El gobierno que no levantó

Cárdenas llegó a gobernar la ciudad de México prometiendo reformas que ilustrarían el tipo de transformación que experimentaría el país bajo la conducción de un primer gobierno perredista. Un año después, la realidad es que si bien hay una serie de cambios sumamente promisorios, el gobierno capitalino actual se caracteriza por su generalizada incompetencia.

 

Los objetivos inicialmente planteados por el gobierno de Cuauhtémoc Cárdenas eran no sólo loables, sino necesarios. La noción de limpiar la administración del Distrito Federal, eliminar la corrupción, resolver el problema de seguridad pública y revitalizar la economía de la región probó ser una fórmula electoral arrolladora.  Pero hay un límite a las promesas que puede hacer y no cumplir un candidato, como demuestra el desempeño de la primera administración no priísta de la ciudad de México, ante una población que exige resultados concretos.

 

El primer gobierno perredista de la ciudad de México ha introducido algunos cambios fundamentales. Por una parte, ha logrado incorporar nuevas personas e ideas en la conducción de la administración pública.  Hay delegaciones del D.F. cuyos nuevos responsables han tratado de forzar a la burocracia a responder a las demandas de la población, lo que ha limitado -porque seguramente no ha impedido- el crecimiento de la corrupción que tiene raíces ancestrales. Sin embargo, a pesar de los avances y del hecho tangible de que hay personas no sólo probas, sino también excepcionalmente bien intencionadas y competentes a cargo de los más diversos puestos dentro de la jerarquía administrativa del D.F., la realidad es que, después de un año de gobierno, el logro principal no es el de un cambio generalizado, sino el de haber sobrevivido, a duras penas, la tempestad. Peor, para tapar sus deficiencias, el gobierno capitalino ha recurrido al viejo -y fácil- expediente de acusar a gobiernos anteriores de la ciudad de todos los males, corruptelas y abusos, generalmente sin fundamento alguno. La corrupción es evidente y la decisión de combatirla bienvenida, pero la motivación parece ser ajena a la búsqueda y desarrollo de una administración proba e institucional, pues hay mucha venganza, destrucción y saña en lo que se ha hecho. Mal comienzo.

 

Quizá la palabra más mencionada en el lenguaje cardenista, desde su campaña hasta el momento actual, es la de democracia. Un año de gobierno ha demostrado que no es suficiente invocarla  para hacerla posible, a menos que el Ing. Cárdenas identifique el hecho de haber llegado al gobierno con la consolidación de la democracia.  Si ese fuera el caso, los electores estamos lucidos. Para verdaderamente avanzar la democracia es necesario crear instituciones, abrir las fuentes de información y, sobre todo, practicarla. Hasta este momento la única diferencia entre este gobierno y los anteriores es la etiqueta del partido del que proviene. Pretender que un gobierno democráticamente electo es demócrata, por ese solo hecho es, en el México actual, una mera ilusión.

 

Pocas cosas ilustran mejor la contradicción intrínseca en el planteamiento «democrático» del gobierno de la ciudad de México como el tema del referéndum. En lugar de asumir la responsabilidad de gobernar -y las consecuencias de sus decisiones-, el gobierno capitalino ha intentado legitimar sus escasas decisiones con supuestas consultas populares, como aquella en la que menos de diez mil personas, en una de las ciudades más grandes y pobladas del orbe, votaron para cambiar la vista del Zócalo de la ciudad. No hay nada de malo en las consultas, pero es increíble que un gobierno emanado de un partido que con toda clarividencia y tenacidad reclamó la limpieza electoral pretenda ahora que un referéndum sin transparencia o publicidad y debate pueda ser un instrumento de decisión política, a menos de que lo que se busque sea evadir responsabilidades.

La realidad es que el gobierno cardenista no ha inaugurado transformación alguna. A pesar de que en sus inicios se presentaron objetivos por demás ambiciosos, el gobierno carece, todavía hoy, de una estrategia clara, definida y articulada. Si algo caracteriza al gobierno actual del D.F. es su absurda postura defensiva en prácticamente todos los frentes.  Hoy en día es más común escuchar quejas del gobierno cardenista por los supuestos abusos de la prensa, o por lo que perciben como excesivas demandas de la población, que logros tangibles y demostrables. En esta perspectiva será interesante observar cómo evoluciona una «iniciativa» reciente: aunque de importancia simbólica, la demagógica posición del gobierno en relación al pago de aguinaldos,  por ejemplo, corre el riesgo de retornarle como un boomerang si, después del anuncio, los aguinaldos acaban siendo efectivamente pagados.

La honestidad es el tema medular del discurso cardenista en la ciudad. La honestidad en el desempeño de la función pública y la honestidad en el comportamiento de los funcionarios. A la fecha no hay razón alguna para dudar del comportamiento del propio Ing. Cárdenas o de sus principales colaboradores. Cuando ha habido duda, el jefe del gobierno de la ciudad no ha vacilado en desechar a la persona. La honestidad parece ser una profunda y legítima preocupación del gobernante. Pero la honestidad es una condición necesaria, más no suficiente, para gobernar. Gobernar implica hacer cosas, no limitarse a no hacer nada, para evitar la crítica o la suspicacia. Actuar no necesariamente implica deshonestidad. Pero no es suficiente ser gobierno; lo medular es el quehacer del gobierno mismo.

 

El desencanto de la población con la administración cardenista debió ser predecible. Los problemas de la ciudad de México son tan graves, profundos y complejos que no era razonable para nadie suponer que le sería fácil a Cárdenas alterar súbitamente la realidad.  Además, los intereses que se han visto afectados por el cambio de gobierno -y de partido en el gobierno- así como el activismo priísta, en ocasiones no sólo absurdo sino también contraproducente, han minado la credibilidad de la administración del PRD y el prestigio de Cárdenas en lo personal.

 

La verdad es que Cárdenas prometió casi el nirvana cuando competía por el gobierno del D.F. Lo que no es obvio es si esa promesa era consciente o producto de una estrategia meramente electoral.  Hay razones para pensar que Cárdenas percibía -¿percibe?- que el mero hecho de estar él a cargo implicaría un cambio radical en las percepciones de la población y en el propio funcionamiento del gobierno de la ciudad.  No hay duda de que esas percepciones iniciales cambiaron en el Distrito Federal. Pero lo que hemos observado en lo que va de este año -y que, inexorablemente confirman las encuestas- es que la población demanda más que promesas y liderazgos iluminados. No es casualidad que muchas organizaciones que fueron las primeras en promoverlo, ahora lo denuncien.

 

El cambio que Cárdenas prometió -y que la población demandaba- era necesario. La población del Distrito Federal ha sufrido un brutal deterioro en sus ingresos, niveles y calidad de vida a lo largo de los últimos años. La demanda de cambio político era más que evidente. Si Cárdenas no hubiera amalgamado el voto opositor, alguien más lo habría conseguido. Esto explica el hecho de que una abrumadora mayoría de electores prefería al PAN a finales de 1996 para gobernar al D.F., mientras que una mayoría todavía mayor eligió a Cárdenas en julio de 1997. Cárdenas llegó al gobierno porque prometía muchas cosas que la población deseaba, pero también porque los habitantes del D.F. ya no toleraban los abusos permanentes de gobernantes insensibles, a lo largo de décadas de gobierno del PRI.

 

Cárdenas nunca entendió esta dicotomía. En su lógica, la población le dio carta blanca para dedicarse a ganar la presidencia en el 2000, ignorando sus compromisos con la ciudadanía del D.F. Pero su llegada al D.F. no fue tanto producto de un apoyo irrestricto a su persona o a su (inexistente) programa, sino del rechazo mayoritario al PRI. Una vez que Cárdenas llegó al gobierno sin programa y sin mayor sentido de dirección comenzó el divorcio con una población agraviada, herida, despojada y deseosa de respuestas y no de más promesas.

 

Lo irónico del gobierno de Cuauhtémoc Cárdenas es que, en muchos temas clave, tiene mejores planteamientos, diagnósticos más agudos y mayor capacidad analítica que sus contrapartes en el gobierno federal. Así, por ejemplo, mientras que el gobierno federal se rasga las vestiduras proponiendo iniciativas de ley para atacar la inseguridad pública por medio de la elevación de las penas a los delincuentes, el gobierno de Cárdenas reconoce que mientras la impunidad sea prácticamente absoluta, un incremento en las penas, así sea descomunal, no va a alterar en nada los patrones de inseguridad que acosan a los habitantes de la ciudad. Pero aquí, como en todo lo demás, las palabras del jefe del gobierno pueden ser acertadas, pero mientras no incidan en la realidad cotidiana, acaban siendo meras palabras.

 

La lucha de Cárdenas por la presidencia en el 2000 no está perdida ni ha terminado con un primer año de gobierno en virtual atonía. Su futuro dependerá de lo que efectivamente haga en el próximo año, último período en el que podrá demostrar su compromiso y sus habilidades para transformar la realidad de la ciudad de México. La noción de que su mera presencia va a cambiar la vida de los mexicanos (o de la ciudad) ha sido derrotada por un año de gobierno tan o más mediocre que los de sus predecesores. La gran interrogante es si Cárdenas es más que un símbolo de cambio, pues lo que los mexicanos demandan es una nueva realidad.

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