Cambio o continuidad en la política exterior

La vieja política exterior huele a naftalina. Todo el esfuerzo de décadas dedicado a darle legitimidad a un régimen que se presentaba como democrático pero que sus propios actores reconocían como otra cosa, ha llegado a su fin. Pocos ámbitos son tan sensibles a un cambio de gobierno como el que acabamos de experimentar como lo es la política exterior. Además de una cara al resto del mundo, la política exterior es también, en la famosa frase del estratega alemán von Clausewitz, una extensión de la realidad interna. Sin embargo, por décadas, la política exterior sirvió a propósitos distintos, con frecuencia orientados a satisfacer bases de apoyo internas. La noción de proyectar a México hacia el resto del mundo y convertir a la política exterior en una palanca del desarrollo estaba más allá de las posibilidades estructurales del mundo del PRI. Ahora que hay un gobierno emanado de las urnas y con toda la legitimidad que esta circunstancia le confiere, la política exterior enfrenta un verdadero dilema.

 

La demanda de cambio en la sociedad mexicana es prácticamente ubicua. Todo mundo demanda cambios y espera satisfactores concretos. Cuando esas demandas se refieren a cosas específicas, como los servicios públicos o la política fiscal, la noción de cambio no tiene mayor discusión: se trata de algo concreto que se puede medir y para los cuales hay elementos objetivos de evaluación. Lo mismo no ocurre con la política exterior.

 

En términos formales, la política exterior de un país se aboca, antes que nada, a la defensa de la soberanía. Sin embargo, con el cambio económico y tecnológico que experimenta el mundo, la noción misma de soberanía ha sufrido una dramática transformación. La llamada globalización de la economía mundial tiene efectos mucho más poderosos, para bien o para mal, sobre las naciones, que lo que hasta el más agresivo de los estrategas militares de cualquier potencia imperial en la historia pudo jamás imaginar. En este sentido, es evidente que nuestra política exterior tendrá que experimentar cambios profundos en su naturaleza, máxime cuando toda su lógica a lo largo de la mayor parte del siglo XX tuvo una naturaleza esencialmente defensiva e introspectiva.

 

La pregunta es qué clase de cambio puede y debe experimentar ese ámbito de la política gubernamental. Hay varias maneras de plantear las opciones. Una manera es considerando un eje geográfico: ¿debe la política exterior abocarse más hacia el sur o hacia el norte, mirar a Europa o voltear a Asia? Cada una de esas regiones tiene su propia dinámica y su propia fuente de atracción, pero los recursos con que cuenta el país no son infinitos y, en todo caso, tiene que haber un sentido claro de prioridades. Asia y Europa son dos regiones de extraordinaria importancia que México sin duda alguna procurará atender con una estrategia de política exterior que sume los intereses económicos (inversión y comercio exterior) con los políticos (diversificación de vínculos, desarrollo de un sentido de equilibrio respecto a la relación con Estados Unidos que es, inexorablemente, el factotum de cualquier estrategia de relaciones con el resto del mundo que se decida emprender). De cualquier manera, existe un consenso prácticamente universal en México respecto a la importancia y naturaleza de los vínculos que México puede y debe tener con esas dos regiones.

 

La disyuntiva entre el sur y el norte es más polémica y, en buena medida falaz. Se trata de una disyuntiva falaz porque, en el contexto actual de la vida política y económica del país, México tiene que lanzar una fuerte ofensiva en ambas direcciones. Pero la importancia de cada una de esas regiones es distinta y, por lo tanto, la estrategia que se siga debe ser resultado de un cálculo concienzudo y realista de la naturaleza y dinámica de cada una de ellas. En esto la historia es fundamental.

 

Con Sudamérica, México mantuvo por décadas relaciones cordiales, funcionales y mutuamente benéficas. Por la excepcional estabilidad del sistema político mexicano, el gobierno encontró refugio, y hasta fuertes razones de orgullo y legitimidad, en relaciones carentes de un moralismo acusador respecto a las fallas del sistema priísta con las diversas naciones sudamericanas, en franco contraste con lo que ocurría en otras latitudes. Algunas de esas naciones se encontraban gobernadas por democracias más o menos consolidadas, otras por dictaduras militares y otras más vivían una serie interminable de transiciones de lo uno a lo otro. La estabilidad de la política mexicana hablaba por sí misma, razón por la cual esos vínculos (y la excepcionalidad que el contraste mostraba) eran invaluables. Además, y no menos importante, las exportaciones latinoamericanas eran irrisorias y la rivalidad comercial inexistente, lo que eliminaba prácticamente todas las fuentes naturales de conflicto entre este conjunto de naciones.

 

Las circunstancias que permitían mantener relaciones cordiales, aunque ciertamente no extraordinariamente cálidas y cercanas, con el sur comenzaron a cambiar en la década de los ochenta y se complicaron cuando México decidió emprender la negociación del TLC norteamericano. Los cambios surgieron tanto de la confrontación de intereses reales como de los cambios políticos que en esa época experimentaban muchas de las naciones sudamericanas. Por el lado comercial, la crisis de la deuda externa obligó a todos los países de la región a enfatizar la promoción de sus exportaciones. Tratándose de economías muy semejantes en estructura y composición, cuando comienza la era exportadora, la mayoría vendía productos similares, lo que generó una inevitable competencia por razones comerciales, particularmente entre Brasil y México, que disminuyó la cordialidad y civilidad que hasta entonces habían caracterizado las relaciones entre esas naciones.

 

Esa problemática se exacerbó con el fin de las dictaduras sudamericanas y el nacimiento de una nueva era democrática en todos los países importantes de la región sureña. Súbitamente, la afamada estabilidad política mexicana dejó de ser motivo de orgullo, para convertirse en una fuente de escarnio cada vez más punzante y audible, sobre todo de parte del Brasil. Peor para México, en forma paralela en que la democracia se arraigaba en esas latitudes –al grado en que sus legislativos llegaron a enjuiciar a presidentes en funciones-, los problemas electorales mexicanos crecían, disminuyendo todavía más la legitimidad del gobierno mexicano frente a sus pares en la región. La política exterior mexicana se había convertido en un intento fallido de mantener las apariencias y no mucho más.

 

Hoy en día, no hay duda de que la dinámica de la relación de México con el sur tiene que cambiar, pero menos de lo que pretenden los promotores de un viraje radical. Por primera vez en décadas, el gobierno mexicano va a poder avanzar hacia el sur con la cabeza en alto y sin vergüenza. La legitimidad del nuevo gobierno permite una relación de iguales que abre una infinidad de posibilidades en materia cultural, política y, marginalmente, comercial y económica, que deben ser explotadas y avanzadas. El solo hecho de poder presumir la nueva democracia y restañar una herida de décadas le da razón de ser a una presencia más firme y convincente en el sur y puede sin duda convertirse en una fuente de identidad, orgullo y algunos negocios.  Pero, al mismo tiempo, también hay límites a lo que es posible alcanzar en el sur del continente.

 

Aunque la estructura de la economía mexicana ha cambiado mucho a lo largo de la última década, sigue habiendo áreas importantes de competencia con muchos productores del sur, sobre todo brasileños. Este factor ha sido tan importante que el gobierno brasileño se ha rehusado a concluir negociaciones en materia comercial como las que México ha avanzado con Argentina y Uruguay, ambos miembros del Mercosur y, por lo tanto, los socios comerciales más cercanos a Brasil. Es decir, persisten poderosos intereses económicos que tienden a alejar, más que a acercar, a México de Brasil. De esta manera, ahora resulta evidente, y mucho más difícil de ocultar, que detrás del escarnio de los años pasados, existían factores reales de poder y de interés nacional para los respectivos países que impedían un acercamiento más allá de lo simbólico, lo cultural y aquello que pudiera tener que ver con los temas globales y de agenda de las Naciones Unidas. De todas formas, también ahí llegará el momento en que los intereses diverjan, como inevitablemente ocurriría, por ejemplo, de abrirse un espacio para una nación latinoamericana en el Consejo de Seguridad de la ONU.

 

Por el lado norteamericano, las relaciones entre México y Estados Unidos siempre fueron tensas, aunque hubo etapas de mayor cordialidad que otras. Sin embargo, esa tensión inducida fue crucial para el régimen emanado de la revolución de 1910, sobre todo porque en la estrategia de “antinorteamericanismo” encontró una fuente casi inagotable de legitimidad para fines internos. El que el gobierno mexicano votara en contra del norteamericano en algún foro internacional era presentado como una muestra fehaciente del ejercicio pleno de la soberanía. A lo largo de los años, también esa faceta de la política exterior mexicana se fue desgastando hasta llegar a ser totalmente inoperante. Lo anterior se exacerbó cuando se comenzó a negociar el TLC, circunstancia que hizo imposible continuar con la estrategia de oposición retórica a ultranza. Ahora Estados Unidos es un socio fundamental en nuestra estrategia de desarrollo y el principal motor de nuestra economía,  lo que exige una atención primordial.

 

La verdadera disyuntiva no es hacia el sur o hacia el norte. Lo que México requiere es otro tipo de política exterior. Una política caracterizada por dos brazos: uno, que vaya hilando apoyos de largo plazo en la sociedad norteamericana, con las comunidades latinas, con las organizaciones no gubernamentales y con los grupos a nivel local que tienen una extraordinaria influencia sobre el comportamiento de los factores formales de poder, es decir, el congreso y el ejecutivo. Y otro que contribuya a desarrollar vínculos entre naciones adultas en la región latinoamericana, relaciones que vayan más allá de la coyuntura comercial del momento, sin perder la oportunidad de establecer un fundamento para una complementariedad comercial que tanto bien nos haría a todos.

 

México está experimentado un proceso profundo de cambio político y económico. Ahora es tiempo de darle vuelo a ese mismo cambio en el ámbito internacional.

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