Sudafrica: la delicada transición

Luis Rubio

 

¿Debe un gobierno ser juzgado por los agravios históricos que le heredaron sus antecesores o por los resultados de su propia gestión? En cierta forma, ese era el dilema que enfrentaron esta semana todos los sudafricanos al elegir, por segunda vez en su historia, a su nuevo gobierno. Las campañas políticas estuvieron dominadas por el discurso del triunfador, Thabo Mbeki, quien básicamente se dedicó a culpar a los gobiernos blancos de antaño de las dificultades del presente, y por el de sus contrincantes, que culpan al gobierno del Congreso Nacional Africano (ANC, por sus siglas en inglés), del extraordinario deterioro en la vida cotidiana que experimentan tanto los blancos como la población denominada «de color», principalmente de descendencia asiática, sobre todo hindú. Ambos contingentes aprecian el extraordinario éxito del presidente Mandela en iniciar un proceso de reconciliación nacional y transición gradual sin amenazar a los blancos ni coartar los legítimos derechos de la mayoría negra. Sin embargo, la gran interrogante en Sudáfrica en la actualidad es si la ausencia de Mandela va a destapar la cloaca de todas las asignaturas pendientes. De por medio se encuentra no sólo la viabilidad económica de esa naciente democracia, sino la noción misma de una transición política pacífica en un país subdesarrollado.

 

La interrogante de si un gobierno debe ser juzgado por lo que hizo o por lo que heredó del pasado no es ociosa. El presidente Mandela está por concluir su mandato como primer presidente de esa democracia multiracial habiendo conseguido lo que parecía imposible cuando fue electo: iniciar un proceso de transición política gradual de un régimen autoritario y abusivo de la mayoría negra a una democracia en forma, sin atentar contra población blanca ni destruir la base de una economía dominada por blancos y con un extraordinario potencial. Para Mandela era crucial no sólo preservar los empleos existentes en ese momento, sino garantizar la viabilidad de la sólida economía con que ya contaba Sudáfrica para convertirla en la base de desarrollo que el país -y sobre todo la población negra- requería para salir de su aguda pobreza. A pesar de haber vivido veintisiete años en una prisión por haber protestado la política del apartheid, Mandela no sólo no salió a cobrar deuda histórica alguna, sino que se dedicó a encauzar  toda la fuerza y presión con que la población desahogaba un agravio de décadas en un proceso de transición gradual. Desde esta perspectiva, el resultado del primer gobierno producto de una elección que incluyó a la totalidad de la población en 1994 ha sido espectacular: a pesar de los momios en contra, el país no sólo no se desmanteló, sino que nadie duda de que es posible continuar por el camino emprendido entonces.

 

Pero los impresionantes logros del presidente Mandela -y, particularmente, de quien fuera su operador político, el ganador Thabo Mbeki- en el plano de la alta política no han resuelto los enormes rezagos históricos que manifiesta ese país. Evidentemente el gobierno de Nelson Mandela se abocó a resolver problemas específicos con gran celeridad, sobre todo el de la vivienda y el de la carencia de servicios de infraestructura básica (drenaje,  agua potable, electricidad, etc.) en las colonias negras. Los avances en ambos frentes son enormes, aunque lejos de ser satisfactorios. Muchos políticos del ANC son culpados de utilizar los recursos destinados a la solución de esos problemas para generar lealtades partidistas, cuando no para beneficio personal. Muchos intelectuales negros dicen que el ANC corre el riesgo de acabar como el PRI mexicano.

 

Es interesante observar a Sudáfrica desde la perspectiva mexicana, porque los paralelos (y diferencias) son sumamente interesantes: ambas naciones están gobernadas por partidos políticos polifacéticos y fundamentalmente no ideológicos que pretenden representar al conjunto de la población. Los dos países han desarrollado economías caracterizadas por la profunda polarización de sus poblaciones y por una pésima distribución del ingreso. En Sudáfrica, un país de aproximadamente cuarenta millones de habitantes, seis millones de blancos e hindúes contaban con todos los servicios y beneficios -la mayoría de ellos de una calidad equivalente a la más alta del Primer Mundo-, en tanto que al resto de la población se le controlaba con un sofisticado sistema de pasaportes internos que tenían el efecto práctico de crear dos mundos totalmente contrastantes y diferenciados: uno pobre, otro rico. Los contrastes (físicos) que se observan recuerdan mucho a nuestra realidad social y económica, pero con dos diferencias fundamentales: por un lado, el hecho de que en México no exista una distinción racial matiza los contrastes y los hace mucho menos tajantes. Por otro lado, no hay la menor duda de que en México sí se ha dado una movilidad social significativa que, si bien no ha sacado de la pobreza a una enorme cantidad de mexicanos, ciertamente sí ha creado una clase media pujante que simplemente no existe en Sudáfrica. Donde las diferencias parecen desvanecerse es en el plano político. El ANC llegó para quedarse y se ha dedicado a burocratizarlo todo y a servirse del poder a lo grande. Sobre todo, el partido que domina la vida política de ese país ve a los partidos de oposición como un mal necesario y no como un mecanismo vital para su propio desarrollo y para asegurar que los abusos de antaño no se repitan jamás. Hay ahí paralelos sumamente preocupantes para nosotros.

 

 

El hecho de contar con una mayoría segura en el plano electoral y de que el presidente Mandela sea visto como una verdadera figura mítica ha permitido que el partido en el gobierno se duerma en sus laureles y desestime problemas fundamentales que ahora comienzan a hacer agua. De particular importancia es el hecho de que la calidad de la educación para la población negra siempre fue desastroso y, peor aún, que por casi dos décadas, millones de sudafricanos simplemente no asistieron a la escuela ya sea por decisión propia de boicotear al gobierno de entonces o, con más frecuencia, porque los gobiernos blancos cerraron las escuelas para evitar que los estudiantes se organizaran para protestar. El resultado es toda una generación de ciudadanos que está llegando a la edad productiva sin haber tenido formación alguna ni la más mínima capacitación para el trabajo. En adición a ello, el SIDA ha aumentado como reguero de pólvora, hasta el grado de afectar a cerca de la tercera parte de la población, según la información disponible. El gobierno saliente no hizo absolutamente nada en ninguno de estos frentes. Peor, a la vez que ha exigido que las empresas incorporen a un mayor número de negros en sus niveles ejecutivos y de dirección, ha sido incapaz de capacitarlos para que puedan desempeñarse en esos puestos.

 

 

Finalizado el proceso electoral, el nuevo gobierno de Mbeki, que será inaugurado el próximo día 16, tendrá que definir la estrategia a seguir. La población mayoritaria demanda acceso inmediato a todos los satisfactores que por décadas observó, pero a los que jamás tuvo acceso. Algunos de sus líderes acuñaron el slogan TIA (this is Africa) para indicar su preferencia por abandonar el proceso gradual de transición y adoptar de inmediato políticas que abiertamente discriminen en contra de la población blanca. Mbeki sabe bien que cualquier movimiento en esa dirección mataría a la gallina de los huevos de oro, pues virtualmente toda la economía productiva es propiedad de inversionistas blancos o es administrada por profesionales y técnicos también blancos. El dilema que se presenta detrás del llamado de quienes abogan por TIA es mucho más brutal de lo que parece: ¿quieren los sudafricanos igualar las condiciones de toda la población ascendiendo a los negros al nivel de los blancos, o preferirían disminuir el nivel de vida general para hacerlo semejante al del resto de los países del continente africano? Por supuesto que quienes presionan por una transformación inmediata suponen que es posible lo primero. La realidad es que la población negra no cuenta con las habilidades mínimas necesarias para poder competir en una economía moderna, sujeta a las presiones y condicionamientos que impone la globalización. La experiencia de Zimbabwe, país que acabó destruyendo a su economía por discriminar en contra de los blancos, es evidente para Mbeki, pero eso no es consuelo para quienes exigen satisfactores inmediatos.

 

De esta manera, Mbeki tiene el enorme reto de probar que es un líder efectivo ya sin la presencia envolvente de Mandela. Su desafío es, por una parte,  el de evitar una confrontación dentro de los rangos de su propio partido, cuya fortaleza se fundamenta menos en una visión común del futuro que en su oposición de décadas al gobierno racista y, por la otra, atacar las grandes carencias que evidentemente son producto de la historia, pero que se han agudizado en los últimos años por falta de atención gubernamental. La inseguridad pública es perceptible en todos los grupos sociales, el asesinato y la violación de mujeres -desde niñas hasta ancianas- son noticia cotidiana y la ausencia de un gobierno dispuesto a someter a proceso judicial a criminales convictos, pero que son miembros del partido, domina la conciencia popular.

 

El problema para Mbeki, como para nosotros en esta coyuntura, es que ha llegado el momento de empatar el discurso con la acción gubernamental. Mbeki parece reconocer en sus discursos que no hay otra opción que seguir adelante, manteniendo la expectativa de una mejor vida en el futuro. Sin embargo, ese reconocimiento no ha venido acompañado de un plan que ofrezca, claramente, un mejor gobierno y la solución de los problemas básicos que impiden que Sudáfrica dé el gran paso adelante. Igual que en México, se han logrado enormes avances conceptuales, pero poco o nada de ello se ha traducido en un programa de acción que unifique a toda la población y le ofrezca al menos un sentido de esperanza para el futuro. Hay semejanzas que sería preferible no compartir.