¿Somos una democracia o una autocracia? La respuesta parecería obvia, pero no lo es. Sin duda, México ha cambiado radicalmente en sus formas, pero me pregunto si en realidad cambió su esencia. La evidencia de las últimas semanas no es halagüeña…
El tema del momento es la gasolina, pero la pregunta crucial es: ¿por qué no rinden los frutos esperados las reformas emprendidas a lo largo del último medio siglo? El objetivo expreso de las reformas iniciadas desde los ochenta era elevar la tasa de crecimiento de la economía, a lo que siguieron profundas reformas, algunas planeadas y otras no, en los ámbitos político y social. El México de hoy es irreconocible, al menos en su estructura institucional formal: la constitución de hoy refleja a un país diverso, abierto y complejo, algo radicalmente distinto a lo contemplado en 1917.
Las reformas han proliferado, pero el crecimiento no se ha logrado y eso, sumado a la evidencia de corrupción, tiene a la población con ánimo de revancha. El enojo es real y podría convertirse en el punto de quiebre de la estabilidad que, hasta ahora, ha logrado el país a pesar de tanto trajín. Desde luego, hay partes del país que crecen a tasas asiáticas pero otras se contraen de manera constante y sistemática; a pesar de ello la evidencia sugiere que la población entiende los dilemas, ahora agravados por Trump, pero lo que no tolera es la inequidad.
La evidencia de inequidad es ubicua. Los privilegios persisten y las protecciones que reciben partidos, legisladores y políticos son ininteligibles para una población que lo ha aguantado todo. Peor, las autoridades se defienden en lugar de explicar: los gobernadores se abstraen del fenómeno general y demandan más presupuesto; el gobierno federal promete retornar a la estabilidad macro, pero el gasto sigue ascendiendo; los legisladores exigen aumentos de sueldos y vales de gasolina. En el otrora Distrito Federal se persiste en un ejercicio constitucional orientado a legislar derechos, potestades y poderes sin obligación alguna, excepto para el ciudadano común y corriente que es, a final de cuentas, el que los financia a todos.
Yo no tengo duda que el problema de fondo es uno y muy simple: la ausencia de confianza ciudadana. La confianza siempre es medular, pero era más sencillo de lograrse en el régimen priista porque la existencia de controles verticales permitía alinear las acciones gubernamentales en una era del mundo caracterizada por el control de la información. La combinación favorecía la funcionalidad económica.
Cambió el mundo, se rompieron los controles, la información se tornó ubicua y ahora nadie puede imponer la confianza. Así, desapareció la confianza de la ciudadanía y hoy el gobierno parece decidido a torpedearla. Se han aprobado decenas, si no es que centenas, de reformas, pero ninguna está orientada a proteger al ciudadano, conferirle certezas o garantizar sus derechos frente al embate de los políticos y el riesgo inherente a un cambio de giro en la presidencia. Las reformas electorales son particularmente ilustrativas: sólo atienden los problemas de los políticos; ninguna se enfoca a ganar la credibilidad de la ciudadanía.
En la literatura sobre las transiciones políticas* se establecen dos momentos clave: uno del autoritarismo y otro hacia la democracia. México concluyó la primera etapa y para eso las reformas electorales fueron fundamentales, pero se perdió en el siguiente proceso. Seguimos padeciendo formas autocráticas en materia de transparencia, rendición de cuentas y corrupción: se reforma mucho pero siempre para atender síntomas, dejando que quien manda (porque gobernar es sólo una aspiración) decida qué se da a conocer y a quién se persigue. El pomposamente llamado “sistema nacional anticorrupción” será otra gran burocracia: ¿por qué mejor no eliminar las causas y fuentes de corrupción?
Yo me atrevería a decir que estamos en un momento político (ciertamente no económico) no muy distinto a 1982: el país experimenta un creciente deterioro que se manifiesta en una atrofia ideológica; erosión económica en vastas regiones del país; corrupción endémica; y disenso político –además de conflicto- entre las élites políticas. Todo esto se manifiesta en la forma de un profundo enojo e incontenible desprecio por el gobierno.
Lo paradójico es que, en contraste con 1982, México cuenta hoy con una plataforma económica sumamente poderosa, la productividad que alcanza la planta manufacturera moderna es comparable a la de los mejores del mundo y el ingreso de los trabajadores en esa parte de la economía es robusto y creciente. El presidente tuvo en su mano la oportunidad de convocar a una gran unidad nacional ante el embate de Trump y lo desperdició en una medida mal conducida y peor informada, sin reconocer el contexto social en que se dio.
El TLC fue exitoso porque protegió –aisló- a los inversionistas del potencial abuso y excesos de nuestro dilecto gobierno y su burocracia. Algo similar urge hacerse internamente para conferirle certidumbre a la ciudadanía y comenzar a recuperar su confianza. En esta era es imposible salir adelante sin la ciudadanía: eso que el gobierno no acaba de comprender.
*sobre todo O’Donnell y Schmitter
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