Políticos despistados

Luis Rubio

Nuestros políticos rara vez se percatan de los efectos que tienen sus decisiones. Seguros de la bonhomía e infalibilidad de sus ideas, rara vez consideran la posibilidad de que sus preferencias y acciones puedan causar efectos opuestos a los pretendidos o radicalmente distintos a los imaginados. Los políticos piensan en términos de su propio marco de referencia (usualmente acceso al poder y a la siguiente chamba) y no en las consecuencias de sus acciones; piensan como el león que cree que todos los demás son de su condición.

Protegidos de la mundanal complejidad de la vida de los mexicanos comunes y corrientes, su perspectiva nada tiene que ver con lo que ellos necesitan. El ciudadano quiere cosas básicas: seguridad, certeza, servicios que funcionen, medios para desarrollar su vida cotidiana; es decir, nada excepcional: solo poder vivir y prosperar de la mejor manera posible. Los políticos, sin embargo, saben mejor: para ellos el progreso no consiste en tener una buena vida, servicios básicos y seguridad cotidiana sino transformaciones radicales.

El caso de “un día sin auto” en la ciudad de México es paradigmático porque todo mundo, excepto sus promotores, sabía que limitar el uso del automóvil para millones de ciudadanos sin contar con un medio efectivo y confiable de transporte público tendría el efecto inexorable de provocar un aumento en el parque vehicular: la población comenzó a comprar un coche adicional para circular todos los días. Pero ese caso, de hace un cuarto de siglo e, inexplicablemente, repetido hace unos meses, es sólo una muestra. El país ha cambiado dramáticamente en las últimas décadas en gran medida debido a decisiones gubernamentales, algunas acertadas y muchas aterradoras, que han cambiado no sólo el aspecto físico y las estadísticas, sino también las percepciones y expectativas de la población. El resultado no es agradable.

Si bien ha habido estrategias verdaderamente trascendentes y transformadoras (por ejemplo, la liberalización económica de los 80 y el TLC), la mayoría ha tenido efectos nulos y, en ocasiones, contraproducentes. Pero más allá de las “grandes” reformas, lo notable es la ausencia de las “pequeñas” cosas que son las más importantes para la vida cotidiana. Muchos desprecian la liberalización de la economía y proponen cancelarla, pero es obvio que ignoran un hecho muy simple: el UNICO motor de la economía mexicana en la actualidad es el TLC; la noción de ponerlo en entredicho es, primero, absurda, pero luego aterradora. Por eso la preocupación con Trump.

Quizá no haya mejor prueba de lo fallido de los últimos cuatro gobiernos que el hecho de que, por más que prometieron más crecimiento, no lograron agregar nada al TLC y, en cambio, en el presente, nuevamente han puesto en entredicho la estabilidad financiera que, como aprendimos en 1994, yace en el corazón de la viabilidad económica.

A pesar de lo fallido de los últimos gobiernos, algunos estados y regiones han logrado algo que no se reconoce: la tasa de crecimiento de estados como Aguascalientes, Guanajuato y Querétaro se asemeja más a Asia que a América Latina. Es decir, hay muchos mexicanos que experimentan una transformación radical que los distancia de aquellos que, gracias a pésimos gobiernos dedicados a la corrupción como razón de ser, han dejado en ruinas y pobreza a sus poblaciones. Partes de México han logrado prosperar, otras se empobrecen. ¿Cuál es la diferencia? La calidad del gobierno. No hay de otra.

Algunos gobiernos locales han logrado algo inusitado en nuestro país: gobiernan. Algo que debería ser de Perogrullo es inexistente en la mayoría del país. Son más comunes los gobernadores dedicados al poder y al lucro que los dedicados al desarrollo. Lo lamentable es que la mayoría busca el poder y el lucro personal.

El resultado es patético. Para el ciudadano común lo importante es que existan víveres en las tiendas, gasolina en las estaciones respectivas, seguridad en el transporte público y certeza en la conducción económica. La realidad es otra: como si se tratase de un desastre natural y no político, provocado por la CNTE, el gobierno federal organizó un puente aéreo para llevar víveres básicos a Oaxaca: en lugar de ser garante de la seguridad, privilegia a los delincuentes.

¿Cuál es el resultado? En vez de una ciudadanía satisfecha, contenta y próspera, el país se caracteriza por una incertidumbre creciente. El mexicano común y corriente vive temeroso de asaltos, robos a su casa, la seguridad de sus hijos, incertidumbre respecto a la permanencia de su empleo y, por si eso no fuese suficiente, la ausencia de esperanza. Nuestros políticos no comprenden ni lo más básico: sin estabilidad y confianza es imposible el futuro.

Las “ventanas rotas” fue un concepto articulado por Wilson y Kelling para describir la forma en que se deteriora una sociedad. Cuando no se reparan las ventanas de un edificio o los baches de una ciudad, el deterioro se acelera porque a nadie le importa el estado de las cosas. Poco a poco, la gente se acostumbra a que todo empeore.

México tiene enormes activos y virtudes, pero la realidad cotidiana muestra exactamente lo contrario. La pregunta clave es: ¿a quién beneficia esto?

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