Todos sabemos que el poder judicial no funciona en el país pero, a pesar de ello, nadie parece hacer nada al respecto. En lugar de enfrentar el hecho como el enorme y preocupante problema que es, llevamos una década buscando paliativos y substitutos -más bien, parches- que han atajado dificultades y facilitado la solución de problemas específicos, pero que están lejos de haber resuelto el problema que representa un sistema judicial inoperante. En la medida en que se hace más compleja la política nacional y que se acentúan las desigualdades sociales y económicas, la falta de un sistema judicial eficaz y funcional se va a hacer cada vez más patente. La noción de que el problema de la justicia en el país se puede resolver por medio de parches -esto es, instancias que hacen las veces del sistema judicial para asuntos específicos, como el IFE en lo electoral e incluso la Suprema Corte de Justicia para las cosas mayores pero no la justicia para los asuntos cotidianos- es claramente falaz. Sería preferible anticipar esta situación para que la revolución se realice dentro de los marcos institucionales y no en las calles.
La importancia de un sistema judicial no es obvia en México por la simple razón de que nunca hemos tenido uno en forma. Pero su carencia ha dejado cicatrices por todas partes. Un sistema judicial funcional tendría dos objetivos primordiales. Por una parte el de resolver disputas entre particulares o entre particulares y el gobierno. Por otra parte, el poder judicial debe servir para romper los empates que con frecuencia se generan, en una democracia, entre los poderes legislativo y ejecutivo. Ambas funciones son indispensables para el desarrollo de una sociedad, pues lo normal es que, en toda interacción humana, se generen diferencias entre las partes. Las disputas pueden surgir por incumplimiento de contratos; por robo o difamación; por uso indebido de recursos o atribuciones por parte del gobierno o de partidos; o por abuso de autoridad. En fin, los ejemplos son interminables. En la historia de la humanidad, no hay sociedad que no haya tenido que lidiar con un sinnúmero de intereses en disputa.
Pero las sociedades resuelven sus diferencias de maneras muy distintas. Independientemente de las formas específicas que caracterizan a los sistemas judiciales de cada nación particular, es evidente que algunas sociedades han desarrollado mecanismos mucho más efectivos para la resolución de disputas que otras. La administración de la justicia en México es particularmente deficiente. Lo anterior se puede observar en los más diversos ámbitos. Los ciudadanos en México, en nuestra calidad de consumidores, por ejemplo, sabemos bien que es virtualmente imposible ganar una disputa frente a alguno de los grandes monopolios -reales o virtuales- que nos tienen cautivos, como las empresas de telefonía, electricidad, transporte público, etcétera. Si eso es una realidad tangible para las personas que acceden a esos servicios y que, en muchos casos cuentan con los medios para interponer querellas en contra de dichas empresas, la situación es con frecuencia más desesperada para las decenas de millones de mexicanos que no tienen ni la menor capacidad de obtener una solución justa y razonable a sus reclamos, agravios y demandas por la razón de que ni siquiera pueden expresarlas de una manera adecuada. Los cacicazgos, los gobernadores duros, la corrupción y otros obstáculos al desarrollo de tribunales neutrales, abogados defensores de oficio eficaces y respetables y jueces competentes, han convertido en una burla la noción misma de justicia en el país.
La ausencia de un sistema de administración y procuración de justicia funcional y eficaz se traduce en toda clase de vicios. Desde los más obvios, como el abuso de que son víctima millones de mexicanos todos los días cuando sus gobernantes malusan los fondos públicos, hasta los que hacen muchas veces inviables los planes gubernamentales para atraer mayor inversión extranjera por la falta de garantías de que los contratos y derechos de propiedad se harán cumplir y respetar por un sistema judicial neutral, independiente y respetable. La ciudadanía sabe bien que es mejor un mal arreglo que un buen pleito precisamente porque no hay manera de asegurar que un pleito vaya a conducirse de acuerdo a la ley, cuando, además, tanto la ley como la administración de justicia están, generalmente, politizadas y son deficientes.
Ninguna persona razonable en México duda del hecho de que el sistema judicial es extraordinariamente deficiente y que, en una palabra, no cumple con su propósito elemental. Tanto así que el propio gobierno, a lo largo de la última década, se ha dedicado a buscar soluciones a problemas específicos relacionados con la carencia de un sistema judicial moderno y eficaz. La búsqueda de soluciones parciales no siempre ha sido mala, pues algunos de los resultados de ese proceso sin duda han contribuido a resolver dificultades o a evitar deterioros innecesarios. Sin embargo, el hecho de que un gobierno tenga que recurrir a la creación de instancias paralelas al poder judicial indica, por ese solo hecho, que el corazón del sistema es disfuncional y que ha sido corrompido, razón por la cual los parches no pueden cumplir su cometido más que en casos excepcionales. Como una manguera que se va parchando una y otra vez, tarde o temprano acaba por reventarse.
Hay un sinnúmero de parches que han sido concebidos y desarrollados en estos años. Algunos han atacado directamente una parte del problema, como la reforma de la Suprema Corte de Justicia en 1995, pero acaban siendo insuficientes porque van dirigidos a resolver tan solo un frente o una vertiente del problema, dejando expuesta a toda la población a los avatares y vicios tradicionales del sistema político. Otros parches han buscado darle la vuelta a los problemas fundamentales del sistema de justicia, como las Comisiones de Derechos Humanos, que han servido para obligar a los jueces y funcionarios públicos a ser menos malos en el ejercicio de su función, pero no por ello dejan de ser paliativos al problema de fondo. En última instancia, la creación del Instituto Federal Electoral y del Tribunal Electoral fueron respuestas políticas a la ausencia de un poder judicial respetado y creíble entre los partidos políticos y la ciudadanía en general. Muchas, si no es que todas las instituciones creadas bajo esta concepción pueden estar cumpliendo su cometido nítidamente y, de hecho, la mayoría ha logrado un elevadísimo grado de respetabilidad y credibilidad en la sociedad en general. Pero este último hecho no niega el pecado original de que se trata de meros parches a un problema más amplio, en el que el denominador común es la inexistencia de un poder judicial funcional.
Los vicios comienzan desde el principio. Para empezar, todos y cada una de estas instancias ad-hoc han sido creadas por la presión que sobre el gobierno han ejercido grupos de interés fuertes bien organizados y poderosos como para obligar al gobierno a responder y actuar. Esto es cierto en los casos de las demandas contra el gobierno por el uso de la tortura o por la presión de los partidos políticos en relación al fraude electoral. Lo mismo ha ocurrido con la firma de tratados de inversión, sobre todo con varios países europeos, por medio de los cuales el gobierno mexicano se compromete a que la ley se cumpla y a que las empresas de esos países que inviertan en México serán debidamente compensadas en caso de expropiación. Los últimos dos gobiernos, deseosos de resolver problemas, encontrar soluciones y buscar afianzar la capacidad de crecimiento de la economía mexicana, han ido creando diversas instancias para-judiciales que efectivamente contribuyen a evitar problemas y crear mejores condiciones para el desarrollo de esas actividades o procesos específicos, así se trate de los derechos humanos o de los derechos políticos, de la salvaguarda de los intereses de los inversionistas o de la resolución de los conflictos entre los políticos. En la abrumadora mayoría de los casos, la solución gubernamental ha sido adecuada, pero sólo para el problema particular. Nuestro grave problema es que el problema más amplio está lejos de ser resuelto.
Lo que en un principio pretendía ser una excepción ha acabado siendo la regla. Pero esta regla -la de crear instancias para-judiciales- no resuelve el problema de la justicia en el país, ni la de los mexicanos en general, ni la de los intereses específicos en lo particular. Uno se pregunta, por ejemplo, ¿qué ocurre con aquellos otros segmentos de la sociedad mexicana no cuentan con esa capacidad de presión? ¿Quién defiende a los campesinos que son abusados en sus derechos, en sus propiedades y en sus fuentes de trabajo en ingresos? ¿Quién le otorga protección al empresario mexicano cuando el gobierno del Distrito Federal le expropia un terreno y se niega a compensarlo conforme a la ley? Las interrogantes que uno puede plantear en esta materia son virtualmente infinitas. Y la razón de ello no es difícil de dilucidar: un sistema judicial tiene por propósito el de resolver una amplia variedad de disputas, así sean penales, civiles, mercantiles o políticas. La creación de instancias parajudiciales como las aquí mencionadas constituye un reconocimiento de que ese poder judicial no funciona; pero las soluciones parciales que se han creado son eso: soluciones parciales. Sin un poder judicial que goce de credibilidad a partir de su desempeño neutral, independiente y eficaz, los problemas del país se van a hacer cada vez más profundos, es ilusorio esperar lo contrario. Mientras más soluciones parciales se desarrollen, menor será la certidumbre y, por lo tanto, mayores los incentivos a resolver los conflictos y disputas por vías distintas a la judicial, incluyendo la violenta y la armada.
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