reside, en este momento, la verdad precisa, dado el marasmo de perjurio, evasión y desprecio por los ya de por sí poco inspiradores estándares de comportamiento político”.
El fin de la era Nixon y los escándalos de Watergate forzaron a los políticos estadounidenses a adoptar un marco legal para hacer valer nuevos estándares éticos y combatir la corrupción; por supuesto que no se acabó con toda la basura que pulula a los sistemas de gobierno en todo el mundo, pero se dio un claro rompimiento con el mundo permisivo en materia de ética y corrupción del pasado.
En México, nuestros gobernantes (es un decir) han desperdiciado una oportunidad tras otra para tomar el toro por los cuernos. La burda manera en que los senadores intentaron burlarse y vengarse de la sociedad al aprobar la ley anti-corrupción es reveladora en sí misma. En lugar de aprovechar la adversidad, en el gobierno se han empeñado en abrir nuevos frentes, un día y otro también. Los casos de corrupción de los últimos años constituían una oportunidad excepcional para que el gobierno asumiera un papel de liderazgo que no sólo cambiara al país con miras hacia el futuro, sino que convirtiera al propio gobierno en un factor transformador.
Ganó la pasividad y la ausencia de visión. Ahora se acumulan los frentes y no hay respuesta alguna. ¿Es sostenible este patrón tendencial? Si uno ve hacia atrás, como uno supondría que el presidente ha hecho, la probabilidad de acabar mal es alta, pero todavía parece posible evitar que el final sea catastrófico. Sin embargo, los desafíos se acumulan ahora que hay maestros y médicos en las calles, protestas de empresarios, andanadas de toda clase de organizaciones de la sociedad civil, brotes guerrilleros y eventos violentos que hace tiempo dejaron de ser ocultables o ignorables. De Ayotzinapa pasamos a Oaxaca y entre uno y el otro se apilan casos que muchos activistas quisieran llevar a la Corte Penal Internacional lo que, aunque jurídicamente inviable, abona a desprestigiar tanto al gobierno como al Ejército Mexicano.
El problema principal que caracteriza al país reside en la ausencia de gobierno: desde 1968, un gobierno tras otro -igual el federal que los estatales y municipales- esencialmente abdicaron su responsabilidad de preservar la paz y, en una palabra, gobernar. Ante el riesgo de ser acusados de represores, prefirieron el título de incompetentes y corruptos. Hoy sólo son competentes para la corrupción.
Quedan dos años, periodo que podría ser de estabilización política para evitar una transición catastrófica y sentar las bases de una confianza que haga posible la reactivación económica. También podría ser un largo periodo de parálisis, carente de una nueva visión. El “nuevo” discurso presidencial repite lo intentado, sin reparar en que se requiere algo distinto. El problema no es (sólo) de narrativa sino de perspectiva: todavía es tiempo para construir consensos y amarres que permitan una transición tersa. Lo que no es obvio es que exista la capacidad y disposición para intentarlo.