El gobierno que no levantó

Cárdenas llegó a gobernar la ciudad de México prometiendo reformas que ilustrarían el tipo de transformación que experimentaría el país bajo la conducción de un primer gobierno perredista. Un año después, la realidad es que si bien hay una serie de cambios sumamente promisorios, el gobierno capitalino actual se caracteriza por su generalizada incompetencia.

 

Los objetivos inicialmente planteados por el gobierno de Cuauhtémoc Cárdenas eran no sólo loables, sino necesarios. La noción de limpiar la administración del Distrito Federal, eliminar la corrupción, resolver el problema de seguridad pública y revitalizar la economía de la región probó ser una fórmula electoral arrolladora.  Pero hay un límite a las promesas que puede hacer y no cumplir un candidato, como demuestra el desempeño de la primera administración no priísta de la ciudad de México, ante una población que exige resultados concretos.

 

El primer gobierno perredista de la ciudad de México ha introducido algunos cambios fundamentales. Por una parte, ha logrado incorporar nuevas personas e ideas en la conducción de la administración pública.  Hay delegaciones del D.F. cuyos nuevos responsables han tratado de forzar a la burocracia a responder a las demandas de la población, lo que ha limitado -porque seguramente no ha impedido- el crecimiento de la corrupción que tiene raíces ancestrales. Sin embargo, a pesar de los avances y del hecho tangible de que hay personas no sólo probas, sino también excepcionalmente bien intencionadas y competentes a cargo de los más diversos puestos dentro de la jerarquía administrativa del D.F., la realidad es que, después de un año de gobierno, el logro principal no es el de un cambio generalizado, sino el de haber sobrevivido, a duras penas, la tempestad. Peor, para tapar sus deficiencias, el gobierno capitalino ha recurrido al viejo -y fácil- expediente de acusar a gobiernos anteriores de la ciudad de todos los males, corruptelas y abusos, generalmente sin fundamento alguno. La corrupción es evidente y la decisión de combatirla bienvenida, pero la motivación parece ser ajena a la búsqueda y desarrollo de una administración proba e institucional, pues hay mucha venganza, destrucción y saña en lo que se ha hecho. Mal comienzo.

 

Quizá la palabra más mencionada en el lenguaje cardenista, desde su campaña hasta el momento actual, es la de democracia. Un año de gobierno ha demostrado que no es suficiente invocarla  para hacerla posible, a menos que el Ing. Cárdenas identifique el hecho de haber llegado al gobierno con la consolidación de la democracia.  Si ese fuera el caso, los electores estamos lucidos. Para verdaderamente avanzar la democracia es necesario crear instituciones, abrir las fuentes de información y, sobre todo, practicarla. Hasta este momento la única diferencia entre este gobierno y los anteriores es la etiqueta del partido del que proviene. Pretender que un gobierno democráticamente electo es demócrata, por ese solo hecho es, en el México actual, una mera ilusión.

 

Pocas cosas ilustran mejor la contradicción intrínseca en el planteamiento «democrático» del gobierno de la ciudad de México como el tema del referéndum. En lugar de asumir la responsabilidad de gobernar -y las consecuencias de sus decisiones-, el gobierno capitalino ha intentado legitimar sus escasas decisiones con supuestas consultas populares, como aquella en la que menos de diez mil personas, en una de las ciudades más grandes y pobladas del orbe, votaron para cambiar la vista del Zócalo de la ciudad. No hay nada de malo en las consultas, pero es increíble que un gobierno emanado de un partido que con toda clarividencia y tenacidad reclamó la limpieza electoral pretenda ahora que un referéndum sin transparencia o publicidad y debate pueda ser un instrumento de decisión política, a menos de que lo que se busque sea evadir responsabilidades.

La realidad es que el gobierno cardenista no ha inaugurado transformación alguna. A pesar de que en sus inicios se presentaron objetivos por demás ambiciosos, el gobierno carece, todavía hoy, de una estrategia clara, definida y articulada. Si algo caracteriza al gobierno actual del D.F. es su absurda postura defensiva en prácticamente todos los frentes.  Hoy en día es más común escuchar quejas del gobierno cardenista por los supuestos abusos de la prensa, o por lo que perciben como excesivas demandas de la población, que logros tangibles y demostrables. En esta perspectiva será interesante observar cómo evoluciona una «iniciativa» reciente: aunque de importancia simbólica, la demagógica posición del gobierno en relación al pago de aguinaldos,  por ejemplo, corre el riesgo de retornarle como un boomerang si, después del anuncio, los aguinaldos acaban siendo efectivamente pagados.

La honestidad es el tema medular del discurso cardenista en la ciudad. La honestidad en el desempeño de la función pública y la honestidad en el comportamiento de los funcionarios. A la fecha no hay razón alguna para dudar del comportamiento del propio Ing. Cárdenas o de sus principales colaboradores. Cuando ha habido duda, el jefe del gobierno de la ciudad no ha vacilado en desechar a la persona. La honestidad parece ser una profunda y legítima preocupación del gobernante. Pero la honestidad es una condición necesaria, más no suficiente, para gobernar. Gobernar implica hacer cosas, no limitarse a no hacer nada, para evitar la crítica o la suspicacia. Actuar no necesariamente implica deshonestidad. Pero no es suficiente ser gobierno; lo medular es el quehacer del gobierno mismo.

 

El desencanto de la población con la administración cardenista debió ser predecible. Los problemas de la ciudad de México son tan graves, profundos y complejos que no era razonable para nadie suponer que le sería fácil a Cárdenas alterar súbitamente la realidad.  Además, los intereses que se han visto afectados por el cambio de gobierno -y de partido en el gobierno- así como el activismo priísta, en ocasiones no sólo absurdo sino también contraproducente, han minado la credibilidad de la administración del PRD y el prestigio de Cárdenas en lo personal.

 

La verdad es que Cárdenas prometió casi el nirvana cuando competía por el gobierno del D.F. Lo que no es obvio es si esa promesa era consciente o producto de una estrategia meramente electoral.  Hay razones para pensar que Cárdenas percibía -¿percibe?- que el mero hecho de estar él a cargo implicaría un cambio radical en las percepciones de la población y en el propio funcionamiento del gobierno de la ciudad.  No hay duda de que esas percepciones iniciales cambiaron en el Distrito Federal. Pero lo que hemos observado en lo que va de este año -y que, inexorablemente confirman las encuestas- es que la población demanda más que promesas y liderazgos iluminados. No es casualidad que muchas organizaciones que fueron las primeras en promoverlo, ahora lo denuncien.

 

El cambio que Cárdenas prometió -y que la población demandaba- era necesario. La población del Distrito Federal ha sufrido un brutal deterioro en sus ingresos, niveles y calidad de vida a lo largo de los últimos años. La demanda de cambio político era más que evidente. Si Cárdenas no hubiera amalgamado el voto opositor, alguien más lo habría conseguido. Esto explica el hecho de que una abrumadora mayoría de electores prefería al PAN a finales de 1996 para gobernar al D.F., mientras que una mayoría todavía mayor eligió a Cárdenas en julio de 1997. Cárdenas llegó al gobierno porque prometía muchas cosas que la población deseaba, pero también porque los habitantes del D.F. ya no toleraban los abusos permanentes de gobernantes insensibles, a lo largo de décadas de gobierno del PRI.

 

Cárdenas nunca entendió esta dicotomía. En su lógica, la población le dio carta blanca para dedicarse a ganar la presidencia en el 2000, ignorando sus compromisos con la ciudadanía del D.F. Pero su llegada al D.F. no fue tanto producto de un apoyo irrestricto a su persona o a su (inexistente) programa, sino del rechazo mayoritario al PRI. Una vez que Cárdenas llegó al gobierno sin programa y sin mayor sentido de dirección comenzó el divorcio con una población agraviada, herida, despojada y deseosa de respuestas y no de más promesas.

 

Lo irónico del gobierno de Cuauhtémoc Cárdenas es que, en muchos temas clave, tiene mejores planteamientos, diagnósticos más agudos y mayor capacidad analítica que sus contrapartes en el gobierno federal. Así, por ejemplo, mientras que el gobierno federal se rasga las vestiduras proponiendo iniciativas de ley para atacar la inseguridad pública por medio de la elevación de las penas a los delincuentes, el gobierno de Cárdenas reconoce que mientras la impunidad sea prácticamente absoluta, un incremento en las penas, así sea descomunal, no va a alterar en nada los patrones de inseguridad que acosan a los habitantes de la ciudad. Pero aquí, como en todo lo demás, las palabras del jefe del gobierno pueden ser acertadas, pero mientras no incidan en la realidad cotidiana, acaban siendo meras palabras.

 

La lucha de Cárdenas por la presidencia en el 2000 no está perdida ni ha terminado con un primer año de gobierno en virtual atonía. Su futuro dependerá de lo que efectivamente haga en el próximo año, último período en el que podrá demostrar su compromiso y sus habilidades para transformar la realidad de la ciudad de México. La noción de que su mera presencia va a cambiar la vida de los mexicanos (o de la ciudad) ha sido derrotada por un año de gobierno tan o más mediocre que los de sus predecesores. La gran interrogante es si Cárdenas es más que un símbolo de cambio, pues lo que los mexicanos demandan es una nueva realidad.

FIN DE ARTÍCULO

El gobierno y sus aliados naturales

Difícil sería imaginar un escenario más conflictivo para el gobierno que el que en este momento enfrenta en la Cámara de Diputados. Luego de meses de negociaciones con diversos grupos de diputados, empresarios, sindicatos y otros sectores y partes interesadas, el gobierno acabó enviando una iniciativa de ingresos y presupuesto de egresos para el año de 1999 que nada tiene que ver con lo que había planeado y negociado. En el camino logró casi lo imposible: poner en su contra a sus dos grupos de aliados naturales: los empresarios, la bancada del PRI y parte de la del PAN, por un lado, y a la mayoría de los economistas y analistas que, a lo largo de la última década, han sido  la principal fuente de apoyo filosófico y ante la opinión pública de la política económica vigente, por el otro. De esta manera, a las ya de por sí tensas relaciones entre el ejecutivo y el legislativo en materia de iniciativas económicas, financieras y bancarias, se viene a sumar un conflicto que nadie necesitaba. Es tiempo de revertir la creciente incertidumbre que la iniciativa gubernamental ha generado, proponiendo un nuevo esquema de solución al problema fiscal.

 

El problema fiscal del gobierno es tan serio que no puede ser despreciado. Más allá de la coyuntura que ha producido un mercado petrolero sumamente deprimido, el gobierno mexicano tiene ingresos en extremo pequeños cuando se les compara con países como Brasil, para no hablar de las naciones europeas. Por años, gobierno y sector privado han hablado de la necesidad de realizar una reforma fiscal integral, aunque las dos partes tienen objetivos distintos y se imaginan que ambos son posibles. El sector privado quiere ver disminuida su carga fiscal y simplificado el procedimiento para el cumplimiento de sus obligaciones en la materia, mientras que el gobierno quiere elevar la recaudación. La verdad, todos los mexicanos lo sabemos, es que ambos objetivos son posibles en forma simultánea, siempre y cuando se ataque la evasión fiscal y la insultante impunidad de que gozan toda clase de intereses dentro y fuera del gobierno. Sin embargo, el problema inmediato del presupuesto tiene que ser enfrentado con soluciones que, aun sin necesariamente ser globales y definitivas, contribuyan a avanzar en esa dirección.

 

Desafortunadamente, las reformas fiscales que propuso la administración no contribuyen a ese propósito. El gobierno tiene un objetivo claro, transparente y adecuado, que es el de evitar una crisis al final del sexenio. Para ello, ha sido insistente en que la crisis se va a evitar sólo si se mantienen bajo estricto control las finanzas públicas y la cuenta corriente de la balanza de pagos y se eleva el nivel de ahorro de la población. Las crisis, dice el gobierno, han sido económicas en su fondo, aunque el gatillo haya sido disparado por factores políticos o de cualquier otra naturaleza. O, puesto en otros términos, que si la economía hubiese estado perfectamente equilibrada en el año 1994, la violencia y los otros sucesos políticos de ese año no habrían llevado a una crisis en 1995. El planteamiento no deja lugar a dudas pues, a final de cuentas, para que explote una crisis económica es necesario que existan desequilibrios en las variables fundamentales de la misma economía. No habiendo desequilibrios, la crisis es imposible. Es decir, desde la perspectiva gubernamental, lo único que puede evitar un desbarranco al final del sexenio es un cuidado extremo de los factores que, en años pasados, hicieron inevitables las crisis. En este sentido, la lógica de los planteamientos gubernamentales es impecable y su actitud absolutamente encomiable.

 

El problema es que los desequilibrios ya están ahí y el gobierno ha sido incapaz de evitarlos y, peor aún, ha tendido a minimizarlos. La razón del desequilibrio fiscal actual se explica por el hecho de que los precios del petróleo han descendido en forma dramática a lo largo del último año. Pero el problema de fondo tiene que ver con otros factores, quizá menos obvios: por un lado, en 1997 el gobierno decidió que no había problema alguno con generar un  “pequeño”  déficit.  Al aceptar que se podía gastar más de lo que ingresaba,  independientemente del monto, el gobierno violó una de las reglas sacrosantas que se habían establecido, implícitamente,  desde los ochenta, cuando el déficit alcanzó hasta el 18% del PIB. Al incurrir en un déficit fiscal del que siempre renegó (sin haber terminado primero con la inflación), la población perdió el respeto por el manejo fiscal gubernamental, una de las anclas de credibilidad más fuertes con que contaba el gobierno. Por el otro lado, el paquete fiscal que presentó el gobierno al congreso demuestra que no sólo se propone retornar a las distorsiones fiscales de que estuvo plagado el país en los setenta y ochenta, sino que el gobierno se rehusa a reconocer la manera en que funciona y piensa la población.

 

La iniciativa en materia presupuestal se ha ganado el encono generalizado de la sociedad y de los partidos políticos. En lugar de hacer una propuesta coherente como la que el gobierno había venido negociando por meses con los diputados y las partes interesadas, lo que llegó a la Cámara es un acumulado de medidas incoherentes orientadas estrictamente a elevar los ingresos públicos, sin reparar en sus costos y consecuencias. Es decir, hemos vuelto a las andadas de los ochenta en materia fiscal, cuando el gobierno veía a un evasor en cada persona y empresa y a la sociedad como fuente de recursos para cubrir sus gastos, en lugar de entenderla como la fuente de oportunidades para el desarrollo del país y a la política fiscal como un instrumento para ese fin.

 

El incremento de impuestos no es bueno ni malo por sí mismo, pero el tipo de impuestos que se aprueben si hace diferencia. Obviamente, a nadie le da gusto pagar más impuestos, pero la iniciativa propuesta por el ejecutivo ha provocado una irritación generalizada no solo por el monto, sino por su naturaleza. Además, de haber convertido en enemigos a los que eran aliados naturales, la iniciativa avanza en terrenos por demás pantanosos. En lugar de atacar a los monopolios que siguen depredando a la economía familiar, el gobierno introduce impuestos adicionales que hacen imposible aun la más modesta competencia. En lugar de reducir y eliminar las entidades gubernamentales que la sociedad percibe como inútiles, el gobierno ha optado por transferir su costo a la sociedad. Finalmente, en lugar de emprender una reforma fiscal integral orientada a distribuir mejor las cargas fiscales, simplificar el cumplimiento de las obligaciones fiscales y drásticamente disminuir la evasión fiscal, todo con el propósito de elevar el ingreso gubernamental sin alterar en lo fundamental las tasas de impuestos vigentes, el gobierno optó por la salida fácil, que es la de incrementar la carga fiscal a los causantes ya cautivos.

 

La iniciativa también constituye un retroceso en otras materias. Vuelve a privilegiar los impuestos directos sobre los indirectos, cuando estos últimos son mucho más transparentes y causan menos distorsiones, a la vez que promueven el ahorro y la inversión. Además, en lo específico, la eliminación de la consolidación fiscal para las empresas implica un cambio dramático en la organización de la industria mexicana, algo que, por sus implicaciones, debería pensarse con más cuidado. La eliminación de la deducción inmediata a la inversión aumenta tres veces la carga fiscal para las empresas en el margen, lo que les va a causar enormes distorsiones, además de reducir la inversión. El paquete fiscal hace que los empresarios tengan incentivos para únicamente reponer los activos fijos existentes a través de su depreciación histórica, en lugar de incentivar nuevas inversiones, que son, a final de cuentas, la única oportunidad de crear riqueza y empleos. Justo cuando lo imperativo es modernizar a la vieja planta industrial, la nueva política fiscal lo hace imposible.

 

De esta manera, precisamente en el momento en que se requiere certidumbre, el gobierno está provocando confrontaciones no vistas desde la época de Echeverría. No es casualidad que el mayor rubro de incremento en el presupuesto se refiera al servicio de la deuda interna. Los titubeos en la política económica y la incapacidad de lograr consensos políticos en temas vitales para la economía como el Fobaproa, han introducido un creciente nivel de incertidumbre  en la economía, lo que a su vez se traduce en tasas reales de interés cada vez mayores. La mayor parte de los impuestos adicionales que el gobierno pretende cobrar van a ir directamente a pagar el costo adicional de la carga financiera del gobierno y no a mantener el gasto mismo. En otras palabras, los ingresos adicionales que se requieren no se explican por la caída en los precios del petróleo, sino por el incremento en las tasas de interés. Estas últimas sólo pueden ser atribuibles al creciente escepticismo que el gobierno está generando en la sociedad y entre los operadores del mercado financiero respecto a su capacidad para lograr sus ya de por sí modestos objetivos. Al riesgo que produce la incertidumbre se viene a sumar el de la parálisis de la inversión.

 

La iniciativa que el gobierno ha enviado a la Cámara difícilmente podrá prosperar. La salida no reside en negociar una incoherencia que nadie puede defender, sino en volver a la realidad: a) proponer recortes importantes en el gasto,  incluyendo secretarías,  aunque su valor sea,  según el gobierno,  meramente simbólico;  b) enviar una iniciativa defendible no solo por su coherencia con el necesario y legítimo objetivo recaudatorio, sino sobre todo con el progreso del país, la promoción de la inversión (y la modernización de la planta productiva) y la creación de empleos en el largo plazo – y defenderla; c) crear subsidios directos a la población de bajos ingresos que pudiera sufrir como consecuencia, al estilo Progresa;  d) replantear su concepción de ataque a la evasión fiscal; y e) retornar a la negociación con diputados y partes interesadas con base en objetivos nacionales comunes que vayan más allá de la salvación fiscal inmediata del gobierno a cualquier costo y por cualquier medio. Sólo así será posible evitar una crisis al fin del sexenio.

Poder judicial disfuncional e ineficaz

Todos sabemos que el poder judicial no funciona en el país pero, a pesar de ello, nadie parece hacer nada al respecto. En lugar de enfrentar el hecho como el enorme y preocupante problema que es, llevamos una década buscando paliativos y substitutos -más bien, parches- que han atajado dificultades y facilitado la solución de problemas específicos, pero que están lejos de haber resuelto el problema que representa un sistema judicial inoperante. En la medida en que se hace más compleja la política nacional y que se acentúan las desigualdades sociales y económicas, la falta de un sistema judicial eficaz y funcional se va a hacer cada vez más patente. La noción de que el problema de la justicia en el país se puede resolver por medio de parches -esto es, instancias que hacen las veces del sistema judicial para asuntos específicos, como el IFE en lo electoral e incluso la Suprema Corte de Justicia para las cosas mayores pero no la justicia para los asuntos cotidianos- es claramente falaz. Sería preferible anticipar esta situación para que la revolución se realice dentro de los marcos institucionales y no en las calles.

 

La importancia de un sistema judicial no es obvia en México por la simple razón de que nunca hemos tenido uno en forma. Pero su carencia ha dejado cicatrices por todas partes. Un sistema judicial funcional tendría dos objetivos primordiales. Por una parte el de resolver disputas entre particulares o entre particulares y el gobierno. Por otra parte, el poder judicial debe servir para romper los empates que con frecuencia se generan, en una democracia, entre los poderes legislativo y ejecutivo. Ambas funciones son indispensables para el desarrollo de una sociedad, pues lo normal es que, en toda interacción humana, se generen diferencias entre las partes. Las disputas pueden surgir por incumplimiento de contratos; por robo o difamación; por uso indebido de recursos o atribuciones por parte del gobierno o de partidos; o por abuso de autoridad. En fin, los ejemplos son interminables. En la historia de la humanidad, no hay sociedad que no haya tenido que lidiar con un sinnúmero de intereses en disputa.

 

Pero las sociedades resuelven sus diferencias de maneras muy distintas. Independientemente de las formas específicas que caracterizan a los sistemas judiciales de cada nación particular, es evidente que algunas sociedades han desarrollado mecanismos mucho más efectivos para la resolución de disputas que otras. La administración de la justicia en México es particularmente deficiente. Lo anterior se puede observar en los más diversos ámbitos. Los ciudadanos en México, en nuestra calidad de consumidores, por ejemplo, sabemos bien que es virtualmente imposible ganar una disputa frente a alguno de los grandes monopolios -reales o virtuales- que nos tienen cautivos, como las empresas de telefonía, electricidad, transporte público, etcétera. Si eso es una realidad tangible para las personas que acceden a esos servicios y que, en muchos casos cuentan con los medios para interponer querellas en contra de dichas empresas, la situación es con frecuencia más desesperada para las decenas de millones de mexicanos que no tienen ni la menor capacidad de obtener una solución justa y razonable a sus reclamos, agravios y demandas por la razón de que ni siquiera pueden expresarlas de una manera adecuada. Los cacicazgos, los gobernadores duros, la corrupción y otros obstáculos al desarrollo de tribunales neutrales, abogados defensores de oficio eficaces y respetables y jueces competentes, han convertido en una burla la noción misma de justicia en el país.

 

La ausencia de un sistema de administración y procuración de justicia funcional y eficaz se traduce en toda clase de vicios. Desde los más obvios, como el abuso de que son víctima millones de mexicanos todos los días cuando sus gobernantes malusan los fondos públicos, hasta los que hacen muchas veces inviables los planes gubernamentales para atraer mayor inversión extranjera por la falta de garantías de que los contratos y derechos de propiedad se harán cumplir y respetar por un sistema judicial neutral, independiente y respetable. La ciudadanía sabe bien que es mejor un mal arreglo que un buen pleito precisamente porque no hay manera de asegurar que un pleito vaya a conducirse de acuerdo a la ley, cuando, además, tanto la ley como la administración de justicia están, generalmente, politizadas y son deficientes.

 

Ninguna persona razonable en México duda del hecho de que el sistema judicial es extraordinariamente deficiente y que, en una palabra, no cumple con su propósito elemental. Tanto así que el propio gobierno, a lo largo de la última década, se ha dedicado a buscar soluciones a problemas específicos relacionados con la carencia de un sistema judicial moderno y eficaz. La búsqueda de soluciones parciales no siempre ha sido mala, pues algunos de los resultados de ese proceso sin duda han contribuido a resolver dificultades o a evitar deterioros innecesarios. Sin embargo, el hecho de que un gobierno tenga que recurrir a la creación de instancias paralelas al poder judicial indica, por ese solo hecho, que el corazón del sistema es disfuncional y que ha sido corrompido, razón por la cual los parches no pueden cumplir su cometido más que en casos excepcionales. Como una manguera que se va parchando una y otra vez, tarde o temprano acaba por reventarse.

 

Hay un sinnúmero de parches que han sido concebidos y desarrollados en estos años. Algunos han atacado directamente una parte del problema, como la reforma de la Suprema Corte de Justicia en 1995, pero acaban siendo insuficientes porque van dirigidos a resolver tan solo un frente o una vertiente del problema, dejando expuesta a toda la población a los avatares y vicios tradicionales del sistema político. Otros parches han buscado darle la vuelta a los problemas fundamentales del sistema de justicia, como las Comisiones de Derechos Humanos, que han servido para obligar a los jueces y funcionarios públicos a ser menos malos en el ejercicio de su función, pero no por ello dejan de ser paliativos al problema de fondo. En última instancia, la creación del Instituto Federal Electoral y del Tribunal Electoral fueron respuestas políticas a la ausencia de un poder judicial respetado y creíble entre los partidos políticos y la ciudadanía en general. Muchas, si no es que todas las instituciones creadas bajo esta concepción pueden estar cumpliendo su cometido nítidamente y, de hecho, la mayoría ha logrado un elevadísimo grado de respetabilidad y credibilidad en la sociedad en general. Pero este último hecho no niega el pecado original de que se trata de meros parches a un problema más amplio, en el que el denominador común es la inexistencia de un poder judicial funcional.

 

Los vicios comienzan desde el principio. Para empezar, todos y cada una de estas instancias ad-hoc han sido creadas por la presión que sobre el gobierno han ejercido grupos de interés fuertes bien organizados y poderosos como para obligar al gobierno a responder y actuar. Esto es cierto en los casos de las demandas contra el gobierno por el uso de la tortura o por la presión de los partidos políticos en relación al fraude electoral. Lo mismo ha ocurrido con la firma de tratados de inversión, sobre todo con varios países europeos, por medio de los cuales el gobierno mexicano se compromete a que la ley se cumpla y a que las empresas de esos países que inviertan en México serán debidamente compensadas en caso de expropiación. Los últimos dos gobiernos, deseosos de resolver problemas, encontrar soluciones y buscar afianzar la capacidad de crecimiento de la economía mexicana, han ido creando diversas instancias para-judiciales que efectivamente contribuyen a evitar problemas y crear mejores condiciones para el desarrollo de esas actividades o procesos específicos, así se trate de los derechos humanos o de los derechos políticos, de la salvaguarda de los intereses de los inversionistas o de la resolución de los conflictos entre los políticos. En la abrumadora mayoría de los casos, la solución gubernamental ha sido adecuada, pero sólo para el problema particular. Nuestro grave problema es que el problema más amplio está lejos de ser resuelto.

 

Lo que en un principio pretendía ser una excepción ha acabado siendo la regla. Pero esta regla -la de crear instancias para-judiciales- no resuelve el problema de la justicia en el país, ni la de los mexicanos en general, ni la de los intereses específicos en lo particular. Uno se pregunta, por ejemplo, ¿qué ocurre con aquellos otros segmentos de la sociedad mexicana no cuentan con esa capacidad de presión? ¿Quién defiende a los campesinos que son abusados en sus derechos, en sus propiedades y en sus fuentes de trabajo en ingresos? ¿Quién le otorga protección al empresario mexicano cuando el gobierno del Distrito Federal le expropia un terreno y se niega a compensarlo conforme a la ley? Las interrogantes que uno puede plantear en esta materia son virtualmente infinitas. Y la razón de ello no es difícil de dilucidar: un sistema judicial tiene por propósito el de resolver una amplia variedad de disputas, así sean penales, civiles, mercantiles o políticas. La creación de instancias parajudiciales como las aquí mencionadas constituye un reconocimiento de que ese poder judicial no funciona; pero las soluciones parciales que se han creado son eso: soluciones parciales. Sin un poder judicial que goce de credibilidad a partir de su desempeño neutral, independiente y eficaz, los problemas del país se van a hacer cada vez más profundos, es ilusorio esperar lo contrario. Mientras más soluciones parciales se desarrollen, menor será la certidumbre y, por lo tanto, mayores los incentivos a resolver los conflictos y disputas por vías distintas a la judicial, incluyendo la violenta y la armada.

FIN DE ARTICULO

Puede el PRD ganar la eleccion presidencial

Luis Rubio

Los triunfos y extraordinarios avances electorales que ha logrado el PRD no aseguran que su candidato logre la presidencia en el 2000. De hecho, es posible que lo opuesto sea más razonable: que los triunfos que ha logrado le causen enormes problemas, esencialmente porque, ya siendo gobierno, tiene que enfrentarse a los dilemas inherentes a todo gobierno y, quizá mucho más importante, porque los triunfos logrados le lleven a perder el sentido de dirección. El PRD tiene en este momento dos brújulas que apuntan en dirección casi opuesta. Su dilema será identificar la que le permita competir con fuerza por la presidencia en poco menos de veinte meses.

A nivel local, el PRD ha logrado atraer las maquinarias priístas con arraigo en la región para lograr sus victorias recientes. Sin embargo, para ganar la siguiente elección presidencial el PRD tendría que satisfacer dos objetivos dispares: por un lado conservar esas maquinarias que representan la presencia organizada del partido a nivel nacional (lo que, por ejemplo, no logró en Veracruz este año). Por el otro lado, tendría que capitalizar la mayor parte del mercado de electores volátiles, aquéllos que no manifiestan lealtad partidista alguna. La gran pregunta es si lo logrará siguiendo su radicalización en temas nacionales, pues la experiencia muestra lo contrario.

Las victorias del PRD son imponentes. Hace sólo dieciocho meses, el PRD no tenía gubernatura alguna. Hoy en día tiene en su haber tres gubernaturas (o su equivalente), incluyendo la más grande del país. El PRD ha logrado evolucionar de ser un grupo de disidentes del PRI y refugiados de otros partidos y frentes a un partido cada vez más consolidado, que representa y/o gobierna a una parte creciente de la ciudadanía. Desde esta perspectiva, el PRD dejó de ser un partido marginal en la función de gobierno para convertirse en una fuerza con poder -y responsabilidad- real. Sin embargo, el ascenso exponencial del PRD ha seguido una línea muy distinta a la que tradicionalmente ha caracterizado a los partidos políticos. En la mayor parte de los países, un partido va creciendo en la medida en que su mensaje logra calar en el electorado, lo que normalmente se traduce en nuevos adeptos, y viceversa: un partido se contrae en la medida en que pierde capacidad de ofrecer algo atractivo a la población.

Más allá del grupo original que constituyó al PRD (de las bases políticas y partidistas que se sumaron a la candidatura de Cuauhtémoc Cárdenas a través del Frente Democrático Nacional y que luego formalizaron su alianza con la creación del PRD) y que constituye su base de acción, la mayor parte del crecimiento del PRD ha sido producto de una estrategia sumamente aguda, perceptiva y exitosa de atraer grupos disidentes del PRI. Las dos gubernaturas que el partido ganó este año, Zacatecas y Tlaxcala, fueron producto precisamente de un proceso de absorción de fuerzas políticas establecidas con gran capacidad de convocatoria, movilización electoral y manipulación de los grupos de poder a nivel local. El PRD, fiel a su origen, ha heredado no sólo las habilidades (y, sin duda, vicios) del PRI, progenitor de una gran parte de sus figuras clave, sino también su capacidad para competir por el poder y, de hecho, para gobernar. Los éxitos de 1998 hablan por sí mismos.

El proceso de atracción de disidentes priístas al PRD no es nuevo. Ya en 1997 la estrategia había sido intentada claramente en al menos dos estados: Campeche y Veracruz. Aunque el PRD no logró la gubernatura en Campeche, en ambos estados se observaron avances para este partido a nivel legislativo local y municipal. En términos agregados, en ambos estados el PRD gano los más de diez puntos porcentuales que el PRI perdió. Viendo hacia adelante, la pregunta importante es qué es lo que le ha permitido al PRD estos triunfos: su activismo a nivel estatal o su retórica en el tema Fobaproa. La pregunta no es ociosa. El liderazgo perredista nacional insiste en que los triunfos de este año se deben a su extraordinario activismo. Sin embargo, la evidencia apunta en sentido contrario: a diferencia de las elecciones presidenciales y legislativas, los comicios para la gubernatura de un estado son quizá el único lugar en el que dominan los temas locales. A final de cuentas, un gobernador va a tener una profunda incidencia sobre la vida cotidiana de los habitantes del estado, a diferencia de un diputado que, una vez electo, casi siempre desaparece del mapa.

Los perredistas insisten en que su retórica incendiaria, sobre todo en relación al asunto interminable del Fobaproa, les ha generado triunfos inesperados. Es obvio que la estridencia perredista ha calado profundamente en la política nacional, habiendo logrado descarrilar un sinnúmero de iniciativas legislativas, puesto al PAN contra la pared y desesperado hasta a los tecnócratas más tranquilos. El impacto del activismo perredista es impresionante bajo cualquier medida: sin ese activismo el Fobaproa nunca se hubiera convertido en asunto de debate nacional, ni los vicios que pudiesen haber dado lugar a esa enorme masa de pasivos habrían salido a la luz pública. Ciertamente, los medios que han utilizado son muy debatibles en una democracia, pues su ofensiva en torno al Fobaproa no se ha acotado a las instancias formalmente establecidas para hacerlo, como el legislativo o judicial. Sin embargo, de no haber sido por ese activismo, el Fobaproa habría pasado como una bola rápida más.

Pero no es evidente que el éxito de la retórica perredista -acompañada de frecuentes mentiras y exageraciones- haya tenido incidencia alguna en los resultados electorales a nivel estatal. Aunque es posible que el discurso perredista haya incidido en la generación de votos en algunos lugares, los triunfos más significativos para el PRD estuvieron determinados fundamentalmente por otras causas. Las gubernaturas de Tlaxcala y Zacatecas fueron resultado directo de la oferta política de dos buenos candidatos, sustentados en una maquinaria de origen priísta, con fuerte arraigo local, que ciertamente supo lograr su cometido. La estrategia perredista orientada a ganar adeptos, bases políticas y capacidad de movilización en todo el país por medio de la absorción de priístas disidentes (pero influyentes) muestra que el PRD se ha abocado a la construcción de un partido político a nivel nacional y que, al menos, pretende abandonar su naturaleza caudillista en algún momento. Entre paréntesis, la estrategia también demuestra que el PRD reconoce ahora lo que sus miembros actuales no aceptaron en 1988: que sin una presencia nacional les será imposible ganar la presidencia. Pero ese es otro tema.

La gran interrogante es si el PRD puede ganar la presidencia a través de la radicalización a ultranza de la vida política nacional. La estridencia del discurso, el encono del debate y lo incendiario de la retórica son instrumentos absolutamente válidos y respetables como estrategia para intentar alcanzar el poder. Pero, además de crear extraordinarios problemas para la vida cotidiana de la población y de exacerbar los riesgos de que se produzca un descarrilamiento económico en los próximos años -que, uno podría argumentar, son medios válidos, aunque sin duda potencialmente contraproducentes para llegar al poder- la estrategia puede impedirle al PRD ganar la presidencia en el año 2000.

Ninguno de los tres partidos políticos principales tiene asegurado el triunfo en la elección presidencial del 2000, porque ninguno cuenta ya con una base electoral lo suficientemente amplia para garantizar el triunfo. Sin embargo, es evidente que la base de votantes leales y confiables de cada partido es muy distinta, como lo demuestra el hecho de que el PRI haya ganado siete de las diez gubernaturas disputadas este año y, también significativo, que el PAN, a pesar de sólo haber logrado una gubernatura, elevara el número de votos este año respecto a los alcanzados en 1997. Aunque para poder ganar la presidencia los tres partidos tendrían que lograr votos más allá de sus clientelas seguras, el PRD es, sin la menor duda, el partido que más votantes adicionales -de los no comprometidos con otros partidos o, como le llaman los expertos, flotantes- tendría que lograr atraer para poder ganar. Aunque hay un número creciente de votantes cuyo único propósito es el de derrotar al PRI, la mayor parte de esos votantes, típicamente residentes urbanos, son mucho más moderados en términos ideológicos y filosóficos que las clientelas naturales del PRD. Es decir, si el PRD quiere lograr atraer el voto no comprometido, va a tener que moderar su lenguaje y oferta electoral, tal y como ocurrió con la campaña de Cuauhtémoc Cárdenas en 1997.

Lo que le dio votos al PRD en 1997 y 1998 fue su inteligente estrategia de absorción de disidentes priístas. Ahí está la lección tanto para el PAN como para el propio PRD. La retórica incendiaria de los últimos meses en materia del Fobaproa sin duda será muy satisfactoria para sus bases más encumbradas y radicales, pero está lejos de ser una oferta razonable para atraer votantes que lo único que quieren es vivir tranquilos. Esa retórica puede acabar llevando al PRD a lograr exactamente lo opuesto a su propósito: destrozar al PAN y afianzar al PRI.

 

Lección errada de Sierra Blanca

La decisión del gobierno de Texas de no autorizar el desarrollo de un confinamiento especializado en el manejo de desechos tóxicos y nucleares puede ser acertada o errada en sí misma, pero eso no elimina el problema del manejo de substancias peligrosas que todos los países tienen en la actualidad. De hecho, lo más grave que nos podría ocurrir es que del conflicto desatado en torno al basurero nuclear que se planeaba abrir en Sierra Blanca derivemos la conclusión de que ese medio para administrar substancias tóxicas y peligrosas es inadecuado. Mucho mejor haríamos en comenzar a preocuparnos por el manejo de nuestros propios desechos tóxicos.

 

El problema de los desechos tóxicos y nucleares es por demás obvio. Hoy en día hay un sinnúmero de procesos industriales y tratamientos médicos que arrojan subproductos dañinos para la salud. Hay plantas productoras de electricidad, como la de Laguna Verde en Veracruz, que operan con base en energía nuclear y que producen desechos nucleares que requieren un confinamiento apropiado para evitar producir graves enfermedades. Los hospitales producen toneladas de basura tóxica, jeringas contaminadas, desechos humanos y demás que son focos potenciales de infección. Es decir, todas las áreas de la vida producen desechos que, mal manejados, podrían ser causa de contagio, radiación o contaminación. Nadie en su sano juicio podría negar que se requieren espacios diseñados específicamente para depositar este tipo de substancias.

 

La alternativa es lo que hoy tenemos en el país: ríos contaminados como resultado del desecho de toda clase de substancias químicas; tiraderos a cielo abierto que producen contaminación en las ciudades; substancias peligrosas que se desechan junto con la basura regular, creando un enorme riesgo para todo el que, directa o indirectamente, entra en contacto con éstas; playas, selvas y bosques destruidos por la manera en que se desechan los subproductos de procesos industriales y humanos. Lo evidente es que se requieren basureros especializados en el manejo de los diversos materiales tóxicos y substancias peligrosas que produce la sociedad y la industria. El tema no debería ameritar mayor discusión.

 

En la controversia sobre el basurero de desechos tóxicos que se planeaba construir en Sierra Blanca, a algunas decenas de kilómetros de la frontera mexicana con el estado norteamericano de Texas, se han mezclado toda clase de intereses, ideologías y también ignorancia. Nadie puede dudar que en la controversia afloraron sentimientos profundamente políticos, parte antinorteamericanos y parte antigobiernistas. Este filón de la política mexicana actual es siempre rentable, pues permite colocar cualquier controversia o interés de grupo a la luz de las disputas más legítimas que promueven los partidos políticos. Pero para todo mexicano sensato debe ser evidente que no todos los temas que se discuten son igualmente sujetos de legítima disputa partidista. El tema de los basureros tóxicos y nucleares parecería un evidente candidato para consensos partidistas y, en general, consensos nacionales.

 

 

El hecho de que esos consensos no existan es indicativo de lo deteriorado del debate político nacional en la actualidad. Ahora que el estado de Texas ha decidido no autorizar el desarrollo del mencionado basurero, muchos diputados y activistas nuestros están clamando victoria. Sin embargo, el hecho de haber forzado al gobierno a encabezar la disputa con el estado norteamericano de Texas y de haber logrado (al menos en una parte menor) derrotar su decisión en esta materia no les da la razón. El ganar una partida política con el gobierno no es suficiente para los mexicanos que requieren protección respecto de los desechos tóxicos y nucleares. Es decir, no todo en este mundo debería ser materia de disputa política. El hecho de haber ganado esta partida debería asustarnos más que darnos razones de júbilo.

 

Los materiales tóxicos y nucleares tienen que  ser desechados en alguna parte. Si no existe un confinamiento especializado en el  manejo de los mismos, los desechos acaban en todas partes, produciendo daños terribles, como ya ocurre en algunas partes del país. Hace no mucho tiempo, por ejemplo, se encontró evidencia en la ciudad de Matamoros de que los desechos de una empresa química causaban daños severos en el desarrollo prenatal de los niños (anacefalia) cuyas madres se exponían a dicha substancia. Nadie puede negar que, de haber habido un basurero especializado en el manejo de substancias tóxicas (y la capacidad gubernamental de obligar a las empresas a utilizarlo, algo siempre dudoso en nuestro país), los desechos no habrían acabado en el agua que bebieron las mujeres embarazadas. El punto es uno y muy simple: los basureros especializados en el manejo de ese tipo de substancias son no sólo indispensables, sino urgentes.

 

 

Según los reportes técnicos que han sido publicados, el lugar idóneo para el establecimiento de ese tipo de basureros es aquél que cuenta con un clima desértico y seco, con mínima o nula precipitación pluvial, y lejos de concentraciones humanas. Sierra Blanca, en ambos lados de la frontera México-Estados Unidos, parece ser un lugar idóneo y propicio para la instalación de esos basureros, precisamente porque cuenta con todas las condiciones ambientales (clima) y sociales (distancia respecto a lugares de habitación humana) para su desarrollo dentro de normas que han probado ser adecuadas para concentrar esas substancias y evitar que contaminen las aguas, el aire o a poblaciones contiguas. Es decir, esa región fronteriza va a continuar siendo, para ambos países, un lugar naturalmente propicio para desechar substancias peligrosas. En cualquier caso, lo importante no es Sierra Blanca, sino el hecho de que los basureros tóxicos son una necesidad: el ambiente y la ecología debieran ser poderosos argumentos en favor de ese tipo de infraestructura y no al revés.

 

El hecho de que, al menos por el momento, haya concluido la controversia sobre el basurero en Sierra Blanca del lado de Texas no va a resolver nuestro problema. Nosotros tenemos una infinidad de fuentes productoras de desechos tóxicos y nuclerares que no cuentan con lugares apropiados para su manejo. El hecho de que muchos políticos y activistas quieran cerrar los ojos a esta realidad causante de profundos daños a infinidad de mexicanos, no reduce el problema ni lo desplaza de la agenda gubernamental (y, en muchos casos, de la bilateral). Los basureros tóxicos son  una solución al problema del manejo de residuos y substancias peligrosas y no el problema mismo. Por ello, pretender que la lección del conflicto en torno al basurero de Sierra Blanca es que se puede impedir el desarrollo de este tipo de instalaciones es no sólo peligroso, sino absolutamente irresponsable. Hay temas que, por elemental sentido común y por un mínimo de verdadero patriotismo, deberían ir más allá de la politización partidista. Aunque infinitos generadores de retórica, temas básicos como el de la salud deberían permitir un respiro en las disputas rumbo al 2000. ¿O será que también ese tema acabará como los desechos tóxicos en el país: ignorado por  autoridades irresponsables y utilizado por activistas demagogos para alcanzar fines político-partidistas y no una solución?

 

FIN DE ARTICULO

El Fobaproa sólo podrá pasar con sangre

El problema actual con el Fobaproa es de orden político. El tema hace mucho que dejó de tener un carácter financiero. Por ello, independientemente de la forma y contenido que adopte la iniciativa que finalmente se apruebe, es evidente que se va a requerir una cuota de sangre. Hemos llegado al punto en el que la aprobación de la iniciativa ya no puede postergarse más. Esa es la razón por la cual el PRD está orillado al PAN a iniciar un proceso político, el llamado juicio político, del que nadie puede salir bien librado. Es tiempo de reconocer la realidad política y actuar en consecuencia.

 

La demanda de iniciar un juicio político contra el director del Banco de México y otros funcionarios actuales o pasados por el manejo del Fondo Bancario de Protección al Ahorro, mejor conocido como Fobaproa, puede tener mérito jurídico, pero el planteamiento que hizo el PRD y al que, en apariencia, se vio obligado a sumarse el PAN es enteramente político. El Fobaproa se ha convertido en un tema político cada vez más explosivo y complejo esencialmente porque el PRD aprovechó, con extraordinaria destreza,  la oportunidad que le presentó el gobierno.  En otras latitudes, el gobierno hace meses que habría negociado una salida al entuerto a cambio de la aprobación temprana de la iniciativa. Sin embargo, los meses que han pasado no han hecho sino endurecer las posiciones de todas las partes.

 

El descuido del gobierno en la manera en que envió la iniciativa y su desidia después para avanzarla crearon una oportunidad excepcional para que el PRD explotara irresponsablemente el tema.  Peor, ese partido no ha tenido el menor empacho en abrir una ofensiva  en contra de la iniciativa gubernamental y elevar los costos políticos una y otra vez, bajo el supuesto de que eso le producirá beneficios electorales. En el proceso, el PRD ha ventaneado al PAN, haciéndolo aparecer como una marioneta del gobierno y obligándolo a entrar en un camino no sólo incierto, sino por demás riesgoso, el del juicio político. Lo que había sido un trabajo serio y dedicado del PAN se está viniendo abajo, poniendo en severo riesgo al país.

 

Es decir, a lo largo de los últimos meses no hemos visto otra cosa que la combinación de terquedad gubernamental con irresponsabilidad perredista. Esta letal combinación nos ha puesto al borde de una demanda de juicio político iniciada por el PRD, avenida que ciertamente podría llevar a la solución política del problema del Fobaproa, pero a un elevadísimo costo. Los riesgos de aventurarnos en este camino son tan grandes que es imperativo hacerlos explícitos.

 

El juicio político no es un proceso penal. Se trata, como lo dice su nombre, de un instrumento político por medio del cual se puede procesar a un funcionario gubernamental sin tener que probar ilícito alguno. Es decir, el juicio político no pretende probar culpabilidad, sino poner en evidencia un comportamiento impropio por parte de una autoridad gubernamental. Ante todo, es un mecanismo para que unos políticos juzguen a otros, independientemente del mérito de su argumentación. Lo importante es poner en evidencia al inculpado, más no probar su culpabilidad. Eso queda a merced de los medios de comunicación que, en nuestro país, no se caracterizan precisamente por su limpieza o independencia. De esta manera, en el ambiente político de revancha y venganza que hoy existe en el país, el inicio de un juicio político no constituye otra cosa que la consumación de un proyecto político partidista.

 

Por supuesto que no hay nada de malo en que un partido inicie un procedimiento de esta naturaleza. A final de cuentas, esa es la razón por la cual la Constitución, en los artículos 109 y 110, lo establece, aunque no existe una ley reglamentaria al respecto. En este sentido, un juicio político es lo que los legisladores quieren que sea. En un país caracterizado por la ausencia de estado de derecho, éstas son palabras mayores, pues los funcionarios impugnados ni siquiera tendrían que haber cometido un ilícito para ser sujetos a un proceso de esa naturaleza. Este es el tema clave.

 

Los errores cometidos por las autoridades financieras gubernamentales a lo largo de las últimas décadas son interminables. Al margen de los detalles específicos de un programa gubernamental u otro, de una regulación aquí o una privatización allá, los desastrosos resultados económicos de 1970 a la fecha son evidencia fehaciente de la ineptitud, la incompetencia y la acumulación de errores por parte de sucesivos gobiernos. De esto no se salva ninguno en casi treinta años. Si un partido quiere encontrar errores y decisiones impropias, las puede hallar en abundancia en estas décadas de lamentable desempeño gubernamental.

 

Eso es exactamente lo que persigue el PRD en su demanda de juicio político. Lo que este partido busca es enjuiciar al gobierno y a la política económica de los últimos años porque cree que por ese camino tendrá una mejor oportunidad de ganar las elecciones presidenciales del año 2000. Muchos estrategas perredistas parten del supuesto de que mientras peor le vaya a la economía del país, mejor les va a ellos. Pero esta noción, que además de obtusa es peligrosa, nos podría llevar a una crisis de dimensiones insospechadas.  Por ello, aunque la estrategia perredista es no sólo obvia, sino también absolutamente lógica, sus riesgos son enormes.

 

Los riesgos de un juicio político son elevadísimos tanto para el país como para el propio PRD. En esta época de extraordinaria turbulencia financiera, de la que, a pesar de todo, México no ha salido terriblemente mal librado, no sería irracional o exagerado suponer que, de seguirse un juicio político, los operadores en los mercados financieros del mundo comenzarían a dudar de la viabilidad política de México. Súbitamente, el país podría encontrarse con que no tiene acceso a nuevas líneas de crédito, con que las renovaciones de crédito comercial -vitales para las exportaciones- se detienen y, en general, con que todas las circunstancias confluyen para que México se convierta en el nuevo epicentro de turbulencia financiera, inflación, devaluación, etc. Este escenario ciertamente no le conviene a  nadie.

 

Para muestra de lo anterior no hay que ir muy lejos: mucha gente asocia el problema financiero que sufrió Rusia recientemente con el fenómeno asiático del último año. Pero si uno analiza el problema ruso, resulta que éste tiene otro origen. En Rusia el problema bancario, que fue el denominador común de las crisis en el resto del mundo, no fue el detonador, sino la víctima de una crisis de confianza. Tampoco hubo una burbuja en los precios de los bienes raíces. En Rusia la crisis la desató la súbita pérdida de confianza de los operadores en el sistema financiero internacional en la capacidad del gobierno ruso de gobernar. El proceso comenzó con algunos incidentes de incumplimiento de contratos, que evidenciaron la inexistencia de un sistema legal moderno y funcional. Más adelante aparecieron problemas con el manejo de deuda externa de corto plazo. Finalmente, lo que llevó al colapso de la confianza fueron los conflictos políticos internos que acabaron con la renuncia de dos primeros ministros. Aunque nuestras circunstancias son distintas, no deberíamos estar tirando piedras cuando vivimos en una casa de cristal no terriblemente distinta de aquella.

 

Lo peor del caso es que los riesgos asociados a un juicio político no resuelven el problema del Fobaproa. La aprobación por parte del Congreso de cualquier iniciativa sobre el Fobaproa exige que los responsables paguen por lo que los mexicanos en general sienten como un agravio. Es decir, hemos llegado al punto en el que, en términos políticos, no es tolerable para la población ni para los políticos -incluidos muchos priístas- que quienes son señalados, justamente o no, como los responsables del desastre bancario mantengan sus posiciones con absoluta impunidad. Hay muchos caminos para la solución del impasse al que hemos llegado, incluido el del juicio político, pero éste es, sin duda alguna, el más peligroso. No hay la menor duda de que la vía del juicio político es la más dramática y espectacular a la que los partidos podrían recurrir, pero también es la más arriesgada.

 

La demanda de juicio político interpuesta por el PRD acusa a los funcionarios gubernamentales de comprometer el crédito del país sin recibir la debida autorización del Congreso y de «un sostenido desdén por la norma jurídica y una notable inclinación a usar la ley para burlar ésta» (sic). Si hay un ilícito que perseguir, los perredistas harían bien en iniciar un juicio penal y los funcionarios deberían estar dispuestos a someterse a un procedimiento de esa naturaleza, pues nadie debe tolerar la impunidad.

 

Pero el objetivo que persigue el PRD es clara y lógicamente político. Su interés no reside en entablar un proceso penal, sino en exhibir al gobierno ante la opinión pública. El punto fuerte del PRD ha sido su capacidad de denuncia: su campaña a la fecha ha tenido el extraordinario efecto de poner en entredicho al gobierno, al PRI e incluso al PAN. Pero su punto debil hoy en día, a menos de dos años de los próximos comicios presidenciales, es su absoluta incapacidad, ante los ojos de la opinión pública, de apoyar algo constructivo, como pudimos atestiguar con su rechazo a la iniciativa en materia electoral (entre otras más). Parece evidente que la ciudadanía jamás llevaría a la presidencia a un partido político incapaz de plantear una alternativa propositiva y constructiva a los problemas del país. El propio Cuauhtémoc Cárdenas logró un enorme apoyo electoral cuando abandonó su postura de ayatola vengador y se decidió a ofrecer una opción razonable a la ciudadanía del Distrito Federal.

 

No cabe la menor duda de que el mayor beneficiario de la estabilidad económica y de la continuidad económica, que se afianzaría con una ratificación de la autonomía del Banco de México, sería el PRD. Por ello, lo que ahora cabe es la negociación entre los partidos y con el gobierno para dar una salida ordenada al problema político en que se ha convertido el Fobaproa y no desatar un espectáculo del que nadie saldría bien librado.

FIN DE ARTICULO.

La peculiar realidad virtual del gobierno

La realidad se empeña en no hacer caso de los sesudos análisis gubernamentales. Esa es la única conclusión posible ante las interminables afirmaciones de nuestros funcionarios cuando se encuentran con que sus preferencias  (en ocasiones arropadas como “planes” o “programas”)  simplemente no se materializan. Peor todavía cuando censuran las ideas, opiniones y análisis que realizan ciudadanos que ven lo obvio: que la teoría gubernamental con gran frecuencia no es aplicable a la realidad mexicana, que la realidad virtual imaginada por el gobierno está lejos de la realidad tangible para la población.

 

Dos loables objetivos han motivado a nuestras autoridades a lo largo de los últimos años. Uno es el de elevar el ahorro interno de la economía. El otro es el de elevar el ingreso gubernamental. Los dos son objetivos ineludibles y fundamentales para el desarrollo del país. Pero ninguno se podrá alcanzar si no se parte de un diagnóstico razonable de la realidad nacional y de las motivaciones, preocupaciones, incertidumbres y, en general,  respuestas de los mexicanos, luego de décadas de abuso gubernamental y crisis recurrentes.

 

El objetivo de elevar el ahorro interno ha sido explicado y discutido hasta la saciedad. El gobierno ha hecho un convincente argumento en favor de la necesidad de elevar el ahorro interno, toda vez que las sociedades económicamente más estables  son aquellas que no tienen una fuerte dependencia del  crédito del exterior.  Un país que cuenta con niveles  elevados de ahorro puede emplear esos recursos para realizar inversiones básicas en infraestructura, educación, salud, vivienda y demás, sin afectar la evolución cotidiana de la economía.  El ahorro interno permite financiar ese tipo de proyectos con un horizonte de largo plazo, y con tasas de interés relativamente bajas. La teoría es impecable.

 

Los problemas comienzan cuando la teoría se enfrenta a la triste y desafiante realidad.  Contrariamente a lo que argumenta el gobierno, que emplea estadísticas  siempre  convenientes a sus propósitos,  el mexicano no ahorra poco. Ciertamente los niveles de consumo se han disparado en algunos momentos particulares de las últimas décadas; sin embargo, el problema del ahorro para los mexicanos no radica en el hecho de ahorrar, sino en dónde y cómo hacerlo.  En sentido  contrario a uno de los evidentes supuestos que yacen detrás del diagnóstico gubernamental en materia de ahorro, los mexicanos no son tontos y han podido observar como se han derrochado  dineros a través de mecanismos de ahorro forzoso como el del INFONAVIT que, en otras circunstancias, habría constituido el corazón de un fondo de ahorro de dimensiones tan espectaculares que ahora, a más de veinte años de su creación, debiera valer más de cien mil millones de dólares. Sin embargo, el ciudadano común y corriente ve lo obvio y concluye que los esquemas gubernamentales de ahorro forzoso no son la solución al problema del ahorro, excepto para el pequeño grupo de sátrapas que medran al amparo de las llamadas  “conquistas sociales”  (y que se refleja en todo tipo de corruptelas y contratos contrarios al más elemental sentido común).

 

Las crisis  devaluatorias se suman al derroche gubernamental.  Los mexicanos han aprendido a ver lo obvio también en materia devaluatoria. Es indudable que hay un pequeño grupo de financieros excepcionales que ha logrado amasar fortunas indescriptibles en pesos, invirtiendo en la industria, el comercio, la bolsa y en la especulación. Pero para la abrumadora mayoría de los mexicanos, menos dotados para esos menesteres y cuyo objetivo es simplemente vivir, y en ocasiones sobrevivir, lo único que importa es ahorrar y preservar el valor adquisitivo del pequeño patrimonio así creado. A partir de 1976, esos mexicanos han encontrado que el peso es una divisa poco confiable y que la única manera de preservar el valor de los ahorros personales o familiares es manteniéndolos en moneda extranjera o en activos no financieros comercializables en divisas. Una muestra de este hecho se encuentra en el enorme número de mexicanos de medios modestos que guarda su dinero en billetes de circulación en Estados Unidos, es decir, en dólares. Los funcionarios gubernamentales no entienden que es imposible propiciar el ahorro con base en una moneda que nadie respeta, empezando por aquellos que le atribuyen un valor simbólico y soberano a la misma.

 

No es distinto el tema del ingreso gubernamental.  El argumento es tan obvio como evidente: el ingreso gubernamental es irrisorio, comparable al de países que,  en cualquier otro ámbito,  calificaríamos como del quinto mundo.  Los ingresos totales del gobierno no llegan al 15% del PIB en un año bueno, comparado con entre 35% y 50% para la mayoría de los países de Europa, 20% para Estados Unidos y 18% para Brasil. Más importante, del total de ingresos fiscales del gobierno mexicano, alrededor del 30% están relacionados con el petróleo. Es decir, de no contar con el ingreso petrolero, el gobierno tendría ingresos  de alrededor del 10% del PIB, más el IVA sobre las gasolinas y otros ingresos no atribuibles a la producción petrolera. El hecho es que el gobierno mexicano, a pesar de todas sus campañas de recolección de impuestos, es mucho más pobre que otros gobiernos con características similares.

 

El ingreso fiscal es indispensable para que el gobierno pueda cumplir con sus responsabilidades. Las quejas ciudadanas sobre el dispendio y la corrupción gubernamentales son legendarias, pero ninguno de esos válidos reclamos disminuye el hecho de que el gobierno tiene obligaciones legales -en materia de educación, salud e infraestructura (por no mencionar la inexistente seguridad pública)- que no pueden ser satisfechas con ingresos relativamente irrisorios como los que tiene. Ningún Estado puede justificar su existencia si no cuenta con los recursos que hagan posible su funcionamiento. De hecho, la recaudación fiscal es una medida de eficacia gubernamental. Sin ingresos un gobierno no existe: ésta es, en su esencia, la disyuntiva a la que se acerca el gobierno mexicano.

 

En este sentido, la racionalidad del argumento gubernamental de elevar su recaudación no sólo es razonable, sino definitiva. Sin embargo, en lugar de plantear esa línea de argumentación, la lógica gubernamental ha sido muy peculiar: por una parte ha descalificado, a ultranza y sin misericordia, todos los planteamientos que  disienten de su postura de entrada.  Muchos ciudadanos,  por ejemplo, han planteado la necesidad de reducir el número de secretarías. El gobierno descarta ese  razonamiento sin una verdadera  argumentación,  al indicar que los montos involucrados serían insuficientes para cubrir las necesidades gubernamentales. Toda persona razonable sabe que los ahorros se materializan a través de muchos pequeños esfuerzos, no de un golpe de suerte como la lotería. Más importante, al no dar evidencia de querer recortar su gasto en las cosas más evidentes (y con frecuencia en las áreas de dispendio más obvias) la señal para la ciudadanía es más que contundente.

 

Lo mismo ocurre por el lado de la economía informal. Ciertamente, tienen razón las autoridades al afirmar que la mayor parte de los comerciantes ambulantes no constituye una fuente potencialmente importante de ingresos fiscales. Sin embargo, eso no evita que la población identifique a la economía informal con evasión de impuestos, si no es que con el brazo mercantil del crimen organizado y la corrupción gubernamental (actividades que, por cierto, no pagan impuestos). Además, todos los ciudadanos sabemos que entre las actividades de subsistencia que caracterizan a la informalidad existen innumerables y jugosos negocios que no se fiscalizan simplemente porque «no existen» o son muy pequeños según el planteamiento gubernamental. Para el ciudadano común y corriente la evasión fiscal, llámese economía informal o cualquier otra cosa, es tan evidente en todos los ámbitos de la actividad económica que lo que le resulta inexplicable es el comportamiento gubernamental, no el de los evasores. La mezcla de dos temas, informalidad y evasión, crea una confusión que sienta un precedente, imposible de ignorar, para el comportamiento cívico-fiscal de toda la población.

 

Estos temas son tan serios que el  gobierno ha creído necesario  acallar y censurar todas las voces que expresan cualquier disentimiento. Hace unos días, por ejemplo, un empresario muy prominente se atrevió a criticar al peso como medio de ahorro, sólo para verse obligado a retractarse de inmediato  (lo que, en nuestro peculiar momento político, sirvió para reafirmar la validez de sus argumentos). Lo mismo ha ocurrido en el ámbito fiscal,  donde la descalificación (que no contraargumentación)  de cualquier planteamiento  alternativo ha sido brutal y absoluta.  Lo interesante del tema  fiscal es que tanto el  planteamiento gubernamental como el del sector privado comparten el objetivo de elevar el ingreso fiscal.

 

El gobierno está haciendo su mejor esfuerzo por elevar la recaudación fiscal y por incrementar el ahorro interno. La necesidad de ambos objetivos es más que evidente. Pero ese cometido no podrá lograrse mientras el gobierno se niegue a ver lo que es obvio para todos los demás mexicanos: que el peso no es un medio de ahorro confiable (y que sólo en lo que va del año se ha devaluado casi 30%), que la evasión fiscal es ubicua y que, ante la política de las autoridades, la economía informal es cada vez más atractiva para el ciudadano común. Por más esfuerzos que realicen los funcionarios gubernamentales en lograr sus metas, la realidad no cambiará en tanto los marcos de referencia de ciudadanos y gobierno sigan siendo totalmente discordantes.

FIN DE ARTICULO

Urge romper el viejo paradigma político

A pesar de los cambios electorales de los últimos años, el viejo paradigma del sistema político mexicano está presente en todos los recovecos de la política nacional. La noción misma de que el país va a entrar en una especie de nirvana político el día posterior a las próximas elecciones presidenciales, tan popular con la oposición al PRI, sobre todo en el PRD, es extraordinariamente priísta en naturaleza. El viejo sistema político se fundamentaba en la existencia (y aceptación) de controles, desde arriba, sobre los políticos y sobre la población en general, así como en la posibilidad de redención que ofrecía cada sexenio. Ese mito persiste, con graves riesgos para el país en el futuro, independientemente de quién gane las elecciones. Aunque queda muy poco funcionando y funcional del viejo sistema político, el paradigma no ha cambiado. En lugar de anclar una transformación política en un nuevo paradigma compartido por todos los partidos y políticos, seguimos atados a un sistema que ya no funciona ni resuelve los problemas del país. Es urgente conformar un nuevo paradigma.

 

El viejo sistema político era más que una estructura organizacional. Se trataba casi de un modo de vida. La vida política del país giraba en torno a la estrecha relación que guardaban la presidencia y el partido “oficial”, el PRI. Los políticos y los aspirantes a la política se incorporaban al partido como un mecanismo de ascenso social y, potencialmente, como vía de acceso al poder y a la riqueza. Una vez adentro, los priístas eran parte integral de un sistema que todo lo abarcaba: el PRI y sus tentáculos se encontraban presentes en las organizaciones productivas y en los sindicatos, en las comunas y en los ejidos, en las escuelas y en los bancos de desarrollo. Todas las piezas del sistema, del partido y de la administración operaban dentro de un sistema de engranes que no dejaba nada suelto: el mecanismo de reloj de que hablaba Adolfo Ruiz Cortines.

 

El sustento de este paradigma político era muy simple: el sistema era rey; el sistema estaba por encima de cualquier cosa. El viejo chiste que cuentan los priístas lo dice todo: «lo importante no es si el vaso está medio lleno o medio vacío, sino estar dentro del vaso». Este principio llevaba a los priístas a expresar dos actitudes muy específicas: primero que nada, una actitud de exclusión que se sintetiza en su máxima de «no existe nada fuera del PRI».  En algunas épocas, por desgracia no siempre tan distantes, la política de exclusión se convertía en una justificación para aniquilar al enemigo, en ocasiones físicamente. La política de exclusión animaba al discurso priísta, así como a su comportamiento. Estar en el PRI era estar con México. Todo aquel que estaba fuera era un virtual traidor.

 

La otra actitud que se derivaba del paradigma tradicional del sistema político era  de infalibilidad: el triunfo del PRI y sus candidatos era un hecho no una posibilidad.  El triunfo del PRI se daba por descontado.  Dado que el PRI no era un partido político más que en el nombre y la competencia partidista era casi inexistente, los priístas nunca desarrollaron habilidades para competir en elecciones abiertas y transparentes. Luego de ser derrotado en una elección a gobernador hace años, un priísta expresó este punto de una manera nítida: “a mí me ofrecieron una gubernatura, no una candidatura”. La noción misma de competir por el poder contra candidatos de otros partidos era absolutamente inverosímil. Por supuesto que había que hacer la finta, por lo que se toleraba y, en ocasiones, patrocinaba la existencia de partidos de oposición leales al PRI. En algunos casos extremos se propiciaba o hasta  toleraba algún triunfo marginal de esos partidos. Todo esto hizo que los priístas acabaran siendo muy malos perdedores. Primero negociaban la elección antes que conceder el triunfo a la oposición. En los años ochenta esta actitud llegó al extremo cómico: en los círculos priístas se afirmaba que no podían perder un estado como Chihuahua, porque éste era vecino de Estados Unidos; tampoco Sinaloa porque ése era un estado costero… No es casualidad que los priístas tengan enormes dificultades para adecuarse al nuevo entorno de competencia electoral.

 

Aunque la realidad política ha cambiado, el paradigma sigue ahí. El PRI ya no domina la política nacional, pero las actitudes que eran la ideología de ese partido siguen dominando el comportamiento tanto del PRI como del gobierno. Esto es observable en todos los ámbitos de la vida pública: igual en la manera en que los funcionarios del sector financiero gubernamental procedieron en materia del rescate bancario, primero ignorando plenamente al Congreso y después exigiendo su pronta aprobación, que en la manera en que se excluye al PAN de las negociaciones políticas, pero se espera su voto sin discusión en temas de particular sensibilidad o importancia. Los priístas han vendido aceptando la inevitabilidad de algunos cambios, como la competencia electoral, pero lo han hecho a regañadientes. Eso, por sí mismo, no tiene nada de malo ni de raro. Es perfectamente natural que un monopolio quiera conservar sus privilegios. El problema es que esa actitud le ha impedido al PRI reformarse para poder competir, y al país comenzar a construir el andamiaje de un nuevo sistema político que permita reconstruir la estabilidad, garantizar la gobernabilidad y, no menos importante, resolver el problema de inseguridad pública.

 

El viejo paradigma domina el quehacer político. Los propios panistas y perredistas con gran frecuencia dan muestras de que siguen actuando dentro de ese mismo paradigma. Hablan de coaliciones, por ejemplo, pero cuando se trata de negociarlas se retraen. No hay día que pase sin que los perredistas fustiguen al PRI; sin embargo, su comportamiento es exactamente igual al de ese partido: de hecho, muchas veces aparecen como practicantes mucho más creyentes de la política de la exclusión que los propios priístas. Jamás nos han dejado saber, como ocurriría en una democracia, cuáles serían sus programas de gobierno, pues su objetivo, natural a una política de exclusión, es llegar al poder, no gobernar para la población.

 

La lista de ejemplos que muestra la persistencia del viejo paradigma político es interminable. Quizá ello explique las enormes dificultades que existen en la actualidad para lograr acuerdos básicos de gobernabilidad, de continuidad económica y de política exterior. Aunque todos los partidos dicen que los quieren y que serían deseables, la evidencia muestra que ninguno está dispuesto a romper con una de las características esenciales del viejo paradigma: el ejercer el poder sin contrapesos y sin compartirlo, como un monopolio cualquiera. Los tres partidos emplean recursos retóricos de la democracia (como división de poderes, negociación, alternancia en el poder y legalidad), pero con gran frecuencia dejan entrever que su aspiración real se limita a ganar el poder y hacer con éste lo mismo que el PRI ha hecho por muchas décadas: lo que le ha venido en gana.

 

El problema de esa noción es que ya no es practicable, como lo saben todos los partidos. Las probabilidades de que el próximo presidente logre una mayoría absoluta en la elección del año 2000 son mínimas, razón por la cual todos los partidos hablan de consensos, pactos y políticas de Estado. Todos reconocen que es imperativo lograr definiciones consensuales que garanticen la continuidad económica y política, así como la tranquilidad de la población. Pero todos sucumben a la tentación de avanzar sus propios intereses antes que promover una nueva estructura política, fundamentada en un paradigma adecuado al inicio del siglo XXI y no al que acaba.

 

Una de las paradojas más peculiares del momento actual reside precisamente en que los partidos tienden a repetir comportamientos que redituaban en el viejo esquema pero que ahora resultan irrelevantes o hasta contraproducentes, incluyendo la defensa de intereses que ya no existen. Por ejemplo, los priístas se han encontrado recientemente con que su manera de seleccionar candidatos ya no garantiza el éxito electoral, lo que no les ha impedido seguir defendiendo cotos de poder que ya no tienen valor estratégico alguno. El punto es que un nuevo paradigma que todos los partidos compartiesen no implicaría cesiones ni concesiones por parte de nadie; su objetivo sería definir un diseño de sistema político y de reglas del juego que todos estuvieran dispuestos a asumir. En lugar de pactos de gobernabilidad y consensos que ningún partido está dispuesto a alcanzar, mejor sería que comenzaran a definir los puntos esenciales del sistema político futuro que todos comparten para empezar a darle forma a una sociedad que, en este momento, no está ni aquí ni allá. En la medida en que todos los partidos sigan intentando avanzar su objetivo de llegar al poder sin abandonar el viejo paradigma, van a garantizar su permanencia, para desgracia suya y de todos los mexicanos.

 

Pero el tema rebasa la problemática partidista. Un nuevo paradigma permitiría compatibilizar circunstancias que eran contradictorias en el pasado, como: democracia y economía de mercado; leyes y prácticas antimonopólicas y derechos de las minorías; apertura económica y libertad de expresión. Todos estos son binomios incompatibles entre sí en el viejo paradigma, pero son absolutamente necesarios en el nuevo.  El paradigma de la política mexicana que se agota (pero no desaparece) nos impide consolidar una economía moderna y un sistema político democrático porque crea y preserva tabúes insostenibles en la actualidad. Prueba de ello son las obsesiones cotidianas: las sospechas mutuas respecto a las coaliciones entre partidos y los temores a permitir que los bancos pasen a manos de extranjeros, el rechazo a la reelección de legisladores, la necesidad de preservar símbolos obsoletos a través de la protección de viejos monopolios y la incapacidad de romper con el círculo vicioso que representa un modelo industrial apuntalando en salarios bajos. El país no puede salir adelante ni lidiar con sus problemas con base en un paradigma diseñado en las primeras décadas del siglo que termina.

FIN DE ARTICULO

Viene la competencia al TLC

Luis Rubio

El TLC constituye una de las mayores ventajas competitivas con que cuenta el país pero, lamentablemente, hacemos poco por aprovecharla al máximo. No hay la menor duda de que un creciente número de empresas mexicanas, que emplean a millones de trabajadores, no sólo ha convertido al TLC en su vehículo hacia el éxito económico, sino que han aprendido a explotarlo en todas sus vertientes. Sin embargo, como sociedad, hemos desaprovechado la extraordinaria (y única) oportunidad que entraña ese tratado. No se puede descartar la posibilidad de que, en el curso de la próxima década, otros países acaben gozando de ese mismo acceso privilegiado a los Estados Unidos y Canadá. De no construir una verdadera base de competitividad, habremos desperdiciado, una vez más, una oportunidad única de consolidar nuestro desarrollo y, otra vez, habremos sido, nosotros solos, culpables de negligencia y estupidez supina.

A algunos les gusta el TLC y a otros no. Sin embargo, nadie puede disputar al menos dos cosas: una, que prácticamente todos los demás países del hemisferio, y muchos de otras latitudes, darían cualquier cosa por gozar de acceso amplio y con relativamente pocas limitaciones al mercado más grande y competitivo del mundo. La otra, que las ventajas, ahora exclusivas, que le otorga el TLC a México no van a durar toda la vida.

El TLC en sí mismo, constituye una herramienta excepcional para el desarrollo de la economía mexicana, toda vez que permite atraer mucha inversión extranjera -lo que se traduce en empleos, transferencia de tecnología, oportunidades de exportación indirecta (a través del desarrollo de proveedores) y entrenamiento para los trabajadores y empleados- y genera seguridad de acceso al mercado americano para las exportaciones mexicanas. No menos despreciable es la certidumbre que ofrece la existencia misma del TLC respecto a la continuidad de ciertos principios básicos de la política económica gubernamental. De una manera o de otra, México estaría muchísimo peor de lo que está si no contáramos con ese tratado. Pero, a final de cuentas, lo que determina la eficacia del mismo es el uso que le demos, puesto que el TLC no es más que una herramienta que, en manos incapaces, evidentemente desperdiciará su potencial.

El TLC no opera en un vacío, sino en un mundo complejo y permanentemente cambiante. Muchos países han observado cómo gracias al TLC crecen las exportaciones mexicanas y han visto cómo, por el tratado y a pesar de la existencia de disputas en ciertos temas -como el del acceso de los camiones mexicanos a Estados Unidos o el de los tomates-, la economía mexicana logró salir extraordinariamente rápido de su atolladero de 1995. La rápida recuperación de México contrasta con la profunda y prolongada recesión en que se encuentra la mayoría de las naciones asiáticas. Todos esos países quisieran tener un TLC con Estados Unidos, algo que parece políticamente imposible en este momento pero que, como todo en la política, eventualmente seguramente cambiará. Cuando eso ocurra y otros países comiencen a compartir las ventajas de que ahora México goza, los mexicanos tendremos que preguntarnos si hicimos todo lo que pudimos para aprovechar esa ventana de oportunidad o si la desperdiciamos como tantas otras cosas en nuestra historia. De seguir como vamos, acabaremos lamentándonos, una vez más, de nuestra negligencia y desidia.

Si en lugar de ver al TLC como una ventaja permanente e inamovible lo viéramos como el instrumento de desarrollo que es, nuestro enfoque económico cambiaría radicalmente. En lugar de esperar a que las cosas pasaran solas, estaríamos acelerando todos nuestros procesos de decisión y acción gubernamental en anticipación al momento en que esa ventaja maravillosa que ha abierto el TLC ya no sea exclusivamente nuestra. Por ahora nos hemos dedicado esencialmente a sobrevivir. En la práctica, estamos dejando que sea la iniciativa de cada persona, sobre todo de los empresarios e inversionistas, la que determine el curso del desarrollo del país. No hay nada de malo en ello, pero es insuficiente.

El resultado de esa estrategia está a la vista: hoy contamos con muchas regiones, empresas y mexicanos que aprovechan al máximo los beneficios del tratado, como lo revela el impresionante ritmo de crecimiento de las exportaciones en el último lustro y el nivel de virtual pleno empleo de que goza una buena parte del norte, este y oeste del país. Sin embargo, no todo el país se encuentra en esas mismas y muy promisorias circunstancias. Una parte extraordinariamente significativa del territorio y de la población se ha rezagado debido a los pésimos niveles educativos que caracterizan al país, de la atroz calidad de la infraestructura con que cuenta infinidad de zonas geográficas y sectores de la industria, de la virtual quiebra de los bancos, del extraordinario rezago en materia de modernización regulatoria y legislativa. El hecho es que quienes logran destacar y aprovechar los beneficios del TLC constituyen, a pesar de todo, una parte pequeña de los mexicanos.

Si en lugar de sobrevivir y esperar a que las cosas caminarán por sí mismas, nos dedicáramos a materializar la posibilidad de que el TLC se consolide como una ventaja competitiva única, tendríamos que estar trabajando en frentes que no por obvios son menos importantes. Algunos ejemplos ilustran con generosidad nuestros rezagos: en materia educativa existe un proyecto de reforma y modernización que ha comenzado a ser instrumentado. De ser exitoso, la próxima generación de mexicanos gozaría de oportunidades mucho mejores que la actual. Sin embargo, es dudoso que la reforma vaya a tener el resultado deseado. La razón de lo anterior es muy simple: la reforma está siendo instrumentada por los mismos maestros y burócratas que, por décadas, han impedido, en la práctica, el desarrollo educativo del país. Yo no me atrevería a afirmar, como lo hacen muchos críticos, que existía un objetivo consciente de malformar o maleducar a los niños para preservar su atraso e incapacidad de progresar, pero no me cabe la menor duda de que ese ha sido el resultado histórico. Hay países que tenían problemas semejantes a los nuestros de hoy, como Corea y Singapur, que hace cosa de tres décadas se propusieron convertir a la educación en la principal ventaja comparativa de sus economías; el ritmo de crecimiento de su riqueza per cápita refleja con nitidez que fueron sobradamente exitosos en su objetivo. Cualquiera que sea la razón del retraso educativo y la situación actual de la reforma, nadie podría negar que el rezago educativo es bestial y no hay nada en el horizonte que permita pensar que vayamos a revertirlo a tiempo.

El caso del sistema financiero no es menos desolador. Los bancos mexicanos no funcionan porque están descapitalizados y porque se encuentran perdidos tratando de resolver los problemas de la crisis pasada. Las causas de su penosa situación son muchas, algunas producto de su propia incompetencia, pero la mayoría resultado de pésimas regulaciones, de un atroz manejo de la economía en estos años y una inexistente supervisión. La mejor prueba de la existencia de un grave problema se puede apreciar en dos circunstancias muy simples: la primera, que el crédito bancario total sigue contrayéndose en términos reales. Es decir, aunque probablemente haya algunos empresarios suertudos que logran que algún banco les financie sus proyectos, la abrumadora mayoría simplemente no cuenta con un sistema financiero funcional. La segunda, que una buena parte de la economía y las empresas que prosperan lo hacen porque cuentan con crédito del exterior o de bancos extranjeros. La conclusión inevitable de esta situación es que no contamos con un sistema financiero capaz de hacer posible el desarrollo del país.

¿Qué hemos hecho frente a esta situación? Llevamos meses discutiendo un problema del pasado, el Fobaproa, y vamos a pasarnos otros más debatiendo hasta el cansancio la posibilidad de que extranjeros adquieran la mayoría de los bancos grandes. Es decir, en lugar de reconocer, simple y llanamente, que lo urgente, lo imperativo, es contar con una banca fuerte, bien capitalizada y funcional, nos la vivimos debatiendo cómo evadir el problema. El hecho es que los bancos mexicanos requieren de cerca de veinte mil millones de dólares de capital para poder tener la fortaleza financiera que les permita cumplir con su función. Si ese capital no está disponible en el país, debemos buscarlo en donde sí lo esté. Lo crucial es que funcione el resto de la economía, una buena parte de la cual se encuentra paralizada por la ausencia de financiamiento bancario y, en general, de bancos funcionales. Lo mismo se puede decir de la infraestructura y del inexistente estado de derecho.

Si no resolvemos el problema del sector financiero y de la educación pronto, no contaremos con el tiempo para poder cambiar, para bien, la patética realidad social y económica. Es decir, si no comenzamos a cambiar la realidad de antaño para sumar fuerzas y recursos hacia el desarrollo, seguiremos viviendo en un mundo desigual, pobre y que no satisface las necesidades de la población simplemente porque no queremos. La enorme ventaja que constituye el TLC no va a durar para siempre. De no aprovecharla sólo a nosotros podremos culpar.

 

Hacia la gran primaria del PRI

La gran interrogante es si los procesos de selección de candidatos a nivel estatal arrojarán alguna enseñanza para la elección del candidato del PRI a la presidencia para el 2000. La complejidad de tal nominación es más que evidente: se trata, para comenzar, de la primera ocasión en que el procedimiento será abierto y público. El hecho de que el PRI someta la nominación de su candidato a la decisión de la población constituye un hito en la política nacional, con evidentes implicaciones. Pero la forma y las características que deben caracterizar a ese procedimiento no son tan obvias. Los contrastantes resultados de las elecciones primarias en los diversos estados sugieren que el PRI requiere de reglas muy claras para poder lograr un resultado exitoso en una iniciativa de tal envergadura.

 

Dos motivaciones inspiran la aparentemente súbita conversión de los priístas a la democracia. Una es la necesidad imperiosa de encontrar un mecanismo de selección de candidatos que evite rupturas, asegure popularidad y ofrezca una razonable oportunidad de ganar la elección. La otra motivación tiene que ver con al menos una experiencia absolutamente exitosa para el PRI: Chihuahua. La experiencia en ese estado norteño fue extraordinaria para el PRI, toda vez que por medio de una primaria abierta los priístas no sólo lograron un candidato popular, sino un triunfo indisputado luego de seis años de ser oposición. Para los priístas, nunca dados a reconocer una derrota con facilidad, la experiencia de Chihuahua fue abrumadora: la noción misma de recuperar un estado en manos de la oposición constituye un magneto indescriptible. No vaya a ser que primero tengan que perder la elección federal  para que sus elecciones primarias rindan frutos, tal y como ocurrió en Chihuahua.

 

En este año los príístas han practicado dos métodos de selección interna obteniendo varios resultados. Por una parte, la tradicional designación del llamado «candidato de unidad», usualmente producto de la imposición del cacique local o del centro, ha mostrado que todavía puede ser efectiva pero ya no segura. Aun y cuando el PRI logró ganar con una ventaja de poco más de diez puntos porcentuales en estados con una importante competencia electoral como Durango, Oaxaca y Veracruz, también perdió en Aguascalientes, estado que presenta un bipartidismo consolidado y no se diga en su otrora bastión electoral, Zacatecas, donde la designación de un candidato de unidad le representó una ruptura al interior del partido, que finalmente se tradujo en la pérdida de la gubernatura.

 

El éxito de la designación de un candidato de unidad parece depender de su aceptación y compatibilidad con la constelación de fuerzas políticas locales. Antes, cualquier conflicto dentro del PRI, como los que ahora hemos observado en estados como Hidalgo y Guerrero, hubiera sido resuelto, cuando no conciliado a fuerzas, por el presidente de la República.  Pero aquí nos encontramos con uno de esos ejemplos palpables de cambio político. El entorno de descentralización política que experimenta el país carece ya de la figura presidencial que fungía como árbitro último para dirimir los conflictos políticos locales y asegurar beneficios a la lealtad o castigos a la indisciplina. De allí que la búsqueda de otras alternativas políticas por parte de los priístas inconformes sea una respuesta lógica y cada vez más frecuente al sentir que se les cierran las puertas con la imposición de un candidato de unidad.

 

El segundo método que han intentado los priístas para seleccionar candidatos ha consistido en elecciones primarias abiertas. Es interesante hacer notar que hay una gran polémica entre los propios priístas respecto a los resultados de esos procesos de selección, pero hay mucha menos discusión, al menos en público, sobre el desarrollo mismo de la jornada electoral. La adopción de un nuevo mecanismo de selección de candidatos tiene sentido en virtud de los problemas que enfrenta el PRI; sin embargo, hay un gran número de interrogantes que no son fáciles de responder. Por ejemplo, no es claro cuáles fueron las reglas establecidas para cada entidad y en qué medida éstas respondían a una lógica del partido a nivel nacional. De la misma forma, hubo grandes confusiones sobre cuáles eran los requisitos para que una persona pudiera votar. El papel de los comités estatales electorales (CEE) fue incierto. Pero quizá lo más confuso era el papel de los militantes priístas. Unos candidatos movilizaron hordas de acarreados y gastaron cantidades industriales de dinero, en tanto que otros se abocaron a cultivar sólo militantes priístas, para encontrarse con que todos los ciudadanos podían votar, o viceversa. Si algo ha caracterizado a las primarias del PRI es la confusión. ¿Está seguro ese partido de que así podrá lograr un candidato convincente y con legitimidad a nivel nacional para el 2000?

 

A la fecha todavía es difícil determinar si las elecciones primarias que organizó el PRI fueron abiertas (es decir, elecciones en las que cualquier persona podía votar) o cerradas, limitadas a los militantes del PRI. En Puebla, varias casillas utilizaron un listado nominal enviado por la dirigencia del partido en vez de utilizar el listado de la CEE. A su vez, en Tamaulipas los representantes de los cuatro precandidatos acusaron a la CEE de no respetar las bases de la convocatoria que establecía que la elección interna debía de ser abierta a toda la ciudadanía y que, contraria a esta disposición, la CEE aprobó un reglamento que disponía que sólo podrían votar los priístas incluidos en un supuesto listado del partido. Así, a pesar de que se utilizara un procedimiento que perseguía la legitimidad de la selección, la ausencia de reglas dio espacio a que los grupos caciquiles hicieran de las suyas.

 

La pregunta para los miembros del PRI es si hay lecciones que se puedan derivar de las elecciones a nivel local, ahora que se enfilan a la decisión más crucial de su partido. En principio parece evidente que las elecciones abiertas, es decir, aquellas  que, como en Chihuahua, toda la población puede participar, tienen el beneficio de constituir una virtual primera vuelta para la verdadera elección. Sin embargo, Chihuahua constituye un caso especial, pues el estado cuenta con un proceso democrático consolidado y el PRI local se reformó durante sus años de «exilio», condiciones que no se extienden al resto del país. Después de seis años en la oposición, el PRI de Chihuahua ya no tenía más incentivo que el de recuperar el poder. La noción de defender intereses más limitados, como ocurre en muchos de los casos de nominaciones o elecciones internas en las que se manipula el proceso y se sesga el resultado, ya había desaparecido. Si el PRI efectivamente está buscando al candidato con mayor probabilidad de ganar la elección presidencial, el hecho de someter diversos nombres a la consideración de la población en forma anticipada constituye una ventaja extraordinaria. Pero el procedimiento también entraña riesgos que deben ser contemplados.

 

Los conflictos que han suscitado varias de las elecciones primarias -como aquellas en Baja California Sur, Guerrero y Quintana Roo- muestran que el procedimiento de elección primaria no garantiza la legitimidad de la elección o la satisfacción de los aspirantes. Parte de esto se explica por el hecho de que las elecciones probablemente fueron menos limpias de lo que suponen sus promotores. El hecho de que un gobernador o un cacique meta la mano y movilice a sus bases para elegir a un candidato o altere la convocatoria a fin de ayudar a su favorito puede ser legal, pero derrota el propósito más amplio de reformar al partido y, sobre todo, de elevar las probabilidades de ganar la elección posterior. Quizá sea inevitable que los intereses más prominentes en un estado perciban que el único objetivo razonable sea el asegurar continuidad para sí mismos, razón por la cual se dedican a sesgar los resultados. Pero este fenómeno se diluye una vez que pasamos al nivel federal, donde los intereses locales tienen una influencia mucho menor.

 

Las  oportunidades y riesgos de los dos tipos de procedimiento son bastante claros. Una elección abierta a nivel nacional en un mismo día constituiría un paso mayúsculo. Los priístas estarían sometiendo la nominación de su candidato a un electorado amplio, muy poco del cual sería controlable por gobernadores y caciques. Los candidatos competirían en forma abierta, con la expectativa de que los votantes serían representativos de la población en general y, por lo tanto, una medida relativamente certera de sus preferencias en la elección posterior. Pero ¿qué si el voto se divide, lo que impide que emerja un claro ganador? ¿qué si los perdedores perciben que el resultado fue alterado? Las elecciones prmarias de los últimos meses muestran que el PRI tiene mucho camino que recorrer para lograr verdaderos candidatos de unidad, ya no producto de la imposición, sino del voto de sus militantes.

 

Antes de lanzarse a una aventura tan trascendente, pero igualmente azarosa, los priístas tendrían que definir y consensar el objetivo que se persigue. Es más que evidente que una de las principales razones por las cuales están dispuestos a seguir este camino es porque perciben que la elección del 2000 va a ser sumamente competida y, sobre todo, que su triunfo no está garantizado. Por ello, los priístas tienen que medir y atenuar los riesgos de que falle el procedimiento diseñado para darle legitimidad al candidato, como ha ocurrido en algunos estados. Una elección primaria abierta requiere reglas muy claras y muy específicas que impidan abusos, que generen competencia y que den salidas a los perdedores. Para ello es fundamental establecer quién va a vigilar el procedimiento y cómo se van a dirimir los conflictos. A final de cuentas, la pregunta es si al establecer un método de selección abierto del candidato presidencial  se puede asegurar la cohesión de los priístas. El peor de los mundos para ese partido sería un candidato impuesto (y si no que le pregunten a sus militantes en Aguascalientes) o un candidato que no logra el apoyo convincente y decidido de sus bases.

FIN DE ARTICULO.