Delincuencia y política económica

A primera vista, suena lógico, y hasta parece razonable, el que exista una relación directa entre la delincuencia que acosa a los habitantes de la ciudad de México y otras regiones del país y la política económica que se ha seguido a lo largo de las últimas décadas. Pero las apariencias engañan. El problema de la delincuencia poco tiene que ver con la política económica, aunque es evidente que una economía pujante contribuye a la creación de oportunidades de empleo permanente y, en general, a la estabilidad social. La evidencia empírica muestra que el problema de la delincuencia reside en la impunidad y es ahí donde debe ser combatida. Al mismo tiempo, no sobraría un mínimo de reconocimiento de que la economía mundial ha cambiado radicalmente y que eso afecta directamente el empleo, el bienestar social de la ciudad y, por lo tanto, sus perspectivas de desarrollo. El problema no reside en la política económica, sino en las acciones que emprenda el gobierno de la ciudad para hacer de ella un polo dinámico de desarrollo, libre de delincuencia y violencia.

 

Hay dos hechos incontrovertibles que han transformado para mal a la ciudad de México, así como a muchas otras regiones del país, en el curso de las últimas dos décadas, aunque no están relacionados entre sí. El primero es que la delincuencia y la violencia han cobrado formas, características y frecuencias totalmente inusitadas. Hasta hace sólo unos cuantos años, la ciudad de México era un lugar tranquilo en el que crecían y se desarrollaban las familias, en el que los niños podían salir a la calle a jugar fútbol o lo que quisieran, sin que mediara un riesgo significativo. Las calles eran seguras y, aunque evidentemente existía un cierto nivel de criminalidad como en cualquier otro lugar del mundo, la delincuencia no era la principal fuente de preocupación de la ciudadanía. Hasta los setenta prácticamente no existían guaruras y la convivencia era razonablemente estrecha.

 

Una pequeña historia ilustra bien la naturaleza de la vida citadina hace algunas décadas. Un viejo observador de la política mexicana contaba que el presidente Miguel Alemán fue invitado a comer a casa de un amigo suyo. Salió de Los Pinos con su chofer, quien lo dejó frente a la casa de su amistad; el presidente le dijo al chofer que volviera por él dos horas después. Solo, sin guaruras, ayudantes o Estado Mayor, el presidente se aproximó a la casa indicada, tocó el timbre y se encontró con que su amigo se había mudado unos meses atrás. Los nuevos residentes del domicilio insistieron en que el presidente se subiera a su coche y ellos mismos lo condujeron al nuevo domicilio de su amigo. Esta historia, que en nuestros días parece de ficción, refleja mucho el ambiente de la ciudad de antaño.

 

Inevitablemente, el desenfrenado crecimiento de la ciudad paulatinamente cambió su perfil, la transformó en una ciudad cosmopolita y trajo consigo muchos de los peores vicios del desarrollo mal entendido: desde la contaminación del aire hasta el tránsito, la delincuencia y la impersonalidad. Décadas de un sistema político centralizante crearon el gigantismo que caracteriza al Distrito Federal y, en ausencia de una estrategia de desarrollo urbano, agravaron la problemática de la ciudad. La política económica del desarrollo estabilizador, en conjunto con la estrategia de substitución de importaciones, crearon una planta industrial dentro y alrededor del DF que se convirtió en un poderoso imán para la migración desde las zonas rurales. A su vez, el centralismo y la política industrial crearon otros fenómenos no menos significativos: por una parte, un empresariado industrial dependiente del gobierno y más preocupado por obtener un subsidio, protección u otra fuente de rentas, que por la calidad o el precio de sus productos; y por la otra, un sindicalismo con liderazgos inflexibles, demandantes y corruptos.

 

Visto desde la óptica que hoy nos permite la historia, ambos factores –el sindicalismo corrupto e inflexible y el empresariado dependiente y subsidiado- tarde o temprano llevarían al colapso económico, al desempleo y al empobrecimiento relativo de la ciudad. En la medida en que el mundo fue cambiando, que las comunicaciones rompieron barreras que antes eran infranqueables, que la población del país creció de manera excesiva y que la industria acumuló ineficiencias, es que la política industrial dejó de ser sostenible. En términos llanos, dejaron de haber recursos con qué pagar las importaciones de maquinaria y tecnología que la industria demandaba; era imposible exportar sin una planta industrial moderna y eficiente, con costos competitivos respecto al resto del mundo; los costos efectivos (incluyendo la corrupción sindical –y burocrática- así como las prestaciones) de la mano de obra  resultaban prohibitivos, a pesar de ser irrisorios como sostén de una familia. La suma de la inflexibilidad empresarial, burocrática y sindical, junto con el cambio que se fraguaba en otras latitudes del mundo, acabó por paralizar la economía de la ciudad. La política económica de las últimas dos décadas, esa que se ha dado por llamar en forma derogatoria “neoliberal”, no hizo sino dar formal sepultura a una estrategia de desarrollo que dejó de servir en los años sesenta y se desintegró por completo en los setenta.

 

El otro hecho que transformó a la ciudad de México para mal fue la desarticulación del viejo sistema político. En éste, más que en cualquier otro factor, reside el origen del problema de inseguridad que hoy padecemos. Este proceso lleva tres décadas cobrando forma, quizá desde 1968 si se quiere establecer una fecha, pero sólo en la última década alcanzó niveles explosivos. El sistema político de antaño era severo, disciplinario, controlador e intolerante de cualquier disidencia, en cualquier ámbito. De acuerdo a la máxima obregonista, los enemigos o disidentes del sistema tenían opciones muy simples: o se dejaban cooptar o eran liquidados. En ese contexto, el gobierno nunca desarrolló un cuerpo policiaco profesional, moderno y competente; más bien, al estilo general de la improvisación muy nuestra, a la policía se le controlaba desde arriba, siguiendo la lógica de las cuotas (qué tanto se puede robar, a quién y dónde) o de las mafias (sólo a mis enemigos). La policía no era moderna o profesional pero, empleando todos los medios legales e ilegales a su alcance, era muy efectiva.

 

El corazón del viejo sistema, el que imperó hasta los sesenta, era el control, mismo que no dejó margen o espacio a la impunidad (entendida ésta en términos políticos, no legales). Todo el que infringía las reglas del sistema (desde el político más encumbrado hasta el policía más modesto) era sancionado y disciplinado sin misericordia. No era un sistema democrático, ni ético, ni se apegaba a legalidad alguna, pero la impunidad simplemente no existía. Cada seis años, los políticos aprendían las nuevas reglas del juego (las “reglas no escritas del sistema”) y se ajustaban a ellas. Lo mismo para todos los demás, incluyendo a las policías.

 

Todo comenzó a cambiar con la erosión gradual que comenzó a experimentar el sistema político. Los controles seguían siendo fuertes, pero al gobierno le comenzó a dar pena –y perdió capacidad de- imponerlos; la disciplina comenzó a debilitarse; los valores fundamentales que animaban al sistema se relajaron; el autoritarismo comenzó a hacer agua. El 68 abrió una oportunidad de oro par construir un sistema político fundamentado en leyes y la tolerancia mutua, pero lo que en realidad sucedió fue que todo lo que antes era absoluto se tornó relativo. Aunque esto permitió que se ampliaran las libertades individuales, incluyendo la de los medios, también relajó toda disciplina: la que producían las viejas reglas del juego o la que hubiera procurado la ley. En el momento en que todo comenzó a ser negociable, el país entró en la era de la impunidad.

 

La política económica nada tiene que ver con el deterioro político o la impunidad. Ambos procesos evolucionaron a su paso y cada uno siguiendo su propia lógica. Pero ambos problemas aquejan a la ciudadanía del DF y en nada sirve que se niegue su existencia o que se recurra a diagnósticos absurdos e inconsecuentes. Los índices delictivos suben y bajan de acuerdo a circunstancias específicas; el problema es que sus registros en la ciudad son sumamente elevados y este factor afecta el comportamiento de la población en sus decisiones de empleo, ahorro e inversión y, en conjunto, a la viabilidad económica de la ciudad. Por su parte, la ausencia de una estrategia de desarrollo económico local hace imposible que se reactive su economía, cerrando un círculo vicioso que no se va a romper por sí mismo. Contra lo aparente, la política económica es la que hace posible concebir una nueva era de desarrollo para la ciudad.

 

Por lo que toca a la delincuencia, su gravedad sólo podrá comenzar a amainar en la medida en que se reconozca el origen del problema. Los incentivos que tienen frente a sí los responsables de la seguridad no son conducentes al combate eficaz de la delincuencia; más bien, tienden a mantenerla y acrecentarla en forma sistemática. En lugar de defender a las huestes policiacas, mejor sería abocarse de lleno a transformarlas, a profesionalizarlas, a darles a los individuos que las integran la oportunidad de cambiar el rumbo y, en conjunto, a crear una estructura de controles e incentivos que, por la vía de un marco legal apropiado y que es aplicado en forma estricta, conduzca al fin de la impunidad. Todo el aparato de seguridad pública y de administración de la justicia requiere de esa transformación. Sin ello la impunidad no terminará y la delincuencia seguirá adueñándose de la ciudad.

 

El desarrollo económico de la ciudad depende de las políticas que se emprendan en la ciudad misma. El deterioro en los niveles de vida, el crecimiento del desempleo y la falta de oportunidades son sin duda poderosos incentivos para saturar las filas de la delincuencia. Pero sin impunidad, la delincuencia sería mucho menor. Por razones ecológicas, la ciudad tiene restricciones muy evidentes al tipo de actividades económicas que son viables. Sin embargo, todas ellas –desde los servicios hasta la producción de bienes industriales sofisticados (y de alto valor agregado) que no contaminan ni requieren cantidades significativas de agua-, demandan infraestructura moderna y una calidad de educación de las que hoy adolece la ciudad. En lugar de vincular lo que no está relacionado, mejor sería atacar los problemas de fondo de una vez por todas. La ciudad recuperaría su antiguo encanto.

www.cidac.org