Marcos, los indígenas y el legislador

Luis Rubio

El régimen cambió, pero el deporte de enmendar la constitución al vapor sigue siendo el mismo. Todo mundo se vuelca a favor de la aprobación de una iniciativa de ley que en realidad pocos conocen. Parecemos un país enamorado del hecho de legislar, mas no del contenido de la legislación. El poder legislativo tiene frente a sí la responsabilidad de revisar una polémica iniciativa de ley, esta vez en materia de derechos indígenas. A pesar de nuestra abundante historia de cambios constitucionales, ningún cambio a la constitución debe tomarse a la ligera. Mucho menos cuando se corre el riesgo de dividir al país.

 

El levantamiento zapatista de 1994 conmovió a México y generó un legítimo sentido de empatía, cuando no de culpa, con la población indígena que se quedó rezagada a partir de la conquista española. Esos sentimientos encontrados han acompañado a una significativa porción de la población del país, particularmente la que se manifiesta, escribe, crea opinión y moviliza a las masas. Para ese grupo de mexicanos, la mejor manera de resolver el levantamiento zapatista y de satisfacer la deuda histórica con los indígenas del país reside en la aprobación de la iniciativa de ley que se desprende –con muchos cambios y asegunes- de la negociación que entabló el gobierno del presidente Zedillo con el EZLN en Larráinzar y que ahora, con muy pequeñas modificaciones, ha enviado el presidente Fox al Senado de la República.

 

La motivación del presidente Fox no deja lugar a dudas: su objetivo es el de resolver, de una vez por todas, el conflicto que estalló hace siete años y que ha tensado las relaciones del país con algunas naciones europeas, además de mantener angustiada a la sociedad mexicana a juicio del actual gobierno. Queriendo romper con el pasado, el presidente hizo suya la iniciativa de ley en materia indígena y la mandó al Senado para su estudio y aprobación. Su objetivo es político más que jurídico: pretende sumar a todos los mexicanos bajo el techo colectivo de la nación: la unidad nacional, dice el presidente Fox, es un propósito superior. Objetivo encomiable, pero que no necesariamente se avanza por la vía de una enmienda constitucional y menos por una del tipo de las que ha sido enviada al poder legislativo.

 

La iniciativa enviada al Congreso adolece de una infinidad de problemas y contradicciones, muchas de las cuales han sido apuntadas por políticos y analistas en todos los medios. Nada de eso, sin embargo, ha tenido el menor efecto disuasivo sobre el entusiasmo desbordante de muchos diputados, partidos, organizaciones y personas. Pero el entusiasmo no disminuye los problemas y defectos de que adolece la iniciativa. Quizá el primero de esos defectos se encuentra fuera de la iniciativa misma: se encuentra en el hecho de que muchos mexicanos han ignorado el contenido de la iniciativa y se han dejado llevar por el objetivo romántico de lograr una paz que igualmente podría no llegar, dado que los zapatistas no se han comprometido a detener su activismo una vez que se apruebe la ley.

 

La situación recuerda aquel momento de finales de 1985, luego de las dolorosas semanas que siguieron al trágico sismo de septiembre en la ciudad de México, en que el entonces Departamento del Distrito Federal publicó un decreto de expropiación de millares de predios afectados por el movimiento telúrico. La expropiación era una de las vías que podía contribuir a resolver el enorme problema que generaba la contraposición de intereses entre los dueños de predios y los habitantes de vecindades venidas a menos que llevaban años de no pagar la más mínima renta. El sismo había obligado al gobierno a actuar. Igual que en el caso de Chiapas, el gobierno actuó en aquella ocasión y produjo un decreto que parecía satisfacer, más o menos, a todas las partes. El entusiasmo de entonces se parecía al de hoy; también, al igual que hoy, nadie había leído el decreto. Pronto, alguien se percató de que el decreto incluía propiedades en lugares que nada tenían que ver con las zonas afectadas por el  sismo, incluyendo algunos de los mejores terrenos del paseo de la Reforma que llevaban años sin ocuparse.

 

Más que una respuesta a la problemática denunciada por los zapatistas hace siete años, la iniciativa cocinada originalmente por la Comisión de Concordia y Pacificación (COCOPA) genera un sinnúmero de preguntas. Lo  menos que deberían hacer nuestros legisladores es resolver las interrogantes y asegurar que sus respuestas y acciones legislativas a favor de los indígenas sean compatibles con las aspiraciones y derechos del resto de los mexicanos, y que no van a provocar un daño irreparable.

 

Si uno observa la profundidad de las dudas que genera la iniciativa, resulta evidente que no hay claridad ni en los conceptos más fundamentales de nuestro ser nacional. Por ejemplo, algunas de las interrogantes se refieren a cosas tan elementales como quién es un indígena y quién no, qué es un pueblo indígena, objeto de las prerrogativas contenidas en la iniciativa, y qué no lo es. La ley es tan vaga en estos temas que no hace mas que referirse a “aquellos que descienden de poblaciones que habitaban en el país al iniciarse la colonización”, o sea la abrumadora mayoría de los mexicanos. La iniciativa acota los términos con la sugerencia de que se trata de aquellas comunidades que “conservan sus propias instituciones sociales, económicas, culturales y políticas, o parte de ellas”. De estas definiciones no es posible más que suponer que el propósito de la ley es preservar todo aquello que ha mantenido aisladas, pobres, rezagadas y sin futuro alguno a esas comunidades. Es decir, que en lugar de procurar una vida mejor para algunos de los mexicanos más pobres, el gobierno se compromete a asegurar que su vida se mantenga tal y como está. Imposible no recordar las acérrimas críticas a las reservaciones indias en Estados Unidos en boca de la intelectualidad de izquierda en el país.

 

De acuerdo a la iniciativa de la Cocopa, los pueblos indígenas (cualquiera que sea su definición) serán los responsables de “aplicar sus sistemas normativos de regulación y solución de conflictos internos, respetando las garantías individuales…; sus procedimientos, juicios y decisiones serán convalidados por las autoridades jurisdiccionales del Estado” (artículo 4, fracción II). Es decir, el poder judicial  tendría que validar un sistema normativo distinto al que inspira la existencia y naturaleza del propio poder judicial. De esta manera, en lugar de igualdad ante la ley, súbitamente nos encontraríamos con que unos mexicanos viven bajo un sistema jurídico distinto al de otros, circunstancia que dio origen a los fueros y privilegios que tan destructivos y violentos acabaron siendo a lo largo del siglo XIX.

 

La iniciativa es igualmente excesiva en los temas que se relacionan con la economía. Por una parte, le concede el derecho de adquirir y operar sus propios medios de comunicación, ignorando el régimen de concesión al que está sujeto el resto de la población (fracción VII). Por otro lado, le concede a los pueblos indígenas el derecho a acceder de manera colectiva al uso y disfrute de los recursos naturales de sus tierras y territorios “entendidos como la totalidad del hábitat que los pueblos indígenas usan y ocupan” (fracción V). Aunque la iniciativa expresamente excluye al subsuelo, su adopción constituiría una verdadera pesadilla a la hora en que se decidiera construir presas, carreteras, puertos, plantas generadoras de electricidad, etcétera. Es decir, la iniciativa pretende preservar el “hábitat” indígena de manera prístina. No queremos indígenas ricos y desarrollados: puros pobres y rezagados.

 

En suma, la iniciativa originalmente propuesta por la Cocopa altera el orden jurídico que formalmente existe en el país, sin que se establezcan normas y criterios para su desarrollo. En su extremo, la iniciativa favorecería la imposición de tributos en las zonas que acabaran siendo denominadas como indígenas, penalizando cualquier oportunidad de desarrollo. Muchas de las inversiones forestales para las que el país tiene especial “vocación”, como dicen los técnicos, por ejemplo, podrían acabar resultando inviables ante la indefinición jurídica y jurisdiccional que la ley propuesta arrojaría. Justo cuando en el país hay un creciente reconocimiento de la necesidad de avanzar hacia el desarrollo de un Estado de derecho pleno, la discusión del momento se refiere a cómo obstaculizarlo, si no es que a hacerlo imposible.

 

Lo que no es claro es por qué tantos equívocos y confusiones en la redacción de la iniciativa. La iniciativa surge a partir de los Acuerdos de San Andrés Larráinzar. Esos acuerdos (1995-1996) consagraron las condiciones bajo las cuales los zapatistas se comprometían a concluir la declaración de guerra. Los acuerdos de entonces poco tienen que ver con la iniciativa que ahora se ha presentado. Según los expertos, aunque esos documentos no eran particularmente claros, coherentes o transparentes, su contenido reflejaba un deseo de reconciliación y, sobre todo, la aspiración a concluir el levantamiento. Entre esos Acuerdos y la iniciativa que elaboró la Cocopa hay un abismo que salvar, quizá producto de mero descuido o de problemas de interpretación, pero también es posible que, como en el caso de los predios expropiados en 1985, hayan dominado los intereses particulares y partidistas. Si los zapatistas siguen comprometidos con aquellos Acuerdos y si esos Acuerdos no son idénticos a la iniciativa de ley (que naturalmente no lo pueden ser) no hay razón que impida a los legisladores retornar al origen y producir algo compatible tanto con nuestra estructura legal vigente, como con los Acuerdos de San Andrés.

 

Nuestra constitución ha sufrido un embate tras otro y en la mayoría de ellos se han consagrado las preferencias e intereses de una figura autoritaria tras otra (antes los presidentes, ahora los nuevos caudillos). Parecería que ya es tiempo de producir reformas que comiencen por el principio, por definir con precisión las cosas: qué es un pueblo indígena, qué derechos se pretende elevar a rango constitucional, qué cambios al espíritu de la nacionalidad son aceptables y cuáles no. El camino que se ha adoptado, y por el que se avanza con el ímpetu de un huracán, no constituye más que un obstáculo más al desarrollo integral del país.

 

 

Hacia la reforma fiscal

Luis Rubio

La reforma fiscal está en puerta, pero el consenso necesario en el poder legislativo para aprobarla está lejos de haberse forjado. Los legisladores han comenzado a discutir el contenido de la iniciativa presidencial pero su situación no es sencilla. Por un lado, la parte más vociferante de la prensa ha presentado a la reforma, y en particular la modificación en el régimen del IVA, como un ataque directo a la economía de la mayoría de la población. Por el otro, los propios prejuicios de los legisladores tienden a  distorsionar la lógica más elemental de los procesos económicos y a obstaculizar reformas que son imprescindibles. En el fondo, los legisladores enfrentan un problema de opinión pública y tres mitos profundamente arraigados.

 

El problema de opinión pública sólo podrá tener solución en la medida en que las reformas que aprueben los legisladores vayan cumpliendo sus objetivos y, con ello, desacrediten a los críticos. Este es, evidentemente, un problema de tiempos, pero también una oportunidad para las distintas bancadas legislativas, sobre todo la del PRI.  En la discusión de la reforma fiscal el PRI puede refrendarse como el partido con vocación de gobierno que siempre ha sido.

 

Los priístas, quienes se han convertido en el factor clave para la aprobación de virtualmente cualquier iniciativa de ley, se sienten acosados, circunstancia que les ha impedido definir sus intereses en la coyuntura actual. Esa sensación de acoso en ocasiones les ha llevado a comportarse como antes lo hacía el PRD (burlándose del gobierno, como en la toma de posesión), y en otras a actuar con desesperación (obstaculizando cualquier iniciativa). Esas actitudes revelan la inseguridad del perdedor y no la solidez del partido que aspira a recobrar el cetro gubernamental.  La paradoja para el PRI reside en que mientras más postergue su propia reforma interna, menos capaz será de ejercer un liderazgo efectivo y, con ello, de recuperar el poder.

 

Los priístas pueden agarrar las bolas fáciles para tomar la iniciativa, como presumiblemente lo harán con la ley en materia de derechos indígenas. Sin embargo, la oportunidad para el PRI no reside en los temas en los que todos los partidos coinciden, sino en aquellos en que puedan hacer una diferencia específica, como sin duda es el caso de la reforma fiscal. Los legisladores, sobre todo los del PRI, tienen que ejercer un liderazgo cualitativamente distinto al de cualquier época del pasado reciente, cuando la noción de que un legislador tomara una postura independiente del ejecutivo era simplemente un anatema. Hoy en día, el PRI, por más que sus voceros se empeñen en negarlo, es un partido que navega a la deriva. Ejercer un liderazgo positivo en el proceso de reforma fiscal podría ser una primera oportunidad de marcar un cambio respecto al pasado. Sus opciones son muy simples: podría oponerse a cualquier cambio, como seguramente hará el PRD; podría someterse al ejecutivo, como en el pasado; o podría presentar una contrapropuesta inteligente consistente en proteger los intereses de sus bases tradicionales esencialmente a través del desarrollo de un mecanismo de compensación para los perdedores en caso de que se aprobara la eliminación de la tasa cero en alimentos y medicinas.

 

El problema es que la mayor parte de los legisladores en la actualidad sostiene tres mitos que, como todos los mitos, son completamente falsos. Antes de definir una postura respecto a la reforma fiscal, sería deseable que los legisladores acabaran con el mito del déficit fiscal, el mito de la recaudación y el mito del IVA. Cada uno de estos mitos se ha ido conformando a lo largo del tiempo, lo que les ha conferido un aura de verdad que hace difícil desarraigarlos. Sin embargo, no por ello es posible ignorarlos.

 

Dada nuestra historia reciente, el mito del déficit fiscal es verdaderamente increíble. En el país pervive la noción de que un mayor déficit fiscal trae consigo una mayor tasa de crecimiento. Este mito se origina, además de en las malas lecturas de Keynes, en las relativamente elevadas tasas de crecimiento que logró la economía mexicana a finales de los setenta y principios de los ochenta. Sin embargo, si uno analiza aquellos años con detenimiento, lo que resalta no es la vinculación entre un alto nivel de déficit fiscal y elevadas tasas de crecimiento, sino un elevado precio del petróleo y la expectativa de que ese precio se incrementaría en forma permanente. Lo que hizo posible las elevadas tasas de crecimiento fue el terrible endeudamiento externo en que incurrieron las autoridades en aquel momento, sin que jamás repararan en las consecuencias de semejante irresponsabilidad. Y vaya que éstas fueron catastróficas.

 

Quizá más importante, si uno observa al conjunto de países exitosos alrededor del mundo, lo que destaca en todos y cada uno de ellos es la fortaleza de sus finanzas públicas. Esos países han crecido con celeridad y son poderosos porque tienen su casa en orden. Uno de los elementos fundamentales de la solidez y fortaleza de un país reside en la salud de sus finanzas públicas y las nuestras, como hace días reconoció el secretario de Hacienda, no son un dechado de virtudes. Una vez que se consolidan todos los pasivos gubernamentales, el déficit real de las finanzas públicas no se reduce a medio punto del producto interno bruto, como sostenía la administración anterior, sino que asciende a 4% del PIB, cifra sumamente peligrosa para la estabilidad económica del país. Los déficits fiscales son perniciosos excepto en condiciones verdaderamente extremas, como ocurrió con la Gran Depresión a principios de la década de los treinta. Por ello, lo primero que tendrían que contemplar nuestros legisladores son maneras de reducir ese déficit .

 

Pero, igual que el anterior, existe otro mito alrededor de la recaudación. Se argumenta repetidamente que la recaudación es baja y que ésta es excesivamente dependiente del petróleo. La realidad, sin embargo, es mucho más compleja. En conjunto, la carga fiscal de los mexicanos y la recaudación son más o menos equivalentes a la de países semejantes al nuestro: mientras que en México la recaudación fue del 16% del PIB en 1997,  en Chile fue del 17.4%, y en Colombia 15.4% del producto. Las diferencias se aprecian cuando se analizan las fuentes de recaudación: en el caso de México, el petróleo representa un porcentaje muy elevado del ingreso gubernamental, aunque mucho menor de lo aparente, ya que no más de la mitad de los ingresos por este concepto se deriva de la producción petrolera; el resto se refiere a impuestos, como el IVA sobre gasolina, que los consumidores pagarían de cualquier manera. La vulnerabilidad de las finanzas públicas reside mucho más en la evasión, cualquiera que sea su causa, y la dispersión del IVA, que en su dependencia al ingreso petrolero.

 

Según las estadísticas de la Secretaría de Hacienda y Crédito Público, del 16% del PIB que el Gobierno Federal recaudó en 1997, el 4.3% provino del Impuesto Sobre la Renta, el 3.1% del IVA, 1.5% de importaciones y otros impuestos directos, 5.23% se originó en el impuesto especial a las gasolinas y en el impuesto a hidrocarburos, en tanto que el resto provino de aprovechamientos y otros impuestos.

 

Como se aprecia, en la actualidad el IVA recauda poco.  La razón de ello radica en la existencia de tasas diferenciadas (0% para algunos bienes, 10% en la zona fronteriza y 15% para el resto), lo que abre enormes oportunidades a la evasión de impuestos. Además, una infinidad de bienes de lujo (como chocolates importados y caviar) se grava con la tasa cero, como si se tratara de frijoles y tortillas. De hecho, la noción de que la tasa cero se refiere sólo a alimentos básicos, como las tortillas, es un mito.  La aparente necedad de igualar la tasa del IVA (lo que implicaría eliminar la tasa cero) no surge de una determinación tecnocrática como parecen creer muchos legisladores, sino de la urgencia de recaudar mayores ingresos para cubrir los enormes pasivos contingentes del gobierno (que vienen de antaño),  fortalecer las finanzas públicas a fin de evitar inestabilidad económica y sedimentar una base saludable para el crecimiento de la economía. Además, por elemental equidad, y para transferir recursos de los ricos para su redistribución, es imperativo que bienes de lujo como el caviar y otros alimentos sean gravados con el IVA.  Por supuesto, los legisladores no pueden aprobar un cambio en la estructura fiscal a menos de que tengan la certeza de que existirán mecanismos de compensación razonables y efectivos para los estratos más pobres de la sociedad que, dicho sea de paso, no son los que típicamente se quejan con sus representantes. Para ello tienen que acabar con el mito de que esto no es posible.  Ninguno de estos objetivos puede ser objetable para los partidos políticos. La pregunta es si tendrán la capacidad de ejercer el liderazgo que el país, y su futuro propio, les exige.

 

Marcos y Fox: dos escenarios

 

La llegada de Marcos y su caravana a la ciudad de México podría abrir una nueva etapa de desarrollo político para México y la actual administración, pero también podría acabar paralizando al país. Dos escenarios saltan a la vista. En el primero, el que todo mundo parece querer ver consumado, Fox y Marcos compiten en los medios uno frente al otro y la población rápidamente coloca a cada uno de ellos en su justa dimensión: Fox es reconocido como el presidente legal y legítimo, en tanto que a Marcos se le reconoce su astucia, su arrojo y la importancia de su movimiento, pero no la representatividad que éste pretende, lo que le obliga a iniciar la construcción de un movimiento político emergente que reta al establishment político y partidista y compite con él, pero dentro del marco legal, sin buscar subvertirlo. El segundo escenario se ajusta más a las expectativas del propio Marcos y sus promotores: en ese escenario la llegada del contingente zapatista y la presencia de Marcos en los medios de comunicación logra galvanizar a toda la oposición de izquierda en el país, sumando a todos los que se oponen a iniciativas específicas del gobierno de Fox y catalizando una oposición directa y frontal al nuevo gobierno. Esto es, se constituiría en el mayor obstáculo al gobierno actual y al desarrollo del país. La diferencia entre ambos reside en el apoyo activo y efectivo que recoja de la población no el domingo, sino en los días siguientes. Pronto comenzaremos a atisbar cuál de estos dos escenarios es el bueno.

 

 

impuestos y ciudadanos

Luis Rubio

No hay pago de impuestos sin representación, una demanda política;

no hay representación sin pago de impuestos, una realidad política.

Samuel Huntington

Todo mundo quiere una reforma fiscal: los empresarios porque buscan pagar menos impuestos y el gobierno porque quiere elevar la recaudació

n fiscal. Obviamente, las dos cosas son, al menos en apariencia, incompatibles entre sí. Para que aumente la recaudación fiscal y el gobierno tenga más recursos para hacer frente a sus

obligaciones y programas de gasto, la sociedad tiene que pagar impuestos. Pero ningún ciudadano, de ningún país, va a pagar más impuestos por el mero prurito de hacerlo. La reforma fiscal tiene que partir de la redefinición de la relació

n entre el gobierno y los gobernados, entre el gobierno y los ciudadanos.

Los impuestos son un componente esencial en toda sociedad organizada. La vida en sociedad cuesta: desde la construcció

n de infraestructura hasta el cuidado de las fronteras de una nación. Aunque es fácil disputar el mé

rito de pagar impuestos, todos sabemos que son un hecho de la vida real. A lo largo de la historia, todos los especialistas en impuestos se han preocupado por tratar de responder a la pregunta de cómo recaudar impuestos sin distorsionar la creació

n de la riqueza. Como en sentido estricto esto es imposible, el objetivo se ha centrado en cómo recaudar distorsionando lo menos posible.

El objetivo de recaudar impuestos sin distorsionar la actividad productiva tiene un sentido muy preciso: la idea es que los individuos no vean afectada la manera en que toman sus decisiones de trabajo o inversió

n por el tipo de impuestos que deben pagar. Las distorsiones pueden ser de la más diversa índole. Por ejemplo, si un electricista decide no realizar una instalación más porque eso le llevaría a cambiar de estrato fiscal o bracket

(los rangos de ingreso a partir de los cuales se calcula la tasa de impuesto), el impuesto estaría causando una distorsión en su proceso de toma de decisiones, desincentivando el trabajo y, por lo tanto, la producción, el empleo y la creació

n de riqueza. El solo hecho de que una persona tenga que pagar más impuestos al generar un ingreso adicional es en sí distorsionante. Lo mismo ocurre cuando un empresario opta por localizar una planta en otro paí

s para disminuir la carga fiscal, o cuando una empresa dedica una enorme porción de su tiempo a procurar maneras de disminuir sus impuestos en lugar de mejorar la calidad de sus productos, incrementar sus ventas o elevar la productividad

de sus procesos.

Una estructura fiscal ideal debería prescindir de toda recaudación relacionada con la creación misma de riqueza porque casi cualquier acción en ese frente implica una distorsión. Desde esta perspectiva, en un mundo ideal, lo que debería

ser gravada es la riqueza ya existente, el patrimonio de las personas, para no incidir sobre el proceso de su creación, lo que afecta las decisiones de trabajo, ahorro e inversió

n. Sin embargo, este camino ha probado ser, a lo largo de la historia, inviable, pues lleva a que las personas escondan su riqueza o a que la ubiquen en otra circunscripció

n fiscal (en lugar de utilizarla para mejores fines) y a que la autoridad tenga que hacer valuaciones sobre la riqueza aparente, lo que entraña enormes riesgos de inequidad, arbitrariedad, abuso y corrupción.

En la práctica, hay dos maneras en que se puede lograr un sistema impositivo ideal. Una es cobrando el impuesto directamente sobre el efectivo sufragado por las empresas (en la forma de salario o pago a prove

edores) y la otra es cobrarlo en la otra parte del ciclo, al momento de consumir. Por lo tanto, si no se va a gravar la creación de riqueza (que usualmente se asocia con empleos y empleadores), se tendrí

a que gravar al individuo al momento de consumir. La conclusión de este razonamiento básico es que el impuesto menos distorsionante (y, además, más equitativo y progresivo) acaba siendo el que grava directamente el consumo.

El consumo se grava a través de dos impuestos distintos que, en el fondo, son prácticamente idé

nticos (aunque de entrada no lo parezca): un impuesto sobre ventas, como el IVA, y un impuesto sobre el salario (e ingresos por trabajo) que, a diferencia del ISR, podría ser fijo, con una sola tasa y sin complejidad en su administración. A pesa

r de todas las controversias que se generan en torno al IVA, éste es un impuesto que se aplica en casi todo el mundo por lo sencillo de su administración y por la poca distorsió

n que origina. Por su parte, el impuesto al salario es en realidad un impuesto al consumo porque el ciclo de vida de una persona es, a final de cuentas, un ciclo de consumo: si en lugar de ver a un individuo de manera está

tica en un momento dado y mejor se observa su ciclo de vida en el tiempo, se constata que éste empieza consumiendo más de lo que gana (se endeuda), luego paga sus deudas y en el camino ahorra para poder pagar el costo de sus últimos añ

os improductivos. En otras palabras, la persona consume todo (o casi todo) su ingreso a lo largo de su ciclo vital. Por esta razón un impuesto al salario es, a la luz de toda la carrera salarial de un individuo, un impuesto indirecto al consumo.

En suma, los impuestos ideales son aquellos que gravan el consumo porque son los que menos distorsionan las decisiones de trabajo, inversión y producción. Además, los impuestos al consumo no sólo son mucho menos regresivos de lo que comú

nmente se cree, ante todo porque gravan más al que más consume, sino también más progresivos que las alternativas. La experiencia demuestra que los impuestos al

ingreso, que siempre se presentan como impuestos progresivos porque la tasa impositiva se incrementa en la medida en que lo hace el ingreso, acaban siendo bastante regresivos toda vez que las personas de mayores ingresos siempre encuentran maneras de dism

inuir su pago, lo que lleva a que los diferenciales de tasas sean engañosos. Es decir, la progresividad del impuesto al ingreso es un mito.

La discusión anterior muestra que la estructura fiscal que tenemos puede ser seriamente reformada, pero, en lo fundamental, tenemos el tipo de impuestos que menos distorsionan y má

s recaudan. Los problemas se encuentran en otra parte. Primero, en la manera en que los impuestos son aplicados (sobre todo el IVA con sus tasas diferenciadas y los regímenes especiales de tributación que benefician a algunas actividades especí

ficas como el transporte público y la agricultura) lo que genera enormes oportunidades de evasión, con los efectos conocidos: unos cuantos acabamos pagando por los demás. El otro problema reside en que la població

n no se siente obligada a pagar sus impuestos: lo percibe más como una imposición arbitraria del gobierno que como una obligación ciudadana. La verdad es que no es para menos, toda vez que los mexicanos llevamos décadas de carecer de los má

s mínimos derechos en nuestra calidad de ciudadanos. Si el gobierno del presidente Fox quiere elevar la recaudación va a tener que empezar por convocar a un pacto ciudadano.

Una reforma fiscal integral tendría que partir del principio elemental de que el ingreso

gubernamental no es independiente del gasto del gobierno. En la actualidad, el gasto del gobierno no es fiscalizable por parte de la ciudadaní

a. Si el gobierno presenta una propuesta de gasto que incluya mecanismos que garanticen la transparencia en su ejercicio y una rendición de cuentas plena por parte de los responsables de ejercerlo, la ciudadanía dejará

de tener justificaciones para negarse a pagar impuestos, lo que legitimará la acción coercitiva de las autoridades recaudatorias. La iniciativa que el

gobierno decida emprender en materia tributaria tiene que partir del reconocimiento de que la problemática fiscal del país en el largo plazo no puede ser resuelta con más impuestos, mayores tasas o una mejor fiscalizació

n, sino mediante un cambio radical en el comportamiento de los gobernantes.

Además, para poder avanzar en torno a una reforma fiscal, tambié

n es indispensable reconocer que los impuestos tienen que ser equitativos, pero no son, ni pueden ser, una fuente de igualdad social o económica. Los impuestos no son una vía apropiada para resolver problemas ancestrales de inequidad. La noció

n de cobrarle más a los ricos porque son ricos, tiene problemas no sólo constitucionales (porque todos los impuestos deben ser equitativos) sino prácticos: los r

icos, en todo el mundo, utilizan sus recursos para encontrar maneras de disminuir su carga fiscal o, simplemente, transfieren su riqueza a otra parte. En este sentido, los impuestos deben ser concebidos para cumplir con una sola funció

n: la de generar ingresos al gobierno. La solución de los ingentes problemas de pobreza y de desigualdad que enfrenta el paí

s tiene que venir por el lado del gasto y, sobre todo, como resultado de una estrategia de desarrollo que, al articular incentivos e instituciones adecuados, con educación, desarrollo tecnoló

gico, gasto gubernamental en infraestructura y la iniciativa de millones de ciudadanos, genere tasas elevadas de crecimiento económico, fuentes de empleo y, por ese medio, grandes oportunidades de desarrollo individual. Es así

como las personas que hoy, por lo reducido de su ingreso, no son contribuyentes, pasarían a serlo, bajo el entendido de que la política social compensaría ese desembolso. Desde luego, las personas de menores ingresos que, por la igualación

en las tasas del IVA, resultaran empobrecidas, tendrían que ser compensadas de manera directa. El beneficio fiscal de igualar las tasas más que pagaría por el costo de esa compensación.

Los impuestos son un medio y no un fin en sí mismo. Hasta ahora, en la mentalidad de nuestros gobernantes ha dominado la noci

ón de que los impuestos son, como el diezmo, una obligación sin más, sin la menor consideración. Mientras esa concepción no cambie, mientras la ciudadanía no logre convertirse en una contraparte aceptada

por los gobernantes, los mexicanos seguiremos haciendo como que pagamos y el gobierno hará como que gobierna. Nada nuevo bajo el sol.

 

Delincuencia y política económica

A primera vista, suena lógico, y hasta parece razonable, el que exista una relación directa entre la delincuencia que acosa a los habitantes de la ciudad de México y otras regiones del país y la política económica que se ha seguido a lo largo de las últimas décadas. Pero las apariencias engañan. El problema de la delincuencia poco tiene que ver con la política económica, aunque es evidente que una economía pujante contribuye a la creación de oportunidades de empleo permanente y, en general, a la estabilidad social. La evidencia empírica muestra que el problema de la delincuencia reside en la impunidad y es ahí donde debe ser combatida. Al mismo tiempo, no sobraría un mínimo de reconocimiento de que la economía mundial ha cambiado radicalmente y que eso afecta directamente el empleo, el bienestar social de la ciudad y, por lo tanto, sus perspectivas de desarrollo. El problema no reside en la política económica, sino en las acciones que emprenda el gobierno de la ciudad para hacer de ella un polo dinámico de desarrollo, libre de delincuencia y violencia.

 

Hay dos hechos incontrovertibles que han transformado para mal a la ciudad de México, así como a muchas otras regiones del país, en el curso de las últimas dos décadas, aunque no están relacionados entre sí. El primero es que la delincuencia y la violencia han cobrado formas, características y frecuencias totalmente inusitadas. Hasta hace sólo unos cuantos años, la ciudad de México era un lugar tranquilo en el que crecían y se desarrollaban las familias, en el que los niños podían salir a la calle a jugar fútbol o lo que quisieran, sin que mediara un riesgo significativo. Las calles eran seguras y, aunque evidentemente existía un cierto nivel de criminalidad como en cualquier otro lugar del mundo, la delincuencia no era la principal fuente de preocupación de la ciudadanía. Hasta los setenta prácticamente no existían guaruras y la convivencia era razonablemente estrecha.

 

Una pequeña historia ilustra bien la naturaleza de la vida citadina hace algunas décadas. Un viejo observador de la política mexicana contaba que el presidente Miguel Alemán fue invitado a comer a casa de un amigo suyo. Salió de Los Pinos con su chofer, quien lo dejó frente a la casa de su amistad; el presidente le dijo al chofer que volviera por él dos horas después. Solo, sin guaruras, ayudantes o Estado Mayor, el presidente se aproximó a la casa indicada, tocó el timbre y se encontró con que su amigo se había mudado unos meses atrás. Los nuevos residentes del domicilio insistieron en que el presidente se subiera a su coche y ellos mismos lo condujeron al nuevo domicilio de su amigo. Esta historia, que en nuestros días parece de ficción, refleja mucho el ambiente de la ciudad de antaño.

 

Inevitablemente, el desenfrenado crecimiento de la ciudad paulatinamente cambió su perfil, la transformó en una ciudad cosmopolita y trajo consigo muchos de los peores vicios del desarrollo mal entendido: desde la contaminación del aire hasta el tránsito, la delincuencia y la impersonalidad. Décadas de un sistema político centralizante crearon el gigantismo que caracteriza al Distrito Federal y, en ausencia de una estrategia de desarrollo urbano, agravaron la problemática de la ciudad. La política económica del desarrollo estabilizador, en conjunto con la estrategia de substitución de importaciones, crearon una planta industrial dentro y alrededor del DF que se convirtió en un poderoso imán para la migración desde las zonas rurales. A su vez, el centralismo y la política industrial crearon otros fenómenos no menos significativos: por una parte, un empresariado industrial dependiente del gobierno y más preocupado por obtener un subsidio, protección u otra fuente de rentas, que por la calidad o el precio de sus productos; y por la otra, un sindicalismo con liderazgos inflexibles, demandantes y corruptos.

 

Visto desde la óptica que hoy nos permite la historia, ambos factores –el sindicalismo corrupto e inflexible y el empresariado dependiente y subsidiado- tarde o temprano llevarían al colapso económico, al desempleo y al empobrecimiento relativo de la ciudad. En la medida en que el mundo fue cambiando, que las comunicaciones rompieron barreras que antes eran infranqueables, que la población del país creció de manera excesiva y que la industria acumuló ineficiencias, es que la política industrial dejó de ser sostenible. En términos llanos, dejaron de haber recursos con qué pagar las importaciones de maquinaria y tecnología que la industria demandaba; era imposible exportar sin una planta industrial moderna y eficiente, con costos competitivos respecto al resto del mundo; los costos efectivos (incluyendo la corrupción sindical –y burocrática- así como las prestaciones) de la mano de obra  resultaban prohibitivos, a pesar de ser irrisorios como sostén de una familia. La suma de la inflexibilidad empresarial, burocrática y sindical, junto con el cambio que se fraguaba en otras latitudes del mundo, acabó por paralizar la economía de la ciudad. La política económica de las últimas dos décadas, esa que se ha dado por llamar en forma derogatoria “neoliberal”, no hizo sino dar formal sepultura a una estrategia de desarrollo que dejó de servir en los años sesenta y se desintegró por completo en los setenta.

 

El otro hecho que transformó a la ciudad de México para mal fue la desarticulación del viejo sistema político. En éste, más que en cualquier otro factor, reside el origen del problema de inseguridad que hoy padecemos. Este proceso lleva tres décadas cobrando forma, quizá desde 1968 si se quiere establecer una fecha, pero sólo en la última década alcanzó niveles explosivos. El sistema político de antaño era severo, disciplinario, controlador e intolerante de cualquier disidencia, en cualquier ámbito. De acuerdo a la máxima obregonista, los enemigos o disidentes del sistema tenían opciones muy simples: o se dejaban cooptar o eran liquidados. En ese contexto, el gobierno nunca desarrolló un cuerpo policiaco profesional, moderno y competente; más bien, al estilo general de la improvisación muy nuestra, a la policía se le controlaba desde arriba, siguiendo la lógica de las cuotas (qué tanto se puede robar, a quién y dónde) o de las mafias (sólo a mis enemigos). La policía no era moderna o profesional pero, empleando todos los medios legales e ilegales a su alcance, era muy efectiva.

 

El corazón del viejo sistema, el que imperó hasta los sesenta, era el control, mismo que no dejó margen o espacio a la impunidad (entendida ésta en términos políticos, no legales). Todo el que infringía las reglas del sistema (desde el político más encumbrado hasta el policía más modesto) era sancionado y disciplinado sin misericordia. No era un sistema democrático, ni ético, ni se apegaba a legalidad alguna, pero la impunidad simplemente no existía. Cada seis años, los políticos aprendían las nuevas reglas del juego (las “reglas no escritas del sistema”) y se ajustaban a ellas. Lo mismo para todos los demás, incluyendo a las policías.

 

Todo comenzó a cambiar con la erosión gradual que comenzó a experimentar el sistema político. Los controles seguían siendo fuertes, pero al gobierno le comenzó a dar pena –y perdió capacidad de- imponerlos; la disciplina comenzó a debilitarse; los valores fundamentales que animaban al sistema se relajaron; el autoritarismo comenzó a hacer agua. El 68 abrió una oportunidad de oro par construir un sistema político fundamentado en leyes y la tolerancia mutua, pero lo que en realidad sucedió fue que todo lo que antes era absoluto se tornó relativo. Aunque esto permitió que se ampliaran las libertades individuales, incluyendo la de los medios, también relajó toda disciplina: la que producían las viejas reglas del juego o la que hubiera procurado la ley. En el momento en que todo comenzó a ser negociable, el país entró en la era de la impunidad.

 

La política económica nada tiene que ver con el deterioro político o la impunidad. Ambos procesos evolucionaron a su paso y cada uno siguiendo su propia lógica. Pero ambos problemas aquejan a la ciudadanía del DF y en nada sirve que se niegue su existencia o que se recurra a diagnósticos absurdos e inconsecuentes. Los índices delictivos suben y bajan de acuerdo a circunstancias específicas; el problema es que sus registros en la ciudad son sumamente elevados y este factor afecta el comportamiento de la población en sus decisiones de empleo, ahorro e inversión y, en conjunto, a la viabilidad económica de la ciudad. Por su parte, la ausencia de una estrategia de desarrollo económico local hace imposible que se reactive su economía, cerrando un círculo vicioso que no se va a romper por sí mismo. Contra lo aparente, la política económica es la que hace posible concebir una nueva era de desarrollo para la ciudad.

 

Por lo que toca a la delincuencia, su gravedad sólo podrá comenzar a amainar en la medida en que se reconozca el origen del problema. Los incentivos que tienen frente a sí los responsables de la seguridad no son conducentes al combate eficaz de la delincuencia; más bien, tienden a mantenerla y acrecentarla en forma sistemática. En lugar de defender a las huestes policiacas, mejor sería abocarse de lleno a transformarlas, a profesionalizarlas, a darles a los individuos que las integran la oportunidad de cambiar el rumbo y, en conjunto, a crear una estructura de controles e incentivos que, por la vía de un marco legal apropiado y que es aplicado en forma estricta, conduzca al fin de la impunidad. Todo el aparato de seguridad pública y de administración de la justicia requiere de esa transformación. Sin ello la impunidad no terminará y la delincuencia seguirá adueñándose de la ciudad.

 

El desarrollo económico de la ciudad depende de las políticas que se emprendan en la ciudad misma. El deterioro en los niveles de vida, el crecimiento del desempleo y la falta de oportunidades son sin duda poderosos incentivos para saturar las filas de la delincuencia. Pero sin impunidad, la delincuencia sería mucho menor. Por razones ecológicas, la ciudad tiene restricciones muy evidentes al tipo de actividades económicas que son viables. Sin embargo, todas ellas –desde los servicios hasta la producción de bienes industriales sofisticados (y de alto valor agregado) que no contaminan ni requieren cantidades significativas de agua-, demandan infraestructura moderna y una calidad de educación de las que hoy adolece la ciudad. En lugar de vincular lo que no está relacionado, mejor sería atacar los problemas de fondo de una vez por todas. La ciudad recuperaría su antiguo encanto.

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Estado de derecho

Luis Rubio

A los mexicanos nos encanta hablar del Estado de derecho, aunque todos sabemos que vivimos en un estado de indefinición -y, frecuentemente, indefensión- jurí

dica. Nos referimos a la interminable colección de leyes y reglamentos con que contamos, y que nunca atendemos, excepto cuando algún funcionario opta por la arbitrariedad en pleno. Las leyes y reglamentos están ahí

no para proteger a la población sino para acosarla, mediatizarla e impedir que se transforme en una ciudadanía pujante, vigorosa y exitosa. El momento polí

tico que estamos viviendo constituye una oportunidad excepcional para sentar los cimientos de un Estado de derecho en pleno.

La primera pregunta que uno tiene que hacerse cuando habla del Estado de derecho es la de su definición: ¿qué es el Estado de derecho? La definición que má

s frecuentemente se emplea se relaciona con el cumplimiento de las leyes. Algunos abogados y muchos funcionarios afirman que si se satisfacen las formas y si el gobierno se apega a la

legalidad, vivimos en un Estado de derecho. Desafortunadamente, las cosas no son tan sencillas.

Distintos gobiernos en las últimas décadas formalmente se han apegado a la letra de la ley al emprender cualquier acción. En realidad, muy pocas veces se dio en el país una situación, como la que se presentó con la expropiació

n bancaria, en la que el gobierno justificó su arbitrariedad jurídica después de haber cometido el acto. De hecho, si en algo se distinguieron los gobiernos priístas, sobre todo los de antaño, fue por su devoció

n al cuidado de las formas. El problema es que las formas no son una condición suficiente para que exista un Estado de derecho. En la medida en que un gobierno pueda cambiar las leyes o las reglas del juego sin que medie un proceso pú

blico y abierto de discusión y debate dentro de un contexto donde existen pesos y contrapesos reales y efectivos, el Estado de derecho es inexistente.

Un ejemplo dice más que mil palabras: mientras que en México los cambios constitucionales han sido, históricamente, un deporte sexenal, en otros países el proceso de enmienda constitucional es extraordinariamente difí

cil. En Dinamarca, por ejemplo, una enmienda constitucional requiere, primero, la aprobación del parlamento, posteriormente una elección parlamentaria y luego el voto del nuevo parlamento. Pero, ademá

s de todo lo anterior, requiere del apoyo de por lo menos el 40% de la población en un referéndum entre toda la población en condiciones de votar. Es decir, se trata de un proceso engorroso, tardado e incierto, diseñ

ado precisamente para que cualquier cambio constitucional que se realice sea producto del consenso popular y no de la imposición gubernamental o burocrática. Ahí no se aprueban leyes al vapor.

La vigencia de un Estado de derecho se fundamenta en tres características esenciales: a) la garantía política y jurí

dica de los derechos individuales y de propiedad; b) la existencia de un poder judicial eficiente que disminuya los costos de transacción y que limite en forma efectiva el comportamiento predatorio de las autoridades, especialmente las burocrá

ticas; y c) la existencia de un ambiente de seguridad jurídica consistente en que los ciudadanos puedan planear la realización de sus propios objetivos en un contexto de reglas conocidas y con la certeza de que las autoridades no usará

n el poder coercible en su contra y en forma arbitraria. Estos componentes del Estado de derecho son centrales para la convivencia humana, para el desarrollo económico y para la paz social. En un Estado de derecho las

autoridades no pueden afectar la esfera de derechos del individuo sin que dicha facultad esté descrita en las leyes (principio de legalidad), y estas últimas escritas sin referencia a personas, lugares o tiempos especí

ficos. A su vez el afectado debe contar con la posibilidad de defenderse y ser escuchado (garantía de audiencia o principio del debido proceso legal).

En esencia, según Friedrich Hayek, el Estado de derecho implica «que el gobierno en todas sus acciones se encuentra sujeto a reglas fijas conocidas de antemano -reglas que hacen posible prever con suficiente certeza la forma como la autoridad usará

sus poderes coercibles en determinadas circunstancias». El énfasis en la legalidad, sin embargo, no es sinónimo de Estado de derecho. Esto es, a pesar de que todas las acciones del gobierno esté

n autorizadas por la ley, esto no implica que con ello se preserve el Estado de derecho. En las economías centralmente planificadas no existía un Estado de derecho a pesar de que la ley se llegara a respetar. Ello se debía a que la legislació

n facultaba de poderes arbitrarios y discrecionales a las autoridades dejando en sus manos la decisión de aplicar o no la ley al caso concreto, haciendo referencia a lo que se consideraba «justo» o conforme a «el bien público». Cuando la legislaci

ón se plantea de esta manera se mina el principio de igualdad formal ante la ley y posibilita al gobierno a otorgar privilegios legales en favor de sus grupos de apoyo.

Si uno analiza nuestra estructura legal, es curioso observar que sus características principales son análogas a las de los antiguos regímenes comunistas. Ahí era común encontrar leyes y reglamentos escritos en té

rminos discrecionales y que hacían referencia a lo que en el momento el gobierno consideraba como el bien común. En México, las facultades discrecionales vuelven impredecible el actuar del gobierno no só

lo porque son ambiguas y manipulables, sino también porque resulta sumamente difícil limitar los excesos y abusos inherentes a este tipo de actos de gobierno, con todo y que ha habido mejoría con el desarrollo de algunas fuentes de autonomí

a en el poder judicial.

Lo anterior indica que tenemos tres problemas distintos. El primero es que buena parte de nuestras leyes, la estructura jurídica misma, privilegia la discrecionalidad de la autoridad. Esto le confiere enormes facultades al gobierno y dañ

a el entorno dentro del cual los ciudadanos -desde los consumidores hasta los votantes, los ahorradores y los inversionistas- tienen que tomar sus decisiones. En la medida en que se perciba que la autoridad actuará

en forma caprichosa y, peor, que la ley le confiere esa facultad, el ciudadano va a responder en consecuencia. En la práctica, esto implica que el ciudadano seguirá haciendo como que cumple la ley (en todos los ámbitos), seguirá tomando s

ólo los menores riesgos de inversión y ahorro y seguirá percibiendo a las autoridades como ilegítimas. Por lo anterior, antes de contemplar una nueva arquitectura constitucional, la tarea gubernamental y legislativa, por ard

ua e inmensa que pudiese parecer, no puede ser otra que la de comenzar a reconcebir la estructura y contenido de nuestras leyes, ya sea promulgando nuevas o enmendando las anteriores.

El segundo problema que resulta de la ausencia de un Estado de derecho se refiere a los parches que se han adoptado en los últimos años para conferir garantí

as a la ciudadanía de que sus derechos serán respetados. En algunos ámbitos, sobre todo en el comercial y de inversión, los últimos gobiernos dieron pasos importantes par

a atender esta carencia. Por ejemplo, el TLC norteamericano incorpora diversos mecanismos para brindar la certidumbre jurídica e incluso confiere garantías de compensación en caso de expropiación. Lo iró

nico es que, por virtud del TLC, los inversionistas del exterior que se amparen en esas cláusulas obtienen garantías y un marco de seguridad jurí

dica del que no gozan los mexicanos. De esta forma, nos encontramos con que existen distintos niveles de certidumbre jurídica, dependiendo de la nacionalidad del inversionista en este caso. Lo imperativo sería ampliar esas garantías a la poblaci

ón en su conjunto y no sólo en el ámbito económico, sino en todos los que involucra la vida nacional.

Finalmente, el tercer grupo de problemas tiene que ver con el profundo cambio que entrañaría la adopción de un Estado de derecho. Abusar de la retórica de la legalidad es fácil y todos los polí

ticos lo hacen en forma cotidiana. Sin embargo, comenzar a vivir en un mundo de legalidad en el que los ciudadanos se convierten en la razón de ser del gobierno y en que sus derechos tienen primacía sobre la actividad gubernamental entrañ

a mucho más que una decisión política. Un presidente, un gobernador o un alcalde pueden estar verdaderamente comprometidos con el Estado de derecho y creer que sus acciones se enmarcan en ese ámbito por el hecho de que actú

an de una determinada manera. La verdad es casi la opuesta: un gobernante o funcionario no puede optar por actuar dentro o fuera del Estado de derecho. Si esa disyuntiva es real, el Esta

do de derecho no existe. Por ello, no cabe la menor duda de que a ningún político danés, por seguir el ejemplo anterior, se le ocurriría afirmar que actuará dentro de la ley o que protegerá la soberanía del paí

s. El hecho de que no pueda actuar fuera de la ley y de que la soberanía no esté a su alcance prueba que en su país el Estado de derecho tiene vigencia plena.

Los mexicanos hemos dado un enorme paso en la dirección de la democracia y la legalidad, pero se trata tan sólo de un primer peldaño en una larga escalera. La legalidad y el Estado de derecho no se van a construir por arte de magia; má

s bien, su consolidación será resultado de un persistente empeño por parte de todas las fuerzas políticas de llegar a un acuerdo, de establecer las bases políticas que den sustento a un nuevo orden institucional. Sin un pacto polí

tico que le dé sentido y contenido a una lucha por la legalidad, entendida ésta como aquí se ha planteado, las perspectivas de consolidar un Estado de derecho son nulas. Sin embargo, esto sólo podrá

ocurrir una vez que el conjunto de las fuerzas políticas reconozca que su única opción de éxito reside en entenderse con las demá

s y de que todas ganan de inscribirse en el marco de un Estado de derecho con todo lo que ello implica. Las legítimas diferencias de orden político o ideoló

gico tienen cabida siempre y cuando acepten cimentar el principio fundamental: el fin de la arbitrariedad.

 

Bajar a la realidad

Luis Rubio

En la actualidad, el presidente no cuenta con los votos en el congreso para lograr la aprobación de las tres iniciativas que previsiblemente se discutirán en el poder legislativo en marzo

próximo: la reforma fiscal, la ley en materia de derechos indígenas y la reforma eléctrica. Esos votos ciertamente no son imposibles de conseguirse, pero tampoco van a ser gratuitos. A la fecha, sin embargo, el presidente parece suponer que el

éxito logrado en la aprobación del presupuesto a finales del año pasado constituye una virtual garantía de que la aprobación de estas iniciativas es igualmente segura. Más vale que inicie desde ahora la promoció

n de sus iniciativas tanto entre los mexicanos en general (que, aunque poca, alguna influencia tienen en la mente de los legisladores), como -y sobre todo- entre los legisladores.

Cualquiera que sea el contenido final de las iniciativas que el ejecutivo finalmente presente ante el congreso, los tres temas a debatirse son extraordinariamente controvertidos. Cada uno tiene una dinámica propia, y

los tres representan una nueva etapa de la historia del país. Si bien el nuevo gobierno se anotó un punto al sumar a todos los partidos en la aprobación de su paquete presupuestario, el presupuesto es una mala mojonera para evaluar la disposici

ón de los distintos legisladores a considerar temas mucho más trascendentes y políticamente cargados. Si hay un tema de consenso en el terreno legislativo en la actualidad, ést

e se refiere al presupuesto: por mucho que se discuta y debata, ningún legislador quiere correr el menor riesgo de que, al inicio del año, el gobierno y sus programas se encuentren en un estado de indefinició

n, con las posibles implicaciones de ello para los mercados financieros, por no hablar de los sueldos de la burocracia y el gasto pú

blico en general. Los legisladores no comen lumbre y el presupuesto se tiende a calentar en la medida en que avanza el mes de diciembre de cada año. Esta situación no es cierta en ningún otro tema legislativo.

Hasta este momento, el gobierno de Vicente Fox ha hablado de sus tres iniciativas en los términos más generales, sin explayarse en los detalles. A pesar de ello, ha logrado crear una enorme polvareda política, satura

da de afirmaciones tajantes por parte de diversos legisladores que insinuan una fuerte oposición a las propuestas gubernamentales. Este hecho sugiere que hay un serio problema en la estrategia gubernamental, pues los miembros de su gabinete

han abierto todas sus cartas sin haber logrado convencer a ninguno de los legisladores que son, en el contexto actual y como bien reconoció el presidente en su discurso inaugural, quienes disponen de la agenda presidencial.

A pesar de las preferencias ideológicas y políticas de los últimos gobiernos, incluido el actual, la realidad política es muy clara en un punto muy específico: los únicos partidos que pueden sentarse a negociar para llegar a un acuerdo

legislativo realista y viable son el PRI y el PAN. El PRD es un partido fundamental en la historia reciente del país, pero no ha logrado desarrollar una estrategia de acción legislativa que le permita remontar sus posturas ideológica

s en aras de avanzar sus objetivos concretos a través de una negociación de buena fe consistente en intercambiar beneficios en unas iniciativas por votos en otras. Si uno ve para atrás, ésta ha sido la realidad l

egislativa desde 1988. Desde aquel año, todas las reformas constitucionales han sido posibles gracias a la concurrencia del PRI y del PAN. Sería ideal poder lograr un consenso más amplio que abarcara al P

RD y al resto de los partidos, pero ese no puede ser, al menos en este momento, el centro de la atención del nuevo gobierno. Lo anterior no sugiere que haya que abandonar todo esfuerzo por integrar a esos partidos al proceso de aprobació

n legislativa, pero sí indica que el éxito de las iniciativas depende claramente de un entendimiento por parte del presidente con los miembros del PRI.

Si la aprobación legislativa depende del PRI, el gobierno tiene que presentar sus iniciativas de manera tal que puedan ser aprobadas por los priístas, como ocurrió hace años, en sentido inverso, con el PAN. Si uno recuerda, má

s de una de las múltiples reformas electorales que tuvieron lugar a lo largo de los noventa acabaron plasmando las posturas y demandas panistas en la mater

ia. De otra manera las iniciativas simplemente no hubieran prosperado. Nadie que conociera al PRI y al régimen anterior podría afirmar que el aliado legislativo natural de ese partido era el PAN. El hecho es que lo fue por una razó

n muy sencilla: se trataba de un partido integrado, disciplinado y confiable, dispuesto a avanzar sus intereses por medio de la negociación. Exactamente lo mismo se puede decir del PRI en la coyuntura política actual.

Puesto en otros términos, los priístas van a aprobar cualquier legislación que contribuya a avanzar sus objetivos y bases de apoyo. Desde esta perspectiva, el gobierno tiene que identificar los factores que harían que los priístas

estuvieran dispuestos a abandonar su oposición declarada a esas iniciativas en aras de lograr su aprobación. Desde luego, el hecho de que se lograra sumar al PRI en la aprobación legislativa de las iniciativas del ejecutivo no significaría

que el gobierno abandona sus objetivos y prioridades; más bien, implica que se escogen los medios adecuados para alcanzar el fin, en este caso la aprobación legislativa.

En adición a lo anterior, el gobierno tiene que encontrar nuevas maneras de presentar sus iniciativas ante la población de tal forma que se disminuya la oposición popular a las mismas y, con ello,

se proteja a los legisladores del enojo de los votantes. Aunque elementales, estos conceptos son cruciales para avanzar los programas presidenciales y evitar una crisis energética, una crisis de finanzas públicas y par

a seguir avanzando en el proceso de pacificación en Chiapas.

En la actualidad, por la manera en que han sido presentadas y discutidas algunas de las ideas que presumiblemente se incorporarán en las iniciativas que el presidente finalmente envíe al congreso en el mes de marzo,

se han creado caricaturas de las mismas, caricaturas que se pueden resumir de la siguiente manera: primero, se le quiere cobrar a los pobres todos los impuestos que no pagan los ricos, los informales y los polít

icos; segundo, se quiere desnacionalizar uno más de los baluartes de la patria y acabar con la noción del servicio público; y tercero, se quiere dividir al país, sentar las bases para la destrucció

n del pacto federal y crear islas de impunidad. Para el grueso de la población, las caricaturas recién descritas son producto de un pésimo manejo gubernamental de estos temas, así como de la existencia de una oposición mucho más há

bil y capaz de reaccionar que el propio gobierno. El gobierno está a la defensiva en los tres frentes.

La oposición en el frente fiscal es quizá la más lógica y natural. Como se han presentado las cosas, dados los precedentes, la ciudadanía relaciona automáticamente reforma fiscal con más impuestos. A ningún ser humano, en ningú

n lugar del mundo, le gusta pagar más impuestos. Esto que parecería obvio, parece no serlo para el gobierno. Si la iniciativa en materia fiscal se limita a cobrar más impuestos, su perspectiva de éxito es virtualmente nula. Dado su cará

cter de súbdito, desde la época colonial el mexicano aprendió a acatar sin cumplir. Si el gobierno quiere aprobar una reforma fiscal tiene que comenzar por el otro lado: por el del gasto, explicando cuáles son las prioridades, có

mo se va a gastar, qué garantías habrá de que no se hará un mal uso del mismo y cómo se va a hacer rendir cuentas a los responsables. Es decir, p

ara reformar la estructura de los impuestos es necesario hablar de los beneficios del gasto y no sólo del costo fiscal. Tratados como ciudadanos, los mexicanos y sus representantes podrá

n evaluar las opciones, los costos y los beneficios, sin necesidad de invertir todas sus vísceras en el camino.

Lo mismo se puede decir en materia eléctrica. A la fecha, lo único que sabe la abrumadora mayoría de los mexicanos es que el gobierno quiere desnacionalizar la industria. Nadie conoce los costos de los subsidios que se encuentran implí

citos en las tarifas domiciliarias o industriales y de su costo de oportunidad; tampoco sabe de los riesgos energéticos que enfrentamos de no invertirse montos enormes en generación del preciado fluido. Una ané

cdota lo dice todo: hace cosa de seis años, el gobierno norteamericano no pudo entenderse con su congreso en materia presupuestaria, lo que llevó a un impasse

y al cese formal de las actividades gubernamentales. El gobierno de Clinton reaccionó suspendiendo de inmediato toda clase de servicios, pero con especial énfasis en aquellos que afectaban al ciudadano comú

n y corriente: los parques nacionales, los hospitales, los servicios gubernamentales a nivel federal, etc. En unos cuantos días, la población se volcó tras el presidente, lo que llevó a que su oposición en el congreso sufriera

la mayor derrota legislativa de la historia. En México, nuestra dilecta burocracia eléctrica ha actuado exactamente de la manera contraria: cada vez que hay riesgo de apagones, corta el suministro eléctrico a las grandes empresas del paí

s (esas que generan empleos productivos y exportaciones) para evitar el enojo popular. Bien haría el gobierno en partir del principio de que la población, en su calidad de ciudadanía, tiene capacidad de discernir.

La iniciativa en materia de derechos indígenas es sin duda la más controvertida, porque además es la más conocida. A diferencia de las reformas propuestas en materia elé

ctrica y fiscal, que se presentan como soluciones a un problema, la legislación en esta materia se propone como un instrumento para comenzar a dar fin al conflicto chiapaneco. No es casualidad que esa legislación genere tantas preocupaciones y cr

íticas: se trata, a final de cuentas, de una nueva concepción de la soberanía y la nacionalidad. Sin embargo, al igual que en las otras dos iniciativas, lo imperativo es que sus contenidos y consecuencias se discutan y debatan abiertamente y

las partes interesadas o involucradas, comenzando por los zapatistas, expliquen los méritos o riesgos de la iniciativa y que la población termine por juzgar. Vale la pena el intento. Capaz que tratá

ndolos como ciudadanos, los mexicanos resultan ser mucho más capaces de darle cobertura a los legisladores de lo que éstos pueden llegar a imaginar.

 

Información para qué

La información es la esencia de la democracia. Con información, el ciudadano tiene la herramienta que le permite optar, decidir y actuar. La información le permite consagrarse como ciudadano y ejercer ese privilegio en todos los ámbitos de su vida: el del debate privado o público que va dando forma y matiz a la opinión de una sociedad; el del voto, que constituye la manifestación más directa del ejercicio de un derecho político; y el del consumo, que entraña decisiones que incorporan desde la percepción que tiene cada individuo sobre el futuro, hasta la comparación entre distintos bienes o servicios. Sin información, la vida en sociedad es simplemente imposible.

 

Quizá no haya tema más complejo en la relación entre gobernantes y gobernados que el de la información. El tema conlleva toda clase de aristas: desde lo que el gobierno hace hasta lo que requiere el ciudadano para actuar; la diseminación de la información a través de los medios y la frecuente propensión de los políticos a tratar de mediatizar, modificar y controlar la información para que sirva a sus propósitos; la autonomía indispensable que requiere el funcionario público para poder trabajar y la rendición de cuentas en que se fundamenta toda sociedad democrática. La información  es el meollo de la relación entre una sociedad democrática y su gobierno. Sin información no hay democracia.

 

Pero la palabra “información” no dice nada por sí misma. Es a la vez todo y nada. Quizá la pregunta más importante no se refiera a “qué” tipo de información se requiere, sino “para qué” debe ser la información. Visto desde esta perspectiva la respuesta puede ser más simple de precisarse. En todos los países hay información que la ciudadanía requiere e información que debe ser restringida. La diferencia en nuestro país jamás ha sido acotada: en general, históricamente, toda la información ha sido restringida con excepción de la que se ha hecho pública sin mediar un criterio claro y explícito que marque la diferencia. En los países democráticos lo común es que ocurra lo contrario: toda la información es pública, excepto la que, por su naturaleza, compromete la seguridad del Estado o del país. Aunque la diferencia de enfoque podría parecer pequeña, sus implicaciones son dramáticas.

 

Para comenzar, una apertura informativa implicaría un cambio fundamental en la relación gobernantes-gobernados, además de definiciones precisas que hasta la fecha ningún gobierno ha tenido o querido realizar. Cuando toda la información está disponible, el gobierno tiene que sujetarse al mandato de la ciudadanía; cuando la información está restringida, es el ciudadano el que acaba sometido al gobierno y su burocracia. En este sentido, no cabe la menor duda de que la información y la democracia van de la mano.

 

Pero ¿qué tipo de información es la que debe ser pública? La respuesta es muy simple: toda la información que no sea estrictamente secreta bajo una definición explícita y prestablecida debe ser pública. El punto medular es que el ciudadano tenga acceso a la información que considere necesaria para ejercer su ciudadanía a cabalidad. Esto implica no sólo (y, en muchas ocasiones, no fundamentalmente) números, sino criterios, regulaciones, formas de acceso y reglas del juego. Lo que el ciudadano necesita es a) poder interactuar con el gobierno en su calidad de ciudadano, es decir, poder exigirle cuentas a los gobernantes; y b) saber cómo puede actuar en la sociedad, en la economía y en el propio gobierno para poder desarrollar actividades empresariales, para consumir y para desarrollarse como persona y como ente económico y social.

 

En la actualidad, el gobierno mexicano, además de ser una fuente extraordinaria de datos, estadísticas e información en general, tiene una presencia imponente en los ámbitos más diversos de la vida cotidiana. Es muy poco lo que un ciudadano común y corriente puede hacer sin, tarde o temprano, acabar teniendo que enfrentarse a una burocracia malhumorada, que además se siente mal pagada, y saturada de argumentos (cuando no instrumentos) para impedirle al ciudadano hacer algo. Más allá del anecdotario que todos y cada uno de los mexicanos hemos acumulado a lo largo de los años sobre el maltrato que en forma cotidiana nos propinan los burócratas, el problema comienza por el hecho de que el ciudadano no cuenta con la información pertinente de nada.

 

El ciudadano que se presenta ante una ventanilla para realizar un trámite tiene mucha menos información que el burócrata sobre el procedimiento a seguir, circunstancia que con la mayor de las frecuencias conduce a que el ciudadano acabe dando una y otra vuelta antes de poder concluir un trámite. Quizá el extremo lo constituyan los juicios agrarios, cuya duración se mide en décadas. En definitiva no se necesita ser un genio para reconocer que la asimetría en la información disponible es uno de los principales factores que conducen a la corrupción. De haber equidad en la información y una definición precisa, no sujeta a interpretación, de los requisitos específicos que conlleva cada trámite, la corrupción disminuiría y la población podría dedicar su tiempo a actividades más productivas y benéficas de las que en la actualidad realiza.

 

De esta forma, en lugar de discutir cuánta información debe ser pública, el esfuerzo gubernamental tiene primero que abocarse a definir las reglas que permitan distinguir naturaleza de la información –en el sentido más amplio- con que cuenta el gobierno. Es decir, el gobierno debe definir una política de apertura absoluta a la información y dedicarse a instrumentarla. Esto que parece, en concepto, muy sencillo, entraña una verdadera revolución, quizá una revolución mucho más profunda que la del dos de julio pasado.

 

Una política de apertura informativa trae consigo dos grandes implicaciones. La primera, la que podría ser llamada “democrática”, constituiría un cambio de ciento ochenta grados en la manera en que se gobierna al país. A partir del momento en que se decidiera adoptar este camino, el gobierno –y todos sus empleados y funcionarios- dejarían de gozar de una fuente de control sobre la ciudadanía. Al ser la información de datos, estadísticas, gasto, ingresos, criterios, regulaciones, requisitos, etcétera, pública, el funcionario tendría que ser cuidadoso de cada una de sus decisiones y actos: a partir de ese momento su gestión no sólo sería evaluada por su jefe o por la contraloría interna, sino también por la ciudadanía. Quizá esto parezca poca cosa, pero habría que recordar que muchos honorables funcionarios públicos, de cuyo comportamiento muchas veces deshonesto dependía el funcionamiento de la maquinaria priísta del pasado, decidieron no correr el riesgo de verse sometidos al escarnio público, factor que sin duda contribuyó a la limpieza de la última elección federal.

 

La segunda implicación de una apertura informativa tiene que ver con el impacto que ésta tendría sobre el funcionamiento interno del gobierno. Un gobierno acostumbrado a guardar la información como si se tratase del tesoro de Moctezuma no puede cambiar de manera de ser de la noche a la mañana. Peor, no podría hacerlo aun si quisiera sin que antes se definieran criterios de acción y decisión precisos para todas y cada una de las actividades que realiza el gobierno. Cualquiera que conozca cómo funciona en realidad el gobierno –de hecho, los tres niveles de gobierno- sabe bien que no existen definiciones de nada sobre cómo se hacen las cosas. La flexibilidad priísta, es decir, la posibilidad de cambiar cualquier criterio en cualquier momento, es la esencia del comportamiento burocrático. En este sentido, la apertura informativa también implicaría el desmantelamiento del modus operandi del viejo sistema político. No es difícil imaginar el tamaño de revolución que implicaría una verdadera apertura  de la información.

 

El compromiso del entonces candidato Vicente Fox de lograr la transparencia en la gestión gubernamental y la rendición de cuentas por parte de los funcionarios públicos debería empezar con la apertura informativa. De cumplir con ese compromiso, el gobierno tendría que abocarse a llevar a cabo una serie de definiciones precisas y específicas sobre temas centrales para el desarrollo del país como son: la libertad, la discrecionalidad gubernamental y la regulación. En concreto, esto requeriría precisiones en una diversidad de conceptos y ámbitos: ¿qué es información?, ¿cuáles son los derechos de los ciudadanos, a diferencia de súbditos? ¿cómo informar? ¿quién es responsable de la información? ¿cuál es la función de los boletines de prensa? ¿qué información es secreta? ¿qué criterios existen para definir la naturaleza secreta de una determinada información? ¿a través de qué medios y vehículos se va a diseminar la información?

 

El número de preguntas que tiene que ser formulado es literalmente infinito y muy difícil de contestar. Además, si uno sigue por este camino, muy rápido llega a otro tema escabroso, el de la relación entre el gobierno y los medios de comunicación. Por donde uno le busque la complejidad es enorme y la capacidad del gobierno de llevar a cabo una apertura informativa inmediata es claramente muy limitada. El escrutinio público es elemental, pero también lo es el ordenamiento de la actividad gubernamental. De hecho, irónicamente, para poder llevar a cabo una apertura informativa es indispensable que primero se lleve a cabo una reforma interna del gobierno. Difícil sería encontrar un mejor acicate para transformar al gobierno y al país.

 

El presidente Vicente Fox no la tiene fácil en este tema. Dada la coyuntura en que estamos, producto en buena medida de las expectativas generadas por sus promesas de campaña, el presidente tiene que decidir si comienza el proceso de apertura, desatando con ello una verdadera revolución interna, o si reniega de su oferta de campaña en aras de evitar el conflicto que inevitablemente produciría una acción de semejante envergadura. En Tabasco y en Yucatán, el gobierno ha mostrado una disposición a tomar riesgos en aras de inducir los cambios que el país requiere y que son a todas luces inevitables. A la larga, la apertura a la información constituiría quizá el paso más revolucionario de la administración. Su decisión tendrá que girar entre el riesgo de abrir (así como el de no abrir) y la oportunidad que semejante transformación entrañaría para el desarrollo del país.

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Liderazgo útil

La agudeza de visión que caracterizó la campaña de Vicente Fox y que quedó demostrada cuando acuñó el concepto del “voto útil” debería aplicarla ahora para darle dirección a la nave de su gobierno, que parece estar haciendo agua por todos lados. En su momento, la noción del voto útil fue una idea genial: ante todo, le permitió a muchos votantes concentrar su pensamiento en el futuro, en los costos y beneficios de votar de una manera u otra. Sin esa táctica, Fox probablemente no habría podido darle el impulso decisivo a su victoria electoral. Si no quiere hacer naufragar a su gobierno, bien le valdría iniciar una estrategia similar de liderazgo: el liderazgo útil.

 

Las contradicciones y conflictos son interminables. Muchos, quizá la mayoría, son producto inevitable del comienzo de todo gobierno y del proceso de integración de un equipo disímbolo. La inexperiencia era algo de esperarse no sólo por las razones antes apuntadas, sino también porque asumía el poder un partido cuya experiencia de gobierno se limitaba a unos cuantos estados del país, ninguno de ellos, con la posible excepción de Baja California, particularmente complejo y conflictivo. En adición a lo anterior, el de Fox es el primer gobierno desde la Revolución que no goza de la fuerza inherente al binomio PRI-ejecutivo, poder que hacía posible imponer decisiones y hacerlas cumplir sin mayores aspavientos.

 

Pocas dudas caben de que una de las principales razones por las cuales la población aceptó la premisa del voto útil fue la de romper con el contubernio que yacía en el corazón del sistema priísta y con toda la corrupción y arbitrariedad que de ahí emanaba. Hay un sinnúmero de indicadores que sugieren que los electores comprendían perfectamente que el cambio por el que votaron sería complejo y conflictivo. Esta circunstancia sin duda explica que la popularidad de Fox y su gobierno siga intacta. Sin embargo, los problemas heredados por un sistema anquilosado que dejó de tener capacidad de resolución de conflictos, sumados a la ausencia del poder emanado del PRI, complican las tareas del gobierno, lo hacen más difícil y no garantizan el resultado.

 

En su casi necedad por lograr un consenso entre los partidos al momento de aprobar el presupuesto para este año, Vicente Fox  demostró que comprende las nuevas circunstancias y sabe bien que requiere de todos los apoyos posibles para compensar la ausencia de los controles de antaño. De la misma manera, en Tabasco lanzó una nueva manera de articular la política al propiciar arreglos entre las partes, evidenciando que sus objetivos trascienden la tradición priísta de querer controlarlo todo. En otras palabras, hay pequeños botones de muestra que indican que el gobierno avanza hacia una nueva etapa de la política nacional fundamentada en la construcción de instituciones.

 

Desafortunadamente, la problemática que caracteriza al gobierno va más allá de circunstancias atribuibles a la inexperiencia o a la ausencia de la otrora capacidad de imposición del PRI. El gobierno produce contradicciones y conflictos a diestra y siniestra, genera información confusa y no logra concentrar la atención de la población en tema alguno. La agenda salta de un tema a otro sin ton ni son. Mucho más grave, en el camino se han emprendido acciones que tienen consecuencias, sin ser obvio que haya conciencia de las mismas o capacidad para administrarlas.

 

Los ejemplos son interminables, pero no por ello irrelevantes. En algunos casos, como en Tabasco y Yucatán, el gobierno ha tenido que responder ante circunstancias creadas por instituciones independientes del ejecutivo, en este caso el Tribunal Federal Electoral. En otras, sin embargo, sus acciones han respondido a su propia iniciativa. Irónicamente, los problemas son mayores donde la iniciativa ha sido gubernamental. Uno debe suponer que el gobierno emprende una acción cuando tiene claros los objetivos, ha analizado y evaluado las opciones inherentes a los distintos cursos de acción y tiene una razonable expectativa de que su estrategia va a ser exitosa. La evidencia no parece confirmar esta suposición.

 

Chiapas es sin duda el tema más candente. Ahí el gobierno pareció mostrar una estrategia pensada y definida desde el primero de diciembre, cuando en forma casi simultánea con la ceremonia de toma de posesión, llevó a cabo un repliegue de fuerzas como acto de buena fe para los zapatistas. La ilusión duró poco. Más tardó el gobierno en anunciar su acción que el llamado subcomandante Marcos en volver a tomar la iniciativa, anunciando su peregrinación triunfal hacia la ciudad de México. Como en el cuento en que un niño es el único que se atreve a afirmar lo obvio, que el rey está desnudo, Marcos hizo evidente que el gobierno no estaba jugando ajedrez, que no tenía una estrategia alternativa. El gobierno quedó al desnudo.

 

Lo peor de todo es que los yerros no terminan ahí. Con el paso de los días se torna evidente que no existe una postura dentro del gobierno respecto al conflicto chiapaneco, sino muchas, una por cada entidad gubernamental. Unos quieren que la acción del gobierno se oriente en función de la prensa y la opinión pública, nacional e internacional. Es decir, que en lugar de liderear el proceso, el gobierno responda ante las posturas de partes ajenas que, casi por principio, siempre van a ser críticas del gobierno, cualquier gobierno. Otros afirman que la ley de amnistía sólo tiene validez en Chiapas y que, de poner un pie fuera del estado con armas en la mano, los zapatistas dejarían de estar amparados por la misma, lo que presumiblemente obligaría al gobierno a aprehenderlos. Algunos proponen no sólo dejarlos ejercer sus derechos ciudadanos y avanzar a la ciudad de México, sino que incluso se les facilite el tránsito y se les reciba con los brazos abiertos. Otros más aseguran que la peregrinación sólo es aceptable si se da una negociación previa en Chiapas que formalmente concluya el estado de guerra, iniciando con ello una nueva etapa tanto del conflicto específico como de la relación entre el gobierno y los alzados.

 

Cada quien tendrá su preferencia sobre el mejor curso de acción; ese es nuestro privilegio como ciudadanos y observadores. Pero lo que es inaceptable es que el gobierno no tenga una postura única, una estrategia definida y una previsión amplia y clara de todas las contingencias posibles. Puesto en otros términos, no hay liderazgo alguno en el proceso más riesgoso que el gobierno ha emprendido hasta la fecha.

 

Los problemas no se reducen a Chiapas, donde el gobierno voluntariamente le quitó los alfileres que contenían el conflicto que su predecesor le había heredado. En otros muchos ámbitos, la problemática parece la misma. El horario de verano es un ejemplo precioso por lo absurdo de la propuesta presidencial. En lugar de buscar convencer a la población del mejor curso de acción, el presidente optó por la solución más costosa: aquella que no satisface a nadie. Todavía peor, ni siquiera intentó convencer a nadie.

 

La mayor de las ironías es que todo esto caracteriza a un gobierno que ganó el poder en buena medida por su extraordinaria capacidad de comunicación. Una y otra vez, el entonces candidato se abocó a responder con celeridad a los distintos grupos de la sociedad, corregía el rumbo cada vez que la carreta se atoraba y respondía con rapidez y claridad ante la prensa y las demandas de la población. Ya en la presidencia, la comunicación de antes se ha transformado en retórica y verborrea, sin que se vislumbre claridad de dirección. El gobierno informa de una decisión, sólo para ser modificada minutos después; se convoca a reuniones que luego son canceladas sin explicación alguna. La habilidad para informar y comunicar parece haber desaparecido.

 

Parecería obvio que el gobierno debe abocarse a recuperar las habilidades de las que hizo gala en la campaña y que han languidecido en el momento actual. En las nuevas circunstancias políticas, ahora que ya no existe la simbiosis presidencia-liderazgo real del PRI, el presidente no tiene más que dos instrumentos a su alcance: uno es la administración gubernamental y el otro es el liderazgo y capacidad de comunicación. La ausencia de control sobre la administración es una de las fallas más obvias que tiene que ser asumida a la mayor prontitud. El gobierno no puede tener voces disonantes en temas clave para el éxito de su gestión: una vez que se decide un curso de acción, toda la fuerza del gobierno tiene que dedicarse a lograr el objetivo. Como se puede observar en el caso de Chiapas, ni siquiera es claro cuál es el objetivo. Sin un objetivo claro y preciso, reza el dicho, cualquier estrategia conducirá a en esa dirección.

 

Más allá del control de la administración gubernamental, el presidente no cuenta con mucho más que el poder del púlpito. En el pasado, los presidentes eran exitosos cuando lograban cumplir objetivos trascendentales para la población, a la vez que la convencía de la bondad de los mismos. A diferencia del presidente Fox, todos los presidentes provenientes del PRI, tanto los exitosos como los que no lo fueron, contaban con la enorme capacidad de movilización, control, manipulación e imposición que ese partido les facilitaba. Fox no tiene más capacidad de acción que la que le confieren buenas iniciativas y políticas gubernamentales y la comunicación con la población. En la campaña mostró una extraordinaria capacidad de comunicación; tiene que recuperarla.

 

Como ciudadanos, tenemos que suponer que el presidente eligió a los miembros de su gabinete por su capacidad política y técnica. De ser esta premisa cierta, con una buena coordinación su equipo debe funcionar sin dificultad. Pero eso no resuelve el problema en su totalidad: para lograr sus objetivos, este gobierno tiene que convencer a la población de sus bondades, negociar con los distintos partidos y lograr que sus iniciativas se aprueben en el poder legislativo. En las democracias modernas, el éxito de un gobierno depende íntegramente de su capacidad de convencimiento, máxime cuando no cuenta con una mayoría legislativa. Si Fox no realinea su estrategia y se aboca a presentar sus objetivos y explicar sus propuestas de acción, va a fracasar.

 

En la campaña, Vicente Fox demostró, así fuese de manera incipiente, que no sólo tiene una extraordinaria capacidad de comunicación, sino que también puede emplear esa habilidad con gran eficacia. Un paradigma de acción claro, como el que comenzó a esbozarse en Tabasco pero que está ausente en Chiapas, sumado a una estrategia de comunicación adecuada, podría darle la vuelta a este sistema de una vez por todas. Sin embargo, por donde vamos, el vacío puede ser infinito.

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Cambio o continuidad en la política exterior

La vieja política exterior huele a naftalina. Todo el esfuerzo de décadas dedicado a darle legitimidad a un régimen que se presentaba como democrático pero que sus propios actores reconocían como otra cosa, ha llegado a su fin. Pocos ámbitos son tan sensibles a un cambio de gobierno como el que acabamos de experimentar como lo es la política exterior. Además de una cara al resto del mundo, la política exterior es también, en la famosa frase del estratega alemán von Clausewitz, una extensión de la realidad interna. Sin embargo, por décadas, la política exterior sirvió a propósitos distintos, con frecuencia orientados a satisfacer bases de apoyo internas. La noción de proyectar a México hacia el resto del mundo y convertir a la política exterior en una palanca del desarrollo estaba más allá de las posibilidades estructurales del mundo del PRI. Ahora que hay un gobierno emanado de las urnas y con toda la legitimidad que esta circunstancia le confiere, la política exterior enfrenta un verdadero dilema.

 

La demanda de cambio en la sociedad mexicana es prácticamente ubicua. Todo mundo demanda cambios y espera satisfactores concretos. Cuando esas demandas se refieren a cosas específicas, como los servicios públicos o la política fiscal, la noción de cambio no tiene mayor discusión: se trata de algo concreto que se puede medir y para los cuales hay elementos objetivos de evaluación. Lo mismo no ocurre con la política exterior.

 

En términos formales, la política exterior de un país se aboca, antes que nada, a la defensa de la soberanía. Sin embargo, con el cambio económico y tecnológico que experimenta el mundo, la noción misma de soberanía ha sufrido una dramática transformación. La llamada globalización de la economía mundial tiene efectos mucho más poderosos, para bien o para mal, sobre las naciones, que lo que hasta el más agresivo de los estrategas militares de cualquier potencia imperial en la historia pudo jamás imaginar. En este sentido, es evidente que nuestra política exterior tendrá que experimentar cambios profundos en su naturaleza, máxime cuando toda su lógica a lo largo de la mayor parte del siglo XX tuvo una naturaleza esencialmente defensiva e introspectiva.

 

La pregunta es qué clase de cambio puede y debe experimentar ese ámbito de la política gubernamental. Hay varias maneras de plantear las opciones. Una manera es considerando un eje geográfico: ¿debe la política exterior abocarse más hacia el sur o hacia el norte, mirar a Europa o voltear a Asia? Cada una de esas regiones tiene su propia dinámica y su propia fuente de atracción, pero los recursos con que cuenta el país no son infinitos y, en todo caso, tiene que haber un sentido claro de prioridades. Asia y Europa son dos regiones de extraordinaria importancia que México sin duda alguna procurará atender con una estrategia de política exterior que sume los intereses económicos (inversión y comercio exterior) con los políticos (diversificación de vínculos, desarrollo de un sentido de equilibrio respecto a la relación con Estados Unidos que es, inexorablemente, el factotum de cualquier estrategia de relaciones con el resto del mundo que se decida emprender). De cualquier manera, existe un consenso prácticamente universal en México respecto a la importancia y naturaleza de los vínculos que México puede y debe tener con esas dos regiones.

 

La disyuntiva entre el sur y el norte es más polémica y, en buena medida falaz. Se trata de una disyuntiva falaz porque, en el contexto actual de la vida política y económica del país, México tiene que lanzar una fuerte ofensiva en ambas direcciones. Pero la importancia de cada una de esas regiones es distinta y, por lo tanto, la estrategia que se siga debe ser resultado de un cálculo concienzudo y realista de la naturaleza y dinámica de cada una de ellas. En esto la historia es fundamental.

 

Con Sudamérica, México mantuvo por décadas relaciones cordiales, funcionales y mutuamente benéficas. Por la excepcional estabilidad del sistema político mexicano, el gobierno encontró refugio, y hasta fuertes razones de orgullo y legitimidad, en relaciones carentes de un moralismo acusador respecto a las fallas del sistema priísta con las diversas naciones sudamericanas, en franco contraste con lo que ocurría en otras latitudes. Algunas de esas naciones se encontraban gobernadas por democracias más o menos consolidadas, otras por dictaduras militares y otras más vivían una serie interminable de transiciones de lo uno a lo otro. La estabilidad de la política mexicana hablaba por sí misma, razón por la cual esos vínculos (y la excepcionalidad que el contraste mostraba) eran invaluables. Además, y no menos importante, las exportaciones latinoamericanas eran irrisorias y la rivalidad comercial inexistente, lo que eliminaba prácticamente todas las fuentes naturales de conflicto entre este conjunto de naciones.

 

Las circunstancias que permitían mantener relaciones cordiales, aunque ciertamente no extraordinariamente cálidas y cercanas, con el sur comenzaron a cambiar en la década de los ochenta y se complicaron cuando México decidió emprender la negociación del TLC norteamericano. Los cambios surgieron tanto de la confrontación de intereses reales como de los cambios políticos que en esa época experimentaban muchas de las naciones sudamericanas. Por el lado comercial, la crisis de la deuda externa obligó a todos los países de la región a enfatizar la promoción de sus exportaciones. Tratándose de economías muy semejantes en estructura y composición, cuando comienza la era exportadora, la mayoría vendía productos similares, lo que generó una inevitable competencia por razones comerciales, particularmente entre Brasil y México, que disminuyó la cordialidad y civilidad que hasta entonces habían caracterizado las relaciones entre esas naciones.

 

Esa problemática se exacerbó con el fin de las dictaduras sudamericanas y el nacimiento de una nueva era democrática en todos los países importantes de la región sureña. Súbitamente, la afamada estabilidad política mexicana dejó de ser motivo de orgullo, para convertirse en una fuente de escarnio cada vez más punzante y audible, sobre todo de parte del Brasil. Peor para México, en forma paralela en que la democracia se arraigaba en esas latitudes –al grado en que sus legislativos llegaron a enjuiciar a presidentes en funciones-, los problemas electorales mexicanos crecían, disminuyendo todavía más la legitimidad del gobierno mexicano frente a sus pares en la región. La política exterior mexicana se había convertido en un intento fallido de mantener las apariencias y no mucho más.

 

Hoy en día, no hay duda de que la dinámica de la relación de México con el sur tiene que cambiar, pero menos de lo que pretenden los promotores de un viraje radical. Por primera vez en décadas, el gobierno mexicano va a poder avanzar hacia el sur con la cabeza en alto y sin vergüenza. La legitimidad del nuevo gobierno permite una relación de iguales que abre una infinidad de posibilidades en materia cultural, política y, marginalmente, comercial y económica, que deben ser explotadas y avanzadas. El solo hecho de poder presumir la nueva democracia y restañar una herida de décadas le da razón de ser a una presencia más firme y convincente en el sur y puede sin duda convertirse en una fuente de identidad, orgullo y algunos negocios.  Pero, al mismo tiempo, también hay límites a lo que es posible alcanzar en el sur del continente.

 

Aunque la estructura de la economía mexicana ha cambiado mucho a lo largo de la última década, sigue habiendo áreas importantes de competencia con muchos productores del sur, sobre todo brasileños. Este factor ha sido tan importante que el gobierno brasileño se ha rehusado a concluir negociaciones en materia comercial como las que México ha avanzado con Argentina y Uruguay, ambos miembros del Mercosur y, por lo tanto, los socios comerciales más cercanos a Brasil. Es decir, persisten poderosos intereses económicos que tienden a alejar, más que a acercar, a México de Brasil. De esta manera, ahora resulta evidente, y mucho más difícil de ocultar, que detrás del escarnio de los años pasados, existían factores reales de poder y de interés nacional para los respectivos países que impedían un acercamiento más allá de lo simbólico, lo cultural y aquello que pudiera tener que ver con los temas globales y de agenda de las Naciones Unidas. De todas formas, también ahí llegará el momento en que los intereses diverjan, como inevitablemente ocurriría, por ejemplo, de abrirse un espacio para una nación latinoamericana en el Consejo de Seguridad de la ONU.

 

Por el lado norteamericano, las relaciones entre México y Estados Unidos siempre fueron tensas, aunque hubo etapas de mayor cordialidad que otras. Sin embargo, esa tensión inducida fue crucial para el régimen emanado de la revolución de 1910, sobre todo porque en la estrategia de “antinorteamericanismo” encontró una fuente casi inagotable de legitimidad para fines internos. El que el gobierno mexicano votara en contra del norteamericano en algún foro internacional era presentado como una muestra fehaciente del ejercicio pleno de la soberanía. A lo largo de los años, también esa faceta de la política exterior mexicana se fue desgastando hasta llegar a ser totalmente inoperante. Lo anterior se exacerbó cuando se comenzó a negociar el TLC, circunstancia que hizo imposible continuar con la estrategia de oposición retórica a ultranza. Ahora Estados Unidos es un socio fundamental en nuestra estrategia de desarrollo y el principal motor de nuestra economía,  lo que exige una atención primordial.

 

La verdadera disyuntiva no es hacia el sur o hacia el norte. Lo que México requiere es otro tipo de política exterior. Una política caracterizada por dos brazos: uno, que vaya hilando apoyos de largo plazo en la sociedad norteamericana, con las comunidades latinas, con las organizaciones no gubernamentales y con los grupos a nivel local que tienen una extraordinaria influencia sobre el comportamiento de los factores formales de poder, es decir, el congreso y el ejecutivo. Y otro que contribuya a desarrollar vínculos entre naciones adultas en la región latinoamericana, relaciones que vayan más allá de la coyuntura comercial del momento, sin perder la oportunidad de establecer un fundamento para una complementariedad comercial que tanto bien nos haría a todos.

 

México está experimentado un proceso profundo de cambio político y económico. Ahora es tiempo de darle vuelo a ese mismo cambio en el ámbito internacional.

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Tabasco vs Marcos

Luis Rubio

En Tabasco, el país y la política nacional acaban de experimentar un gran paso hacia delante. Por primera vez en dé

cadas, las partes en conflicto llegaron a un acuerdo por sí mismas. Aunque la Secretaría de Gobernación estuvo íntimamente involucrada, su participación adquirió características radicalmente nuevas. El gobierno federal se limitó

a crear condiciones propicias para que un arreglo pudiese ser posible, en lugar de imponerlo sobre las partes. Es decir, un cambio significativo de orientación en la manera de conducir la polí

tica. Lamentablemente, algo muy distinto parece estar aconteciendo en torno al caso del ciudadano Sebastián Guillen, mejor conocido como subcomandante Marcos, quien está a punto de subvertir todas las leyes y principios de comportamiento polí

tico que son inherentes a las prácticas democráticas.

El cambio de conducción política tiene dos fuentes muy evidentes. Por una parte, el nuevo gobierno no cuenta con los instrumentos, los mecanismos y los controles de que por décadas gozaron las administraciones prií

stas. En este sentido, aun si quisiera, el nuevo gobierno no puede imponer sus condiciones o puntos de vista, a menos de que esté dispuesto a emplear la fuerza pública. Por otro lado, es evidente el gobierno de Vicente Fox está

tratando de incorporar nuevas maneras de conducir la política y resolver los problemas que enfrenta el país. En Tabasco hemos podido atestiguar que el nuevo modelo de conducción política tiene posibilidades de resultar exitoso.

El problema de Tabasco es en cierta forma sui géneris, pero también es ilustrativo de los conflictos que el país en su conjunto podrí

a llegar a enfrentar. Mucho de ese conflicto se puede apreciar en el hecho de que en la pasada elección para gobernador, a mediados del año pasado, siete de los ocho candidatos a la gubernatura eran priístas o exprií

stas. Este factor muestra la verdadera naturaleza del conflicto tabasqueño. En el extremo, también podría ser una ventana que nos permite otear el tipo de escenarios que el PRI podría estar enfrentando en el futuro mediato.

Si uno se deja guiar por los comentarios y críticas vertidos en la prensa en torno al tema Tabasco a lo largo de las últimas semanas, es patente que hay un profundo sentido de déjà vu, una acusada

nostalgia por el pasado. Tan pronto comenzó

a ascender el sentido de incertidumbre respecto al resultado final del conflicto, luego de que el Tribunal Electoral Federal emitiera su fallo anulando las elecciones, se hizo sentir una imponente demanda por que

el gobierno federal metiera orden en el estado.

Quizá no era para menos. Hubo un momento en el que parecieron coexistir hasta tres gobernadores interinos, todos ellos producto de procesos que las diversas fuerzas políticas del estado consideraron ilegítimos. Los dimes y diretes parecí

an incontenibles y las amenazas de desacato a tal o cual decisión judicial o legislativa estaban a la orden del día. Los priístas de todo el país se reunieron en Villahermosa para hacer sentir su fuerza, argumentado que el g

obierno de Fox no tenía la menor capacidad de gobernar. Dado el conflicto intra-priísta que caracteriza la política actual en ese estado, la pretensión del priísmo duro de unidad y fuerza era ciertamente ilusoria.

Los priístas se encuentran divididos y, más que nada, parecen incapaces de encontrar la manera de organizarse ahora que han perdido a su cabeza y líder, papel que tradicionalmente ejercía el presidente de la República. Má

s que motivo de orgullo o falsa unidad, para los priístas el conflicto en Tabasco constituye tanto una amenaza (de que el partido se fragmente de esa manera en todo el paí

s), como una oportunidad. El PRI experimenta un proceso de decadencia desde hace años y Tabasco no hace sino exhibirlo de manera contundente. La pregunta es si los priístas convertirá

n esta crisis en un acicate para transformarse, por el bien de su partido y del país.

La oportunidad para el PRI se reduce a un punto muy simple: a repensar su futuro, a reconocer que su fuerza depende no de una oposición sistemática al nuevo gobierno, sino de su capacidad para articular un nuevo proyecto polí

tico. Es decir, para que el PRI se reforme y pueda no sólo recuperar el poder sino convertirse en una fuerza vital y positiva para el futuro, tiene que desarrollar un proyecto político en el que sean compatibles sus objetivos histó

ricos de desarrollo con justicia social, dentro del marco de una economía globalizada y de un sistema político competitivo. En este momento los priístas siguen pretendiendo que su proyecto de antaño tiene futuro. Pero Tabasco muestra los lí

mites del priísmo tradicional, los riesgos de seguir por ese camino y lo absurdo de sus intentos por constituir frentes cuya motivación es la oposición a ultranza. La interrogante es si tendrán capacidad para comprende

r el reto y vencer a los intereses creados que tienen secuestrado y entrampado al partido.

Es en este contexto que el actuar del gobierno federal fue excepcionalmente inteligente y apropiado a las circunstancias. En lugar de pretender imponer una solución desde arriba, el Secretario de Gobernación se abocó

a crear condiciones para que los priístas y expriístas se arreglaran entre ellos, para que los tres partidos grandes encontraran espacios de interacción que permitieran llegar a un arreglo no sólo satisf

actorio para todos, sino capaz de restablecer al menos los fundamentos para una convivencia política pacífica. En la medida en que esta forma de actuar se transforme en la nueva tó

nica gubernamental, nos vamos a encontrar con que el gobierno federal ya no se dedica a imponer condiciones o a negociar cada decisión, sino a sedimentar las bases para un sistema polí

tico competitivo de cuya estabilidad son responsables y beneficiarios todos los participantes.

Es decir, se trata de un giro de casi ciento ochenta grados respecto al pasado. La nueva estrategia no está exenta de riesgos o dificultades pero, de ser exitosa, se convertiría en una nueva plataforma de estabilidad, mucho más só

lida, flexible y durable que la que caracterizó la era del PRI.

Las dudas sobre el éxito del « modelo» de conducción política tabasqueño se pueden observar en el conflicto chiapaneco. El gobierno de Ernesto Zedillo se abocó en forma sistemá

tica a disminuir las dimensiones y apariencia de la guerrilla chiapaneca. Su principal éxito residió precisamente en que no hubo mayores exabruptos relacionados con el levantamiento original. Pero el conflicto subyacente permaneció

, la propaganda de los zapatistas siguió envenenando el terreno internacional y nunca logró extinguir la sensación de que existía un problema no resuelto. Marcos y compañía se pasaron cinco añ

os esperando la oportunidad de salir del hoyo que ellos mismos habían cavado y al que Zedillo los había limitado. Tan pronto Fox les ofreció una salida, no sólo le tomaron la palabra, sino que ahora pretenden adueñarse del país.

El gobierno enfrenta hoy un difícil dilema con los zapatistas. En el momento actual, los zapatistas se disponen a abandonar sus guaridas para fincar su residencia política en el Distrito Federal y comenzar a

desarrollar y activar bases de apoyo para sustentar un movimiento político nuevo. En la medida en que avancen por esa senda, como una fuerza institucionalizada que pretende lograr el poder a través de su participació

n en los procesos electorales, respetando tanto las leyes como las « reglas del juego» a las que se atienen todos los partidos, el arribo de los zapatistas a la ciudad de México constituiría un é

xito para la democracia mexicana y para el gobierno de Fox. Lamentablemente no es obvio que ese sea el camino por el que quieren transitar.

Los zapatistas han gozado de una situación legal inusual a lo largo de los últimos años. Para comenzar, a principios de 1994 le declararon la guerra al Estado mexicano, declaración que nunca fue rescindida. Mas tarde,

al comienzo del sexenio pasado, el Congreso aprobó la ley de amnistía que condicionaba la posesión de armas por parte de los zapatistas a la continuación de las negociaciones, mismas que llevan añ

os suspendidas. Aunque los zapatistas cambiaron de objetivos una y otra vez desde que lanzaron su ofensiva inicial, su retórica acabó consagrándose en los acuerdos de Larráinzar, mismos que están lejos de gozar de un apoyo polí

tico o legislativo significativo. Por su parte, Marcos está a punto de salir de Chiapas, independientemente de la suerte de la iniciativa de reformas constitucionales que el presidente se comprometió

a enviar al poder legislativo, mostrando una vez más que su ambición y objetivos probablemente poco o nada tienen que ver con el tema indigenista.

El gobierno de Fox se ha preciado de inaugurar una nueva manera de organizar el poder y de conducir los asuntos públicos y políticos. Aunque es muy temprano para emitir juicio alguno sobre sus avances, no queda la menor duda de que en Tabasco logr

ó un primer y monumental triunfo. La pregunta es si podrá extender esa manera de resolver conflictos en el tema chiapaneco. En este momento, los incentivos que tienen frente a sí los zapatistas están lejos de conducirlos a su transformació

n en una fuerza institucionalizada, deseosa de alcanzar el poder por medios legítimos y legales. De hecho, lo contrario parece ser la tónica de los guerrilleros. Van a venir encapuchados y armados, en violació

n flagrante tanto de las reglas de civilidad política, por una parte, como de la ley de amnistía, por la otra. Además, es evidente que persiguen competir por una buena parte de las bases polí

ticas del PRD, lo que augura mal para la estabilidad de las regiones en que se llegaran a establecer.

Dada la coyuntura en que se encuentra, el gobierno no tiene más opción que la de generar un conjunto de incentivos que modifiquen radicalmente el comportamiento de los zapatistas, a fin de que se adecuen a la realidad política del paí

s en el 2001, que nada tiene que ver con la que conocieron antes de abstraerse a la clandestinidad hace años. Primero, tiene que dejar claro, y sin ambigüedades, que no habrá negociación alguna, de ningú

n tipo, con contrapartes encapuchadas. Idealmente, debería procurar un pronunciamiento conjunto en este sentido con los legisladores. Segundo, tiene que hacer valer la ley en materia de armamento, apegándose estrictamente a la ley de amnistí

a y a las condiciones que ésta impone. Finalmente, tiene que abrir todas las puertas a la negociación, bajo reglas claramente establecidas, induciendo, como en Tabasco, un resultado que no só

lo disminuya el conflicto, sino que siente las bases para una mayor estabilidad después.