La gran interrogante es si los procesos de selección de candidatos a nivel estatal arrojarán alguna enseñanza para la elección del candidato del PRI a la presidencia para el 2000. La complejidad de tal nominación es más que evidente: se trata, para comenzar, de la primera ocasión en que el procedimiento será abierto y público. El hecho de que el PRI someta la nominación de su candidato a la decisión de la población constituye un hito en la política nacional, con evidentes implicaciones. Pero la forma y las características que deben caracterizar a ese procedimiento no son tan obvias. Los contrastantes resultados de las elecciones primarias en los diversos estados sugieren que el PRI requiere de reglas muy claras para poder lograr un resultado exitoso en una iniciativa de tal envergadura.
Dos motivaciones inspiran la aparentemente súbita conversión de los priístas a la democracia. Una es la necesidad imperiosa de encontrar un mecanismo de selección de candidatos que evite rupturas, asegure popularidad y ofrezca una razonable oportunidad de ganar la elección. La otra motivación tiene que ver con al menos una experiencia absolutamente exitosa para el PRI: Chihuahua. La experiencia en ese estado norteño fue extraordinaria para el PRI, toda vez que por medio de una primaria abierta los priístas no sólo lograron un candidato popular, sino un triunfo indisputado luego de seis años de ser oposición. Para los priístas, nunca dados a reconocer una derrota con facilidad, la experiencia de Chihuahua fue abrumadora: la noción misma de recuperar un estado en manos de la oposición constituye un magneto indescriptible. No vaya a ser que primero tengan que perder la elección federal para que sus elecciones primarias rindan frutos, tal y como ocurrió en Chihuahua.
En este año los príístas han practicado dos métodos de selección interna obteniendo varios resultados. Por una parte, la tradicional designación del llamado «candidato de unidad», usualmente producto de la imposición del cacique local o del centro, ha mostrado que todavía puede ser efectiva pero ya no segura. Aun y cuando el PRI logró ganar con una ventaja de poco más de diez puntos porcentuales en estados con una importante competencia electoral como Durango, Oaxaca y Veracruz, también perdió en Aguascalientes, estado que presenta un bipartidismo consolidado y no se diga en su otrora bastión electoral, Zacatecas, donde la designación de un candidato de unidad le representó una ruptura al interior del partido, que finalmente se tradujo en la pérdida de la gubernatura.
El éxito de la designación de un candidato de unidad parece depender de su aceptación y compatibilidad con la constelación de fuerzas políticas locales. Antes, cualquier conflicto dentro del PRI, como los que ahora hemos observado en estados como Hidalgo y Guerrero, hubiera sido resuelto, cuando no conciliado a fuerzas, por el presidente de la República. Pero aquí nos encontramos con uno de esos ejemplos palpables de cambio político. El entorno de descentralización política que experimenta el país carece ya de la figura presidencial que fungía como árbitro último para dirimir los conflictos políticos locales y asegurar beneficios a la lealtad o castigos a la indisciplina. De allí que la búsqueda de otras alternativas políticas por parte de los priístas inconformes sea una respuesta lógica y cada vez más frecuente al sentir que se les cierran las puertas con la imposición de un candidato de unidad.
El segundo método que han intentado los priístas para seleccionar candidatos ha consistido en elecciones primarias abiertas. Es interesante hacer notar que hay una gran polémica entre los propios priístas respecto a los resultados de esos procesos de selección, pero hay mucha menos discusión, al menos en público, sobre el desarrollo mismo de la jornada electoral. La adopción de un nuevo mecanismo de selección de candidatos tiene sentido en virtud de los problemas que enfrenta el PRI; sin embargo, hay un gran número de interrogantes que no son fáciles de responder. Por ejemplo, no es claro cuáles fueron las reglas establecidas para cada entidad y en qué medida éstas respondían a una lógica del partido a nivel nacional. De la misma forma, hubo grandes confusiones sobre cuáles eran los requisitos para que una persona pudiera votar. El papel de los comités estatales electorales (CEE) fue incierto. Pero quizá lo más confuso era el papel de los militantes priístas. Unos candidatos movilizaron hordas de acarreados y gastaron cantidades industriales de dinero, en tanto que otros se abocaron a cultivar sólo militantes priístas, para encontrarse con que todos los ciudadanos podían votar, o viceversa. Si algo ha caracterizado a las primarias del PRI es la confusión. ¿Está seguro ese partido de que así podrá lograr un candidato convincente y con legitimidad a nivel nacional para el 2000?
A la fecha todavía es difícil determinar si las elecciones primarias que organizó el PRI fueron abiertas (es decir, elecciones en las que cualquier persona podía votar) o cerradas, limitadas a los militantes del PRI. En Puebla, varias casillas utilizaron un listado nominal enviado por la dirigencia del partido en vez de utilizar el listado de la CEE. A su vez, en Tamaulipas los representantes de los cuatro precandidatos acusaron a la CEE de no respetar las bases de la convocatoria que establecía que la elección interna debía de ser abierta a toda la ciudadanía y que, contraria a esta disposición, la CEE aprobó un reglamento que disponía que sólo podrían votar los priístas incluidos en un supuesto listado del partido. Así, a pesar de que se utilizara un procedimiento que perseguía la legitimidad de la selección, la ausencia de reglas dio espacio a que los grupos caciquiles hicieran de las suyas.
La pregunta para los miembros del PRI es si hay lecciones que se puedan derivar de las elecciones a nivel local, ahora que se enfilan a la decisión más crucial de su partido. En principio parece evidente que las elecciones abiertas, es decir, aquellas que, como en Chihuahua, toda la población puede participar, tienen el beneficio de constituir una virtual primera vuelta para la verdadera elección. Sin embargo, Chihuahua constituye un caso especial, pues el estado cuenta con un proceso democrático consolidado y el PRI local se reformó durante sus años de «exilio», condiciones que no se extienden al resto del país. Después de seis años en la oposición, el PRI de Chihuahua ya no tenía más incentivo que el de recuperar el poder. La noción de defender intereses más limitados, como ocurre en muchos de los casos de nominaciones o elecciones internas en las que se manipula el proceso y se sesga el resultado, ya había desaparecido. Si el PRI efectivamente está buscando al candidato con mayor probabilidad de ganar la elección presidencial, el hecho de someter diversos nombres a la consideración de la población en forma anticipada constituye una ventaja extraordinaria. Pero el procedimiento también entraña riesgos que deben ser contemplados.
Los conflictos que han suscitado varias de las elecciones primarias -como aquellas en Baja California Sur, Guerrero y Quintana Roo- muestran que el procedimiento de elección primaria no garantiza la legitimidad de la elección o la satisfacción de los aspirantes. Parte de esto se explica por el hecho de que las elecciones probablemente fueron menos limpias de lo que suponen sus promotores. El hecho de que un gobernador o un cacique meta la mano y movilice a sus bases para elegir a un candidato o altere la convocatoria a fin de ayudar a su favorito puede ser legal, pero derrota el propósito más amplio de reformar al partido y, sobre todo, de elevar las probabilidades de ganar la elección posterior. Quizá sea inevitable que los intereses más prominentes en un estado perciban que el único objetivo razonable sea el asegurar continuidad para sí mismos, razón por la cual se dedican a sesgar los resultados. Pero este fenómeno se diluye una vez que pasamos al nivel federal, donde los intereses locales tienen una influencia mucho menor.
Las oportunidades y riesgos de los dos tipos de procedimiento son bastante claros. Una elección abierta a nivel nacional en un mismo día constituiría un paso mayúsculo. Los priístas estarían sometiendo la nominación de su candidato a un electorado amplio, muy poco del cual sería controlable por gobernadores y caciques. Los candidatos competirían en forma abierta, con la expectativa de que los votantes serían representativos de la población en general y, por lo tanto, una medida relativamente certera de sus preferencias en la elección posterior. Pero ¿qué si el voto se divide, lo que impide que emerja un claro ganador? ¿qué si los perdedores perciben que el resultado fue alterado? Las elecciones prmarias de los últimos meses muestran que el PRI tiene mucho camino que recorrer para lograr verdaderos candidatos de unidad, ya no producto de la imposición, sino del voto de sus militantes.
Antes de lanzarse a una aventura tan trascendente, pero igualmente azarosa, los priístas tendrían que definir y consensar el objetivo que se persigue. Es más que evidente que una de las principales razones por las cuales están dispuestos a seguir este camino es porque perciben que la elección del 2000 va a ser sumamente competida y, sobre todo, que su triunfo no está garantizado. Por ello, los priístas tienen que medir y atenuar los riesgos de que falle el procedimiento diseñado para darle legitimidad al candidato, como ha ocurrido en algunos estados. Una elección primaria abierta requiere reglas muy claras y muy específicas que impidan abusos, que generen competencia y que den salidas a los perdedores. Para ello es fundamental establecer quién va a vigilar el procedimiento y cómo se van a dirimir los conflictos. A final de cuentas, la pregunta es si al establecer un método de selección abierto del candidato presidencial se puede asegurar la cohesión de los priístas. El peor de los mundos para ese partido sería un candidato impuesto (y si no que le pregunten a sus militantes en Aguascalientes) o un candidato que no logra el apoyo convincente y decidido de sus bases.
FIN DE ARTICULO.