Demasiados mitos

Demasiados mitos

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\par }\pard \qr\sl480\slmult1\nowidctlpar\widctlpar\adjustright {Luis Rubio

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\par La realidad tarde o temprano acaba por alcanzar hasta a la mejor de las intenciones y a la más veloz de las preconcepciones. Tanto el aparentemente interminable conflicto dentro de la UNAM como los procesos electorales de la semana pasada nos permiten observar cómo la realidad va derribando nociones que parecían inamovibles y que con frecuencia se daban por obvias. A pesar de los asegunes, sin embargo, el resultado es por demás promisorio.

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\par Muchos indicios sugieren que la vertiente que recientemente ha tomado el conflicto de la UNAM tiene mucho más que ver con el "efecto demostración" del zapatismo y la "resistencia" que Marcos ha sostenido por casi seis años, que con la oposición al cobro de cuotas que el rector se proponía realizar. Es decir, el conflicto chiapaneco está teniendo consecuencias mucho más allá de sus fronteras luego de seis años en los que el gobierno básicamente decidió que la mejor manera de resolver este problema era ignorándolo. En realidad, había buenas razones para creer que la estrategia gubernamental estaba funcionando, sobre todo porque, fuera de algunos episodios más o menos violentos, el conflicto parecía achicarse. Hasta las personas más críticas del gobierno reconocían que el movimiento zapatista disminuía hasta adquirir una dimensión más folclórica que propiamente política.

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\par Pero ahora resulta que la retahíla de cartas y monólogos de Sebastián Guillén no fue en vano. Aunque en el gobierno se leyeran poco sus alocuciones, sus materiales gozaban de lectores asiduos entre muchos universitarios que están cansados del sistema, de la pobreza, de la estructura social y, en muchos casos, de la vida misma. Las lecciones de Marcos fueron calando poco a poco hasta el punto en que crearon un caldo de cultivo propicio para un movimiento político que, como el de Chiapas, no parece tener solución. Sin embargo, a diferencia de Chiapas, el problema de la UNAM no se puede ignorar.

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\par Tal vez la enseñanza más importante de Marcos para los paristas de la UNAM es la noción de la resistencia. La idea de que se puede permanecer al pie de lucha por años (¿o décadas?) sin tener que ceder, concertar, negociar o acordar absolutamente nada con nadie. En el conflicto de Chiapas ha privado la noción de que la ley, el gobierno y las instituciones son irrelevantes. Desde esa perspectiva, la UNAM ha pasado a ser territorio liberado, propiedad virtual de los paristas que, parecen creer, tienen el tiempo a su favor. La inacción en Chiapas tiene consecuencias. El mito de que se puede mantener la tapa sobre ese movimiento está creando otros problemas.

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\par Las elecciones en Nayarit y el Estado de México también arrojan enseñanzas importantes. Para comenzar, el margen relativamente amplio de triunfo de la Alianza en Nayarit y el estrecho margen con el que el PRI salió victorioso en el Estado de México no sólo confirma la creciente competitividad electoral, sino que hace perfectamente plausible el triunfo de cualquier partido. Es decir, ya no estamos en la época en que el PRI arrasaba en las elecciones, dejando a los otros partidos sumidos en el herradero de la derrota. El triunfo de partidos distintos al PRI ya es posible tanto por la creciente capacidad de éstos de convencer al electorado, como por los problemas que sigue evidenciando el PRI en su interior y en su relación con la población. Las mayorías absolutas son historia del pasado, aunque las maquinarias electorales siguen siendo cruciales.

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\par }{\f9\cf1\lang2057 Pero quizá el mito más grande que derribaron las elecciones del domingo anterior es el de las alianzas entre partidos. En Nayarit ganó la alianza de oposición, en tanto que en el Estado de México la fragmentación del voto opositor le hizo más fácil el triunfo al PRI. Cuando se une la oposición en un ambiente de extraordinaria competitividad el PRI es sumamente vulnerable. De haberse unido el PAN y el PRD en el el Estado de México, es posible que la coalición hubiera ganado con un amplio margen, aunque seguramente no tan grande como el que resultaría de la simple suma de los votos que cada partido alcanzó de manera independiente. El mensaje para la elección presidencial es transparente, razón por la cual seguramente el PRI seguirá en su macho de no aprobar la legislación respectiva que fue aprobada en el Congreso pero que no ha sido considerada en el Senado. La pregunta para los partidos de oposición es si tendrán la madurez de pensar en alternativas creativas para unir sus fuerzas aun y cuando la ley no lo favorezca ni facilite.

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\par Una tercera observación que permiten los proceso electorales en esos estados es la que se refiere a la noción generalizada de que todos los candidatos compiten por la misma rebanada del pastel o, en palabras de los propios partidos, que todos los candidatos persiguen presentarse como moderados y de \ldblquote centro\rdblquote . En el Estado de México lo más significativo fue precisamente el hecho de que cada uno de los candidatos buscara su propio nicho, distinguiéndose cada uno de ellos del conjunto. Fue particularmente significativo el hecho de que el candidato del PRI rompiera con todas las convenciones de comportamiento político al no tener el más mínimo empacho en ganarse la antipatía de toda la población con capacidad de discernimiento con una campaña saturada de ofensas a los luchadores por los derechos humanos y de comentarios contrarios a los estándares de discurso civil y civilizado que los promotores de la democracia han intentado imponer. El proceso electoral del Estado de México mostró que las elecciones pueden ser limpias y competitivas, pero también totalmente fuera de los cánones esperados por los promotores de la democracia.

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\par Igualmente significativo fue el hecho de que los candidatos en el Estado de México no encontraran incentivo alguno para vender el mismo discurso, como sí ocurrió en la competencia electoral en la ciudad de México en 1997. En aquella ocasión, los tres candidatos competían por los mismos electores, ofreciendo una plataforma semejante para su gobierno. Viendo hacia las campañas para la presidencia, este tema es especialmente significativo porque uno de los asuntos más controvertidos del momento es el de la continuidad de la política económica. Uno de los supuestos sobre los cuales se apoya la estrategia anti-crisis del gobierno federal, incluyendo su famoso }{\i\f9\cf1\lang2057 blindaje}{\f9\cf1\lang2057 , es el de la continuidad. Aunque ese tema no era relevante para la competencia en el Estado de México, el hecho de que los candidatos no compitieran por el \ldblquote centro\rdblquote político indica que la política económica va a ser un tema de disputa electoral, independientemente de que haya o no opciones significativas a la misma. Otro mito desterrado por los procesos electorales recientes.

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\par El mito más fácil de derruir era sin duda el del valor del voto para los mexicanos. Muchos políticos, de todos los partidos, siguen postulando, aunque sea en privado, la noción porfirista de que los mexicanos no estamos preparados para la democracia. La evidencia presentada por los votantes el domingo pasado es exactamente la contraria. A partir de 1994, los electores en el país han dado una muestra tras otra no sólo de comprensión cabal de la importancia de los procesos electorales en abstracto, sino del valor de su voto. Es notorio cómo los votantes volvieron a cambiar al partido en el poder en muchas de las presidencias municipales en disputa en Nayarit y en diversos distritos electorales del Estado de México. Se confirmó, una vez más, la clara tendencia a la alternancia de partidos en el gobierno. Esto indica que la ciudadanía no sólo ha hecho suyo el voto, sino que ha aprendido a emplearlo con habilidad. La mala noticia es que esa misma ciudadanía todavía no encuentra satisfacción a sus demandas o necesidades. El mal gobierno sigue siendo la regla más que la excepción.

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\par El último mito al que tampoco le faltaba mucho para ser derribado es el relacionado a la importancia de los partidos para el desarrollo político: sin partidos no hay democracia. En el Distrito Federal se volvió a repetir la faena de una elección para representantes vecinales que acabó, de nueva cuenta, en un estruendoso fracaso. Los habitantes de la ciudad de México no encontraron razón alguna para elegir a representantes vecinales cuando saben que lo que cuenta en la toma de decisiones y, por tanto, en su vida cotidiana, son los delegados y otras instancias del gobierno capitalino. El número de votantes que acudió a votar fue irrisorio, menos del 10% de los empadronados. Los habitantes del Distrito Federal no encontraron motivación alguna para desperdiciar su tiempo y su voto, ese instrumento tan trascendente y valioso, para santificar un proceso electoral caracterizado por la ausencia del vehículo elemental de la política, que son los partidos. Además de la irrelevancia misma de la figura de los representantes vecinales, la ciudadanía demostró que espera más de los políticos y del gobierno. Aunque lejos de contar con una democracia en pleno, la ciudadanía no está dispuesta a vivir con mitos y preconcepciones burocráticas.

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\par Lamentablemente, por cada mito que se desbancó, otras prácticas y actitudes se arraigaron todavía más. La más notoria es es la incapacidad de los partidos perdedores para reconocer el resultado. Ya no se objetan los procesos electorales mismos, pero el reconocimiento del triunfador es algo que todavía eluden los partidos. Las mismas prácticas que tanto el PAN como el PRI objetan en el Estado de México y en Nayarit, respectivamente, las condonan en las entidades en que resultaron victoriosos. Seguimos siendo malos perdedores. Ganando o perdiendo, lo que es seguro es que el PRI la tiene cada vez más difícil. Con suerte y eso los anima a desarrollar mejores gobiernos.

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\par \page Lic. Ismael Gonzalez

\par Banco ing mexico

\par 258.2173.

\par }{\f9\cf1\lang2057 ECONONIMSTA EN JEFE

\par ARTURO PORSEKANSKI

\par LUNES NOCHE A CENAR .

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\par }{

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Visionarios y populistas

Luis Rubio

Hubo una época en que los grandes personajes visionarios que forjaban el destino de sus sociedades surgían del gobierno y, con su liderazgo, hacían posible la prosperidad. Esos grandes políticos proponían, construían y ejercían  liderazgo sobre los diversos grupos sociales, muchos de los cuales se dedicaban, en cuerpo y alma, a preservar el pasado y hacer imposible el porvenir.  Hoy en día, al calor de las primeras llamaradas del proceso electoral, los papeles parecen invertidos. Hoy son los empresarios quienes tienen clara la brújula y quienes comprenden  los riesgos de volver a caer en un ciclo de crisis económicas, en tanto que son los políticos, sobre todo los candidatos, quienes se han dedicado a reproducir un viejo discurso populista y reaccionario.

 

La complejidad política que nos ha tocado vivir estos días es resultado de un mundo cambiante al que nos hemos adaptado a regañadientes y con frecuencia mal. El gobierno lleva tres décadas haciendo lo posible por no perder el poder, mientras que el resto del mundo cambia a la velocidad del sonido. Diversas reformas a las estructuras económicas han ido transformando la manera de producir en el país, pero también han cambiado la dinámica de la política  mexicana. Décadas de vivir bajo el fuero de un sistema político con frecuencia opresivo y de una economía protegida y artificialmente impedida a desarrollarse, produjeron grandes vicios, una pésima distribución del ingreso y muchos menos empleos (y peor remunerados) de los que hubiera sido posible crear y remunerar dentro de un régimen económico competitivo como el que ha existido en los países occidentales y en el sudeste asiático. El hecho es que hemos cambiado mucho, pero no de manera uniforme. La competencia electoral que apenas comienza está evidenciando lo obvio: que las carencias son todavía enormes.

 

No hay ninguna novedad en el hecho de que un candidato explote las deficiencias de sus contrincantes o que haga uso de las molestias que lee (o cree leer) en las caras de los votantes. Son raros los políticos que tienen una gran visión y no cejan en su empeño de llevarla a la práctica, en ocasiones con resultados desastrosos, como muestran casos históricos como el de Hitler o el de Stalin. Lo común es que los políticos analicen el momento que les ha tocado vivir y propongan soluciones idóneas, desde su perspectiva, a los problemas del día. Aquellos que ven para adelante y no pierden el sentido de dirección o la realidad del momento, con frecuencia acaban siendo los grandes estadistas que todos conocemos:  desde Churchill y  Roosevelt  hasta  Plutarco Elías Calles y  Chou En-lai.

 

Pero la abrumadora mayoría de los políticos en el mundo no hace sino expresar ideas que, confía, serán atractivas para los votantes. En ocasiones esas ideas son propias, aunque más comúnmente éstas son producto de la lectura minuciosa de las encuestas. En un sistema electoral competitivo, los candidatos arman sus campañas a partir de la materia prima que tienen frente a ellos y no a partir de grandes visiones del mundo.

 

Hace años, cuando estudiaba yo en la ciudad de Boston, había un profesor que en sus ratos libres se dedicaba a asesorar candidatos a puestos de elección popular. Este maestro empleaba a sus alumnos como mano de obra barata para realizar encuestas, a partir de las cuales  derivaba un conocimiento detallado del sentir de los votantes y, con ello, construía una estrategia de campaña para su empleador. Lo que surgía de todo lo anterior era, en palabras pomposas,  el “perfil de un candidato”. Se trataba de crear una definición ideológica al aspirante a una alcaldía, diputación o senaduría, que no recogía su propia convicción. Más bien, era una definición construida enteramente con el propósito expreso de satisfacer a los votantes en ese momento en particular. Recuerdo a uno de sus clientes que, luego de fracasar en un primer intento de obtener la candidatura de su partido para el senado en el estado de Massachusetts, se fue a establecer residencia legal en el estado vecino de Rhode Island. Dos años después, apareció el nuevo “perfil” del candidato, un perfil que no tenía absolutamente nada que ver con el que antes había construido su asesor. Según el sapo la pedrada.

 

Eso mismo está ocurriendo en México en la actualidad. Más allá de las diferencias inherentes a los aspirantes a las candidaturas de cada partido, todos los candidatos están desesperadamente buscando la llave que los haga atractivos frente a los votantes. Unos hablan de grandes privatizaciones, en tanto que otros se lamentan de la pobreza en el campo; todos sin excepción critican al llamado neoliberalismo. La realidad del México de hoy es que el calor de la competencia electoral está evidenciando muchas de nuestras carencias. Lo que no es obvio es que la exaltación de nuestras dificultades nos lleve a un sano (y necesario) debate sobre la naturaleza de esas dificultades o las opciones para solucionarlas.

 

No hay país democrático alguno en que la economía no sea el meollo de los debates electorales. Tampoco hay político alguno, en países democráticos al menos, que no comprenda que el bolsillo es lo primero en la mente de los votantes. Todos y cada uno de los gobiernos en esos países se dedican en cuerpo y alma a hacer lo posible, y hasta lo indecible, para arribar el día de las elecciones con una economía pujante y creciente. Ahora que comenzamos a otear el mundo de la democracia, aunque sea de manera precaria, resulta inevitable que la economía aparezca como uno de los temas de referencia obligada. Nuestros gobernantes ya no pueden obviar o evadir el tema económico, ni pueden ofrecer más de lo que muchos perciben que no rinde resultados, ahora que el voto comienza a hacer mella. Por eso es tan interesante observar los intercambios –realmente un diálogo de sordos- que se han suscitado entre algunos de los aspirantes a la candidatura a la presidencia por parte del PRI, los principales funcionarios económicos del gobierno y alguno que otro candidato de terceros partidos.

 

Los candidatos, cuyo único objetivo es, lógicamente,  llegar al poder, han encontrado que, en algunas regiones del país, criticar a la política económica vigente arroja dividendos. Ningún observador cuerdo de la economía o la política del país se sorprendería de esta situación. A final de cuentas, el contraste más patente y lacerante del momento actual se encuentra precisamente en las diferencias tan extraordinarias que arroja el desempeño de la economía en las distintas regiones del país. Cambiar la política económica no es algo que atraiga a votantes en el norte, en Jalisco, en Yucatán, en Querétaro, en Guanajuato y el resto del Bajío, pero es algo sumamente poderoso en la mente de los mexicanos que residen en el la ciudad de México, en Guerrero, en Nayarit y en otras regiones que han perdido dinamismo y viabilidad en los últimos años. Los candidatos están respondiendo a su mercado: puede no ser la mejor manera de resolver los problemas al país (aunque sí entrañe un engaño a los votantes), pero ciertamente puede ser muy efectiva para ganar una elección. Los precandidatos pueden ser timoratos, pero entienden bien que no podrán ganar ofreciendo más de lo mismo.

 

Lo sorprendente es la respuesta de los funcionarios del gobierno, que se niegan a ver lo obvio. Los agregados económicos son muy interesantes para los estudiosos, pero le dicen poco al trabajador que no tiene mucho que llevar a su casa o al empleado que observa como se viene abajo la empresa en la que ha laborado por muchos años. Los funcionarios del gobierno federal se han dedicado a rasgarse las vestiduras como si lo logrado fuese suficiente, cuando lo que le importa a las personas y a las familias no es la abstracción de mejores políticas, sino la realidad económica cotidiana. Realidad que, desafortunadamente, sigue siendo terrible en muchísimas regiones del país.

 

Sin embargo, lo notable del momento actual es menos el uso político que los candidatos hacen de nuestras carencias y deficiencias o la absurda defensa con que han respondido los funcionarios gubernamentales, que las inteligentes respuestas y propuestas que, en forma creciente, vienen aportando diversos empresarios. Hoy son los empresarios exitosos quienes se han dedicado a ofrecer no sólo una visión del futuro, sino oportunidades reales para alcanzarlo. Son esos mismos empresarios quienes están alertando hacia las soluciones de fondo: en lugar de criticar las políticas que sí están funcionando, dice un cada vez mayor número de ellos, aboquémonos a introducir cambios cualitativos en el sistema educativo porque si no jamás daremos la vuelta; de igual forma argumentan que, en lugar de perdernos en los grandes discursos populistas, observemos que la competitividad se construye a nivel de cada persona y comunidad en la forma de sistemas de salud, de infraestructura y de educación. Si queremos progresar en la era de la información, más vale romper con las estructuras medievales que lo impiden.

 

Lo que los empresarios parecen comprender es que tenemos que perseverar en el único camino posible. Sin embargo, es evidente que hay que realizar ajustes importantes a la política económica, sobre todo a las políticas sectoriales, para ampliar los beneficios que ya se comienzan a observar en algunas regiones al resto del país. La legitimidad de la política económica será posible no por decreto, como parecen pretender los funcionarios que se han sentido aludidos por las críticas de los precandidatos, sino por los resultados que arroje la propia actividad económica.

 

A diferencia de los políticos que surgen al calor de la hoguera, hoy en día la viabilidad del país la están construyendo los empresarios que ya dieron la vuelta. Ahí están los verdaderos visionarios. Pero los empresarios no están en el negocio de gobernar. Lo que urge son políticos que no confundan el disfraz (como puede ser la llamada “tercera vía») con la substancia. Ahí está la diferencia entre el político de pacotilla y el estadista visionario.

La apuesta del blindaje

Luis Rubio

La verdadera apuesta que acaba de aventarse el gobierno nada tiene que ver con la economía, sino con sus limitadas reformas en el ámbito político. La decisión gubernamental de apertrecharse con enormes recursos financieros para evitar caer en una nueva crisis económica a lo largo del periodo que dure la transmisión real del poder en el próximo par de años, evidencia la enorme sensatez del equipo gubernamental, pero también revela su profunda incomprensión de las causas de las crisis sexenales de las últimas dos décadas.

 

No es casualidad que las crisis económicas se hayan desatado al final de cada uno de los últimos cuatro sexenios. El solo hecho de que la crisis ocurriera entre el fin de un sexenio y el principio de otro sería razón suficiente para reconocer su naturaleza política. Las crisis sexenales han tenido un origen político, pero sus principales manifestaciones se han dejado sentir en el orden económico. Este es el tema sobre el que es importante reflexionar ahora que comenzamos a aproximarnos al fin de este periodo sexenal.

 

El país ha vivido una crisis política que ya lleva más de treinta años. El movimiento estudiantil de 1968 cambió a México para siempre al evidenciar las profundas fisuras que existían en el sistema político en su conjunto y la falta de representatividad y legitimidad que lo caracterizaban. Por treinta años, un gobierno tras otro ha intentado lidiar con ese problema, casi todos sin mayor éxito. En los setenta, la brillante respuesta consistió en inundar al país de gasto público financiado con deuda externa e inflación, mismo que sumió al país en una profunda recesión en los años sucesivos. Más adelante se comenzaron a relajar las reglas para la legalización de nuevos partidos políticos y se amplió el poder legislativo para dar cabida a diputados de representación proporcional. Una serie de interminables reformas a la ley electoral paulatinamente disminuyó los márgenes de maniobra del PRI y sus plomeros políticos, para poco a poco igualar los términos de competencia política. Ninguna de estas reformas, por significativa y relevante que pudiese haber sido, fue suficiente para evitar la repetición de las crisis cada fin de sexenio.

 

No hay la menor duda de que todas y cada una de esas crisis ha explotado en la economía. Una y otra vez hemos sido testigos de la devaluación de la moneda y la contracción fiscal que ha tenido lugar casi inmediatamente después, con todas las consecuencias que ello trae consigo para las tasas de interés, las deudas de las familias y empresas y, sobre todo, para los salarios y el empleo. Pero lo que quizá no ha sido tan obvio es la causa misma de la crisis. Ninguno de los responsables de la economía en las últimas décadas se ha caracterizado por su incompetencia o falta de inteligencia; el tema no es de atributos o falta de ellos, sino de las presiones y circunstancias políticas que les ha tocado enfrentar y de las que no se han podido sustraer. Quizá nadie fue tan claro respecto a las prioridades gubernamentales como el entonces presidente Echeverría cuando afirmó que “la inflación es un mal menor que el conflicto político”. Las prioridades se hacían transparentes: lo importante era no retornar a  circunstancias como las que crearon la crisis estudiantil de 1968. Cualquier cosa, incluida una crisis económica era, a juicio de esos políticos, preferible a una crisis política.

 

El problema es que las crisis políticas siguieron presentándose. Al conflicto de 1968 le siguieron diversas disputas dentro de la burocracia política. En 1976, por ejemplo, López Portillo inició con un gabinete que incluía a representantes de dos de las facciones antagónicas, confiando que ello evitaría una crisis. Miguel de la Madrid recurrió a una táctica casi opuesta cuando excluyó de su gobierno a la facción que adoptó el nombre de Corriente Democrática y que eventualmente llevó a la formación del PRD. El mismo conflicto mantuvo plagado al gobierno de Carlos Salinas, manifestándose en la animadversión permanente entre el PRI y el PRD y, sobre todo, en los asesinatos políticos y la declaratoria de guerra del EZLN en el último año de su mandato. El conflicto político no institucionalizado, violento y destructivo ha sido la característica más palpable del sistema a lo largo de los últimos treinta años.

 

Cada uno de los gobernantes de ese periodo recurrió a un nuevo mecanismo, una táctica distinta, para intentar aplacar el conflicto. Todos, sin excepción, acabaron empleando el gasto público como medio para atemperar los ánimos y evitar el desquiciamiento de la estabilidad política. Unos lo hicieron de manera abierta y sin contemplaciones, como sugiere la afirmación de Echeverría, en tanto que otros lo hicieron de formas menos llamativas, pero igualmente destructivas, como ocurrió en el sexenio pasado a través del otorgamiento de crédito que nadie pensaba pagar ni cobrar, es decir gasto público, a través de la banca de desarrollo. Puesto en blanco y negro: todas las crisis de los setenta, ochenta y noventa fueron crisis políticas que acabaron manifestándose en la economía.

 

Invariablemente, cada uno de los gobiernos a partir de 1976 inició su periodo sexenal teniendo que enfrentar la última de las crisis. Todos juraron y perjuraron que ellos no culminarían su administración con una nueva crisis porque habían aprendido en carne propia lo que eso implicaba. Todos acabaron rompiendo su promesa y poniéndole un clavo más al ataúd del sistema político emanado de la Revolución.

 

A Ernesto Zedillo le tocó la peor de todas las recesiones. No sólo fue muchísimo mayor la deuda externa con vencimientos de corto plazo que tuvo que enfrentar, sino que la combinación de un extraordinario crecimiento del crédito bancario        -sobre todo a personas físicas y familias-, y de un pésimo manejo de esa cartera por parte de los bancos y más tarde del gobierno y Fobaproa, una vez que afloró la crisis a principios de 1995, agudizó gravemente la ya de por sí profunda recesión, sumiendo a vastas regiones del país en una virtual depresión. Ante la crisis, tanto por su personalidad como por su honestidad, el presidente abandonó cualquier proyecto de desarrollo que lo hubiera animado con anterioridad para abocarse en cuerpo y alma a romper con el círculo vicioso y concluir su periodo sin una situación de crisis económica. A partir de ese momento, todos los programas gubernamentales se han dirigido a afianzar la fortaleza de las finanzas públicas, a crear mecanismos permanentes de ahorro público y a cuidar la evolución saludable de los diversos agregados monetarios, financieros e internacionales. El llamado blindaje, que fue finalmente constituido en las últimas semanas, es como el broche de oro de todo un sexenio dedicado a la estabilidad económica. Aunque sus críticos lo denosten, no hay duda que el gobierno está siendo mucho más consecuente con sus propias obsesiones económicas que con cualquier intento de perpetuar al PRI en el poder. El apertrechamiento económico es, a final de cuentas, un activo para todos los mexicanos, que somos quienes siempre acabamos pagando el costo de los errores o prioridades mal concebidas del gobierno.

 

La interrogante es si tanto apertrechamiento es suficiente para resolver la causa de fondo de las crisis económicas de los últimos sexenios. Si uno acepta la noción de que la causa última de las crisis ha sido de carácter político más que económico, entonces resulta evidente que lo que hay que analizar es la fortaleza política del sistema para poder evaluar qué tan factible es que el gobierno se salga con la suya en esta apuesta.

 

Hay tres cambios de naturaleza política que este gobierno puede reclamar como suyos y que sin duda trabajan a su favor. El primero tiene que ver con la autonomía del Instituto Federal Electoral, instancia que disminuye drásticamente el nivel de conflicto entre los diversos partidos. El segundo tiene que ver con el fin del dedazo: ahora los conflictos entre los miembros del PRI ya no pasan por el gran árbitro que decidía por todos. La adopción de un mecanismo de nominación de candidatos dentro del PRI que no pasa por el presidente cambia, de raíz, la naturaleza del sistema político y abre múltiples válvulas de escape que confiadamente disminuirán -otra apuesta- las tensiones políticas y evitarán otra ola de violencia. Finalmente, el tercer cambio, que en realidad precedió al segundo, fue la adopción de los candados para la nominación de los candidatos por parte del PRI. Aunque los llamados candados son una aberración en una democracia, su adopción fue una señal trascendental para los resentidos del PRI de que habría mecanismos cuasi institucionales de resolución de conflictos sobre los cuales los tecnócratas no podrían ejercer un veto. Estos tres cambios van a transformar al sistema político y, tarde o temprano, llevarán al desmantelamiento de las estructuras de control y disciplina autoritaria que construyeron, en forma complementaria, Plutarco Elías Calles y Lázaro Cárdenas.

 

Consciente o no, el éxito de la apuesta gubernamental de evitar una crisis al final del sexenio reside mucho menos en las acciones emprendidas en el ámbito económico, que en el éxito de esos tres cambios políticos. El gobierno está apostando a que esas tres válvulas de escape serán suficientes para oxigenar a la política mexicana y para desviar las presiones que pudiesen presentarse, evitando con ello una crisis económica más. La verdad es que se trata de una apuesta temeraria por la inmensa cantidad de cabos que han quedado sueltos en el aire y por la ausencia total de instituciones para canalizar cualquier presión que pudiese presentarse fuera de esos tres ámbitos o en cualquiera de ellos si fallara la estructura creada. Pero lo que parece más certero es que, de haber presiones, el blindaje impedirá que se manifiesten a través de la economía. A los ciudadanos no nos queda más que confiar en que esta olla de presión aguante la creciente temperatura.

El resentimiento de los chicos

Luis Rubio

La apuesta implícita, aunque quizá inconsciente, en las reformas económicas de los últimos quince años ha sido la de confiar en las empresas grandes la recuperación y el éxito económico del país, así como la responsabilidad de sacar al resto de la economía del letargo en que había quedado luego de la virtual quiebra del gobierno en 1982. En la visión gubernamental, las empresas grandes tendrían los recursos, la visión y, sobre todo, la capacidad empresarial para transformarse y jalar al resto de la planta productiva del país hacia un estadio más moderno, productivo y exitoso. La experiencia de estos tres lustros demuestra que la apuesta no fue errada, pero sí insuficiente. Un enorme número de empresas se ha transformado, pero muchas más, sobre todo las de menor tamaño, se han quedado rezagadas. Ahora viene la revancha.

 

Quince años de reformas, que en ocasiones se avanzaron de manera más intensa y visionaria que en otras, han creado un sector privado fuerte, pujante y exitoso. Pero, en términos generales, han sido mucho más exitosas las empresas de mayor tamaño que las pequeñas. Un grupo de poco más de quince mil empresas realiza prácticamente la totalidad de las exportaciones del país, en tanto que varias centenas de miles languidece. El contraste entre quienes han sido exitosos, independientemente de su tamaño, y los que se han rezagado es tan fuerte que se ha convertido en materia de disputa nacional. Muchos gobernadores han canalizado sus acciones a atraer nuevas empresas, sobre todo extranjeras, hacia sus entidades, confiando en que eso ayude a dar un giro radical en los índices de producción locales. Muchos candidatos han convertido esos contrastes en la esencia de su convocatoria política. Ahora los empresarios medianos ganaron la presidencia del Consejo Coordinador Empresarial y no han hecho nada para ocultar su júbilo.

 

La causa del rezago de las empresas industriales que nacieron al amparo de la política de substitución de importaciones en los años cuarenta, cincuenta y sesenta es que nunca tuvieron que competir, que desarrollar habilidades empresariales o que medir su capacidad, productividad o la calidad de sus productos. El mundo era demasiado fácil. Cuando esa realidad cambió con la apertura comercial, las diferencias entre las empresas pequeñas o medianas y las grandes se acentuaron en forma dramática. Si bien todas las empresas, independientemente de su tamaño, se vieron igualmente beneficiadas por la protección y más tarde afectadas por la apertura a las importaciones, no hay la menor duda de que han sido las grandes, y las que verdaderamente contaban con capacidad empresarial, las que se han encontrado en mucho mejores circunstancias para adaptarse a las nuevas realidades.

 

Las empresas grandes han tenido tres atributos y ventajas excepcionales que les han permitido convertir la reforma económica en una oportunidad de crecimiento. Primero, por su tamaño y sus relaciones internacionales, estos empresarios han sido capaces de entender el cambio que ocurre en el mundo, mucho antes que el resto de la población; unos serían mejores empresarios, otros peores, pero todos han tenido la ventaja de desarrollar una visión sobre el por qué de los cambios, cómo enfrentarlos y qué hacer o, en su caso, a quién consultar o acudir para hacerlo. Segundo, por su tamaño, han podido presionar al gobierno para que les ayude a lidiar con sindicatos, regulaciones, burócratas y todo lo que obstruía su restructuración. Las empresas grandes tienen el tamaño suficiente para enfrentarse a los obstáculos que han venido encontrando en el camino -burocráticos, fiscales, sindicales, regulatorios y demás- sin poner en entredicho su viabilidad misma. Tercero y crucial, por haber dado la vuelta, estas empresas tienen acceso virtualmente ilimitado al crédito, lo que les ha permitido competir exitosamente con los mejores del mundo.

 

Lo que para las grandes empresas son ventajas y atributos, para las pequeñas son impedimentos insalvables. Estos empresarios, hechas todas las excepciones, todavía hoy no tienen la menor idea de las razones y la lógica de las reformas económicas y, en general, de la globalización. Aunque muchos de estos empresarios veían positivamente la evolución de las reformas en los ochenta e inicio de los noventa, su capacidad para aprovecharlas y con base en ello transformar a sus empresas, era muy limitada. La mayoría de estas empresas padece toda clase de desventuras y con frecuencia se encuentra a merced de las prácticas monopólicas de empresas mayores, sin que tengan nada que hacer al respecto. Las tasas reales de interés, si es que encuentran crédito, las aniquilan, los excesivos procedimientos y formas fiscales los abruman, los precios de los servicios -ahora a niveles del primer mundo pero con calidad del quinto- los enojan, los procediimientos legales y el obsoleto marco legislativo los sujetan a procedimientos discrecionales o, peor aún, los enfrentan a trámites con plazos o resultados impredecibles, que les hacen irracional o francamente imposible invertir o, incluso, pensar o planear algo a largo plazo. Además de todo esto, no tienen con quién quejarse y la mayoría de las soluciones que propondrían no beneficiaría al país; tampoco tienen tamaño para enfrentarse a sus proveedores, muchas veces abusivos. Los procedimientos legales para corregir o eliminar los atropellos dan risa: ¿quién en su sano juicio va a enfrentarse a tal o cual monopolio, público o privado, que cuenta con todo el apoyo del gobierno? Puede que nada de esto les afecte directamente, pero les demuestra que todo cambió para permanecer igual. Para ellos la realidad es la misma: aún hay inspectores abusivos que piden mordida; aún tienen que enfrentar actitudes arbitrarias de los proveedores gubernamentales y de los monopolios u oligopolios privados; la ley sigue siendo interpretada en forma casuística y así sucesivamente. La vida de los empresarios medianos y pequeños es una de obstáculos interminables, incluyendo los propios.

 

Por si lo anterior fuera poco, la crisis cambiaria de 1994 y la virtual depresión de 1995 destruyeron el patrimonio de una enorme proporción de estos empresarios, quienes vieron sus mercados desaparecer casi en forma simultánea con la acumulación, aparentemente interminable, de deudas. Aquellos empresarios que tenían visión y capacidad empresarial comenzaron a buscar opciones y alternativas para salir del pantano en que la suma de importaciones, crisis y deudas los había dejado. Muchos no sólo han salido adelante, sino que se han convertido en pujantes empresarios con un futuro envidiable. Otros muchos, seguramente la mayoría, siguen perdidos esperando que alguien, el gobierno o un milagro, les resuelva sus problemas. Entre que son peras o son manzanas, los empresarios pequeños resienten profundamente el éxito de los grandes, a quienes con frecuencia culpan de sus males. Cierta o falsa esta percepción, el hecho es que hay un abismo de diferencia entre unos y los otros.

 

Lo que no es obvio es qué puede hacer el gobierno al respecto. Una economía moderna y próspera no puede depender de un gobierno que resuelve constantemente problemas particulares. Mucho de lo mejor que se ha dado a la fecha en el contexto de la reforma económica, sobre todo en materia de desregulación, ha sido resultado de la presión de las empresas (sobre todo de las más grandes). Esta presión no sólo ha destrabado muchas inversiones; también ha eliminado grupos de interés particular -muchas veces políticos- que medraban a costa de toda la actividad económica, lo que ha acabado beneficiando a todo el empresariado. Sin embargo, nada de eso resuelve la enorme incertidumbre en que viven las empresas menos grandes. Algunas de éstas han optado por cerrar, otras por la vía informal. La mayoría simplemente «están», sin ir mas allá.

 

La salida de la industria que no se ha sumado a la globalización se encuentra en acciones que tanto el gobierno como el propio sector privado deben propiciar. Muchos de los obstáculos que permanecen tienen que ver con problemas particulares de cada sector industrial, y aun de cada empresa. Aunque muchos de éstos corresponde al gobierno resolver, éste no puede decidir y actuar dentro del ámbito propiamente empresarial. Con todo, a juzgar por los resultados, el gobierno, en todos niveles, ha hecho mucho menos de lo que sería necesario para resolver el problema de la vieja planta industrial. Ha actuado poco y mal en el frente legislativo (por ejemplo, todavía no tenemos una ley de quiebras idónea) y mucho menos ha erradicado la arbitrariedad burocrática o sentado las bases para el desarrollo efectivo de un Estado de derecho. Pero falta mucho más en otro ámbito: tiene que persuadir, negociar y, con las empresas y sindicatos, encontrar soluciones a los problemas individuales; no puede forzar a las empresas a transformarse: tiene que convencerlas. Lo mismo debe ocurrir con los sindicatos.

 

Pero las empresas grandes también tienen una enorme responsabilidad en este proceso. Ciertamente, estas empresas no son culpables de la profunda brecha que se ha creado entre los ganadores y los perdedores en este proceso de transformación económica. Pero su futuro será incierto mientras una parte tan significativa del empresariado, de los trabajadores y del país en general, viva rezagada y en recesión permanente. La viabilidad del país se afianzará en la medida en que las empresas grandes logren articular una estrategia de desarrollo integral de proveedores -desde producción hasta calidad y administración- a fin incorporar en sus cadenas productivas a todos los empresarios que sean competentes y capaces de producir partes y componentes que las empresas grandes requieren para sus exportaciones. La realidad ha demostrado que el país no tiene otra salida.

 

El contexto económico de lo electoral

Luis Rubio

 Las ventajas aparentes del PRI en la carrera electoral hacia el 2000 crecen a la velocidad del sonido. Al exitoso lanzamiento de su nuevo procedimiento de selección del candidato presidencial, se viene a sumar el interminable conflicto dentro del PRD. Ambos factores podrían hacer que los próximos doce meses -saturados de propaganda y debate entre priístas- se caractericen por un virtual dominio del PRI sobre los temas nacionales, marginando con ello al PAN y reduciendo todavía más la relevancia de un PRD no sólo dividido, sino abanderado por un candidato que ya no tiene mayor capacidad de entusiasmar a los votantes. Es imposible ignorar las enormes ventajas estructurales (e históricas) con las que el PRI cuenta al entrar en este competido proceso electoral, sobre todo porque la evolución de la economía también parece jugar a su favor. Pero el entorno económico es sólo favorable por la fortaleza de la economía norteamericana, algo que todavía podría cambiar de aquí a julio del 2000.

De cara a las próximas elecciones federales en julio del 2000, es difícil minimizar las ventajas con que cuenta el PRI. Nos guste o no a la oposición, a las clases medias urbanas o a los analistas y académicos, la maquinaria priísta sigue siendo efectiva. El PRI,  junto con el IMSS y la Iglesia, es una institución arraigada de cuya presencia no escapa ni el más escondido y distante recoveco del territorio nacional.  Con mínimas excepciones, sus tentáculos abarcan a todas las regiones, grupos, etnias e intereses en el país.  Las campañas que sus precandidatos van a iniciar a partir de agosto, y que más tarde continuará quien resulte el candidato vencedor, van a bombardear a los electores de temas priístas por once meses prácticamente ininterrumpidos. Si le sale bien el procedimiento de nominación del candidato, el PRI va a dominar la escena política, una vez mas, disminuyendo la importancia de sus rivales. Por si todo esto no fuera poco, la economía ha logrado un desempeño mucho mejor de lo que la oposición, sobre todo el PRD,  pronosticaba.

Muchos analistas creen que el favorable desempeño económico ha sido ficticio, es decir, sin bases reales que lo sustenten. La realidad es que la economía ha venido prosperando gracias a dos factores fuertemente interrelacionados: por un lado, el excepcional dinamismo que ha experimentado su similar norteamericana, misma que ha podido absorber a las crecientes exportaciones mexicanas.  Por el otro, la vigencia del Tratado de Libre Comercio de Norteamérica que, a la vez que atrae inversiones hacia el país, garantiza el acceso de los productos mexicanos al mercado estadounidense. Aunque las tasas de crecimiento de la economía mexicana han sido modestas respecto a las que se alcanzaban en los cincuenta y sesenta y, sobre todo, respecto a las que sería deseable y necesario lograr para comenzar a reducir la pobreza en el país, lo notable es que el motor que ha venido impulsando a la economía nacional son las exportaciones.  Si uno aisla al sector exportador del resto de la economía, las tasas de crecimiento desaparecen: en 1995 la contracción habría sido de más del doble de lo que fue y la recuperación en los años subsecuentes habría sido irrisoria, si no es que inexistente. No cabe la menor duda de que nuestra economía es mucho menos vulnerable asociada a la norteamericana que si dependiera exclusivamente de la arbitrariedad de nuestras autoridades, pero la posibilidad de que la economía norteamericana inicie una desaceleración luego de nueve años de crecimiento continuo (y sumamente elevado en su historia), seguramente tendría un severo impacto sobre nosotros.

La historia que cuenta el gobierno mexicano es sólo parcialmente cierta. El script gubernamental dice que, luego del desastre de 1995, la economía mexicana es de las que mejor desempeño han logrado en el mundo; que se han llevado a cabo reformas estructurales importantes (como las afores, que en el tiempo, suponen, elevará el nivel de ahorro interno); que se ha mantenido una apretada política fiscal y un régimen cambiario adecuado; y que no sólo se han recuperado los niveles de empleo, sino que se ha comenzado a reducir el rezago previamente existente. Todo esto, dice el gobierno, ha permitido que la economía haya crecido mucho más que el promedio latinoamericano y asiático.

Aunque las reformas que el gobierno presume son verídicas, la realidad es que éstas han sido sumamente modestas y limitadas, lo que explica tanto los enormes contrastes que se pueden observar en el desempeño económico de las diversas regiones del territorio nacional, como la recesión que sigue caracterizando a vastas zonas del país, que con frecuencia son también las que mayor efervescencia política registran. De particular importancia es la región del centro geográfico del país, una zona de acelerado desarrollo industrial hace algunas décadas, que no ha podido transformarse para tener posibilidad de participar en el éxito exportador de los últimos años.

Quizá lo más significativo de la economía mexicana en la actualidad es el hecho de que el crecimiento que ha experimentado ha tenido lugar al margen de la acción (mas bien inacción) gubernamental. Sin la política de estabilización que caracterizó el actuar gubernamental a partir de 1995, la economía sin duda habría experimentado un periodo de extraordinaria inestabilidad; sin embargo, el crecimiento de estos últimos años ha provenido, prácticamente en su totalidad, de empresas exportadoras, financiadas por bancos del exterior e impulsadas por el extraordinario boom que experimenta la economía de Estados Unidos. Si las exportaciones llegaran a sufrir un revés, evento nada improbable en este momento, la economía mexicana podría entrar en severos problemas, con obvias consecuencias políticas y electorales. La economía doméstica sigue estancada y, con pocas excepciones, todas las regiones que carecen de empresas exportadoras, de pujantes zonas turísticas o de excepcionales empresarios, se encuentran en recesión. Puesto en otros términos, el gobierno no ha hecho prácticamente nada para fortalecer a la economía interna, para facilitar su modernización o para elevar el nivel de vida de la población. Todo el crecimiento ha sido resultado del éxito de un pequeño, aunque creciente, número de empresas exportadoras. Si esa economía comienza a deteriorarse, el entorno electoral del PRI podría comenzar a cambiar.

Desde la perspectiva gubernamental,  lo crucial era  resolver el problema del ahorro  interno, lo que demandaba cambios tanto en el orden fiscal como en el sistema de pensiones. Seguramente mayores niveles o tasas al ahorro interno permitirán una mayor estabilidad económica en el largo plazo, pero eso, aunque necesario, no va a ser determinante en la transformación de la economía interna. Para que ésta se reactive es fundamental llevar a cabo reformas profundas al entorno que afecta la actividad empresarial. En la actualidad ese entorno se caracteriza por la complejidad y excesivos trámites burocráticos para toda su actividad, incluyendo el pago de impuestos; por la inexistencia de una ley de quiebras que permita reestructurar a empresas excesivamente endeudadas, comercializar activos productivos que se encuentran congelados por problemas financieros y atraer nuevos inversionistas; por la inmovilidad de todos los activos congelados en el Fobaproa, que se deterioran minuto a minuto; y, sobre todo, por la falta de bancos funcionales y de un entorno propicio para que éstos cumplan su función. La recesión que experimenta la economía interna es producto de la incompetencia burocrática y de la ausencia de un gobierno dispuesto a llevar a cabo las reformas estructurales que las empresas requieren para prosperar. Además, lo tibio de las reformas y los temores a cambios políticos drásticos han llevado a que se contraiga la inversión productiva. Este problema es tan serio que hasta las empresas exportadoras han comenzado a experimentar problemas de capacidad instalada: por ejemplo,  las exportaciones llevan dieciséis meses creciendo por debajo del diez por ciento (periodo que inició mucho antes de que se comenzara a apreciar el tipo de cambio), lo que anuncia severos problemas de crecimiento en el futuro, sobre todo si la causa de esto fuese la falta de inversión.

La vulnerabilidad de la economía mexicana ha disminuido por la flexibilidad que ahora presenta uno de los factores propensos a hacer crisis (la política cambiaria) y por el TLC. Pero ni uno ni el otro resuelven el problema de la falta de crecimiento económico del país. Además de las reformas que se han dejado de hacer, el gobierno ha cometido dos graves errores en el último año, que podrían sentar un mal precedente para el futuro: por un lado ha incurrido en déficit fiscal y, por el otro, ha permitido que se eleven los aranceles a la importación. Ambos podrían servir de excusa para que futuras administraciones acaben con las pocas cosas que sí funcionan en la actualidad.

De esta forma, la elección del 2000 todavía esta lejos de quedar consagrada. Sin embargo, lo que no es evidente es quién podría beneficiarse electoralmente de lo que no ha hecho el gobierno actual: el PRD le sigue apostando a una crisis económica (que, evidentemente, sus potenciales votantes no desean) y el PAN no tiene una oferta creíble de reforma. Con esa oposición, lamentablemente para México, el PRI tiene el camino libre para seguir haciendo de las suyas y aun así seguir ganando.

 

Sudafrica: la delicada transición

Luis Rubio

 

¿Debe un gobierno ser juzgado por los agravios históricos que le heredaron sus antecesores o por los resultados de su propia gestión? En cierta forma, ese era el dilema que enfrentaron esta semana todos los sudafricanos al elegir, por segunda vez en su historia, a su nuevo gobierno. Las campañas políticas estuvieron dominadas por el discurso del triunfador, Thabo Mbeki, quien básicamente se dedicó a culpar a los gobiernos blancos de antaño de las dificultades del presente, y por el de sus contrincantes, que culpan al gobierno del Congreso Nacional Africano (ANC, por sus siglas en inglés), del extraordinario deterioro en la vida cotidiana que experimentan tanto los blancos como la población denominada «de color», principalmente de descendencia asiática, sobre todo hindú. Ambos contingentes aprecian el extraordinario éxito del presidente Mandela en iniciar un proceso de reconciliación nacional y transición gradual sin amenazar a los blancos ni coartar los legítimos derechos de la mayoría negra. Sin embargo, la gran interrogante en Sudáfrica en la actualidad es si la ausencia de Mandela va a destapar la cloaca de todas las asignaturas pendientes. De por medio se encuentra no sólo la viabilidad económica de esa naciente democracia, sino la noción misma de una transición política pacífica en un país subdesarrollado.

 

La interrogante de si un gobierno debe ser juzgado por lo que hizo o por lo que heredó del pasado no es ociosa. El presidente Mandela está por concluir su mandato como primer presidente de esa democracia multiracial habiendo conseguido lo que parecía imposible cuando fue electo: iniciar un proceso de transición política gradual de un régimen autoritario y abusivo de la mayoría negra a una democracia en forma, sin atentar contra población blanca ni destruir la base de una economía dominada por blancos y con un extraordinario potencial. Para Mandela era crucial no sólo preservar los empleos existentes en ese momento, sino garantizar la viabilidad de la sólida economía con que ya contaba Sudáfrica para convertirla en la base de desarrollo que el país -y sobre todo la población negra- requería para salir de su aguda pobreza. A pesar de haber vivido veintisiete años en una prisión por haber protestado la política del apartheid, Mandela no sólo no salió a cobrar deuda histórica alguna, sino que se dedicó a encauzar  toda la fuerza y presión con que la población desahogaba un agravio de décadas en un proceso de transición gradual. Desde esta perspectiva, el resultado del primer gobierno producto de una elección que incluyó a la totalidad de la población en 1994 ha sido espectacular: a pesar de los momios en contra, el país no sólo no se desmanteló, sino que nadie duda de que es posible continuar por el camino emprendido entonces.

 

Pero los impresionantes logros del presidente Mandela -y, particularmente, de quien fuera su operador político, el ganador Thabo Mbeki- en el plano de la alta política no han resuelto los enormes rezagos históricos que manifiesta ese país. Evidentemente el gobierno de Nelson Mandela se abocó a resolver problemas específicos con gran celeridad, sobre todo el de la vivienda y el de la carencia de servicios de infraestructura básica (drenaje,  agua potable, electricidad, etc.) en las colonias negras. Los avances en ambos frentes son enormes, aunque lejos de ser satisfactorios. Muchos políticos del ANC son culpados de utilizar los recursos destinados a la solución de esos problemas para generar lealtades partidistas, cuando no para beneficio personal. Muchos intelectuales negros dicen que el ANC corre el riesgo de acabar como el PRI mexicano.

 

Es interesante observar a Sudáfrica desde la perspectiva mexicana, porque los paralelos (y diferencias) son sumamente interesantes: ambas naciones están gobernadas por partidos políticos polifacéticos y fundamentalmente no ideológicos que pretenden representar al conjunto de la población. Los dos países han desarrollado economías caracterizadas por la profunda polarización de sus poblaciones y por una pésima distribución del ingreso. En Sudáfrica, un país de aproximadamente cuarenta millones de habitantes, seis millones de blancos e hindúes contaban con todos los servicios y beneficios -la mayoría de ellos de una calidad equivalente a la más alta del Primer Mundo-, en tanto que al resto de la población se le controlaba con un sofisticado sistema de pasaportes internos que tenían el efecto práctico de crear dos mundos totalmente contrastantes y diferenciados: uno pobre, otro rico. Los contrastes (físicos) que se observan recuerdan mucho a nuestra realidad social y económica, pero con dos diferencias fundamentales: por un lado, el hecho de que en México no exista una distinción racial matiza los contrastes y los hace mucho menos tajantes. Por otro lado, no hay la menor duda de que en México sí se ha dado una movilidad social significativa que, si bien no ha sacado de la pobreza a una enorme cantidad de mexicanos, ciertamente sí ha creado una clase media pujante que simplemente no existe en Sudáfrica. Donde las diferencias parecen desvanecerse es en el plano político. El ANC llegó para quedarse y se ha dedicado a burocratizarlo todo y a servirse del poder a lo grande. Sobre todo, el partido que domina la vida política de ese país ve a los partidos de oposición como un mal necesario y no como un mecanismo vital para su propio desarrollo y para asegurar que los abusos de antaño no se repitan jamás. Hay ahí paralelos sumamente preocupantes para nosotros.

 

 

El hecho de contar con una mayoría segura en el plano electoral y de que el presidente Mandela sea visto como una verdadera figura mítica ha permitido que el partido en el gobierno se duerma en sus laureles y desestime problemas fundamentales que ahora comienzan a hacer agua. De particular importancia es el hecho de que la calidad de la educación para la población negra siempre fue desastroso y, peor aún, que por casi dos décadas, millones de sudafricanos simplemente no asistieron a la escuela ya sea por decisión propia de boicotear al gobierno de entonces o, con más frecuencia, porque los gobiernos blancos cerraron las escuelas para evitar que los estudiantes se organizaran para protestar. El resultado es toda una generación de ciudadanos que está llegando a la edad productiva sin haber tenido formación alguna ni la más mínima capacitación para el trabajo. En adición a ello, el SIDA ha aumentado como reguero de pólvora, hasta el grado de afectar a cerca de la tercera parte de la población, según la información disponible. El gobierno saliente no hizo absolutamente nada en ninguno de estos frentes. Peor, a la vez que ha exigido que las empresas incorporen a un mayor número de negros en sus niveles ejecutivos y de dirección, ha sido incapaz de capacitarlos para que puedan desempeñarse en esos puestos.

 

 

Finalizado el proceso electoral, el nuevo gobierno de Mbeki, que será inaugurado el próximo día 16, tendrá que definir la estrategia a seguir. La población mayoritaria demanda acceso inmediato a todos los satisfactores que por décadas observó, pero a los que jamás tuvo acceso. Algunos de sus líderes acuñaron el slogan TIA (this is Africa) para indicar su preferencia por abandonar el proceso gradual de transición y adoptar de inmediato políticas que abiertamente discriminen en contra de la población blanca. Mbeki sabe bien que cualquier movimiento en esa dirección mataría a la gallina de los huevos de oro, pues virtualmente toda la economía productiva es propiedad de inversionistas blancos o es administrada por profesionales y técnicos también blancos. El dilema que se presenta detrás del llamado de quienes abogan por TIA es mucho más brutal de lo que parece: ¿quieren los sudafricanos igualar las condiciones de toda la población ascendiendo a los negros al nivel de los blancos, o preferirían disminuir el nivel de vida general para hacerlo semejante al del resto de los países del continente africano? Por supuesto que quienes presionan por una transformación inmediata suponen que es posible lo primero. La realidad es que la población negra no cuenta con las habilidades mínimas necesarias para poder competir en una economía moderna, sujeta a las presiones y condicionamientos que impone la globalización. La experiencia de Zimbabwe, país que acabó destruyendo a su economía por discriminar en contra de los blancos, es evidente para Mbeki, pero eso no es consuelo para quienes exigen satisfactores inmediatos.

 

De esta manera, Mbeki tiene el enorme reto de probar que es un líder efectivo ya sin la presencia envolvente de Mandela. Su desafío es, por una parte,  el de evitar una confrontación dentro de los rangos de su propio partido, cuya fortaleza se fundamenta menos en una visión común del futuro que en su oposición de décadas al gobierno racista y, por la otra, atacar las grandes carencias que evidentemente son producto de la historia, pero que se han agudizado en los últimos años por falta de atención gubernamental. La inseguridad pública es perceptible en todos los grupos sociales, el asesinato y la violación de mujeres -desde niñas hasta ancianas- son noticia cotidiana y la ausencia de un gobierno dispuesto a someter a proceso judicial a criminales convictos, pero que son miembros del partido, domina la conciencia popular.

 

El problema para Mbeki, como para nosotros en esta coyuntura, es que ha llegado el momento de empatar el discurso con la acción gubernamental. Mbeki parece reconocer en sus discursos que no hay otra opción que seguir adelante, manteniendo la expectativa de una mejor vida en el futuro. Sin embargo, ese reconocimiento no ha venido acompañado de un plan que ofrezca, claramente, un mejor gobierno y la solución de los problemas básicos que impiden que Sudáfrica dé el gran paso adelante. Igual que en México, se han logrado enormes avances conceptuales, pero poco o nada de ello se ha traducido en un programa de acción que unifique a toda la población y le ofrezca al menos un sentido de esperanza para el futuro. Hay semejanzas que sería preferible no compartir.

podemos prescindir del sistema bancario

podemos prescindir del sistema bancario

Luis Rubio

La noche quedó atrás en el tema Fobaproa, pero los bancos mexicanos siguen sin cumplir con su razón de ser: intermediar en forma eficiente entre los ahorradores y demandantes de crédito para financiar el desarrollo económico del país. La razón de lo anterior es múltiple, pero en el fondo se reduce a una situación muy simple: la banca no es negocio ni tiene posibilidad de serlo dentro del esquema institucional en que hoy tiene que operar en nuestro país. Para que la banca pueda convertirse en el factor clave del desarrollo económico de México es indispensable dejar de hablar del pasado reciente, no para ignorarlo, sino para comenzar a enfilarnos hacia un mejor futuro. La realidad es que toda la controversia sobre el Fobaproa obscureció la problemática del sector financiero del país en lugar de exponerla y sujetarla a una discusión analítica. Ahora que ese tema ha pasado a otro plano, no menos controvertido por cierto, es tiempo de comenzar a enfrentar el serio problema que representa la ausencia de un sistema bancario funcional.

La pregunta que tenemos que hacernos es muy simple: ¿es posible que exista una economía de mercado, moderna y dinámica que crece y genera fuentes de empleo a la velocidad necesaria, como seguramente todos los mexicanos deseamos, en ausencia de un sistema financiero viable y operativo? La respuesta es más que evidente: no existe país exitoso en el mundo que no cuente con un sistema financiero pujante y vital.

En nuestro caso experimentamos una verdadera paradoja. La economía crece a tasas más elevadas que la mayoría de los países de nuestro nivel de desarrollo, hecho independiente de la distribución de ese crecimiento. Si uno analiza los componentes de ese crecimiento, resulta claro que nuestro éxito relativo no es producto de la casualidad (ni de la ayuda providencial de la virgen de Guadalupe), sino de dos circunstancias verdaderamente excepcionales. Una es que contamos con el Tratado de Libre Comercio de Norteamérica, un instrumento que ha permitido que las exportaciones mexicanas crezcan como la espuma y que nos diferencia de una manera extraordinariamente positiva del resto de los países de la región y de otros de semejante nivel de desarrollo. La otra es que, por la vecindad, los bancos norteamericanos se han convertido en un factor determinante del crecimiento del sector exportador mexicano. En ausencia de un sistema financiero funcional en el país, virtualmente todas las empresas mexicanas que exportan han encontrado que su única posibilidad de sobrevivencia y desarrollo se encuentra en el financiamiento que le proporcionan los bancos extranjeros.

Nos ha salvado la vecindad. Pero esa solución no constituye una salida para el resto de la economía, de la cual depende la gran mayoría de los mexicanos para su ingreso, empleo y subsistencia. Las exportaciones han constituído una verdadera bendición para la gradual recuperación del país, pero no es posible apostar todo el futuro de la economía sobre esa única base. El desarrollo del país depende en gran medida de la existencia de una pujante economía doméstica, para lo cual es imperativa la existencia de un sector financiero fuerte, bien capitalizado y competitivo. Las exportaciones, por mucho que pudiesen llegar a crecer, no podrían llegar a emplear ni siquiera a la mayoría de la población económicamente activa del país. Y no es realista suponer que las mismas fuentes de financiamiento que han permitido el espectacular crecimiento de las exportaciones -es decir los bancos comerciales de (y en) otros países- vayan a estar disponibles para el resto de la economía. Por más que las autoridades pretendan ignorar el problema, es inevitable enfrentar el hecho de que, por el camino que vamos, no tendremos bancos con la solidez necesaria para el desarrollo integral de la economía mexicana.

El desarrollo de la banca mexicana está impedido por dos circunstancias: una es que, en su aislamiento, se ha rezagado respecto al resto del mundo. La otra es que los bancos no pueden funcionar en un entorno jurídico tan adverso como el que existe en el país. No se requiere más que una lectura superficial de los diarios para observar las tendencias que han caracterizado a los bancos alrededor del mundo. Lo que domina a todos los sistemas financieros del orbe es la tendencia a la consolidación, principalmente por medio de fusiones de enormes instituciones bancarias de diverso tamaño y nacionalidad, y de la adquisición de bancos pequeños por los gigantes. Es decir, los bancos han estado consolidándose con gran rapidez en el mundo con el objetivo de reducir sus costos, elevar sus niveles de capitalización e incrementar su eficiencia. El tema no tiene mucha ciencia: es creciente la competencia entre las instituciones financieras por atender a las empresas comerciales e industriales de todos los países del mundo. Las empresas mexicanas más competitivas, sobre todo las exportadoras, ya entraron en esa lógica, lo que les ha abierto extraordinarias oportunidades de financiamiento, a costos verdaderamente inverosímiles cuando se compara con los costos de financiamiento (si lo hay) en el país. La pregunta para el sector financiero mexicano es si se puede abstraer de esta lógica de consolidación.

Los bancos mexicanos enfrentan enormes dificultades para fortalecerse no sólo por la ausencia de capital, sino porque esa industria no ha sido negocio por muchos años en el país. El negocio bancario es precario en el país porque el marco jurídico en que opera es inadecuado y sumamente débil. Si uno acepta que la función de un banco es la de hacer circular los recursos del público ahorrador hacia los usuarios del crédito, los bancos deben de tener una razonable certeza jurídica de que la persona o empresa que recibe el crédito lo va a pagar en la forma convenida. Por su parte, si el acreditado, quien recibe el crédito, no se encuentra en disposición o posibilidad de pagarlo, el banco debe tener la posibilidad de ejercer las garantías que le hubieran otorgado en el momento en que se concedió el crédito. Esto, que parece muy simple, es lo que no ha ocurrido en el país en los últimos años. Lo frecuente han sido las empresas que han dejado de ser viables (y, por lo tanto, han suspendido sus pagos a los bancos), pero que han continuado operando gracias al hecho de que cuentan con la posibilidad de una protección legal excesivamente generosa. Es decir, por más que los bancos se hayan comportado como ogros y hayan incurrido en prácticas imprudentes y por demás riesgosas, la realidad es que los bancos no cuentan con instrumentos apropiados para cumplir con su función.

La economía mexicana tiene dos opciones: una es continuar por la vereda de la diferenciación creciente entre la economía exportadora y la economía doméstica, con las consecuencias políticas y sociales que eso inevitablemente traería. La otra es reconocer la necesidad de reconstituir al sector financiero y comenzar a actuar en consecuencia. Este segundo camino implicaría comenzar por aceptar que, después del desastre de los últimos años, sería absurdo pretender reconstruir un sistema bancario aislado y protegido, aun con la presencia de instituciones bancarias propiedad de bancos extranjeros. Los bancos deben operar dentro de un entorno de competencia que los obligue a reducir sus costos, ser innovadores, elevar sus niveles de eficiencia y actuar con prudencia, tal y como ha venido ocurriendo en el resto del mundo. También requieren de una estructura institucional que penalice el abuso por parte de los usuarios del crédito, práctica tan recurrida a lo largo de todo el asunto del Fobaproa. Lograr tanto la consolidación de instituciones financieras fuertes y viables como una sana competencia entre ellas, va a exigir romper con el marco de aislamiento en que vive, e históricamente ha vivido, la banca mexicana. Es decir, el país requiere un marco jurídico moderno que favorezca el desarrollo de bancos competitivos y funcionales, dentro de la lógica de la globalización en que ya está inserta gran parte de la economía mexicana. Ante todo, requiere de una decisión gubernamental sobre la clase de banca y bancos que quiere y que cree que es posible para el país. Sin esto el desarrollo bancario -y, con éste, el de la economía en general- será imposible.

La economía mexicana difícilmente va a poder crecer y desarrollarse en forma saludable y acelerada si no cuenta con un sistema financiero competitivo, exitoso y rentable. En la actualidad ninguna de estas circunstancias existe. No se cuenta con una regulación moderna que promueva la competencia, ni con una ley de quiebras que favorezca una relación equitativa entre bancos y usuarios del crédito e incentive la reconfiguración de una planta productiva anticuada e ineficiente. Los bancos están descapitalizados y esa situación no va a cambiar mientras no enfrenten una verdadera competencia, lo que sólo ocurrirá cuando cambien las actuales regulaciones que los protegen y, a la vez, limitan. Requerimos bancos con capacidad, capital y tamaño que los haga viables. Nada de eso es posible en la actualidad.

El problema bancario no se va a resolver con una nueva estatización, como sugieren algunos, ni con mayores controles, como pretenden otros, ni mucho menos con no hacer nada, como ocurre diariamente. Estos caminos implicarían la desaparición permanente del crédito, para perjuicio de todos los mexicanos, independientemente del partido de su preferencia. La única solución es inscribir a los bancos en la lógica de la globalización, lógica en la que ya opera toda la industria manufacturera del país. No hay razón para pensar que el sector financiero debe ser distinto. Modernizar al sector bancario es un imperativo económico y político para el país; más vale entrarle pronto, porque el deterioro continúa con el paso del tiempo y el costo de una solución (o la falta de solución) continuará incrementandose día con día.

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PÁGINA \# ""Página: "#""" Publicado en Reforma, Mayo 30, 199

Los riesgos del PRI

 Luis Rubio

 El PRI decidió correr el mayor riesgo de su historia, pero no tenía alternativa alguna. Con su decisión de someter la nominación de su candidato presidencial a la población a través de un voto abierto, el PRI optó por romper con la tradición más poderosa e importante de la historia política del México moderno: el dedazo. Lo que queda por aclararse es si sus miembros, acostumbrados a todo tipo de mañas electorales, lograrán una elección impecable que aglutine a las fuerzas priístas detrás de un candidato triunfador, en anticipación a las elecciones del 2000.

El reclamo priísta contra el “gran elector” se había manifestado de diversas maneras a lo largo de los últimos años. Los candados que impusieron los operadores del  partido sobre futuros candidatos a  gobernador y presidente fueron quizá la muestra más palpable del profundo enojo y, sobre todo, resentimiento que, en forma creciente, venían albergando los miembros de ese partido contra el presidente. Pero el reclamo iba mucho más allá de la mera nominación de candidatos. Dada la importancia política del PRI y sus organizaciones en el país,  mucho del reclamo que  llegaba a la  superficie en boca de los priístas, reflejaba un profundo enojo popular  contra la  realidad política del país:  contra el abuso, contra la prepotencia y contra la  imposición.  En este sentido, el hecho de que los priístas finalmente optaran por un mecanismo distinto al tradicional abre oportunidades potenciales por demás interesantes. Pero, por lo mismo, nada garantiza que el procedimiento resuelva la problemática política de fondo que enfrentamos.

Todos sabemos cuán importante ha sido el PRI en el desarrollo del país a lo largo del siglo XX. La pacificación política en la etapa posterior a la Revolución no se podría explicar sin las estructuras que se fueron articulando y que, finalmente, acabaron por consolidarse en el corazón de ese partido. Ciertamente, nuestra historia habría sido una muy distinta de no haberse formado ese partido. Pero quizá lo más trascendental del sistema político forjado por Alvaro Obregón, Plutarco Elías Calles y Lázaro Cárdenas fue el que centralizara todo el poder de decisión en una sola persona, con un enorme ámbito de acción.

La figura del personaje central decidiendo por todos determinó las estructuras institucionales que se construyeron y acabaron caracterizando al PRI y a sus predecesores. Ese personaje lograba las lealtades del conjunto de las fuerzas políticas a cambio de la promesa de acceso al poder y a la riqueza.  El mecanismo que permitía hacer funcionar al sistema en su conjunto residía precisamente en la capacidad de esa persona, el presidente en turno,  de nominar a su sucesor. A través de ese mecanismo el presidente ejercía una férrea disciplina: en las palabras inmortales de Fidel Velázquez, “el que se mueve no sale en la foto”.  El dedazo cumplía una función medular de control político, toda vez que hacía posible la disciplina dentro del sistema: por ese medio el presidente premiaba o castigaba a quien le venía en gana. De esta manera, aunque el nuevo procedimiento de nominación del candidato a presidente representa una fuente muy bienvenida de oxígeno al propio PRI, y al sistema en su conjunto, queda la duda de cuál será  el mecanismo que permitirá mantener la estabilidad política. La respuesta debería ser que un nuevo enjambre de instituciones substituirá la función que antes recaía sobre (o fue arrogada por) una sola persona. Desafortunadamente no hay nada en el horizonte que permita pensar que nos encaminamos en esa dirección.

Desde su inauguración, el presidente Zedillo hizo claro que él no continuaría con la tradición priísta de imponer a un sucesor. Aunque por cuatro años el presidente insistió una y otra vez en este punto, su comportamiento arrojaba mensajes confusos: en ocasiones respetaba la política de la “sana distancia”, mientras que en otras demandaba la disciplina de los diputados priístas en la forma más tradicional. Por eso es tan poderoso el simbolismo de la decisión priísta de esta semana, al lanzar un procedimiento totalmente diferente. El dedazo, al menos en su forma más cruda y primitiva, murió el 17 de mayo.

La reunión del Consejo Político Nacional, en la  que se definieron las nuevas reglas de nominación del candidato presidencial, podía haber concluido con un proyecto distinto al que finalmente emergió. Una grupo significativo de priístas tradicionales, por ejemplo, hubiera preferido que el proceso de nominación del candidato presidencial concluyera en una asamblea manejada por miembros del propio Consejo y, por lo tanto, sujeta a todo tipo de manipulación. Pero lo que el Consejo finalmente aprobó rompe con las estructuras tradicionales y, a la vez, establece reglas del juego que fueron concebidas con gran inteligencia: la característica principal de las nuevas reglas es que ninguno de los candidatos potenciales las tiene todas consigo. El intento de lograr un balance entre intereses encontrados tan dispares como los de Bartlett, Madrazo y Labastida es más que evidente (y sorprendente).

El nuevo procedimiento representa un gran avance, por un lado, pero entraña un enorme riesgo, por el otro. Por el lado positivo, fue sumamente ingeniosa la decisión del Consejo Político Nacional de circunscribir la elección primaria a los trescientos distritos federales (en lugar de establecer una competencia abierta a nivel nacional), pues esto permitirá que el individuo triunfante logre una clara ventaja en términos de distritos, aunque en números absolutos la competencia resulte muy cerrada.  La apariencia de triunfo será tanto más convincente para el electorado en su conjunto. De la misma manera, la estructura territorial que va a ser privilegiada por el procedimiento adoptado reduce, por lo menos en algunos estados, la capacidad del gobernador de manipular el proceso. El énfasis en distritos, además,  hace mucho más difícil un fraude generalizado, a la vez que elimina todo incentivo a inflar los resultados a favor de un candidato en particular, pues eso no genera beneficio más allá de cada distrito electoral. También es significativo el impacto que una elección con esas características tendrá sobre las estrategias de campaña: las grandes campañas en medios, sobre todo televisión, no podrán sustituir el trabajo directo en cada distrito. Con excepción del tema del financiamiento, donde se abre una enorme ventana de oportunidades de corrupción, es claro que, una a una, las nuevas reglas reducen las ventajas extraordinarias con que contaba cada uno de los contendientes, estableciendo con ello condiciones más equitativas de competencia:  por más que se le quieran encontrar tres pies al gato, las reglas muestran un intento por lograr equidad entre los contendientes y así ha sido reconocido por cada uno de ellos. Aunque resultara triunfador Labastida, las circunstancias habrán sido totalmente distintas: primero, porque hubo una competencia abierta y, segundo, porque no le deberá  la vida al presidente. En todo caso, de resultar exitoso el procedimiento, el PRI acabará contando con una maquinaria sumamente afinada y lista para la verdadera contienda.

Pero así como el procedimiento adoptado puede resultar tan exitoso que una campaña lleve a una victoria incontenible en julio del 2000, las nuevas reglas pueden acabar consumiendo al partido en una lucha intestina de la que nadie saldría bien librado. A final de cuentas, lo que el PRI acaba de hacer es nada menos que apostar la elección, el partido y, quizá hasta el país, a un acto de fé. Los priístas, nunca distinguidos por su limpieza o pulcritud electoral, han optado por un procedimiento que requiere de una absoluta transparencia para asegurar una candidatura que goce del apoyo decidido y convencido del partido y de sus simpatizantes. Difícil creer que el partido que demanda la absoluta legitimidad en el procedimiento recién adoptado, sea el mismo que se dedica a desprestigiar al órgano que hoy es universalmente reconocido como garantía de comportamiento electoral, el Instituto Federal Electoral. De hecho, en lugar de recurrir al IFE para que esa entidad organizara las elecciones primarias y con ello evitara que el PRI reprodujera la catástrofe que sufrieron recientemente los perredistas en su proceso de selección interna, la solución por la que optaron los priístas dice mucho de qué tanto han cambiado: recurrieron a un distinguido representante del viejo sistema político  para que vigile el proceso y, en última instancia, persuada a los participantes, también del viejo estilo, a aceptar el resultado sin discusión. Valiente modernidad.

Buenas razones debe tener el PRI para haber optado por un mecanismo tan distinto al tradicional. No hay duda que el viejo procedimiento ya había dado de sí y se había convertido en un factor generador de inestabilidad, tanto para el PRI como para el país en su conjunto. De ser exitoso, el nuevo mecanismo resolvería los agravios que los priístas han acumulado por años, permitiéndoles sumarse a un candidato atractivo, capaz de ganar generosamente la próxima elección. A pesar de lo anterior, no es evidente que el gobierno que de ahí surgiera restauraría el mundo que añoran muchos de esos mismos priístas.

Pero el verdadero problema de fondo es que la solución del problema de los priístas no resuelve el problema del país. El avance político, e incluso democrático, que el PRI podría lograr, no viene aparejado de avances semejantes para la ciudadanía. A los mexicanos nos urge que se construyan nuevas instituciones precisamente para depender menos de los vaivenes y humores cambiantes de los miembros del PRI y de los demás partidos. Desafortunadamente nadie parece estar tan preocupado por ese asunto de esencia como lo están por el fin del dedazo y la sucesión presidencial.

 

Chile – fuertes contrastes y algunas semejanzas

Chile – fuertes contrastes y algunas semejanzas

Luis Rubio

Muchos chilenos piensan que su país se encuentra en una severa crisis, pero su definición de crisis nada tiene que ver con la manera en que los mexicanos hemos vivido ese tipo de fenómenos en las últimas dos décadas. Por dieciocho años, su economía creció a un promedio superior al 9% anual. Este año, el crecimiento se espera alcance un máximo de "sólo" 4%, debido esencialmente a la caída de sus exportaciones al sudeste asiático y a los bajos precios del cobre. Es decir, las causas de las principales dificultades que enfrentan los chilenos en el momento tienen menos que ver con su propia situación económica que con la evolución del resto del mundo. De cualquier forma, sus aciertos y desafíos arrojan interesantes e importantes lecciones para nosotros.

Si un chileno típico se apareciera por la UNAM en estos días de desbarajuste en esa casa de estudios no entendería absolutamente nada. Para los chilenos la educación se ha convertido en un tema verdaderamente obsesivo. Los exámenes de ingreso a la universidad son determinantes de su desarrollo profesional posterior; las calificaciones que obtienen son condición para proseguir en una determinada escuela y los resultados de todos los alumnos de cada escuela en los exámenes estandarizados determinan los fondos que obtendrá la escuela en el siguiente año escolar. Con estos incentivos, no es casualidad que todos los involucrados en el proceso educativo enfrenten presiones brutales para lograr un desempeño cada vez mejor. Claramente, los chilenos han aprendido la lección que países como Corea, Japón y Taiwán asimilaron hace décadas: la calidad de la educación es, en el largo plazo, el factor decisivo en los niveles de crecimiento económico y, por lo tanto, de los niveles de vida de la población. Este sin duda ha sido un factor esencial para explicar en las tasas de crecimiento que Chile ha logrado en las últimas dos décadas. Como demuestra el conflicto en la UNAM, y la actitud generalizada en la sociedad mexicana, y sobre todo en el gobierno, respecto a la educación, es evidente que nosotros no hemos ni comenzado a establecer las bases fundamentales para que, al menos en este aspecto, logremos algo similar.

A pesar de que los chilenos se quejan del "descenso" de su economía, porque ésta solo va a crecer 4%, hay un sinnúmero de pequeños detalles de su vida cotidiana que muestran qué tan lejos han avanzado. En un tema de reciente controversia en México, el del cobro en el uso de los teléfonos celulares, Chile nos ofrece otra lección (otra vez, en favor del consumidor). En aquel país el usuario es el que decide quién paga: si el que llama quiere pagar la llamada, no tiene más que marcar el número de teléfono; si quiere que la llamada la pague el usuario del celular, marca un prefijo. De la misma manera, si el propietario del teléfono celular no quiere pagar por la llamada, puede bloquearla a voluntad. Lo mismo ocurre en las llamadas de larga distancia: ocho empresas ofrecen sus servicios; todas esas empresas están listadas en cada teléfono público, donde hay información detallada sobre el costo de la llamada por minuto que ofrece cada una de esas compañías. El usuario no tiene más que marcar el prefijo de la empresa de su preferencia para utilizar uno u otro vehículo de comunicación. A diferencia de nuestras autoridades, las chilenas han estructurado todo para que sea el consumidor, en lugar del productor o el burócrata, quien decida lo que le conviene: allá la economía de mercado se sigue por convicción y no por ideología e imposición. Quizá más significativo, allá la practican en lugar de predicarla.

En los días en que me encontraba en Santiago, el tema de mayor conflicto era el relativo a los apagones eléctricos que tenían meses de venirse presentando. La causa inmediata del problema es la sequía que ha venido afectando a Chile por más de un año. Las presas se encuentran casi vacías, lo que ha sobrecargado a las plantas termoeléctricas que no están diseñadas para abastecer una demanda tan grande. Todos los chilenos parecen culpar a la privatización de las empresas de electricidad del problema eléctrico. Aparentemente, las regulaciones vigentes se concibieron para un escenario extremo de sequía, fundamentado en la peor experiencia con que se contaba hasta el momento de la privatización, que fue la de 1968. Resulta que la sequía actual ha sido muchísimo peor y nadie se encontraba preparado para ello. La privatización no fue la causa de la debacle actual, pero eso no resuelve el problema que enfrentan los habitantes de ese país. El caso de Chile sugiere que debemos repensar el modelo de regulación que se emplee en México para asegurar que exista la planeación necesaria y se eviten problemas de suministro del fluido eléctrico.

Si uno observa el proceso de reforma económica en Chile, todo parece indicar que el gobierno actual, cuyo periodo culminará este año, se ha dormido en sus laureles. Las reformas han sido mínimas y la capacidad de respuesta todavía menor. Pero lo verdaderamente importante es que, aunque esa parálisis puede tener consecuencias de largo plazo, los chilenos han logrado consolidar instituciones y un sistema de gobierno lo suficientemente sólido como para que la falta de liderazgo que muchos chilenos parecen percibir en su actual gobierno no afecte la vida cotidiana de la población. La menor tasa de crecimiento sin duda va a afectar la rapidez con que se alivien problemas básicos de pobreza, pero es más que evidente que los niveles de vida de la población han ascendido en los últimos años con rapidez, algo que contrasta fuertemente con las dos décadas de estancamiento virtual en el ingreso per cápita que hemos experimentado los mexicanos.

Pero quizá lo más desarmante del Chile de hoy es lo extraordinariamente civilizado de su debate político. En pleno proceso electoral, el poder legislativo chileno puede dedicarse a discutir iniciativas de la mayor importancia económica y política sin que un proceso contamine al otro. Los pre-candidatos sostienen debates en la televisión y los diputados se dedican a legislar. En el canal de televisión dedicado a cubrir los debates legislativos, se puede observar un fenómeno totalmente ausente en la política mexicana actual: un diputado habla y los otros lo escuchan. Nadie interrumpe. Los diputados usan un lenguaje llano pero educado, plantean sus puntos de vista, con frecuencia reflejando un contenido profundamente disidente de la línea gubernamental y, sin embargo, jamás se insultan, nunca emplean groserías ni parece concebible que estén dispuestos a prostituir el recinto en que trabajan recurriendo a golpes para dirimir sus diferencias. La civilización en pleno.

Todo parece indicar que el candidato de la llamada Concertación, la alianza de los demócrata cristianos y socialistas que ha gobernado Chile desde el fin del régimen de Pinochet, será el ex secretario de educación, Ricardo Lagos, un socialista con una visión extraordinariamente moderna de la función del gobierno y de la sociedad en el desarrollo de un país. Convencido de que una política fiscal saludable es una precondición para el desarrollo de largo plazo y de que la economía de mercado es la mejor manera de hacer producir a la economía, Lagos considera necesaria una fuerte inversión gubernamental en la eliminación de las causas que generan la pobreza para así cerrar las abismales brechas en ingreso que caracterizan a aquel país. Algunos intelectuales cercanos a Lagos afirman que una de las ideas que ha contemplado es la de privatizar la empresa productora de cobre, Codelco, el equivalente de Pemex en México por su enorme peso en la economía, para utilizar el dinero de la venta, y de los ingresos que la concesión posterior generaría, en sus programas sociales. Es decir, con una profunda convicción en la necesidad de mantener un apretado equilibrio fiscal, Lagos vería en una privatización la fuente de recursos para avanzar sus objetivos de desarrollo.

Las publicaciones de la derecha están todas saturadas de críticas a Lagos. Reflejan temores de que el probable candidato de la Concertación pudiese llevar a cabo profundos cambios. Lo interesante, sobre todo cuando ese debate se observa a la luz de la discusión que tiene lugar en México actualmente, es que el tema económico no está en el debate; nadie alberga duda alguna de la manera en que Lagos conduciría la economía. Más bien, la preocupación de la derecha se refiere, a estas alturas del siglo veinte, a lo que ellos llaman su "agenda cultural". Específicamente, tienen pavor de la posibilidad de que Lagos promoviera cambios legales que pudiesen permitir, por ejemplo, el divorcio. Increíblemente provinciana, a la élite chilena le preocupan avances en derechos ciudadanos que prácticamente todo el resto del mundo considera inalienables, ya no sujetos a la menor discusión. A pesar de los pronunciamientos públicos, sin embargo, hay un factor de consenso, sotto voce, en el que todo mundo, tanto la derecha como la izquierda (y, muchos piensan, el ejército) parece estar de acuerdo: nadie quiere que Pinochet regrese.

La decepción que experimentan los chilenos respecto a la disminución en la tasa de crecimiento de su economía parece enigmática para los mexicanos que daríamos cualquier cosa por haber experimentado dieciocho años de crecimiento espectacular. Lo que ocurre es que, así como en México ha crecido una generación que no conoce más cosa que crisis continuas, en Chile hay una generación entera que no conoce otra nada más que tasas de crecimiento espectaculares. La creación de empleos es más que evidente, la construcción de edificios, periféricos, carreteras y demás habla por sí mismo. Los bancos ofrecen crédito y todas las tiendas aceptan cheques. Obviamente existen mecanismos legales que permiten a la economía funcionar. Los chilenos deberían venir a vivir a México unos cuantos días para apreciar la maravilla de plataforma para el desarrollo que han logrado construir.

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El sistema entrampado

 Luis Rubio

 El gobierno, desde los ochenta, está entrampado en una reforma inconclusa porque ha demostrado que no está dispuesto a asumir las consecuencias de llevarla hasta su fin. En realidad el objetivo de los reformadores nunca fue -ni ha sido- transformar al país.  Eso explica la problemática que ahora enfrentamos y que impide que se avance, se transforme y se modernice el sistema político y que se concluya con el proceso de modernización de la economía. Por bien intencionados que hayan sido los esfuerzos reformadores de los últimos tres gobiernos, la realidad es que la lógica que animó sus reformas está impidiendo que éstas sean totalmente exitosas. El resultado es un conjunto de contrastes brutales entre lo que funciona y lo que no funciona, entre lo que ha avanzado y lo que se ha rezagado y, en consecuencia, un proceso lento y engorroso de ajuste para millones de mexicanos. Lo más grave es que nada de esto ha cambiado ni es obvio que cambiaría de llegar otro partido a la presidencia de la República.

Cuando se inician las reformas económicas, a mediados de los ochenta, el gobierno se encontraba en una situación desesperada. Aunque el gobierno había introducido un severo paquete de medidas de austeridad para el gasto público a partir del mes de enero de 1983, dos años después la economía seguía contrayéndose, los precios ascendían sin control y la deuda pública, tanto la interna como la externa, era tan grande que resultaba impagable. El enojo popular crecía. Apenas un par de años después de la expropiación de los bancos, los empresarios no tenían certeza alguna de que se restablecería un entorno propicio al desarrollo económico. Los políticos comenzaban a mostrarse inquietos, demandando “menos realidades y más promesas” por parte del gobierno. De una o de otra manera, la situación tanto económica como política era sumamente grave.

Pero el gobierno se encontraba en un dilema sin salida aparente. Resultaba crecientemente evidente que, para poder reactivarse con fuerza, la economía del país exigía cambios drásticos. Sin embargo, cualquier cambio significativo entrañaba la afectación de intereses burocráticos y políticos que el gobierno no estaba dispuesto a tocar. Por tres años, las pugnas interburocráticas no permitieron avanzar más allá del terreno de las finanzas públicas. La economía se administró, en esos años, de acuerdo al principio aplicado exitosamente durante los cincuenta y sesenta: procurar un equilibrio fiscal. Aunque ese equilibrio no se logró sino hasta el final de los ochenta, la noción de que lo único que se requería para reactivar la economía era un manejo prudente de las cuentas públicas fue derrotado por la terca realidad: por más que el gobierno se caracterizó por su extraordinaria prudencia, sobre todo cuando se le compara con los doce años anteriores de lujuria fiscal, la economía ni se estabilizaba ni mostraba capacidad de sólida recuperación. Para fines de 1985 las cosas comenzaron a cambiar.

Ante el riesgo de poner en entredicho la estabilidad política del país, a final de 1985 el gobierno comenzó a introducir diversas reformas que, aunque tibias, eran sumamente significativas. Las más importantes de éstas fueron la apertura de la economía a las importaciones, seguida de la solicitud para ingresar al GATT y algunas privatizaciones. En retrospectiva, quizá lo más importante de las reformas llevadas a cabo entre 1985 y 1988 fue el cambio de orientación de la economía y la sociedad que éstas iniciaron. De una economía cerrada y orientada hacia en interior y hacia atrás, las reformas comenzaron a forzar a los agentes económicos a ver hacia afuera y hacia adelante.

Casi quince años después, es evidente que esas reformas iniciaron una verdadera revolución económica que, si bien está lejos de haber resuelto los problemas del país, ciertamente ha abierto un horizonte de oportunidades que a mediados de los ochenta simplemente no existía. Pero esas reformas nacieron preñadas de contradicciones que hoy se han convertido en factores paralizantes, en impedimentos a la conclusión exitosa de las reformas económicas o a la construcción de una sólida base de desarrollo político para el país.

Las reformas económicas iniciadas en 1985, y proseguidas con altibajos desde entonces, tenían un objetivo político muy específico: el lograr una reactivación económica que permitiera mantener intacto el statu quo político. Es decir, por ambiciosas que hubiesen sido las reformas a distintos aspectos de la política y estructura económica, el objetivo último era el de preservar intacto al sistema político. No es que se hubiera iniciado primero una reforma económica para luego empatarla con una eventual reforma política en un proyecto de reforma integral, sino que el objetivo de entrada era hacer innecesaria una profunda reforma política.

La contradicción inherente en el origen de las reformas económicas ha resultado catastrófica para el desarrollo tanto de la economía como del sistema político en el país. Por una parte, ha impedido que se avance tanto como hubiera sido posible en el ámbito económico porque el gobierno todavía concibe a la reforma de la economía como un costo y no como una oportunidad. Por la otra, ha evitado que el gobierno lleve a cabo una profunda modernización política, convirtiéndolo en un obstáculo a cualquier cambio y, peor, en un guardián de los intereses más retrógrados (y, con frecuencia contraproducentes) de su partido. Lo peor de todo es que las reformas económicas han minado los intereses de muchos de los grupos y apoyos más fuertes del gobierno y del PRI y, con ello, los mecanismos de control que los mantenía disciplinados, sin que se hayan creado los mecanismos alternos para canalizar esas enormes fuerzas en una dirección positiva. Esto explica, al menos en forma indirecta, tanto el caos político al que en ocasiones parecemos encaminarnos, como problemas esenciales como el de la criminalidad.

Las reformas económicas gradualmente erosionaron muchos intereses y monopolios burocráticos dentro y fuera del gobierno: por ejemplo, con la liberalización de importaciones desapareció toda una mafia de burócratas y coyotes dedicada a conseguir permisos de importación (o a impedir que algún competidor los obtuviera). Lo mismo ocurrió con la desregulación de toda clase de procedimientos gubernamentales y legales, cuya única razón de existir era la protección de intereses políticos y burocráticos que por décadas habían medrado -directa o indirectamente- de la sociedad. Poco a poco, los beneficios de un sinnúmero de grupos y personas a los cuales les había “hecho justicia la Revolución” comenzaron a disminuirse y, en muchos casos, a desaparecer. Cuando se inicia la privatización de empresas esos intereses pierden enormes fuentes de negocios e ingresos. Aunque muchos grupos políticos que abandonaron al PRI desde entonces lo hicieron por diferencias ideológicas muy respetables, una gran parte de ellos tenían razones más mundanas y terrenales para hacerlo…

Por quince años, tres distintas administraciones han perseverado en un proceso de reforma sumamente ambicioso y trascendente. Para ello han empleado toda la fuerza del gobierno. Lo que han logrado es una economía cada vez más competitiva y pujante y con un potencial por demás promisorio, aunque sus beneficios estén lejos de haber alcanzado a todos los mexicanos. Pero todos esos cambios han tenido un extraordinario costo, muy superior al necesario, porque el paradigma que orienta al actuar gubernamental no es el de un país moderno que mira hacia adelante, sino el de un grupo aferrado al poder, renuente a transformar al país, que se ha quedado a la mitad del camino: impedido de retornar al pasado pero sin la convicción de seguir adelante.

El paradigma que orienta al actuar gubernamental es el de antaño. Si el gobierno pudiera, retornaría al mundo ideal de los sesenta en el que la burocracia determinaba desde las tasas de interés hasta el tipo de cambio y los precios de la mayor parte de los bienes; en el que los empresarios invertían donde y cuando el gobierno decía; en el que la guía más certera para actuar era la de la cleptocracia; el mundo de un partido dominante; una sociedad sin información y sin derecho a obtenerla; y, por encima de todo lo anterior, una total ausencia de competencia en lo económico y en lo político. A diferencia de países como Chile y Argentina, el gobierno mexicano ha avanzado mucho en lo económico, pero sigue pensando en lo deseable que sería retornar al pasado.

El problema es que el costo de las resistencias burocráticas y políticas al cambio lo pagamos todos los mexicanos. Las instituciones que sostenían al país han venido perdiendo efectividad y con ellas han desaparecido los incentivos para que los grupos e intereses políticos se sumen al esfuerzo por alcanzar y mantener la estabilidad. Lo imperativo sería alcanzar acuerdos políticos para reconstruir el andamiaje institucional del país, promover la competencia económica y política, fortalecer todas las fuentes potenciales de pesos y contrapesos, modernizar al poder legislativo, modificar los incentivos que hoy conducen a la parálisis en éste y, en general, introducir una profunda modernización institucional en el país. Pero el gobierno no puede liderear semejante proceso porque su visión se limita a salvar al viejo sistema político, como muestra la incapacidad del PRI de definir un proceso viable de apertura y transformación. En la economía tuvimos que esperar hasta llegar al borde del abismo para que se iniciara un proceso de reformas económicas; ¿tendremos que adentrarnos en el caos político para que finalmente comience a cambiar el paradigma político que nos mantiene estancados?