Luis Rubio
A los mexicanos nos encanta hablar del Estado de derecho, aunque todos sabemos que vivimos en un estado de indefinición -y, frecuentemente, indefensión- jurí
dica. Nos referimos a la interminable colección de leyes y reglamentos con que contamos, y que nunca atendemos, excepto cuando algún funcionario opta por la arbitrariedad en pleno. Las leyes y reglamentos están ahí
no para proteger a la población sino para acosarla, mediatizarla e impedir que se transforme en una ciudadanía pujante, vigorosa y exitosa. El momento polí
tico que estamos viviendo constituye una oportunidad excepcional para sentar los cimientos de un Estado de derecho en pleno.
La primera pregunta que uno tiene que hacerse cuando habla del Estado de derecho es la de su definición: ¿qué es el Estado de derecho? La definición que má
s frecuentemente se emplea se relaciona con el cumplimiento de las leyes. Algunos abogados y muchos funcionarios afirman que si se satisfacen las formas y si el gobierno se apega a la
legalidad, vivimos en un Estado de derecho. Desafortunadamente, las cosas no son tan sencillas.
Distintos gobiernos en las últimas décadas formalmente se han apegado a la letra de la ley al emprender cualquier acción. En realidad, muy pocas veces se dio en el país una situación, como la que se presentó con la expropiació
n bancaria, en la que el gobierno justificó su arbitrariedad jurídica después de haber cometido el acto. De hecho, si en algo se distinguieron los gobiernos priístas, sobre todo los de antaño, fue por su devoció
n al cuidado de las formas. El problema es que las formas no son una condición suficiente para que exista un Estado de derecho. En la medida en que un gobierno pueda cambiar las leyes o las reglas del juego sin que medie un proceso pú
blico y abierto de discusión y debate dentro de un contexto donde existen pesos y contrapesos reales y efectivos, el Estado de derecho es inexistente.
Un ejemplo dice más que mil palabras: mientras que en México los cambios constitucionales han sido, históricamente, un deporte sexenal, en otros países el proceso de enmienda constitucional es extraordinariamente difí
cil. En Dinamarca, por ejemplo, una enmienda constitucional requiere, primero, la aprobación del parlamento, posteriormente una elección parlamentaria y luego el voto del nuevo parlamento. Pero, ademá
s de todo lo anterior, requiere del apoyo de por lo menos el 40% de la población en un referéndum entre toda la población en condiciones de votar. Es decir, se trata de un proceso engorroso, tardado e incierto, diseñ
ado precisamente para que cualquier cambio constitucional que se realice sea producto del consenso popular y no de la imposición gubernamental o burocrática. Ahí no se aprueban leyes al vapor.
La vigencia de un Estado de derecho se fundamenta en tres características esenciales: a) la garantía política y jurí
dica de los derechos individuales y de propiedad; b) la existencia de un poder judicial eficiente que disminuya los costos de transacción y que limite en forma efectiva el comportamiento predatorio de las autoridades, especialmente las burocrá
ticas; y c) la existencia de un ambiente de seguridad jurídica consistente en que los ciudadanos puedan planear la realización de sus propios objetivos en un contexto de reglas conocidas y con la certeza de que las autoridades no usará
n el poder coercible en su contra y en forma arbitraria. Estos componentes del Estado de derecho son centrales para la convivencia humana, para el desarrollo económico y para la paz social. En un Estado de derecho las
autoridades no pueden afectar la esfera de derechos del individuo sin que dicha facultad esté descrita en las leyes (principio de legalidad), y estas últimas escritas sin referencia a personas, lugares o tiempos especí
ficos. A su vez el afectado debe contar con la posibilidad de defenderse y ser escuchado (garantía de audiencia o principio del debido proceso legal).
En esencia, según Friedrich Hayek, el Estado de derecho implica «que el gobierno en todas sus acciones se encuentra sujeto a reglas fijas conocidas de antemano -reglas que hacen posible prever con suficiente certeza la forma como la autoridad usará
sus poderes coercibles en determinadas circunstancias». El énfasis en la legalidad, sin embargo, no es sinónimo de Estado de derecho. Esto es, a pesar de que todas las acciones del gobierno esté
n autorizadas por la ley, esto no implica que con ello se preserve el Estado de derecho. En las economías centralmente planificadas no existía un Estado de derecho a pesar de que la ley se llegara a respetar. Ello se debía a que la legislació
n facultaba de poderes arbitrarios y discrecionales a las autoridades dejando en sus manos la decisión de aplicar o no la ley al caso concreto, haciendo referencia a lo que se consideraba «justo» o conforme a «el bien público». Cuando la legislaci
ón se plantea de esta manera se mina el principio de igualdad formal ante la ley y posibilita al gobierno a otorgar privilegios legales en favor de sus grupos de apoyo.
Si uno analiza nuestra estructura legal, es curioso observar que sus características principales son análogas a las de los antiguos regímenes comunistas. Ahí era común encontrar leyes y reglamentos escritos en té
rminos discrecionales y que hacían referencia a lo que en el momento el gobierno consideraba como el bien común. En México, las facultades discrecionales vuelven impredecible el actuar del gobierno no só
lo porque son ambiguas y manipulables, sino también porque resulta sumamente difícil limitar los excesos y abusos inherentes a este tipo de actos de gobierno, con todo y que ha habido mejoría con el desarrollo de algunas fuentes de autonomí
a en el poder judicial.
Lo anterior indica que tenemos tres problemas distintos. El primero es que buena parte de nuestras leyes, la estructura jurídica misma, privilegia la discrecionalidad de la autoridad. Esto le confiere enormes facultades al gobierno y dañ
a el entorno dentro del cual los ciudadanos -desde los consumidores hasta los votantes, los ahorradores y los inversionistas- tienen que tomar sus decisiones. En la medida en que se perciba que la autoridad actuará
en forma caprichosa y, peor, que la ley le confiere esa facultad, el ciudadano va a responder en consecuencia. En la práctica, esto implica que el ciudadano seguirá haciendo como que cumple la ley (en todos los ámbitos), seguirá tomando s
ólo los menores riesgos de inversión y ahorro y seguirá percibiendo a las autoridades como ilegítimas. Por lo anterior, antes de contemplar una nueva arquitectura constitucional, la tarea gubernamental y legislativa, por ard
ua e inmensa que pudiese parecer, no puede ser otra que la de comenzar a reconcebir la estructura y contenido de nuestras leyes, ya sea promulgando nuevas o enmendando las anteriores.
El segundo problema que resulta de la ausencia de un Estado de derecho se refiere a los parches que se han adoptado en los últimos años para conferir garantí
as a la ciudadanía de que sus derechos serán respetados. En algunos ámbitos, sobre todo en el comercial y de inversión, los últimos gobiernos dieron pasos importantes par
a atender esta carencia. Por ejemplo, el TLC norteamericano incorpora diversos mecanismos para brindar la certidumbre jurídica e incluso confiere garantías de compensación en caso de expropiación. Lo iró
nico es que, por virtud del TLC, los inversionistas del exterior que se amparen en esas cláusulas obtienen garantías y un marco de seguridad jurí
dica del que no gozan los mexicanos. De esta forma, nos encontramos con que existen distintos niveles de certidumbre jurídica, dependiendo de la nacionalidad del inversionista en este caso. Lo imperativo sería ampliar esas garantías a la poblaci
ón en su conjunto y no sólo en el ámbito económico, sino en todos los que involucra la vida nacional.
Finalmente, el tercer grupo de problemas tiene que ver con el profundo cambio que entrañaría la adopción de un Estado de derecho. Abusar de la retórica de la legalidad es fácil y todos los polí
ticos lo hacen en forma cotidiana. Sin embargo, comenzar a vivir en un mundo de legalidad en el que los ciudadanos se convierten en la razón de ser del gobierno y en que sus derechos tienen primacía sobre la actividad gubernamental entrañ
a mucho más que una decisión política. Un presidente, un gobernador o un alcalde pueden estar verdaderamente comprometidos con el Estado de derecho y creer que sus acciones se enmarcan en ese ámbito por el hecho de que actú
an de una determinada manera. La verdad es casi la opuesta: un gobernante o funcionario no puede optar por actuar dentro o fuera del Estado de derecho. Si esa disyuntiva es real, el Esta
do de derecho no existe. Por ello, no cabe la menor duda de que a ningún político danés, por seguir el ejemplo anterior, se le ocurriría afirmar que actuará dentro de la ley o que protegerá la soberanía del paí
s. El hecho de que no pueda actuar fuera de la ley y de que la soberanía no esté a su alcance prueba que en su país el Estado de derecho tiene vigencia plena.
Los mexicanos hemos dado un enorme paso en la dirección de la democracia y la legalidad, pero se trata tan sólo de un primer peldaño en una larga escalera. La legalidad y el Estado de derecho no se van a construir por arte de magia; má
s bien, su consolidación será resultado de un persistente empeño por parte de todas las fuerzas políticas de llegar a un acuerdo, de establecer las bases políticas que den sustento a un nuevo orden institucional. Sin un pacto polí
tico que le dé sentido y contenido a una lucha por la legalidad, entendida ésta como aquí se ha planteado, las perspectivas de consolidar un Estado de derecho son nulas. Sin embargo, esto sólo podrá
ocurrir una vez que el conjunto de las fuerzas políticas reconozca que su única opción de éxito reside en entenderse con las demá
s y de que todas ganan de inscribirse en el marco de un Estado de derecho con todo lo que ello implica. Las legítimas diferencias de orden político o ideoló
gico tienen cabida siempre y cuando acepten cimentar el principio fundamental: el fin de la arbitrariedad.