Luis Rubio
La apuesta implícita, aunque quizá inconsciente, en las reformas económicas de los últimos quince años ha sido la de confiar en las empresas grandes la recuperación y el éxito económico del país, así como la responsabilidad de sacar al resto de la economía del letargo en que había quedado luego de la virtual quiebra del gobierno en 1982. En la visión gubernamental, las empresas grandes tendrían los recursos, la visión y, sobre todo, la capacidad empresarial para transformarse y jalar al resto de la planta productiva del país hacia un estadio más moderno, productivo y exitoso. La experiencia de estos tres lustros demuestra que la apuesta no fue errada, pero sí insuficiente. Un enorme número de empresas se ha transformado, pero muchas más, sobre todo las de menor tamaño, se han quedado rezagadas. Ahora viene la revancha.
Quince años de reformas, que en ocasiones se avanzaron de manera más intensa y visionaria que en otras, han creado un sector privado fuerte, pujante y exitoso. Pero, en términos generales, han sido mucho más exitosas las empresas de mayor tamaño que las pequeñas. Un grupo de poco más de quince mil empresas realiza prácticamente la totalidad de las exportaciones del país, en tanto que varias centenas de miles languidece. El contraste entre quienes han sido exitosos, independientemente de su tamaño, y los que se han rezagado es tan fuerte que se ha convertido en materia de disputa nacional. Muchos gobernadores han canalizado sus acciones a atraer nuevas empresas, sobre todo extranjeras, hacia sus entidades, confiando en que eso ayude a dar un giro radical en los índices de producción locales. Muchos candidatos han convertido esos contrastes en la esencia de su convocatoria política. Ahora los empresarios medianos ganaron la presidencia del Consejo Coordinador Empresarial y no han hecho nada para ocultar su júbilo.
La causa del rezago de las empresas industriales que nacieron al amparo de la política de substitución de importaciones en los años cuarenta, cincuenta y sesenta es que nunca tuvieron que competir, que desarrollar habilidades empresariales o que medir su capacidad, productividad o la calidad de sus productos. El mundo era demasiado fácil. Cuando esa realidad cambió con la apertura comercial, las diferencias entre las empresas pequeñas o medianas y las grandes se acentuaron en forma dramática. Si bien todas las empresas, independientemente de su tamaño, se vieron igualmente beneficiadas por la protección y más tarde afectadas por la apertura a las importaciones, no hay la menor duda de que han sido las grandes, y las que verdaderamente contaban con capacidad empresarial, las que se han encontrado en mucho mejores circunstancias para adaptarse a las nuevas realidades.
Las empresas grandes han tenido tres atributos y ventajas excepcionales que les han permitido convertir la reforma económica en una oportunidad de crecimiento. Primero, por su tamaño y sus relaciones internacionales, estos empresarios han sido capaces de entender el cambio que ocurre en el mundo, mucho antes que el resto de la población; unos serían mejores empresarios, otros peores, pero todos han tenido la ventaja de desarrollar una visión sobre el por qué de los cambios, cómo enfrentarlos y qué hacer o, en su caso, a quién consultar o acudir para hacerlo. Segundo, por su tamaño, han podido presionar al gobierno para que les ayude a lidiar con sindicatos, regulaciones, burócratas y todo lo que obstruía su restructuración. Las empresas grandes tienen el tamaño suficiente para enfrentarse a los obstáculos que han venido encontrando en el camino -burocráticos, fiscales, sindicales, regulatorios y demás- sin poner en entredicho su viabilidad misma. Tercero y crucial, por haber dado la vuelta, estas empresas tienen acceso virtualmente ilimitado al crédito, lo que les ha permitido competir exitosamente con los mejores del mundo.
Lo que para las grandes empresas son ventajas y atributos, para las pequeñas son impedimentos insalvables. Estos empresarios, hechas todas las excepciones, todavía hoy no tienen la menor idea de las razones y la lógica de las reformas económicas y, en general, de la globalización. Aunque muchos de estos empresarios veían positivamente la evolución de las reformas en los ochenta e inicio de los noventa, su capacidad para aprovecharlas y con base en ello transformar a sus empresas, era muy limitada. La mayoría de estas empresas padece toda clase de desventuras y con frecuencia se encuentra a merced de las prácticas monopólicas de empresas mayores, sin que tengan nada que hacer al respecto. Las tasas reales de interés, si es que encuentran crédito, las aniquilan, los excesivos procedimientos y formas fiscales los abruman, los precios de los servicios -ahora a niveles del primer mundo pero con calidad del quinto- los enojan, los procediimientos legales y el obsoleto marco legislativo los sujetan a procedimientos discrecionales o, peor aún, los enfrentan a trámites con plazos o resultados impredecibles, que les hacen irracional o francamente imposible invertir o, incluso, pensar o planear algo a largo plazo. Además de todo esto, no tienen con quién quejarse y la mayoría de las soluciones que propondrían no beneficiaría al país; tampoco tienen tamaño para enfrentarse a sus proveedores, muchas veces abusivos. Los procedimientos legales para corregir o eliminar los atropellos dan risa: ¿quién en su sano juicio va a enfrentarse a tal o cual monopolio, público o privado, que cuenta con todo el apoyo del gobierno? Puede que nada de esto les afecte directamente, pero les demuestra que todo cambió para permanecer igual. Para ellos la realidad es la misma: aún hay inspectores abusivos que piden mordida; aún tienen que enfrentar actitudes arbitrarias de los proveedores gubernamentales y de los monopolios u oligopolios privados; la ley sigue siendo interpretada en forma casuística y así sucesivamente. La vida de los empresarios medianos y pequeños es una de obstáculos interminables, incluyendo los propios.
Por si lo anterior fuera poco, la crisis cambiaria de 1994 y la virtual depresión de 1995 destruyeron el patrimonio de una enorme proporción de estos empresarios, quienes vieron sus mercados desaparecer casi en forma simultánea con la acumulación, aparentemente interminable, de deudas. Aquellos empresarios que tenían visión y capacidad empresarial comenzaron a buscar opciones y alternativas para salir del pantano en que la suma de importaciones, crisis y deudas los había dejado. Muchos no sólo han salido adelante, sino que se han convertido en pujantes empresarios con un futuro envidiable. Otros muchos, seguramente la mayoría, siguen perdidos esperando que alguien, el gobierno o un milagro, les resuelva sus problemas. Entre que son peras o son manzanas, los empresarios pequeños resienten profundamente el éxito de los grandes, a quienes con frecuencia culpan de sus males. Cierta o falsa esta percepción, el hecho es que hay un abismo de diferencia entre unos y los otros.
Lo que no es obvio es qué puede hacer el gobierno al respecto. Una economía moderna y próspera no puede depender de un gobierno que resuelve constantemente problemas particulares. Mucho de lo mejor que se ha dado a la fecha en el contexto de la reforma económica, sobre todo en materia de desregulación, ha sido resultado de la presión de las empresas (sobre todo de las más grandes). Esta presión no sólo ha destrabado muchas inversiones; también ha eliminado grupos de interés particular -muchas veces políticos- que medraban a costa de toda la actividad económica, lo que ha acabado beneficiando a todo el empresariado. Sin embargo, nada de eso resuelve la enorme incertidumbre en que viven las empresas menos grandes. Algunas de éstas han optado por cerrar, otras por la vía informal. La mayoría simplemente «están», sin ir mas allá.
La salida de la industria que no se ha sumado a la globalización se encuentra en acciones que tanto el gobierno como el propio sector privado deben propiciar. Muchos de los obstáculos que permanecen tienen que ver con problemas particulares de cada sector industrial, y aun de cada empresa. Aunque muchos de éstos corresponde al gobierno resolver, éste no puede decidir y actuar dentro del ámbito propiamente empresarial. Con todo, a juzgar por los resultados, el gobierno, en todos niveles, ha hecho mucho menos de lo que sería necesario para resolver el problema de la vieja planta industrial. Ha actuado poco y mal en el frente legislativo (por ejemplo, todavía no tenemos una ley de quiebras idónea) y mucho menos ha erradicado la arbitrariedad burocrática o sentado las bases para el desarrollo efectivo de un Estado de derecho. Pero falta mucho más en otro ámbito: tiene que persuadir, negociar y, con las empresas y sindicatos, encontrar soluciones a los problemas individuales; no puede forzar a las empresas a transformarse: tiene que convencerlas. Lo mismo debe ocurrir con los sindicatos.
Pero las empresas grandes también tienen una enorme responsabilidad en este proceso. Ciertamente, estas empresas no son culpables de la profunda brecha que se ha creado entre los ganadores y los perdedores en este proceso de transformación económica. Pero su futuro será incierto mientras una parte tan significativa del empresariado, de los trabajadores y del país en general, viva rezagada y en recesión permanente. La viabilidad del país se afianzará en la medida en que las empresas grandes logren articular una estrategia de desarrollo integral de proveedores -desde producción hasta calidad y administración- a fin incorporar en sus cadenas productivas a todos los empresarios que sean competentes y capaces de producir partes y componentes que las empresas grandes requieren para sus exportaciones. La realidad ha demostrado que el país no tiene otra salida.