Visionarios y populistas

Luis Rubio

Hubo una época en que los grandes personajes visionarios que forjaban el destino de sus sociedades surgían del gobierno y, con su liderazgo, hacían posible la prosperidad. Esos grandes políticos proponían, construían y ejercían  liderazgo sobre los diversos grupos sociales, muchos de los cuales se dedicaban, en cuerpo y alma, a preservar el pasado y hacer imposible el porvenir.  Hoy en día, al calor de las primeras llamaradas del proceso electoral, los papeles parecen invertidos. Hoy son los empresarios quienes tienen clara la brújula y quienes comprenden  los riesgos de volver a caer en un ciclo de crisis económicas, en tanto que son los políticos, sobre todo los candidatos, quienes se han dedicado a reproducir un viejo discurso populista y reaccionario.

 

La complejidad política que nos ha tocado vivir estos días es resultado de un mundo cambiante al que nos hemos adaptado a regañadientes y con frecuencia mal. El gobierno lleva tres décadas haciendo lo posible por no perder el poder, mientras que el resto del mundo cambia a la velocidad del sonido. Diversas reformas a las estructuras económicas han ido transformando la manera de producir en el país, pero también han cambiado la dinámica de la política  mexicana. Décadas de vivir bajo el fuero de un sistema político con frecuencia opresivo y de una economía protegida y artificialmente impedida a desarrollarse, produjeron grandes vicios, una pésima distribución del ingreso y muchos menos empleos (y peor remunerados) de los que hubiera sido posible crear y remunerar dentro de un régimen económico competitivo como el que ha existido en los países occidentales y en el sudeste asiático. El hecho es que hemos cambiado mucho, pero no de manera uniforme. La competencia electoral que apenas comienza está evidenciando lo obvio: que las carencias son todavía enormes.

 

No hay ninguna novedad en el hecho de que un candidato explote las deficiencias de sus contrincantes o que haga uso de las molestias que lee (o cree leer) en las caras de los votantes. Son raros los políticos que tienen una gran visión y no cejan en su empeño de llevarla a la práctica, en ocasiones con resultados desastrosos, como muestran casos históricos como el de Hitler o el de Stalin. Lo común es que los políticos analicen el momento que les ha tocado vivir y propongan soluciones idóneas, desde su perspectiva, a los problemas del día. Aquellos que ven para adelante y no pierden el sentido de dirección o la realidad del momento, con frecuencia acaban siendo los grandes estadistas que todos conocemos:  desde Churchill y  Roosevelt  hasta  Plutarco Elías Calles y  Chou En-lai.

 

Pero la abrumadora mayoría de los políticos en el mundo no hace sino expresar ideas que, confía, serán atractivas para los votantes. En ocasiones esas ideas son propias, aunque más comúnmente éstas son producto de la lectura minuciosa de las encuestas. En un sistema electoral competitivo, los candidatos arman sus campañas a partir de la materia prima que tienen frente a ellos y no a partir de grandes visiones del mundo.

 

Hace años, cuando estudiaba yo en la ciudad de Boston, había un profesor que en sus ratos libres se dedicaba a asesorar candidatos a puestos de elección popular. Este maestro empleaba a sus alumnos como mano de obra barata para realizar encuestas, a partir de las cuales  derivaba un conocimiento detallado del sentir de los votantes y, con ello, construía una estrategia de campaña para su empleador. Lo que surgía de todo lo anterior era, en palabras pomposas,  el “perfil de un candidato”. Se trataba de crear una definición ideológica al aspirante a una alcaldía, diputación o senaduría, que no recogía su propia convicción. Más bien, era una definición construida enteramente con el propósito expreso de satisfacer a los votantes en ese momento en particular. Recuerdo a uno de sus clientes que, luego de fracasar en un primer intento de obtener la candidatura de su partido para el senado en el estado de Massachusetts, se fue a establecer residencia legal en el estado vecino de Rhode Island. Dos años después, apareció el nuevo “perfil” del candidato, un perfil que no tenía absolutamente nada que ver con el que antes había construido su asesor. Según el sapo la pedrada.

 

Eso mismo está ocurriendo en México en la actualidad. Más allá de las diferencias inherentes a los aspirantes a las candidaturas de cada partido, todos los candidatos están desesperadamente buscando la llave que los haga atractivos frente a los votantes. Unos hablan de grandes privatizaciones, en tanto que otros se lamentan de la pobreza en el campo; todos sin excepción critican al llamado neoliberalismo. La realidad del México de hoy es que el calor de la competencia electoral está evidenciando muchas de nuestras carencias. Lo que no es obvio es que la exaltación de nuestras dificultades nos lleve a un sano (y necesario) debate sobre la naturaleza de esas dificultades o las opciones para solucionarlas.

 

No hay país democrático alguno en que la economía no sea el meollo de los debates electorales. Tampoco hay político alguno, en países democráticos al menos, que no comprenda que el bolsillo es lo primero en la mente de los votantes. Todos y cada uno de los gobiernos en esos países se dedican en cuerpo y alma a hacer lo posible, y hasta lo indecible, para arribar el día de las elecciones con una economía pujante y creciente. Ahora que comenzamos a otear el mundo de la democracia, aunque sea de manera precaria, resulta inevitable que la economía aparezca como uno de los temas de referencia obligada. Nuestros gobernantes ya no pueden obviar o evadir el tema económico, ni pueden ofrecer más de lo que muchos perciben que no rinde resultados, ahora que el voto comienza a hacer mella. Por eso es tan interesante observar los intercambios –realmente un diálogo de sordos- que se han suscitado entre algunos de los aspirantes a la candidatura a la presidencia por parte del PRI, los principales funcionarios económicos del gobierno y alguno que otro candidato de terceros partidos.

 

Los candidatos, cuyo único objetivo es, lógicamente,  llegar al poder, han encontrado que, en algunas regiones del país, criticar a la política económica vigente arroja dividendos. Ningún observador cuerdo de la economía o la política del país se sorprendería de esta situación. A final de cuentas, el contraste más patente y lacerante del momento actual se encuentra precisamente en las diferencias tan extraordinarias que arroja el desempeño de la economía en las distintas regiones del país. Cambiar la política económica no es algo que atraiga a votantes en el norte, en Jalisco, en Yucatán, en Querétaro, en Guanajuato y el resto del Bajío, pero es algo sumamente poderoso en la mente de los mexicanos que residen en el la ciudad de México, en Guerrero, en Nayarit y en otras regiones que han perdido dinamismo y viabilidad en los últimos años. Los candidatos están respondiendo a su mercado: puede no ser la mejor manera de resolver los problemas al país (aunque sí entrañe un engaño a los votantes), pero ciertamente puede ser muy efectiva para ganar una elección. Los precandidatos pueden ser timoratos, pero entienden bien que no podrán ganar ofreciendo más de lo mismo.

 

Lo sorprendente es la respuesta de los funcionarios del gobierno, que se niegan a ver lo obvio. Los agregados económicos son muy interesantes para los estudiosos, pero le dicen poco al trabajador que no tiene mucho que llevar a su casa o al empleado que observa como se viene abajo la empresa en la que ha laborado por muchos años. Los funcionarios del gobierno federal se han dedicado a rasgarse las vestiduras como si lo logrado fuese suficiente, cuando lo que le importa a las personas y a las familias no es la abstracción de mejores políticas, sino la realidad económica cotidiana. Realidad que, desafortunadamente, sigue siendo terrible en muchísimas regiones del país.

 

Sin embargo, lo notable del momento actual es menos el uso político que los candidatos hacen de nuestras carencias y deficiencias o la absurda defensa con que han respondido los funcionarios gubernamentales, que las inteligentes respuestas y propuestas que, en forma creciente, vienen aportando diversos empresarios. Hoy son los empresarios exitosos quienes se han dedicado a ofrecer no sólo una visión del futuro, sino oportunidades reales para alcanzarlo. Son esos mismos empresarios quienes están alertando hacia las soluciones de fondo: en lugar de criticar las políticas que sí están funcionando, dice un cada vez mayor número de ellos, aboquémonos a introducir cambios cualitativos en el sistema educativo porque si no jamás daremos la vuelta; de igual forma argumentan que, en lugar de perdernos en los grandes discursos populistas, observemos que la competitividad se construye a nivel de cada persona y comunidad en la forma de sistemas de salud, de infraestructura y de educación. Si queremos progresar en la era de la información, más vale romper con las estructuras medievales que lo impiden.

 

Lo que los empresarios parecen comprender es que tenemos que perseverar en el único camino posible. Sin embargo, es evidente que hay que realizar ajustes importantes a la política económica, sobre todo a las políticas sectoriales, para ampliar los beneficios que ya se comienzan a observar en algunas regiones al resto del país. La legitimidad de la política económica será posible no por decreto, como parecen pretender los funcionarios que se han sentido aludidos por las críticas de los precandidatos, sino por los resultados que arroje la propia actividad económica.

 

A diferencia de los políticos que surgen al calor de la hoguera, hoy en día la viabilidad del país la están construyendo los empresarios que ya dieron la vuelta. Ahí están los verdaderos visionarios. Pero los empresarios no están en el negocio de gobernar. Lo que urge son políticos que no confundan el disfraz (como puede ser la llamada “tercera vía») con la substancia. Ahí está la diferencia entre el político de pacotilla y el estadista visionario.