Marcos, los indígenas y el legislador

Luis Rubio

El régimen cambió, pero el deporte de enmendar la constitución al vapor sigue siendo el mismo. Todo mundo se vuelca a favor de la aprobación de una iniciativa de ley que en realidad pocos conocen. Parecemos un país enamorado del hecho de legislar, mas no del contenido de la legislación. El poder legislativo tiene frente a sí la responsabilidad de revisar una polémica iniciativa de ley, esta vez en materia de derechos indígenas. A pesar de nuestra abundante historia de cambios constitucionales, ningún cambio a la constitución debe tomarse a la ligera. Mucho menos cuando se corre el riesgo de dividir al país.

 

El levantamiento zapatista de 1994 conmovió a México y generó un legítimo sentido de empatía, cuando no de culpa, con la población indígena que se quedó rezagada a partir de la conquista española. Esos sentimientos encontrados han acompañado a una significativa porción de la población del país, particularmente la que se manifiesta, escribe, crea opinión y moviliza a las masas. Para ese grupo de mexicanos, la mejor manera de resolver el levantamiento zapatista y de satisfacer la deuda histórica con los indígenas del país reside en la aprobación de la iniciativa de ley que se desprende –con muchos cambios y asegunes- de la negociación que entabló el gobierno del presidente Zedillo con el EZLN en Larráinzar y que ahora, con muy pequeñas modificaciones, ha enviado el presidente Fox al Senado de la República.

 

La motivación del presidente Fox no deja lugar a dudas: su objetivo es el de resolver, de una vez por todas, el conflicto que estalló hace siete años y que ha tensado las relaciones del país con algunas naciones europeas, además de mantener angustiada a la sociedad mexicana a juicio del actual gobierno. Queriendo romper con el pasado, el presidente hizo suya la iniciativa de ley en materia indígena y la mandó al Senado para su estudio y aprobación. Su objetivo es político más que jurídico: pretende sumar a todos los mexicanos bajo el techo colectivo de la nación: la unidad nacional, dice el presidente Fox, es un propósito superior. Objetivo encomiable, pero que no necesariamente se avanza por la vía de una enmienda constitucional y menos por una del tipo de las que ha sido enviada al poder legislativo.

 

La iniciativa enviada al Congreso adolece de una infinidad de problemas y contradicciones, muchas de las cuales han sido apuntadas por políticos y analistas en todos los medios. Nada de eso, sin embargo, ha tenido el menor efecto disuasivo sobre el entusiasmo desbordante de muchos diputados, partidos, organizaciones y personas. Pero el entusiasmo no disminuye los problemas y defectos de que adolece la iniciativa. Quizá el primero de esos defectos se encuentra fuera de la iniciativa misma: se encuentra en el hecho de que muchos mexicanos han ignorado el contenido de la iniciativa y se han dejado llevar por el objetivo romántico de lograr una paz que igualmente podría no llegar, dado que los zapatistas no se han comprometido a detener su activismo una vez que se apruebe la ley.

 

La situación recuerda aquel momento de finales de 1985, luego de las dolorosas semanas que siguieron al trágico sismo de septiembre en la ciudad de México, en que el entonces Departamento del Distrito Federal publicó un decreto de expropiación de millares de predios afectados por el movimiento telúrico. La expropiación era una de las vías que podía contribuir a resolver el enorme problema que generaba la contraposición de intereses entre los dueños de predios y los habitantes de vecindades venidas a menos que llevaban años de no pagar la más mínima renta. El sismo había obligado al gobierno a actuar. Igual que en el caso de Chiapas, el gobierno actuó en aquella ocasión y produjo un decreto que parecía satisfacer, más o menos, a todas las partes. El entusiasmo de entonces se parecía al de hoy; también, al igual que hoy, nadie había leído el decreto. Pronto, alguien se percató de que el decreto incluía propiedades en lugares que nada tenían que ver con las zonas afectadas por el  sismo, incluyendo algunos de los mejores terrenos del paseo de la Reforma que llevaban años sin ocuparse.

 

Más que una respuesta a la problemática denunciada por los zapatistas hace siete años, la iniciativa cocinada originalmente por la Comisión de Concordia y Pacificación (COCOPA) genera un sinnúmero de preguntas. Lo  menos que deberían hacer nuestros legisladores es resolver las interrogantes y asegurar que sus respuestas y acciones legislativas a favor de los indígenas sean compatibles con las aspiraciones y derechos del resto de los mexicanos, y que no van a provocar un daño irreparable.

 

Si uno observa la profundidad de las dudas que genera la iniciativa, resulta evidente que no hay claridad ni en los conceptos más fundamentales de nuestro ser nacional. Por ejemplo, algunas de las interrogantes se refieren a cosas tan elementales como quién es un indígena y quién no, qué es un pueblo indígena, objeto de las prerrogativas contenidas en la iniciativa, y qué no lo es. La ley es tan vaga en estos temas que no hace mas que referirse a “aquellos que descienden de poblaciones que habitaban en el país al iniciarse la colonización”, o sea la abrumadora mayoría de los mexicanos. La iniciativa acota los términos con la sugerencia de que se trata de aquellas comunidades que “conservan sus propias instituciones sociales, económicas, culturales y políticas, o parte de ellas”. De estas definiciones no es posible más que suponer que el propósito de la ley es preservar todo aquello que ha mantenido aisladas, pobres, rezagadas y sin futuro alguno a esas comunidades. Es decir, que en lugar de procurar una vida mejor para algunos de los mexicanos más pobres, el gobierno se compromete a asegurar que su vida se mantenga tal y como está. Imposible no recordar las acérrimas críticas a las reservaciones indias en Estados Unidos en boca de la intelectualidad de izquierda en el país.

 

De acuerdo a la iniciativa de la Cocopa, los pueblos indígenas (cualquiera que sea su definición) serán los responsables de “aplicar sus sistemas normativos de regulación y solución de conflictos internos, respetando las garantías individuales…; sus procedimientos, juicios y decisiones serán convalidados por las autoridades jurisdiccionales del Estado” (artículo 4, fracción II). Es decir, el poder judicial  tendría que validar un sistema normativo distinto al que inspira la existencia y naturaleza del propio poder judicial. De esta manera, en lugar de igualdad ante la ley, súbitamente nos encontraríamos con que unos mexicanos viven bajo un sistema jurídico distinto al de otros, circunstancia que dio origen a los fueros y privilegios que tan destructivos y violentos acabaron siendo a lo largo del siglo XIX.

 

La iniciativa es igualmente excesiva en los temas que se relacionan con la economía. Por una parte, le concede el derecho de adquirir y operar sus propios medios de comunicación, ignorando el régimen de concesión al que está sujeto el resto de la población (fracción VII). Por otro lado, le concede a los pueblos indígenas el derecho a acceder de manera colectiva al uso y disfrute de los recursos naturales de sus tierras y territorios “entendidos como la totalidad del hábitat que los pueblos indígenas usan y ocupan” (fracción V). Aunque la iniciativa expresamente excluye al subsuelo, su adopción constituiría una verdadera pesadilla a la hora en que se decidiera construir presas, carreteras, puertos, plantas generadoras de electricidad, etcétera. Es decir, la iniciativa pretende preservar el “hábitat” indígena de manera prístina. No queremos indígenas ricos y desarrollados: puros pobres y rezagados.

 

En suma, la iniciativa originalmente propuesta por la Cocopa altera el orden jurídico que formalmente existe en el país, sin que se establezcan normas y criterios para su desarrollo. En su extremo, la iniciativa favorecería la imposición de tributos en las zonas que acabaran siendo denominadas como indígenas, penalizando cualquier oportunidad de desarrollo. Muchas de las inversiones forestales para las que el país tiene especial “vocación”, como dicen los técnicos, por ejemplo, podrían acabar resultando inviables ante la indefinición jurídica y jurisdiccional que la ley propuesta arrojaría. Justo cuando en el país hay un creciente reconocimiento de la necesidad de avanzar hacia el desarrollo de un Estado de derecho pleno, la discusión del momento se refiere a cómo obstaculizarlo, si no es que a hacerlo imposible.

 

Lo que no es claro es por qué tantos equívocos y confusiones en la redacción de la iniciativa. La iniciativa surge a partir de los Acuerdos de San Andrés Larráinzar. Esos acuerdos (1995-1996) consagraron las condiciones bajo las cuales los zapatistas se comprometían a concluir la declaración de guerra. Los acuerdos de entonces poco tienen que ver con la iniciativa que ahora se ha presentado. Según los expertos, aunque esos documentos no eran particularmente claros, coherentes o transparentes, su contenido reflejaba un deseo de reconciliación y, sobre todo, la aspiración a concluir el levantamiento. Entre esos Acuerdos y la iniciativa que elaboró la Cocopa hay un abismo que salvar, quizá producto de mero descuido o de problemas de interpretación, pero también es posible que, como en el caso de los predios expropiados en 1985, hayan dominado los intereses particulares y partidistas. Si los zapatistas siguen comprometidos con aquellos Acuerdos y si esos Acuerdos no son idénticos a la iniciativa de ley (que naturalmente no lo pueden ser) no hay razón que impida a los legisladores retornar al origen y producir algo compatible tanto con nuestra estructura legal vigente, como con los Acuerdos de San Andrés.

 

Nuestra constitución ha sufrido un embate tras otro y en la mayoría de ellos se han consagrado las preferencias e intereses de una figura autoritaria tras otra (antes los presidentes, ahora los nuevos caudillos). Parecería que ya es tiempo de producir reformas que comiencen por el principio, por definir con precisión las cosas: qué es un pueblo indígena, qué derechos se pretende elevar a rango constitucional, qué cambios al espíritu de la nacionalidad son aceptables y cuáles no. El camino que se ha adoptado, y por el que se avanza con el ímpetu de un huracán, no constituye más que un obstáculo más al desarrollo integral del país.