Otra vez Fobaproa

Luis Rubio

El anuncio de la integración de Banamex al Citigroup trajo a la palestra el viejo fantasma del Fobaproa. Y no es para menos: el asuntito del mal llamado

« rescate bancario» le va a costar a los mexicanos años de menor crecimiento económico y carretonadas de dinero para pagar la colosal deuda en que se incurrió

por el mal manejo de la crisis del 95 y su impacto sobre el sistema financiero, el ahorro del público y el capital de los bancos. Pero el tema del Fobaproa, hoy IPAB, por oneroso que sea, no es el tema de fondo. El tema central es el de la pé

sima supervisión bancaria, la ausencia de regulaciones (y reguladores) apropiadas y, sobre todo, de un sistema bancario fuerte. El sistema financiero ha sido víctima, desde los setenta, de sucesivos gobiernos que no han tenido capacidad de visió

n y que, quizá sin siquiera darse cuenta, destruyeron el corazón de la actividad económica. El hecho de que en la actualidad la mayor parte del sistema esté en manos de extranjeros es no es más que una anécdota o, como diría Garcí

a Márquez, la crónica de una muerte anunciada. El verdadero problema se encuentra en la incompetencia de todo un sistema de gobierno.

El Fobaproa no surgió en un vacío, sino que fue la consecuencia de treinta años de torpezas, de la promoción de intereses particulares – políticos y económicos-, y de una total ausencia de visió

n gubernamental. La crisis bancaria de 1995 comenzó a gestarse en los setenta cuando el gobierno primero politizó el otorgamiento de crédito, luego acaparó el financiamiento y expropió

los bancos en 1982. Posteriormente, en el periodo de la banca « nacionalizada» , realmente expropiada, la administración gubernamental de los bancos destruyó tanto al aparato de regulación y supervisión que existí

a (porque los criterios de administración acabaron siendo políticos), como, dentro de los bancos, la capacidad de manejo del riesgo, que es la esencia de la actividad bancaria. Es decir, las acciones del gobierno entre 1970 y 1990, cuando se inici

ó la reprivatización de los bancos, acabaron tanto con los banqueros y funcionarios bancarios profesionales, conocedores del oficio, como con los funcionarios gubernamentales capaces de supervisarlos.

La privatización de los bancos inició el segundo capítulo del drama, al perderse de vista el objetivo que debió perseguirse: crear una banca sólida, eficiente y competitiva a nivel internacional para apoyar el desarrollo del paí

s. De hecho, en la privatización de las entidades bancarias no hubo más ánimo que recaudar el máximo posible para el erario federal, a la vez que se premiaba a personas y grupos que, en su mayoría, podí

an ser muy merecedoras del favor gubernamental, pero cuyos conocimientos y habilidades en el negocio bancario eran casi inexistentes. En la privatización de los bancos se manifestaron todos los vicios gubernamentales imaginables y má

s: desde la extensión de crédito por debajo de la mesa a los compradores hasta promesas de apoyo futuro. Lo importante era que las cuentas fiscales parecieran muy fuertes y no que

los bancos estuvieran debidamente capitalizados y comandados por gente capaz de desarrollar instituciones financieras sólidas, velar por el ahorro del público y al mismo tiempo financiar sanamente el crecimiento del país.

En un enorme número de casos, los bancos privatizados nacieron cojos: con fuertes insuficiencias de capital, con propietarios endeudados para la compra de las acciones de control y, en consecuencia, con enormes incentivos para hacer tropelí

a y media. Los auto-préstamos, los créditos « recíprocos» , la falta de garantías apropiadas, la extensión de los créditos más riesgosos, la ausencia de políticas de evaluació

n y manejo del riesgo, fueron todos consecuencias de una privatización mal concebida y peor operada. Los abusos que siguieron son

igualmente atribuibles a la incompetencia de las autoridades que los hicieron posibles y a quienes se beneficiaron de ellos.

Para colmo, el falso nacionalismo de las autoridades impidió que los bancos privatizados pudiesen ser adquiridos por grupos extranjeros. Para justificar las tropelías y desatinos del proceso se utilizó

la idea de que una banca en manos de extranjeros serviría a intereses ajenos al país, lo que condujo a que toda la estructura de la privatización se concibiera como un asunto meritorio de un trato de excepció

n y se organizara para beneficio del grupo cercano al gobierno. Se hablaba de la globalización, el país se encontraba negociando un tratado de libre comercio y la economía se había abierto a las importaciones, pero las autoridades

financieras no podían concebir que la banca entrara en esa dinámica. Hoy sabemos que el costo de los prejuicios xenofó

bicos fue enorme, sobre todo porque los industriales mexicanos tuvieron que competir con los mejores del mundo, mientras que los banqueros consentidos del gobierno se podí

an dar el lujo de no tener competencia significativa alguna. Esta falta de competencia hizo innecesario que se desarrollaran los productos y servicios financieros que los industriales mexicanos requerían. Pero la culpa no fue de los « nuevos

» banqueros, sino de las autoridades responsables que, en su forma de privatizar, crearon las condiciones para la debacle que más tarde experimentó el sector.

De haber habido apertura a la inversión extranjera en los bancos, lo más probable es que la historia hubiera sido radicalmente distinta. Por ello vale la pena especular sobre qué hubiera pasado bajo ese otro

escenario. En primer lugar, es razonable suponer que nadie hubiera pagado un sobreprecio. Los bancos se hubieran vendido al mejor postor, con dinero constante y sonante, es decir, sin pré

stamos escondidos por parte del gobierno. Bajo estos supuestos, los bancos se habrían capitalizado como es debido (en vez de con créditos de origen espurio) y los dueños, con su capital en riesgo, habrí

an tenido el incentivo de comportarse de una manera totalmente responsable, además de que las instituciones extranjeras, sujetas al escrutinio de sus autoridades regulatorias y accionistas, habrían impedido cualquier acción irregular. En segundo

lugar, por su administración profesional y con eficaces sistemas de control interno, los banqueros no habrían podido otorgarse autopréstamos. En tercer lugar, habrí

amos contado con bancos y banqueros del primer mundo, en lugar de aprendices sin experiencia. En suma, con una práctica bancaria profesional, nos hubiéramos ahorrado los quebrantos, los malos cré

ditos y el colapso de buena parte del sistema bancario.

Si uno supone que la crisis devaluatoria del 95 hubiera ocurrido de todas maneras, la ausencia de un colapso bancario habría cambiado la historia de una manera radical. Para comenzar, los bancos no habrí

an acumulado una cartera mala de las magnitudes de la que ya existía en 1994. Pero, más importante, los propios bancos habrían tenido que responder ante sus ahorradores, algo que, dadas las circunstancias, resultó

imposible como ocurrieron las cosas. De no haber dominado el falso nacionalismo de las autoridades, el Fobaproa, como mecanismo dedicado a garantizar los depósitos bancarios, habría sido algo menor, sin consecuencias serias para las finanzas pú

blicas o el desarrollo del país.

En última instancia, el llamado « rescate» bancario representa el precio que los mexicanos debemos pagar por los enormes errores de las autoridades financieras que primero vendieron los bancos con criterios polí

ticos y que, en lugar de apuntalar a los deudores para que estos pudieran seguir pagando sus créditos, optaron por dejar que la cartera se convirtiera en incobrable para después comprársela a los bancos. Visto en retrospectiva, es difí

cil imaginar un peor manejo de la crisis bancaria que el que se dio. Las autoridades hacendarias y bancarias simplemente no tuvieron la más mínima comprensión del problema y crearon incentivos perversos para que los deudores dejaran de

pagar, los banqueros dejaran de cobrar y la sociedad pagara el pato. ¿Quién es el culpable de este cí

rculo vicioso? Esencialmente ese nacionalismo mal entendido que lleva a concebir al gobierno como el protector de vidas y almas en vez de promotor del desarrollo del país, promoción que se debiera entender como la formulació

n de reglas claras y transparentes que no dejan lugar a dudas de los derechos y obligaciones de los actores económicos, y de la voluntad del gobierno de hacerlas cumplir sin dilación alguna.

Ahora con la operación Banamex-Citibank, el debate sobre el Fobaproa ha vuelto a cobrar fuerza. Algunos argumentan, con sensatez, que el gobierno subsidió a los accionistas de los bancos a través del Fobaproa y que ahora es tiempo de que é

stos retribuyan al fisco con las ganancias obtenidas en una operación billonaria en dólares. El argumento suena plausible, pero es enteramente falaz. El Fobaproa acabó siendo una caja negra repleta de malos cré

ditos que no supieron o pudieron administrar, cuando su verdadero propósito debió haber sido el de garantizar el ahorro del público a través de subsidios a los deudores. Si en lugar de adquirir cartera mala (y, para todo fin prá

ctico, eliminar la obligación de pago por parte de los acreditados), el Fobaproa hubiera hecho posible el pago de las deudas existentes, los deudores no habrían tenido má

s remedio que pagar y los banqueros que cobrar. Pero la incompetencia de las autoridades y, mas importante, los incentivos perversos que la privatización y el « rescate» ge

neraron, acabaron por endosar el costo del quebranto a la sociedad mexicana.

La existencia del Fobaproa hizo posible que las instituciones bancarias sobrevivieran y, con esto, se protegiera el ahorro del público. Pero el Fobaproa no subsidió a los accionistas de los bancos, como evidencia el hecho de que la abrumadora mayor

ía perdió íntegramente su capital. El hecho de que algunas instituciones, las menos, superaran la crisis se debe esencialmente a la calidad de su administración, a una más sana estructura de capital y a la constante recapitalizació

n que llevaron a cabo, como lo evidencian las cifras de la operación Banamex-Citibank. En este sentido, en vez de tratar de explicar el monto de esta operación por la compra de cartera que en su momento efectuó el Fobaproa, la operació

n evidencia el fiasco que fue el llamado rescate bancario. El verdadero culpable del desastroso camino que siguió la intermediación financiera del país es ese falso nacionalismo que impidió, durante la privatización, la participació

n de bancos extranjeros con el afán de premiar a los cuates por encima del interés nacional. Es en este tema donde debemos concentrar nuestra atención para el futuro.

 

El desempate gubernamental

Luis Rubio

El gobierno actual está padeciendo los estragos del desencuentro en dos frentes: por un lado, el que se presenta entre el poder ejecutivo y el poder legislativo, producto de la elección del añ

o anterior; por el otro, el que se manifiesta por la ausencia de un plan de gobierno, de una estrategia para lidiar con una compleja transición política que afecta todos los ámbitos de la vida del paí

s. En tanto no redefina el rumbo, el presidente seguirá perdiendo popularidad. Pero, mucho más importante que la popularidad de la persona del presidente es la necesidad de que el país transite pací

ficamente a un nuevo estadio de desarrollo económico, político y social, factor que conviene e interesa a todos los mexicanos, independientemente de su filiación política o partidista. Lo anterior sólo será posible de re

sultar exitosa la presente administración.

La nueva realidad política nacional es un tanto peculiar. Si bien se puede afirmar que en el país todo ha cambiado, también se puede argumentar que las cosas siguen exactamente igual que en el pasado. Todo depende del á

ngulo desde el cual se mire a la situación política actual. El cambio más obvio y trascendente lo representó el triunfo de Vicente Fox a la presidencia de la república. Se trata del primer mandatario que no proviene del partido que domin

ó la política mexicana por tantos años. Por más de medio siglo, los presidentes mexicanos contaron con el control del PRI, un aparato político que rebasaba con mucho los confines de un partido y que tenía presencia en todos los á

mbitos de la vida nacional, desde las grandes ciudades hasta las zonas rurales más remotas, pasando por sindicatos y las más diversas actividades productivas, políticas y sociales. Una enorme porció

n de los mexicanos, particularmente en las zonas rurales, no conocía más que al PRI y a toda la parafernalia de entidades gubernamentales que, en la práctica, contribuían al control político que ese partido ejercí

a, como era el caso del IMSS y de Conasupo y sus subsidiarias. Vicente Fox es el primer presidente que no puede imponer su voluntad porque ya no cuenta con ese vínculo que permití

a ejercer un autoritarismo tan fuerte o benigno como le conviniera al ejecutivo en turno.

Las consecuencias de la desvinculación del PRI y la presidencia son enormes. Independientemente de su habilidad política, el presidente actual no cuenta con la capacidad de imponer sus decisiones, no tiene redes de control a su disposició

n y tampoco cuenta con la lealtad automática (y los votos) de una fracción mayoritaria de los miembros del congreso. Si uno echa la mirada hacia atrás, una de las cosas más obvias es que la incompetencia o torpeza polí

tica de muchos presidentes emanados de las filas del PRI no impidió que hicieran de las suyas y que, para bien o para mal, acabaran imponiendo su voluntad. Los mecanismos institucionales existentes, incluyendo las famosas « reglas no escritas

» del sistema, daban para eso y más.

El fin del PRI en la presidencia entraña, de esta manera, una transformación brutal en la estructura del sistema político, al restarle a la presidencia un sinnúmero de facultades que la realidad política, si bien no siempre la constituci

ón, le conferían. Por lo anterior, el presidente Fox puede afirmar, legítimamente, que su gobierno rompió con el autoritarismo. Pero ese hecho no resuelve los problemas de México.

Si bien el cambio es enorme, también lo es la continuidad. El presidente no cuenta con los mecanismos tradicionales para abusar del poder, pero todavía caen bajo su discreción y arbitrio un enorme número de decisiones que, en un paí

s plenamente democrático e institucionalizado, serían facultad estricta de otros poderes. La politización de la justicia es un buen ejemplo de lo anterior: la administración del presidente Fox lleva meses batiéndose en una discusió

n interna sobre si realiza un ajuste de cuentas o si « pinta una raya» respecto al pasado. En un país democrático en el que reina la justicia, las autoridades judiciales tienen la obligación de procesar a todo aqué

l funcionario, empresario o ciudadano común y corriente que, por haber violado cualquier precepto legal, así lo amerite. El hecho de que el gobierno siga contando con la facultad de decidir si se procesa o no a un determinado individuo entrañ

a una continuidad absoluta en uno de los temas más fundamentales de la vida en sociedad: el de la justicia. También muestra que los resquicios del viejo sistema – la politizació

n de todos los factores de la vida cotidiana- siguen presentes en muchas partes.

De hecho, quizá el mayor de los problemas que enfrenta en presidente Fox en la actualidad es que nadie planeó esta compleja transición. Muchas de las estructuras, prácticas, vicios y caracterí

sticas del viejo sistema siguen existiendo, en tanto que las facultades específicas del presidente han cambiado radicalmente. En este complejo entorno no es difícil explicar las dificultades que está

enfrentando el presidente en el momento actual. El fin de la identidad absoluta entre el PRI y el gobierno ha venido acompañado de un desalineamiento total del sistema político, algo para lo cual no hay soluciones automá

ticas. En el pasado, por ejemplo, tanto la presidencia como los legisladores tenían incentivos perfectamente alineados para cooperar y encontrar soluciones a los problemas. El presidente contaba con mecanismos para presionar y/o premiar a los miembros

del poder legislativo, en tanto que éstos tenían acceso directo al ejecutivo para negociar beneficios diversos. Las fuentes de esos incentivos y mecanismos podían no ser del todo limpias o deseables en términos éticos y democrá

ticos, pero es evidente que el sistema funcionaba.

La nueva realidad es una de dispersión de las fuentes de poder. El presidente no cuenta con mecanismos automáticos para ejercer presión sobre los legisladores, mientras que éstos no tienen incentivo alguno para negociar con él. Un eje

mplo que hace patente lo anterior es que el presidente no puede traducir su popularidad en votos legislativos, algo que es natural en todos los sistemas democráticos del mundo. Desde esta perspectiva, el problema estructural del sistema polí

tico es no sólo enorme, sino sumamente grave para el funcionamiento cotidiano de los dos poderes. Es evidente que, tarde o temprano, las dos partes tendrán que negociar una transformación de las estructuras políticas bá

sicas a fin de construir los pininos de un sistema político democrático, representativo y funcional, que elimine de una vez por todas la propensión actual a la parálisis, sin caer en el extremo opuesto del sometimiento de un poder al otro.

Pero los problemas que enfrenta el gobierno actual no se limitan a las nuevas realidades estructurales. El gobierno actual está mal organizado, no logra comunicar su mensaje con nitidez y no ha sabido articular una relació

n eficaz y funcional con el poder legislativo. Si bien las relaciones entre los poderes y niveles de gobierno han adquirido un nuevo cariz de igualdad y los conflictos comienzan a resolverse sin imposició

n del centro, el gobierno federal no ha logrado desarrollar una relación con el poder legislativo que le permita avanzar sus iniciativas. Aunque es un hecho que la nueva realidad estructural lo complica todo, tambié

n es cierto que el gobierno ha sido incapaz de desarrollar una estrategia operativa para enfrentar las nuevas circunstancias.

Si uno observa el desempeño del poder legislativo de diciembre en que tomó posesión el presidente Fox hasta el fin del periodo legislativo ordinario en abril, la realidad es que sólo se aprobaron aquellas iniciativas que caí

an bajo uno de los siguientes rubros: las que eran inevitables y todos los partidos (al menos los dos grandes) así lo reconocían, como el presupuesto; las que los propios legisladores hicieron suyas, como la de derechos indí

genas; y las que no entrañaban mayor controversia. Las iniciativas controvertidas que requieren acuerdos complejos, negociaciones profundas, intercambios y cobertura política, como la reforma fiscal y otras, como la reforma elé

ctrica, se han estancado porque el gobierno del presidente Fox no ha creado las condiciones para que éstas prosperen.

Los mexicanos hemos vivido una época tempestuosa en las últimas décadas. Más allá de los resultados, algunos gobiernos del pasado fueron exitosos en su manera de administrar, en tanto que otros fueron un desastre. En la parte de c

ontrol interno, supervisión del equipo de trabajo, manejo de los acuerdos internos, coordinación de la relación con el congreso y otros factores centrales de la gestión de un gobierno y del desarrollo y administració

n de las expectativas de la población, los inversionistas y los actores políticos, existen experiencias valiosas que el presidente Fox haría bien en analizar para encontrar el esquema preciso que rinda frutos para su administració

n. En aquellos temas y problemas en los que existen precedentes útiles, lo crucial es aprender las lecciones que están ahí a la vista para enderezar el barco.

Pero la administración del presidente Fox enfrenta aguas turbulentas en otros ámbitos, en los que no hay mapa ni precedente alguno. Uno muy obvio es su relación con el PAN. Vicente Fox no ha desarrollado una estrecha relació

n con su partido en buena medida porque no es un panista prototípico, de esos de cepa y abolengo, pero también porque deliberadamente ha evitado cualquier posibilidad de reproducir la antigua relació

n entre el gobierno y el PRI. Esto ha llevado no sólo a que el PAN se haya convertido en una formidable fuente de oposición a sus proyectos, sino tambié

n a que el PRI no se vea presionado a negociar con seriedad las iniciativas presidenciales en el congreso. La debilidad de la relación del presidente con el PAN se traduce en una debilidad en su relación con el congreso en general.

La función de un gobierno es la de construir las condiciones – económicas, políticas y sociales- para avanzar hacia el desarrollo del país y liderar a la población en esa dirección. El presidente Fox ha probado ser un lí

der excepcional, pero esa capacidad de liderazgo se diluye ante la ausencia de una estrategia para el desarrollo de su propia administración en esta nueva etapa del país. Mucho de lo que está

fallando no obedece a factores externos, sino a la incapacidad de diversos componentes de la propia administración de organizarse y actuar en conjunto, en forma compatible con la nueva realidad política del país. Esa, y no

otra, es la labor del presidente y la función que todos los mexicanos requieren de él.

 

La lucha por un nuevo paradigma

Luis Rubio

Dos paradigmas se disputan el futuro de México: el de la fuerza y el de la institucionalización del conflicto. Esta no es la primera vez que el paí

s confronta una disyuntiva de esta naturaleza, pero sí es la primera vez que lo hace en el contexto de un sistema político que ya goza de un conjunto de formas democráticas. En esta ocasión lo que está

de por medio no es solamente la forma en que el país mantendrá su estabilidad y avanzará en el terreno del desarrollo económico – como ocurrió en repetidas ocasiones desde el fin de la Revolución hasta el colapso de la economí

a al inicio de los ochenta- sino la posibilidad de dar un gran paso adelante, de saltar etapas en el desarrollo económico y, como han logrado países tan distintos como Corea y España, de arribar a buen puerto en un periodo muy breve.

La disputa política que enfrentamos en la actualidad no es pequeña ni intrascendente. A lo largo de los últimos meses hemos podido atestiguar conflictos en Tabasco, Chiapas y Yucatán cuya naturaleza habla por sí

misma: se trata, en buena medida, de los rezagos de un sistema político que no acaba de desaparecer y que, probablemente, no desaparecerá mientras uno nuevo no se consolide de manera definitiva. Es en este contexto que a

parece la disputa entre dos paradigmas sobre la manera en que el país puede y debe encarar sus problemas, la forma en que puede enfrentar sus dificultades. Cada uno de estos paradigmas refleja una visió

n contrapuesta del mundo. El que finalmente triunfe va a definir el futuro del país en los próximos años.

El primer paradigma tiene su origen en la disputa política que caracterizó al sistema político priísta a lo largo de buena parte del siglo XX: la lucha entre el centro político y los cacicazgos regionales. Hoy, como al final de la Revoluci

ón, las tendencias descentralizantes de nuestra realidad política comienzan a tomar vuelo. Aquí nos encontramos con el dilema que perennemente caracterizó la era de los gobiernos priístas: cómo mantener el orden sin que

se disgregue el país. El orden era una condición necesaria para el desarrollo social y económico, en tanto que la descentralización, usualmente asociada a cacicazgos regionales, impedía el progreso. Sucesivos gobiernos prií

stas se abocaron a imponer su propia manera de entender al mundo, de controlar a todos y cada uno de los movimientos que tenían lugar a lo largo y ancho del país y, por ese medio, avanzar en sus modestos programas de desarrollo económico.

El paradigma del orden y control respondía directamente a la realidad postrevolucionaria. El PRI mismo se forjó como una estructura centralista orientada a fortalecer el reinado de un presidente -de una monarquí

a sexenal no hereditaria, como dijera Cosío Villegas-, mediante el sometimiento de toda oposición, en un principio sobre todo la de naturaleza caciquil. En el curso del tiempo, el ánimo centralista y controlador se extendió

hacia los candidatos y partidos de oposición, factor que acabó por minar el reino priísta toda vez que sofocó las naturales e

inevitables necesidades y manifestaciones de diversidad que toda sociedad va generando en el curso de su desarrollo, a la vez que limitó el potencial de desarrollo económico del paí

s en su conjunto. Es decir, el centralismo a ultranza que tanto sirvió al proceso de pacificación luego de la lucha revolucionaria, acabó por revertirse en contra del sistema.

El dilema hoy se refiere a cómo acelerar el paso hacia la federalización del país sin que la nación se divida, a la vez que se sientan las bases para un desarrollo econó

mico de altos vuelos. Es decir, el federalismo se ha tornado en una solución a los problemas que generó la política de control al absurdo. Los ejemplos de los excesos del pasado son por demás obvios. Uno, en particular, habla por sí mismo:

todos sabemos que los problemas rurales e indígenas de Chiapas nada tienen que ver con la problemática agrícola de Sinaloa o Sonora; sin embargo, no existe en el país más que una estrategia de desarrollo agrí

cola. Lo mismo para la legislación en materia de derechos indígenas. Esta se justifica plenamente para algunas regiones y poblaciones del país, pero no para todas. En este contexto, ¿no sería más ló

gico facilitar iniciativas de desarrollo en ambos rubros a nivel regional, siempre que éstas no contravengan los principios generales de la polí

tica de desarrollo nacional y los acuerdos comerciales vigentes? La necesidad de adoptar caminos distintos hacia el desarrollo en las diversas regiones del país es por demás obvia. No así las soluciones concretas.

Hoy en día, muchos líderes regionales, en ocasiones legítimamente electos, en otras mero resabio del caciquismo tradicional, demandan el respeto a su autonomía y la oportunidad de liderar su propio destino. En principio, la noció

n del federalismo y la autonomía regional tiene todo el sentido del mundo y debe ser promovida en todos los frentes: desde el fiscal hasta el político. Una buena base de recaudación fiscal a nivel estatal y municipal permitirí

a transformar regiones enteras, razón por la cual debería ser activamente apoyada (e, incluso, subvencionada) por el fisco federal. En el ámbito polí

tico, la iniciativa ciudadana debe convertirse en la esencia de la democracia: a final de cuentas, son las decisiones de las autoridades locales las que más afectan la vida cotidiana de cada ciudadano; nada más saludable para el desarrollo del pa

ís que poder exigir la rendición de cuentas directamente al presidente municipal o al gobernador del estado. La teoría en ambos terrenos es no sólo obvia, sino indisputable. La pregunta es qué

hacer cuando se trata no de gobernadores o presidentes municipales legítimamente electos y apoyados por la ciudadanía, sino de caciques impuestos que ejercen el poder a costa de la población, que abusan de sus facultades, que ejercen el po

der detrás de autoridades que, aunque formalmente electas, no son más que meros títeres del verdadero gobernante.

En muchos de los conflictos políticos que hoy enfrenta el país, el dilema reside precisamente en cómo fortalecer el desarrollo político y económico a nivel local. Cuando se trata de un proceso polí

tico estable que cuenta con la presencia de una variedad relativamente amplia de participantes, comentaristas, organizaciones civiles, partidos políticos, empresarios y demás, la mejor manera en que e

l gobierno federal puede apoyar el desarrollo local reside en sacar las manos y dejar que resuelvan sus problemas a su manera. Es decir, que experimenten, que interactúen, que cometan sus propios errores y que deriven las conclusiones ló

gicas de cada una de sus acciones y decisiones. Hay un gran número de estados y municipios en el país en donde esto es la realidad cotidiana, donde autoridades locales y población desarrollan modos de interacció

n que, poco a poco, van fortaleciendo las estructuras institucionales y, por lo tanto, afianzando la estabilidad tanto económica como política.

En la medida en que esos avances se complementen con acciones decididas en el frente fiscal (que eleven y fortalezcan la recaudación a nivel estatal y municipal) y que se introduzcan nuevas formas de interacción política, sobre todo la reelecci

ón a nivel de presidentes municipales y de diputados y senadores, a nivel tanto estatal como federal, la población tendrá mucho mayor capacidad de hacer valer sus derechos, de exigirle c

uentas a sus gobernantes y de lograr un mejor gobierno. Pequeños pasos en frentes clave pueden tener extraordinarias consecuencias.

El problema real de gobernabilidad en el momento actual no reside en los estados y municipios que ya tienen su propia dinám

ica de desarrollo, sino en el conjunto de localidades en que se siguen fraguando batallas derivadas de situaciones y conflictos de antaño que nunca se resolvieron. Es ahí donde se inscriben los conflictos en localidades como Yucatá

n, Tabasco y Chiapas, pero también las disputas postelectorales que han seguido nublando la consolidación democrática en el paí

s. El nuevo gobierno tiene la necesidad de enfrentar esos conflictos pero, a la vez, de darle un nuevo cauce a la solución de los mismos. Hasta este momento, esta batalla no ha sido perdida, pero es claro que sus estrategias dejan mucho que desear.

El « nuevo» paradigma político no puede ser otro que el de la institucionalización democrática y legal del conflicto. Hoy, como hace setenta años, el problema es el mismo: có

mo crear condiciones para que los conflictos que inevitablemente surgen, se puedan resolver de una manera institucional. La solución que Plutarco Elías Calles generó fue genial para su época. El conflicto se institucionalizarí

a a fuerzas, pero sin mayor dolor. Las partes en conflicto se incorporarían al nuevo partido (el PNR y luego sus dos sucesores, el PRM y el PRI) y, mientras se disciplinaran al jefe máximo, gozarían de enormes beneficios en términos tanto econ

ómicos (acceso a la corrupción), como políticos (acceso al poder). La solución fue tan brillante que le dio décadas de paz y estabilidad al país. El nuevo gobierno no puede volver a ese sistema, porque éste ya hizo implosió

n (eso explica su acceso al poder), y porque esa manera de resolver – o posponer- los conflictos no funciona en un mundo caracterizado por la competencia, la ubicuidad de la información y el deseo de cada ciudadano de decidir por sí mismo.

La única vertiente que puede adoptar el nuevo gobierno es la de la creación de un sistema político basado en reglas escritas, precisas y conocidas por todos. Esas reglas, emanadas del marco legal, tienen que convertirse en la razó

n de ser del sistema político y en la guía de acción del gobierno federal. Lo importante en ese esquema n

o reside en el resultado sino en el proceso: el gobierno federal se aboca a hacer posible que las partes acuerden la manera de resolver sus diferencias, como incipientemente ocurrió

en Tabasco hace algunos meses. El gobierno no decide por las partes ni se dedica a imponer su visión del mundo o a tratar de controlar a cada uno de los actores para garantizar el resultado que más le gusta. Su función reside, ú

nica y exclusivamente, en crear condiciones para la resolución del conflicto, éstas basadas en la ley. Todos los instrumentos son válidos para lograr su cometido: desde la negociación hasta el uso legítimo de la fuerza pú

blica; el hacer cumplir las órdenes de los tribunales y el proteger a las poblaciones más vulnerables. El punto es que el gobierno federal encauza y contribuye a resolver los conflictos, no a garantizar el resultado.

 

Libre comercio y política exterior

Para México, la creación del área de libre comercio de las Américas constituye un choque frontal entre sus tradiciones, historia y preferencias culturales, y sus intereses económicos de mediano plazo. El acuerdo al que llegaron más de treinta jefes de estado del continente para negociar un acuerdo de liberalización comercial en la región, representa un hito para un conjunto de países que, históricamente, optaron por esquemas más o menos autárquicos de desarrollo económico. La noción de liberalizar el comercio y, sobre todo, de abandonar prácticas proteccionistas y de promoción industrial entraña un rompimiento casi cultural. Sin embargo, para México, país que en los últimos años ha explotado con gran éxito las ventajas del tratado comercial norteamericano, la extensión de ese acuerdo, o de algunos de sus componentes, al resto del continente significa confrontar valores con intereses.

 

Luego de años de discusiones e intentos por avanzar hacia la constitución de una región sin trabas al comercio, en Quebec finalmente se acordó emprender negociaciones conducentes a lograr ese objetivo. El camino estuvo saturado de posiciones contradictorias, particularmente por parte de México y de Brasil. Por el lado brasileño, la idea misma de eliminar barreras arancelarias y a la inversión constituye una afronta a toda una filosofía del desarrollo arraigada desde hace décadas. De hecho, uno de los factores que disparó la percepción de que era imperativo “hacer algo” respecto al libre comercio en el sur del continente fue la decisión mexicana de negociar el TLC con Estados Unidos y Canadá a principios de los noventa. Para Brasil fue tan impactante el hecho de que México optara por abandonar años de negociaciones infructuosas y limitadas, sobre todo al amparo de la ALALC –Asociación Latinoamericana de Libre Comercio -, que tomó la iniciativa para conformar lo que hoy es el Mercosur.

 

El Mercosur cobró forma mucho más a imagen y semejanza de la Unión Europea que del TLC norteamericano. Así como el TLC es rígido en su estructura y contiene todos los instrumentos, reglas y procedimientos para los objetivos que se propone, el Mercosur es una obra en construcción; su objetivo, como el de los europeos, es irle dando forma a lo largo del tiempo. Los objetivos del TLC son relativamente limitados (se constriñen a lo comercial y a la inversión y no pretenden la constitución de una unión arancelaria ni mucho menos política), pero están perfectamente definidos. El Mercosur, por su parte, pretende avanzar hacia una integración continental, por lo que sus objetivos son más generales y sus instrumentos menos limitados y restrictivos. Se trata, en una palabra, de dos filosofías radicalmente distintas, ambas legítimas y respetables, pero no por ello menos distantes.

 

A casi una década del lanzamiento de ambas iniciativas, los alcances de los dos proyectos, y sus logros, son muy contrastantes. El TLC ha avanzado tal y como se pronosticaba, convirtiéndose en el principal motor de la economía mexicana; si bien existen diversos problemas en su instrumentación, éstos son marginales. El crecimiento de las exportaciones mexicanas y su creciente impacto en el empleo y en la economía en general hablan por sí mismos. El caso del Mercosur es más complejo. El acuerdo que creó el Mercosur era vago en muchos de sus instrumentos y mecanismos, factor que los negociadores decidieron ignorar en un inicio, pero que ahora se ha tornado en una fuente de disputas y diferencias agudas, sobre todo en lo que respecta a subsidios y política industrial. El Mercosur se integró alrededor de la política arancelaria brasileña, diseñada para proteger a su industria, lo que ha tenido el efecto de impedir que se eleve la competitividad de las economías de los otros países miembros. Pero, además, las profundas diferencias en la política monetaria entre los dos socios grandes del Mercosur, Argentina y Brasil, se exacerbaron cuando este último devaluó su moneda, abaratando los productos brasileños en Argentina y cancelando la competitividad de los argentinos en Brasil. No es casualidad que el Mercosur esté haciendo agua y que al menos dos de sus tres socios, Argentina y Uruguay, estén contemplando la opción de abandonarlo y negociar un acuerdo comercial directamente con Estados Unidos. Esta realidad ha puesto a Brasil contra la pared.

 

Para México, la idea de construir una región económicamente integrada con los países de América Latina siempre fue atractiva, pero nunca llegó muy lejos. La ALALC fue una organización llena de buenas intenciones que siempre se vieron frustradas por las políticas de desarrollo de los países de la región, mismas que entraban en franca contradicción con la noción de liberalizar el comercio exterior. Este hecho llevó a que estos países desarrollaran economías fundamentalmente competitivas entre sí: todas ellas, cada una a su escala y tamaño, orientaron sus políticas de desarrollo esencialmente en la misma dirección, procurando construir lo que entonces se consideraba como la infraestructura del desarrollo, es decir, industria “básica”, plantas siderúrgicas, grandes complejos industriales, etcétera. Según la teoría del desarrollo enarbolada por la CEPAL y la mayoría de los países de la región, la construcción de esa plataforma industrial conduciría al crecimiento y, eventualmente, al desarrollo. Como lo importante era construir una gran base industrial, nadie se tomó la molestia de considerar la ineficiencia de los proyectos emprendidos o los bajísimos niveles de productividad con que típicamente vinieron asociados. Luego de varias décadas de seguir ese camino, el desarrollo parecía cada vez más distante, en tanto que los costos de la estrategia semiautárquica se habían hecho más que evidentes. A mediados de los ochenta, en medio de la mayor recesión de su historia moderna, México decidió emprender una nueva estrategia para su desarrollo, esta vez fundamentada en la liberalización comercial, la elevación de la productividad y la atracción de la inversión extranjera. Unos cuantos años después, y como un eslabón más de la nueva estrategia, el gobierno optó por negociar un tratado comercial y de inversión con Estados Unidos.

 

La decisión adoptada en Quebec de iniciar negociaciones a nivel continental pone a México en un brete tanto comercial como político. Por el lado comercial, el gobierno mexicano ha seguido una estrategia que persigue apalancarse en el TLC para atraer inversión extranjera y generar oportunidades para la exportación. En esta perspectiva, se ha abocado a crear una red de acuerdos comerciales, todos ellos compatibles con el TLC, orientada a crear condiciones que eleven la competitividad de los productores mexicanos o establecidos en México. Un componente esencial de esta estrategia ha sido el proteger el acceso privilegiado a la economía norteamericana que le confiere el TLC y apostar a la capacidad de competir de la planta productiva mexicana con la del resto del continente, sobre todo la de Brasil.

 

Muchos pensarán que el hecho de exportar exitosamente hacia el mercado más competitivo del mundo necesariamente implica que México tiene capacidad de competir con cualquiera otra nación. La realidad es menos tajante: parte de la planta industrial mexicana se ha tornado tan competitiva que puede batirse con las mejores del mundo; sin embargo, otra parte de la industria está tan rezagada que bien podría sufrir de la competencia con otras naciones del subcontiente. Las economías de México y Estados Unidos son tan diferentes y sus niveles de desarrollo tecnológico tan distantes, que el comercio entre ambos países ha generado una especialización productiva sustentada en las ventajas comparativas de cada país. Se trata de economías crecientemente complementarias. No sucede lo mismo con las naciones latinoamericanas, donde las semejanzas, en todos los ámbitos, son tanto mayores. El caso de China es casi paradigmático al respecto: tanto por el nivel de desarrollo tecnológico como por la naturaleza un tanto obscura de sus mecanismos de propiedad, apoyo, subsidio y demás, su capacidad de competir con los productos mexicanos es enorme. El mismo problema, aunque seguramente a una escala menor, podría presentarse con países como Brasil.

 

El problema de México es que su gobierno ha dejado que el TLC norteamericano evolucione a su propio ritmo, sin procurar mecanismos que eleven la competitividad de la planta productiva o aceleren la recuperación de su mercado interno. Esto ha creado dos economías dentro del país, lo que no sólo ha exacerbado los rezagos existentes, sino que ha impedido que todos los mexicanos se beneficien de la nueva estrategia de desarrollo. Ahora, con el acuerdo de Quebec, el gobierno confronta la peor de sus jaquecas: un plazo perentorio para la integración continental. En este contexto, el gobierno mexicano no tiene más remedio que abocarse a la eliminación de los impedimentos al desarrollo económico, a la transformación del sistema educativo, a la creación de mecanismos que permitan la construcción y mejoría de la infraestructura y, en general, a hacer posible el crecimiento de la productividad y, con ello, la creación de riqueza en el país. El reto es mayúsculo y evidencia todo lo que no se hizo en los años pasados.

 

Pero el dilema para el gobierno mexicano no es sólo económico y comercial, sino también político. En la teoría de las relaciones internacionales existen dos corrientes: la de los idealistas y la de los realistas. Los idealistas se guían por sus objetivos y preferencias, en tanto que los realistas persiguen sus intereses. Por décadas, México hizo gala de su idealismo en la política exterior, avanzando causas loables, sin mayor trascendencia económica o social para su población. En contraste, en los últimos años la política exterior dio un viraje, para abocarse casi exclusivamente a avanzar los intereses económicos del país en el resto del mundo, comenzando por Estados Unidos. La nueva realidad política interna  obliga al gobierno a procurar un balance entre ambas perspectivas, razón por la cual la política exterior tendrá que seguir operando, como lo ha hecho con gran destreza en los últimos meses, entre la consolidación de las evidentes ventajas de la vecindad con Estados Unidos, y la trascendencia y oportunidad de desarrollar vínculos más estrechos hacia el sur. Pero el factor clave seguramente no estará ni en la política comercial ni en la exterior, sino en la creación de condiciones que permitan un balance en el interior de la economía mexicana, donde se encuentran los millones de mexicanos que demandan un verdadero desarrollo.

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Los cochupos del azúcar

La industria del azúcar es compleja en todo el mundo, pero nosotros la hemos complicado aún más. Se trata de una industria que afecta a grandes poblaciones, lo que la politiza de manera extrema. En gran parte por la misma razón, casi todos los países del mundo, hasta los más liberales en sus políticas comerciales, han incorporado algún tipo de ordenamiento gubernamental. Pero en México la industria ni se ha ordenado ni se ha administrado de manera adecuada; más bien, se privatizó sin que existiera una estructura regulatoria funcional. Los resultados son la quiebra de ingenios, millones de mexicanos dependientes de una actividad con la que nadie se compromete y una bola de abusos por parte tanto de algunos empresarios como de un sinnúmero de burócratas y funcionarios. Un cochupo en pleno.

 

La industria tiene dos características que la diferencian del resto. Por un lado, se distingue por ser un gran empleador. En el país es típico encontrar comunidades enteras que dependen para su subsistencia de un ingenio, con frecuencia en las zonas más recónditas del país. De hecho, en algunas regiones, el ingenio y todo lo que éste trae consigo, desde la siembra de la caña hasta la venta del azúcar, representan la única fuente de empleos e ingresos. Varios millones de mexicanos viven del azúcar. Por otro lado, casi todos los gobiernos del mundo han creado mecanismos de control a la producción, a la importación o a la exportación del dulce para evitar fluctuaciones extraordinarias en el precio que afecten a los productores o a los consumidores. Se trata, en suma, de una industria extraordinariamente politizada. En México, la industria se privatizó en 1991 sin que existiera una estructura regulatoria idónea u orden en el mercado.

 

La industria azucarera es una de las más complejas del mundo. El sector de la economía que se encuentra protegido y subsidiado en prácticamente todos los países: Estados Unidos, país deficitario en la producción, ha establecido un complejísimo sistema de cuotas a la importación, en tanto que la Unión Europea, la región de mayor producción de azúcar del mundo, exporta el dulce a la tercera parte del precio interno, lo que produce distorsiones extraordinarias en el resto del mundo. En ambas regiones se han creado mecanismos regulatorios para asegurar la estabilidad del precio.

 

El tema del precio es particularmente significativo para nosotros. Como herencia del sistema ejidal, la caña representa alrededor del 70% del costo de los insumos que requieren los ingenios para la producción del dulce, problema que nos hace muy poco competitivos respecto a otros países fuera de norteamérica.  El peso de este insumo es tan grande, que cualquier fluctuación en el precio del azúcar afecta los márgenes de utilidad de los ingenios, pudiéndose traducir en la vida o la muerte de la fuente de ingresos de cientos de miles de personas en cualquier momento. Aunque el problema de los márgenes es similar en otras industrias, probablemente ninguna otra tiene un efecto tan directo sobre poblaciones tan grandes. Esa es la razón por la cual desde los estadounidenses hasta los franceses, dos naciones con filosofías de administración pública casi opuestas, se dedican a regular el mercado con gran atención.

 

En México, la industria, que producía esencialmente para el mercado interno, comenzó a entrar en problemas en los años setenta como resultado de las medidas populistas que adoptó el gobierno de entonces a través de la publicación del Decreto Cañero y de la firma del Contrato Ley para los trabajadores de la industria. El Decreto establecía que el precio de la caña y, por lo tanto, los ingresos de los cañeros, se actualizaría anualmente con la inflación, independientemente del precio del azúcar. Como el precio del azúcar estaba controlado y no subía a la par de la inflación, con el paso de los años la mayoría de los ingenios acabó quebrando. Por su parte, el Contrato Ley de la industria complementaba los absurdos que había impuesto el Decreto Cañero al hacer extraordinariamente inflexible la administración de los ingenios. El objetivo gubernamental era, sin la menor duda, el beneficiar a los trabajadores cañeros, que suman una enorme cantidad de personas y familias, a través de generosas prestaciones y salarios. Sin embargo, esos beneficios eran tan grandes -y tan superiores a la productividad del sector- que acabaron por destruir la viabilidad de los ingenios como actividad económica. En este contexto, no es sorprendente que la suma de estos dos instrumentos de la política gubernamental haya acabado por paralizar y quebrar a la mayoría de las empresas que producían el dulce.

 

Diez años después, cuando el gobierno decidió proceder a reprivatizar los ingenios, la industria se encontraba devastada. Gracias a los controles de precios que se habían impuesto a partir de los setenta, prácticamente no había habido inversión en el sector. La maquinaria era anticuada y obsoleta y la industria seguía regulada a través del Decreto Cañero y del Contrato Ley de antaño. El gobierno cometió el grave error de intentar privatizar los ingenios sin modificar estos factores, lo que llevó a que, de entrada, ninguno de los  inversionistas potenciales estuviese dispuesto a arriesgar su dinero en el sector. El gobierno acabó financiando la adquisición de los ingenios, prometiendo que se modificaría tanto el Decreto como el Contrato Ley. Desde el momento mismo en que se decidió “privatizar” era evidente que el éxito sería endeble.

 

Los ingenios privatizados se encuentran en serios problemas. Si bien se modificó el Decreto Cañero de tal forma que el precio de la caña se encuentre asociado al precio del azúcar, el gobierno no siempre ha estado dispuesto a hacerlo cumplir. Por su parte, el Contrato Ley sigue siendo una fuente de enormes ineficiencias, dificultades para la modernización de los ingenios y un factor de conflicto permanente. Además, mientras que algunos empresarios acabaron pagando el crédito que originalmente les extendió el gobierno, otros han seguido apilando sus deudas, con la certeza de que el gobierno jamás les cobrará. El resultado es que los cumplidos han quebrado, mientras que los vivales –y sus confabulados en la burocracia- viven como dueños: con todos los beneficios pero sin la menor responsabilidad.

 

El desorden que caracteriza a la industria es tal, que las finanzas de la mayoría de los ingenios están destrozadas y muchos ingenios, si no es que la mayoría, enfrenta el riesgo de la quiebra. De esta forma, la suma de una estructura empresarial inadecuada -producto del Decreto Cañero y del Contrato Ley-,  de la ausencia de un gobierno capaz de hacer cumplir sus propios decretos, de tasas de interés reales sumamente elevadas y de cochupos entre algunos de los empresarios y la burocracia, ha acabado por condenar a este sector a la insolvencia  financiera, si no es que a la total inviabilidad empresarial.

 

La industria azucarera se encuentra en crisis y no va a mejorar hasta que el gobierno se decida a actuar en todos los frentes que la han orillado a esa situación. Aunque hace algunos años se resolvió el problema cañero, al menos en papel, el gobierno nunca hizo cumplir las nuevas reglas del juego. Al mismo tiempo, el Contrato Ley, que manda términos contractuales idénticos para un ingenio localizado en Tabasco y otro en Culiacán, ha paralizado a la industria por las extraordinarias rigideces que incorpora al proceso de la zafra. Sin embargo, el nuevo gobierno ha convocado a una revisión del Contrato Ley, en lugar de proceder a lo conducente, que es su eliminación. Además, el gobierno ha seguido tolerando el no pago (lo que se traduce en un oneroso subsidio con endoso al erario) a todos los empresarios que nunca capitalizaron sus adquisiciones, que son la mayoría. Y, por encima de lo anterior, la mayor de las ironías reside en que aquellos que efectivamente aportaron capital y se endeudaron en los mercados internacionales, han acabado siendo los malos de la película.

 

La industria se aproxima al caos porque el gobierno ha sido sumamente timorato. Aunque la prensa sugiere que el problema se reduce a las exportaciones y, sobre todo, a las restricciones que imponen las cuotas norteamericanas a la importación, la realidad es que el problema de las exportaciones representa menos del 4% de la producción total.

 

Dadas las características del sector, la única solución posible reside en un ordenamiento de toda la industria de edulcorantes (el azúcar y todos sus substitutos, incluyendo a la fructuosa), en la región norteamericana.  Para ello existen claros precedentes tanto en Estados Unidos como en Canadá.  En México, la oportunidad de llevar a cabo una reestructuración reside en que los verdaderos impedimentos a cualquier cambio –los líderes cañeros y sindicales- no tienen con el gobierno actual la relación corporativa que mantuvieron por años con gobiernos emanados del PRI.  En esto reside la ventaja del gobierno del presidente Fox.

 

El problema real -el de la producción y subsidio a los productores- sólo se va a resolver cuando el gobierno decida actuar en tres frentes extraordinariamente complejos: el de los cañeros, el de los trabajadores y el de los empresarios. Obviamente, la solución tiene que venir a expensas de los vivales –tanto empresariales como sindicales y cañeros- y no de los trabajadores que, como siempre, acaban siendo los que pagan el pato. Pero lo signficativo es que, por sus dimensiones, el problema evidentemente tiene solución. La alternativa es el caos, pero un caos que involucra a millones de mexicanos demandantes de satisfactores. Mucho mejor sería comenzar a introducir un poco de orden en una industria que igual podría ser sólida y rentable.

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Impuestos

Luis Rubio

El debate en el congreso y en los medios las pasadas semanas es muestra fehaciente de que no hay el más mí

nimo acuerdo en la sociedad mexicana en torno a los impuestos, el gasto público y la rendición de cuentas. Una fotografía de este proceso evidencia que la población quiere menos impuestos, má

s gasto y que no entiende o no le importa la rendición de cuentas. El gobierno puede haber cambiado de partido, las intenciones de la nueva administración pueden ser honorables, pero la población ya vivió muchas de é

stas y no parece estar dispuesta a creer en nada. La dinámica legislativa, que en lo general carece de liderazgos efectivos, refleja nítidamente estas perspectivas encontradas. En todo este proceso, el presidente ha exhortado a la aprobació

n de la iniciativa, pero no con argumentos acerca de sus virtudes, sino con el respaldo de su popularidad.

En estas circunstancias, la iniciativa de reforma fiscal del gobierno se ha presentado mal y el presidente no se está comprometiendo con los cambios que podrían convencer a la ciudadanía. Aun superando estos enormes escollos, al no existir un v

ínculo entre la ciudadanía y los miembros del congreso, es poco el beneficio, en términos de votos legislativos, que el presidente puede derivar de sumar apoyos entre la población. Puesto en otros té

rminos, la popularidad del presidente no se convierte en capacidad de negociación frente al congreso. Es tiempo de cambiar de táctica.

Los mexicanos hemos llegado a conjuntar, de manera natural y sin reconocimiento de las contradicciones inherentes, tres nociones: la de querer más servicios públicos, la de exigir mejor calidad en los mismos, pero tambié

n la de repudiar el pago de impuestos (desde el agua hasta la UNAM, y ahora el IVA). Las actitudes sociales son producto de la historia y la experiencia, razón por la cual un cambio serio y duradero dependerá

de la habilidad con que se logren concertar los intereses y fuerzas que inevitablemente confluyen en la problemática fiscal.

En estas condiciones, uno pensaría que existe un rechazo generalizado a la reforma fiscal. Lo paradójico es que ocurre exactamente lo contrario: todo mundo quiere una reforma fiscal y todo mundo está

convencido de que dicha reforma le debe aligerar tanto la carga fiscal como la complejidad que hoy en dí

a caracteriza el cumplimiento de las obligaciones en la materia. Pero si uno escarba un poco y analiza con detenimiento lo que cada grupo y sector plantea respecto al sistema fiscal, resulta que las demandas y objeciones son de tan diversa í

ndole que hasta se llegan a contraponer entre sí. Es decir, cada cual quiere que se reduzca al máximo (a cero de ser posible) su carga fiscal y se simplifique la administració

n de sus propios impuestos, aunque eso implique una carga mayor para todos los demás. Todos queremos ser derechohabientes en lugar de ciudadanos.

En materia económica no hay peor injusticia que la inequidad. En el terreno fiscal, la inequidad es literalmente ubicua. Se manifiesta en impuestos distintos para personas con ingresos simi

lares, en las diferentes tasas del IVA, en los privilegios y subsidios de que gozan diversos sectores y actividades, en la inflación que erosiona el salario y en la evasió

n de impuestos y obligaciones. Nuestro sistema fiscal le otorga tantas prebendas a tantos sectores e intereses que es lógico que todo mundo vele por los propios.

Las exenciones y privilegios que existen son, literalmente, infinitos. Las cooperativas pesqueras, los transportistas y los agricultores gozan de regímenes especiales que implican, en la prá

ctica, que casi no paguen impuestos. Los autores de plano no pagan ni un peso. Los beneficiarios del privilegio de no pagar impuestos – desde los evasores y los informales hasta los que de plano están exentos- defienden sus cotos de caza como f

ieras. Los grandes grupos empresariales quieren que se facilite la consolidación fiscal y los banqueros poder deducir la creación de reservas. Y todos, sin excepción, consideran que la polí

tica fiscal es profundamente inequitativa tanto porque unos pagan y otros no, como por el hecho de que la corrupción en el uso de los recursos pú

blicos implica que los dineros recaudados no llegan a su destino final. Causantes cumplidos y evasores se unen en su desprecio por el gobierno, al menos en materia fiscal.

Parecería que la única conclusión posible de esta fotografía es que una reforma fiscal que busque recaudar más es una fantasía que podrí

a incluso llegar a ser peligrosa. Quien haya escuchado a nuestros diputados y senadores argumentar sobre este punto seguramente ya se convenció de ello. A pesar de esta situació

n, la realidad es que todo mundo sigue insistiendo en una reforma. El problema es que una reforma que satisfaga a todos no es posible, a menos que se lleve a cabo un cambio radical en la relación gobierno-ciudadanos y ejecutivo-legislativo.

La población tiene razón plena cuando rechaza la noció

n de alterar la estructura del IVA y que este impuesto se cargue a todos los bienes y servicios. Desde su perspectiva, el gobierno le quiere quitar más recursos y punto. Para una familia típica de clase media, el aumento y homologació

n de la tasa del IVA en todos los bienes y servicios, tanto en los que hoy están exentos como en los que se aplica una tasa cero, se va a traducir en un menor gasto disponible. Además, los que más se quejan no son quienes se beneficiarí

an de los mecanismos de compensación que el gobierno ha diseñado. En este sentido, la única manera de convencer a la población es cambiando la ecuación: el gobierno tendría que sujetarse al escrutinio ciud

adano y el poder legislativo al voto de la población.

El cambio propuesto por la Secretaría de Hacienda es absolutamente congruente. La iniciativa pretende, por un lado, terminar con la mayor parte de los regímenes especiales. Por el otro, busca igualar l

as tasas del IVA para todos los bienes y servicios. La eliminación de los regímenes especiales es a todas luces necesaria y nadie, excepto sus beneficiarios, la puede objetar. El caso del IVA es má

s complejo. A pesar de todos los argumentos que se han esgrimido en los últimos años, el IVA es, efectivamente, uno de los impuestos más equitativos y eficientes que existen. Pero, por su naturaleza, el IVA só

lo puede cumplir eficazmente con su propósito cuando existe una sola tasa, aplicable a todos los bienes y servicios. Cuando en cada paso del proceso de producció

n se paga el IVA descontando el IVA anterior, la cadena productiva queda cubierta en su totalidad, lo que facilita tanto el cumplimiento de la obligación fiscal como su fiscalización. Por ello, cuando

se incorporan exenciones, el IVA deja de cumplir su objetivo y acaba siendo otro impuesto distorsionante y distorsionado.

Desde esta perspectiva, la lógica gubernamental es impecable. El IVA es uno de los impuestos que menos distorsionan las decisiones de ahorro e inversió

n tanto de los empresarios como de los ciudadanos comunes y corrientes, lo que se traduce en un mayor crecimiento económico y mayores fuentes de empleo. La mayor paradoja del IVA es que, aunque las exenciones están concebidas para ayudar

a quienes menos tienen, sus principales beneficiarios son los más ricos. Más importante, un IVA general, con la misma tasa para todos los bienes y servicios, hace mucho más difícil la evasión fiscal, reduce la economí

a informal y, como consecuencia, amplía la base de contribuyentes, algo que todos los que pagan impuestos coinciden en demandar.

Pero la racionalidad y lógica del impuesto o de la propuesta gubernamental no hace más sencilla su aprobación en el congreso. La población está harta del abuso gubernamental y esta sensació

n no ha cambiado por el hecho de que haya un gobierno originado en un partido distinto. Como sugieren las encuestas, el presidente goza de una enorme popularidad, pero eso no implica que el individuo promedio vea con buenos ojos el que le cobren má

s impuestos, sobre todo si el planteamiento no incluye garantías de un uso más transparente de los recursos. De hecho, no hay ser humano en el mundo que acepte pagar más impuestos nada más porque sí. La contraparte en derechos y garantía

s es indispensable.

En adición a lo anterior, la iniciativa de reforma fiscal nació con problemas. Pocos días después de la elección del dos de julio pasado, el entonces presidente electo ya la había reducido a un aumento simple y llano del IVA. Si el gobi

erno quiere remontar la oposición, convencer a la población y lograr el voto de los legisladores, su propuesta debe incorporar medidas adicionales que le confieran garantías a todos los involucrados de que el gobierno y, por lo tanto, el paí

s, van a cambiar en forma definitiva. Aunque la iniciativa que finalmente presentó la Secretaría de Hacienda ante el público va por esa direcció

n, los compromisos necesarios son tan trascendentes que tienen que afianzarse en instituciones que gocen de plena credibilidad.

Hasta este momento, la iniciativa fiscal se ha convertido en un fin en sí mismo. Para poder ser aprobada, tendría que convertirse en un medio, no para darle más recursos al gobierno, sino para asegurar la estabilidad permanente de la economí

a en general y los precios en lo particular (lo que en sí constituiría una garantía mucho más fuerte para la población y una mejor compensación por el gasto adicional), y para sentar las condiciones que permitan un crecimiento econó

mico mucho más elevado y sostenido de lo que se ha logrado en las últimas décadas. Irónicamente, el secreto de la reforma fiscal está menos en su contenido que en su objetivo. El gobierno todavía tiene que explicar para qué

quiere esos recursos y convencer a la población de que ésta cuenta con una garantía sólida de que las cosas serán distintas en el futuro.

 

Historia de dos sistemas

Luis Rubio

La velocidad con que se mueve la economía internacional es verdaderamente impactante. Sin embargo, a pesar de que un número cada vez mayor de naciones se integra a la economí

a global, principalmente a través de sus exportaciones, no todas son igual de exitosas. Algunos países, como varios de los llamados tigres en el sudeste asiático, han logrado no sólo tasas de crecimiento econ

ómico de dos dígitos a lo largo de las últimas décadas, sino también avances enormes en materia de pobreza y desigualdad. Otros, igualmente integrados a la economía internacional, han logrado niveles muy significativos de exportació

n y, sin embargo, han sido incapaces de involucrar al conjunto de sus poblaciones en los beneficios que debían derivarse de esa integración. Hay muchas hipótesis que pueden servir para explicar las diferencias entre unos y otros; algunas de é

stas se remiten a las políticas públicas, en tanto que otras se refieren más a los factores estructurales que marcan una diferencia entre unas sociedades y otras (aunque, por supuesto, tambié

n pueden ser objeto de modificaciones como resultado de las políticas públicas en el largo plazo). De entre todos los factores que tienen influencia sobre estos resultados, uno crucial es el de las reglas del juego, el Estado de derecho.

Hace años, Francis Yuen, un antiguo gerente del mercado de valores de Hong Kong, solía decir que existen tres factores cruciales para el desarrollo económico: el Estado de derecho, el flujo libre de información (sobre todo a travé

s de una prensa libre) y el libre flujo de capitales. Si uno quiere aterrizar todavía más estos conceptos, podría agregar los siguientes seis: acceso libre a la información y a los mercados globales, protección de la propiedad fí

sica e intelectual, libertad de expresión plena, un gobierno legítimo, competente y con contrapesos adecuados, una población educada y una sociedad fincada en reglas del juego claras, explícitas y conocidas por todos. Virtualmente no hay un pa

ís exitoso que no cuente con todos estos elementos y viceversa: prácticamente todos los países que cuentan con estos factores son exitosos.

Si tratamos de ubicar a México en este espectro de factores, vamos a encontrar que nuestro país satisface algunos y está cojo en otros; y que en algunos má

s satisface la formalidad pero no la realidad. La existencia o ausencia de estas condiciones hace una gran diferencia. Valga la comparación entre un sistema con reglas del juego claras y explícitas con otro que funciona bajo reglas « no esc

ritas» del juego para apreciarla con más claridad y para valorar de mejor manera los costos y beneficios de nuestra realidad actual.

En las economías avanzadas exitosas, una empresa opera dentro del contexto de un sistema de reglas bien establecido y enraizado. Sin esas condiciones, esas econom

ías no serían exitosas ni avanzadas. Las empresas que operan en esa realidad conducen sus negocios a través de mecanismos sujetos al escrutinio público (por ejemplo, a través de contratos), leyes que son conocidas amp

liamente por todos y, no menos importante, que se hacen cumplir de una manera consistente y razonablemente expedita. Cuando alguna de las partes en una relación (tí

picamente contractual) manifiesta un desacuerdo con la otra, puede acudir a diversos mecanismos de resolución de disputas: desde una negociación directa o un arbitraje, hasta los tribunales y los diversos recursos de apelació

n que son reconocidos como válidos por ambas partes. Aunque pudiera no ser evidente para quienes operan en ese contexto, la construcción de un sistema de convivencia (económica, social y política) fundamentado en reglas del juego explí

citas y confiables entraña un enorme costo fijo. Es decir, hay enormes costos involucrados en el establecimiento de un sistema legislativo y judicial, de mecanismos para el diseño e interpretación de las leyes y de instrumentació

n de contratos. Sin embargo, una vez que éstos han sido creados, el costo incremental de hacer cumplir un nuevo contrato es virtualmente cero. Quizá lo más importante, como confiadamente está ocurriendo en el á

mbito electoral, una vez que el sistema existe, todo mundo lo considera un hecho consumado.

México cuenta con muchos de los elementos formales de un sistema fundamentado en reglas explícitas, pero éste no cumple cabalmente con su cometido. Por eso es interesante observar cómo opera un sistema que no cuenta con reglas explí

citas, como el llamado guanxi en China. Según lo explican los profesores Shuhe Li y Shaomin Li, de la Universidad de Hong Kong, ( The Road to Capitalism)

la economía china no opera con base en reglas explícitas, sino en función de relaciones personales. Las transacciones de negocios se realizan no en funció

n de la fortaleza de un contrato (que se puede disputar frente a un tribunal), sino de acuerdos personales; las transacciones son todas de carácter privado, por lo que no existe elemento alguno en la esfera pú

blica que pueda obligar a su cumplimiento. El sistema opera en función de la confianza personal. Todo aquel que quiere interactuar con un desconocido tiene que recabar informació

n de su contraparte por su propia cuenta: sus activos y pasivos, su reputación, la capacidad de obligarlo a pagar si no se le da la gana hacerlo (lo cual se realiza por vía de extorsión, toma directa de sus activos o hasta

secuestro). Se trata de un mecanismo casi bí

blico (ojo por ojo y diente por diente) pero que obviamente funciona. El problema es que es muy costoso tanto para los empresarios o ciudadanos como para la sociedad en su conjunto. Ese costo se traduce en un in

tercambio comercial restringido a la red de relaciones personales que existe o a la que se pudiera desarrollar, que siempre será menor a la que existiría bajo un régimen legal debidamente constituido.

Un sistema de reglas explícitas y confiables requiere un orden público consumado y, por definición, costoso. Un orden público integral entrañ

a una estructura legal, un sistema judicial organizado y funcional y una autoridad con capacidad y disposición de hacer cumplir la ley. Un sistema fundamentado en relaciones personales no requiere más que el mínimo de orden pú

blico, pues el resto, desde la transacción hasta el cumplimiento de lo pactado (así sea obligado por medios de dudosa legalidad, incluyendo acciones de carácter mafioso), lo llevan a cabo los interesados. Lo ú

nico que necesitan saber los involucrados es que no los van a asaltar camino al banco y que el banco va a cumplir con su responsabilidad de cuidar el dinero. Evidentemente, encontrar clientes, proveedores y socios conf

iables en un sistema de esa naturaleza es extraordinariamente costoso, razón por la cual la mayoría de las transacciones se realizan entre parientes y amigos. Pero evidentemente hay lí

mites naturales a un sistema de esta naturaleza, pues no puede operar más que a nivel local o, en el mejor de los casos, a nivel regional. Es decir, un sistema fundamentado en relaciones y el conocimiento personal de los clientes y proveedores entra

ña las semillas de sus propias limitaciones al crecimiento. Muchos sectores industriales y de servicios en el país (incluyendo los bancos) no pueden crecer porque no cuentan con mecanismos pú

blicos para obligar a que sus clientes les paguen en el plazo establecido. Es decir, aunque contamos con leyes y tribunales, en la práctica, mucha de la actividad económica en el país depende de las relaciones personales.

Esto último es muy importante. Si bien en el país existen las instituciones formales que son necesarias para que se desenvuelva la actividad económica de una manera normal,

la realidad es que esas instituciones tienden a ser disfuncionales, corruptas, ineficientes y, por lo tanto, inútiles para cumplir su cometido. Esto nos coloca en una situación paradó

jica: debido a que en China no existen las instituciones formales que son necesarias para el funcionamiento de la economía, su gobierno sabe bien que tiene que desarrollarlas. En contraste, como en Mé

xico existen las instituciones formales, nadie reconoce su disfuncionalidad.

En la medida en que una sociedad se torna más compleja, comienza a demandar reglas explícitas del juego. Eso es precisamente lo que ocurrió en el plano electoral: llegó un momento en el que nadie, ni las fuerzas políticas ni la ciudadaní

a, estaba dispuesto a aceptar un sistema sesgado y no confiable. Lo mismo ocurre en la economía. Hoy en día, la economía mexicana enfrenta ese mismo tipo de problemas: severas limitantes al desarrollo, inexistencia de crédito, prá

cticas empresariales incompatibles con el mundo moderno y un mundo de disputas entre actores económicos que no se pueden solucionar con los parámetros tradicionales. No es casualidad que uno de los sectores que má

s prospera es precisamente el informal, donde todo se fundamenta en relaciones personales; llegará el día en que éste ya no pueda crecer

porque las reglas informales o las relaciones personales ya no alcanzan para manejar negocios grandes. La pregunta es si para entonces ya contaremos con un Estado de derecho en pleno que permita el desarrollo integral del país.

 

La fantasía de las soluciones fáciles

La idea de marcar un doblez en la historia con la promulgación de una nueva constitución no es nueva ni necesariamente errada. Pero el hecho de promulgar una nueva constitución no resolvería los problemas del país y fácilmente podría complicarlos. Las constituciones son, a final de cuentas, una representación de la realidad de una nación; en la medida en que una nueva constitución (o una revisión amplia de la misma) rompiera los equilibrios que actualmente existen, el país acabaría peor. Lo anterior por supuesto que no implica que el actual entramado político o constitucional sea el adecuado para el desarrollo o la estabilidad del país; pero cambiarlo por cambiarlo no va a arrojar un resultado más feliz. Por ello, el laberinto político-constitucional tiene que enfrentarse menos con cambios dramáticos que con una cuidadosa, prolongada y comprometida articulación de acuerdos políticos.

 

La idea de inaugurar una nueva era constitucional es por demás cautivadora. Ello haría posible no sólo romper con el pasado, sino también darle cuerpo y forma al futuro. El nuevo marco constitucional enarbolaría todos los principios de un país democrático y corregiría los excesos, abusos, contradicciones y errores que hoy existen en la constitución vigente. Si todo eso fuera alcanzable con una nueva carta magna, los mexicanos deberíamos darle vuelo a la propuesta del presidente. Desafortunadamente, semejante empresa no es segura ni automáticos sus resultados.

 

El atractivo de diseñar una nueva “arquitectura constitucional”, como se ha dado en llamar al proyecto, tiene tres fuentes principales: primero que nada, la idea de marcar un cambio, romper con el pasado e inaugurar una nueva era. Después de décadas de gobiernos emanados de un mismo partido, la elección de un presidente surgido de las filas opositoras sin duda constituye un cambio fundamental. Lo irónico es que la propuesta presidencial parece menos un desafío a la lógica de que está preñada la constitución actual, que un intento por limar sus asperezas e incompatibilidades. Puesto en otros términos, parece menos una iniciativa del propio Fox que de los expriístas (y uno que otro estadólatra) en sus filas.

 

La segunda fuente de inspiración de la propuesta constitucional surge sin duda de los ejemplos más atractivos en el resto del mundo, particularmente el de la España postfranquista. En aquel país, la constitución adoptada a finales de los setenta abrió una nueva era de desarrollo en todos los frentes. Sería fácil concluir que la constitución fue la piedra de toque de aquel proceso. Pero la evidencia histórica indica que, más que el principio, la nueva constitución española representó el momento final, la culminación de un proceso de negociación de acuerdos y compromisos que llevó a que todas las fuerzas políticas estuvieran en disposición de suscribir nuevo el documento constitucional. Es decir, cuando los españoles llegaron a la cita constitucional ya habían hecho toda la chamba que nosotros nos empeñamos en ignorar. La constitución no es la solución, sino su broche de oro.

 

El tercer impulso a la idea de renovar o “modernizar” la constitución es quizá él  más transparente e importante, pero también el más ingenuo. Cualquiera que haya emprendido la ardua tarea de adentrarse en el texto constitucional sabe bien que ésta es un verdadero laberinto. Algunos artículos son de carácter filosófico; otros más tienen un carácter político, casi operativo, producto de una lógica que indica que es mejor sumar a todos los grupos políticos que dejarlos afuera. Finalmente, hay otro grupo de artículos que constituyen la expresión de intereses específicos, casi todos ellos contradictorios entre sí. Los planteamientos filosóficos, como podría ser, a modo de ilustración, el relativo a la esclavitud, muestran una visión liberal amplia que contrasta brutalmente con la precisión y especificidad contenida en artículos como el 123, sobre los derechos laborales que poco le falta para aterrizar la cifra precisa del salario mínimo. No es difícil explicar el atractivo de reconstruir la constitución, para que toda ella adquiera uniformidad filosófica y establezca con claridad los derechos y obligaciones de los mexicanos, convirtiéndose con ello en un detonador del desarrollo.

 

Lamentablemente es más fácil proponer una empresa de esa magnitud que lograrla en el momento actual del país.  La razón por la cual constituciones como la española, francesa o norteamericana son homogéneas, en términos filosóficos y niveles de abstracción, y carecen de las contradicciones y contrastes que caracterizan a la nuestra, es que sus pueblos resolvieron esas contradicciones antes de darse a la tarea de una nueva constitución. Si queremos una nueva constitución, y con ella un Estado de derecho pleno, tenemos que comenzar por el principio: por construir los andamios políticos que hagan posible producir un documento jurídico impecable.

 

En el siglo XIX, Fernando Lasalle escribió un librito que, no obstante su tamaño, se convirtió en el clásico del tema constitucional. En su libro ¿Qué es la constitución?, Lasalle sostiene que las constituciones no son producto de las mejores plumas de una sociedad, sino una representación de la realidad política del momento. Es decir, las constituciones no son resultado de la inspiración de un determinado grupo de literatos o políticos ilustrados, sino de la realidad política de una sociedad. Cuando una sociedad se encuentra dividida, su constitución, como la nuestra de 1917, va a evidenciar esas diferencias y contradicciones.

 

De hecho, la constitución de 1917 fue producto del acuerdo entre las partes en conflicto. Antes de que se reuniera el Congreso Constituyente en Querétaro en 1916, Venustiano Carranza ya había fracasado en un primer intento de elaborar  un documento constitucional en Aguascalientes en 1915. En su primer intento, Carranza había buscado que el Congreso aprobara una constitución integral, más o menos homogénea, en buena medida producto de su propia visión. El fracaso fue absoluto. Para cuando Carranza lanza su segundo experimento, ya había reconocido lo que Lasalle sabía tiempo atrás: que sólo incorporando al conjunto de las fuerzas políticas en el proceso constitucional podría aprobarse una constitución. De esta manera, Carranza se dedicó a sumar a todas las fuerzas políticamente relevantes al proceso; su lógica era implacable: más valía incorporarlas, aunque opusieran resistencia, que mantenerlas afuera minando la estabilidad del país. Esta lógica explica nuestro texto constitucional: las contradicciones y complicaciones que ahí se presentan son un reflejo de nuestra realidad política, al menos la de entonces. La lección para el presente es que sólo resolviendo el conflicto político será posible construir una constitución homogénea y políticamente viable.

 

Cualquier observador mínimamente objetivo sabe bien que México no está listo para una nueva constitución. El país se caracteriza por la confrontación permanente de intereses, ideas, objetivos y valores; lo que los mexicanos compartimos es mucho menos de lo que nos divide. En este contexto, un ejercicio de reconstrucción constitucional, como al que el presidente Fox ha convocado, no haría sino producir una constitución muy parecida a la que tenemos. Como en la época de Carranza, la única constitución que podría surgir de la realidad política actual sería una en la que quedarían plasmadas esas diferencias, esas confrontaciones y esas contradicciones, justo lo opuesto a lo que motiva al presidente y los artífices de la idea misma. No hay nada malo en la idea, pero la constitución tiene que ser la culminación de un proceso político y no su punta de lanza.

 

El verdadero trabajo constitucional reside en la articulación de acuerdos, consensos y compromisos que permitan construir un nuevo proceso político, uno fundamentado en todo lo que nos une y no en lo que a cada mexicano, en su dimensión más egoísta, conviene. Es decir, el secreto de la propuesta lanzada por el presidente reside en el trabajo político que permita sentar las bases de un acuerdo nacional de altas dimensiones que permita iniciar un proceso de reforma constitucional. Las negociaciones tienen que preceder el tema de cambio constitucional y no ser su motivación.

 

Siguiendo este camino, el presidente podría ir articulando acuerdos entre todos los grupos políticos que se encuentran en cada uno de los lados en cada tema e interés, procurando salvar diferencias, evidenciando los intereses que carecen de sustento político o popular, dándole crédito a aquéllos que han estado subrepresentados o que han carecido de representación a lo largo de todos estos años y, en el proceso, avanzando los valores, objetivos y principios que acabarían por conformar la esencia de la que podría ser nuestra nueva carta magna.

 

El camino contrario, el de pretender negociar directamente una nueva constitución, llevaría a uno de dos resultados. Uno, el que de manera más patente constituiría un desperdicio de capital político y de tiempo, sería aquel que culminara con una constitución parecida a la que tenemos, una en la que cada uno de los intereses enquistados en el sistema político acabara imponiendo sus preferencias, a costa del conjunto de la ciudadanía. Si esta es la alternativa, mejor sería no perder el tiempo. El otro, el más peligroso, podría conducir a la desarticulación de los pocos puentes que sostienen la estabilidad política, sin que nada los substituya. Como la constitución es ante todo la consagración de los intereses clave al momento de su conformación –en el caso nuestro, los de hace más de ochenta años-, no es imposible que muchos de sus principales promotores ya no tengan la representatividad que tenían entonces; sin embargo, sí podrían contar con una enorme capacidad de daño, de desestabilización. Un proceso constitucional mal conducido podría acabar por quitarle los alfileres a la de por sí precaria estabilidad política.

 

La propuesta de Vicente Fox es digna de atención. El país claramente requiere una nueva constitución. Pero la manera de alcanzarla no es imponiéndola desde arriba, como ocurrió con las anteriores, sino negociando un pacto entre las fuerzas políticas reales, mismo que tendría que ser sancionado a través de un sistema de representación efectivo con el que todavía no contamos. Sólo así acabaremos con un proyecto que efectivamente represente a la población mexicana y no a los intereses que han depredeado históricamente de ella. En esto de la constitución el orden de los factores indiscutiblemente altera el producto.

 

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Pragmáticos y principistas

El teatro de esta semana en el Congreso ha dominado el panorama político. Pero detrás de la pantomima, el show y la mercadotecnia, y de todos los actores políticos, desde los partidos, las bancadas en ambas cámaras legislativas y los nuevos pacifistas chiapanecos, no hay más que fríos y sistemáticos cálculos políticos. Aunque unos critican a otros por dogmáticos, la política mexicana se ha tornado cada vez más pragmática y, a la vez, más impredecible.

 

En la política, desde por lo menos Maquiavelo, todo, incluyendo los principios, es parte de la praxis. Es evidente que algunos partidos y políticos estarán siempre dispuestos a romper con los marcos de lo tradicional, lo legal y lo formal, en tanto que otros apostarán a las reglas establecidas, a los marcos legales vigentes y a las formas que consideran esenciales para la convivencia en sociedad. Pero todos lo hacen bajo el criterio o la suposición de que su perspectiva es la que empata con la manera de ser y percibir de la mayoría de la población. Es decir, ningún político apuesta al suicidio; todos confían en que su lectura del momento es la que representa a una porción amplia de la población (y, por lo tanto, del electorado). Aunque la retórica se disfrace de colores, el cálculo siempre está ahí. O, como lo expresara con singular claridad uno de los filósofos más acabados de nuestra realidad política cotidiana, el que fuera gobernador de San Luis Potosí, Gonzalo N. Santos, “la moral es un árbol que da moras o no es ni una chingada”.

 

El affaire Marcos-zapatistas ha exhibido lo mejor y lo peor de la política mexicana. Muchos políticos, de los tres partidos principales, han mostrado excepcionales dosis de sensatez en su análisis tanto de la presencia de los zapatistas en el Distrito Federal, como de la iniciativa de ley en materia de derechos indígenas. Unos apoyan la iniciativa y otros la rechazan, pero todos reconocen el excepcional momento que estamos viviendo. Al mismo tiempo, muchos otros políticos han mostrado una infinita proclividad a las frases retóricas, a amarrar navajas a diestra y siniestra y, particularmente, a descalificar, en lugar de simplemente diferir respecto a sus adversarios. Las formas democráticas van avanzando en algunos frentes, mientras que las viejas formas, un tanto estalinistas, de nuestra vida política, se rehusan a abandonar el escenario.

 

Cada uno de los partidos ha adoptado la línea que, en su cálculo interno, maximiza sus intereses políticos de corto y mediano plazos. El PRI, el partido más pragmático y experimentado, ha optado por buscar a quien endilgarle el muerto. Parece claro que, en un principio, su estrategia se había orientado a que el PRD fuese el partido que pagara el costo de la aprobación de la iniciativa de la Cocopa. Ahora que el PAN optó por tomar una línea principista y plenamente apegada al marco legal y a las formas tradicionales de hacer política, los priístas encontraron en ese partido a un blanco perfecto para su pragmatismo. Los priístas  están cobrando facturas, transfiriendo costos y confiando (rezando sería un verbo más útil, pero probablemente poco apropiado) que los errores de los demás se traduzcan en beneficios electorales para ellos. El tiempo dirá cómo juzgan los electores el desempeño de cada uno de los partidos, pero no cabe la menor duda de que el pragmatismo del PRI, que pareció exitoso estos días, no compensa la ausencia de reforma al interior del partido o, incluso, el reconocimiento de que el partido tiene que cambiar.

 

El PAN siempre ha tenido un serio problema en su relación con el poder. Peculiar entre los partidos políticos, se trata de una entidad que tradicionalmente ha competido por el poder, pero que en el fondo siempre ha preferido incidir en  la conciencia de la población que ensuciarse las manos con las difíciles decisiones que entraña la actividad cotidiana de un gobierno. A pesar de lo anterior, sus cálculos y acciones no son menos pragmáticas que las de los príístas, aunque, evidentemente, su evaluación del momento es distinta. En cualquier caso, su relación con el presidente es a todas luces compleja.  Para comenzar, Vicente Fox no es un panista prototípico; de haberlo sido, jamás habría conquistado la presidencia. En este contexto, los panistas naturalmente tienen una relación compleja y reticente con el presidente, aunque la mayoría reconoce que su futuro está inexorablemente vinculado al del presidente Fox, razón por la cual es de anticiparse que, cuando el tren salga de la estación, cuando las iniciativas de ley prioritarias del presidente se presenten para votación, la mayoría de los panistas se subirá al carro. Ante todo, los panistas no quieren acabar como sus contrapartes del PRI, que siempre pagaron el costo político de decisiones difíciles con tal de que la imagen presidencial no sufriera mella.  La semana pasada pudimos ver a un PAN que no siempre irá a la par con el presidente, pero que sabe identificar las oportunidades para mostrar sus diferencias. Con el tiempo,  cuando el telón zapatista haya caído, el balance para los panistas puede ser mucho más favorable de lo que hoy pretenden sus adversarios.

 

El PRD es sin duda el partido más paradójico. Por una parte, se trata del partido más pragmático que existe, uno que siempre ha sabido beneficiarse al exhibir las difíciles decisiones que tienen que enfrentar los demás partidos, como ocurrió con Fobaproa hace unos años. Por la otra, es difícil encontrar un partido más dogmático cuando se trata de cuestionar a sus líderes “morales” o de comprender a los votantes con el fin de acrecentar su potencial electoral. Su pragmatismo es legendario, aunque es dudoso que sus cálculos políticos respecto al zapatismo vayan a ser acertados. A final de cuentas, si Marcos y los zapatistas acaban incorporados a la vida política nacional -algo que todavía parece más una ilusión, wishful thinking, que un cálculo sensato y meditado-, el primer blanco de esa nueva organización sería, necesariamente, el PRD. Aunque faltaría por precisar si, en ese escenario, el PRD acabaría subordinado a Marcos o simplemente siendo desplazado por la nueva fuerza política. De todos los partidos, el cálculo más riesgoso -y, de hecho, temerario- en todo el asunto zapatista es sin duda el del PRD. Pero sería difícil esperar algo distinto de un partido que no acaba por adecuarse en forma cabal a la normalidad política, es decir, a la vida electoral.

 

Marcos y los zapatistas tampoco la tienen fácil. Aunque su objetivo ulterior es más difícil de precisar, sus tácticas muestran un extraordinario pragmatismo. Luego de siete años guardados en el congelador que les construyó el presidente Zedillo, aprovecharon el primer resquicio para apostarlo todo en su zapatour. Las encuestas muestran que la población le reconoce a Marcos el mérito de haber elevado la causa indígena a nivel de prioridad nacional, pero no la estatura de estadista como a la que parece aspirar. Más aún, su estadía en la ciudad de México le hizo perder apoyos y evidenciar no sólo su intransigencia con un aparato político que le ha dado todo lo que ha pedido y más, sino también un dejo de autoritarismo de viejo cuño: una mezcla del estalinismo de la izquierda de los sesenta y del viejo pragmatismo priísta. Los zapatistas seguramente van a acabar enfrentando la difícil disyuntiva de aceptar una ley menos amplia y generosa que la que han abrazado, la de la Cocopa, o retornar, pero ya sin el aura de invulnerabilidad, a los altos de Chiapas. Pragmáticos como son, seguramente acabarán enfilándose directamente hacia el corazón de las bases políticas del PRD.

 

Todos los actores en este peculiar drama van a acabar teniendo que enfrentar decisiones desagradables. Quienes se oponen a la iniciativa de la Cocopa, o a alguna versión reformada de ésta, parecen enarbolar una ficción: que nuestro entramado legal, comenzando por la Constitución, es la expresión más acabada de un régimen político liberal. Ignoran, voluntariamente, el sinfín de contradicciones que alberga la ley fundamental. Al mismo tiempo, quienes argumentan que un chipote más a la carta constitucional no va a hacer ninguna diferencia, han optado por doblar las manos y desdeñar la posibilidad de construir un régimen político y legal más racional y coherente. El cinismo en pleno. Pero, sin duda, la mayor de las ironías en toda esta comedia de altercados la aportó el propio presidente Fox cuando, en este contexto de contradicciones y desacuerdos fundamentales, habló de revisar la constitución. Justamente para eliminar sus inconsistencias y contradicciones.

 

La parte más preocupante de nuestra realidad política actual reside en la profundidad de las divergencias y desacuerdos entre los actores políticos. Todavía más grave es el hecho de que esas diferencias no se reconozcan como legítimas, lo que con gran frecuencia conduce a la descalificación a ultranza. Dada la distribución de las bancadas partidistas en las cámaras, va a ser difícil avanzar los puntos de acuerdo en éste y los demás temas que lleguen al poder legislativo. Lo único seguro es que las permutaciones entre y dentro de los partidos van a aumentar.

 

Con todo, en el fondo, la disputa en torno a la iniciativa en materia de derechos indígenas ha acabado siendo un simple juego de cálculos políticos. La abrumadora mayoría de los políticos se opone a la iniciativa de la Cocopa, pero todos saben que el tema ya adquirió relevancia nacional y que no puede ser ignorada. Ahora, el juego ya nada tiene que ver con el contenido de la iniciativa, sino con la distribución de los costos políticos entre los legisladores y sus partidos en caso de aprobarla o desecharla. Lo peor de todo es que la abrumadora mayoría de los mexicanos ya se aburrió del tema zapatista y, en su pragmatismo más meridiano, quiere que los políticos hagan algo al respecto y se muevan a los siguientes temas, que seguramente serán más trascendentes para su vida cotidiana y el futuro del país. Desafortunadamente, nuestro sistema electoral no ayuda en nada a que los legisladores atiendan los intereses de sus supuestos representados, circunstancia que les lleva a participar activamente, y con toda convicción, en  las escenas bizantinas que nos ha tocado presenciar en las últimas semanas.

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La responsabilidad del legislador

Luis Rubio

Peculiar democracia la nuestra. Los legisladores no enfrentan el reto directo de satisfacer al electorado y, sin embargo, se comportan como si sus « bases

» los tuvieran en la mira. En lugar de asumir el liderazgo que su función les confiere, prefieren escudarse en el anonimato, como si no hacer nada, o al menos nada controvertido, les fuera a garantizar la redenció

n. Nuestros legisladores tienen por responsabilidad formal la de representar a la población en el proceso de toma de decisiones públicas, pero su función histórica ha sido mucho más la de acatar las órdenes del presidente que

la de avanzar los intereses de la población. Ahora que el sistema político ha cambiado en forma fundamental, los legisladores han quedado atrapados en un limbo: ni aceptan órdenes del presidente ni representan a la població

n. El resultado ha sido un comportamiento errático en el que sólo los intereses más encumbrados tienen una voz real, casi siempre contraria a los intereses de la población que por décadas demandó

un cambio al PRI sin obtenerlo y que ahora podría acabar corriendo con la misma suerte.

La paradoja no podría ser más simpática: aunque pretendemos haber arribado a la democracia, las instituciones no necesariamente funcionan para hacerla posible. La democracia es, en su definición má

s conocida, el gobierno del pueblo, para el pueblo y por el pueblo. En esta definición, los legisladores son la representación más directa con que cuenta la ciudadanía para avanzar sus necesidades y derechos, así como para de

fender sus intereses. Sin embargo, nada de eso ocurre en la actualidad. La abrumadora mayoría de los ciudadanos ni siquiera tiene la menor idea de quié

n es su diputado, ni los diputados sienten la menor lealtad o impulso por atender a sus supuestos representados. Valiente representación.

Si la mexicana fuese una sociedad desarrollada con una economía exitosa y pujante, estos problemas serían pecata minuta o, simplemente, no existirían. Pero nuestra realidad nada tiene que ver con el desarrollo y el éxito;

de hecho, lo típico parece ser lo opuesto: nuestro atraso es producto de los malos arreglos institucionales y políticos que caracterizan nuestra vida pública. La falta de representación legislativa, o la deficiente representación, es tan s

ólo una manifestación de ese problema mayor.

El legislador, como todo ser humano, actúa de acuerdo a sus circunstancias. En la actualidad, todos los incentivos que enfrenta se orientan a una sola cosa: satisfacer a quien tiene la más alta probabilidad de influir en su próximo

empleo, es decir, el líder de su fracción parlamentaria o de su partido. Si uno mira para atrás, esa lógica, la de asegurar un empleo futuro, ha dominado a la política mexicana por dé

cadas; lo que ha cambiado es el beneficiario directo de la disciplina que esa lógica genera. En el pasado, el presidente, como centro y factor último de control político, tenía un dominio

casi absoluto sobre el reparto de las chambas (y del botín sexenal), lo que le aseguraba la lealtad de la abrumadora mayoría de los legisladores y del conjunto de los políticos en general. La última elección presidencial cambió

esa realidad, pero sólo parcialmente.

El control que antes ejercía el presidente se transfirió súbitamente a los liderazgos partidistas. Antes meros instrumentos del poder presidencial, los líderes parlamentarios y partidistas adquirieron una fuerza inusitada en los ú

ltimos meses y, en realidad, desde 1997 en que el PRI perdió el control de la Cámara de Diputados por primera vez en su historia. La pregunta es ¿hacia dónde están orientando esa nueva responsabilidad?, ¿cómo esperan aprovechar

la oportunidad? y, en última instancia, ¿a quiénes responden esos liderazgos?

La evidencia a la fecha es poca, pero muy sugerente. Los llamados líderes, partidistas y parlamentarios tienen más miedo que deseos de avanzar las demandas e intereses de la ciudadanía. Más preocupados por la crítica periodí

stica de oficio o por los ataques de las facciones más radicales e inflexibles de sus propios partidos, los llamados líderes se dedican a evitar la controversia y a navegar sin hacer aspavientos. En lugar de liderear, siguen a sus críticos,

y en vez de tratar de convencer a los demás diputados y a la ciudadanía, se doblegan incluso antes de que comience el « primer round» . Como dijera Churchill, piensan en los pró

ximos seis meses en lugar de preocuparse por la siguiente generación.

Quizá sea poco razonable esperar un comportamiento enaltecido y visionario por parte de nuestros legisladores. A final de cuentas, nada les incentiva a comportarse de una manera distinta a como lo hicieran sus predecesores prií

stas, todos ellos disciplinados, independientemente de su opinión o preferencia sobre la iniciativa del ejecutivo que tenían que aprobar. El problema es que, para cubrirse, ahora culpan a la democracia de su parálisis. Ojalá así

fuera, porque en una sociedad democrática los votantes tendrían que cargar con las consecuencias de sus decisiones; desafortunadamente, los votantes mexicanos no tienen mayor opción que la de apechugar, sin poder incidir en las decisiones de

sus supuestos representantes.

Toda esta estructura de representación, parálisis y miedo no ha hecho sino abrir la puerta de par en par a los intereses más encumbrados y recalcitrantes de la sociedad mexicana. El gran ganador no es el desarrollo del paí

s, sino el estancamiento que padecemos, la imposibilidad de avanzar los derechos ciudadanos y la vejación permanente de la tan llevada y traída democracia. Quiéranlo o no, nuestros legisladores están representando a los sindicatos más retr

ógrados, a los empresarios menos productivos y visionarios, a los grupos de interés más obscuros y a los promotores más ardientes del inm

ovilismo. Aunque su lenguaje sea revolucionario, los tres principales partidos viven de la defensa cotidiana del statu quo .

La agenda legislativa se carga día a día. Nadie sabe cuántos temas habrán de desahogarse en el próximo periodo ordinario de sesiones (del 15 de marzo último día de abril), pero es evidente que varios de los temas será

n extraordinariamente difíciles y controvertidos. Aun en la mejor de las circunstancias, nuestros diputados y senadores van a verse confrontados con temas por demás complejos, todos y cada uno de los cuales desafían los valores má

s arraigados del discurso político tradicional. En este sentido, el próximo periodo de sesiones va a poner a prueba no sólo la entereza de nuestros legisladores, sino sobre todo su capacidad para romper con la retó

rica del discurso tradicional. Si uno se pone en los zapatos de los legisladores, es comprensible su reticencia a salirse del marco tradicional, de los valores entendidos. Sin embargo, si ellos se ponen en los zapatos de la ciudadaní

a, lo menos que tendrían que hacer es reconocer que el país tiene que comenzar a cambiar y que el statu quo simplemente no es aceptable para la gran mayoría.

Todo parece indicar que al menos habrá tres temas candentes en la agenda legislativa cuando se inicie el próximo periodo de sesiones, aunque con este gobierno uno nunca sabe qué otras cosas puedan acumularse en las pró

ximas semanas. Seguramente se presentará la iniciativa de reforma fiscal, la de reforma eléctrica y se discutirá la iniciativa de la Cocopa en materia de derechos y cultura indígenas. Entre estos, el tema más controvertido es, sin duda,

el de la reforma fiscal. Hasta ahora, el gobierno ha cometido el absurdo error de presentar su iniciativa como una preeminentemente recaudatoria y no como una en la que se pretenda la transparencia y rendición de cuentas. Pero, más allá de la

« forma» en que ésta se ha presentado, algunos legisladores han manifestado su rechazo a la iniciativa aun antes de recibirla. Su instinto les dice que cualquier cosa controvertida es

mejor dejarla fuera. La pregunta que debieran hacerse tiene menos que ver con la controversia que con las consecuencias de que no se apruebe la iniciativa aludida.

Por supuesto que a ningún legislador le gusta que lo acusen de haber eliminado la exención del IVA a los alimentos y medicamentos. Si yo estuviera en sus zapatos pensaría y actuaría exactamente igual: para qué

meterme en problemas, sobre todo después de atestiguar lo que (supuestamente) le pasó al PRI luego de aprobar el incremento del IVA del 10 al 15% en 1995. Sin embargo, como políticos que son, nuestros diputados y senadores deberían ponderar

los costos en que incurrirían de aprobar la reforma contra los costos de no llevarla a cabo. Por ejemplo, si existe posibilidad de que la economía crezca más y mejor como resultado de una reforma fiscal que asegure finanzas pú

blicas sanas y estables, los diputados podrían, con más de dos años distancia de la próxima elección, calcular los costos y beneficios potenciales de aprobar o desechar la reforma. El otro lado de la ecuación no es menos importante:

de estancarse la economía como resultado de una reforma fiscal fallida, serían los propios diputados quienes cargarían con el muerto. El gobierno tiene que ser convincente en esta argumentación.

En todo caso, no es obvio que el precedente de 1995 sea válido para el momento actual. En aquel momento había tres circunstancias que hoy no están presentes: primero, la población enfrentaba un brutal choque de expectativas. Le habí

an prometido el nirvana y lo que le dieron fue un incremento del 50% en la tasa del IVA, además del desempleo y la humillación que lo acompañó. En segundo lugar, la recuperación tardó mucho tiempo en lograrse, lo que perjudicó

directamente al partido en el gobierno. Tercero, y quizá más importante, la población estaba hasta la coronilla del gobierno, del PRI y de la parálisis que experimentaba. Su mejor arma para reivindicarse fue su voto en la elecció

n legislativa de 1997.

Las cosas han cambiado diametralmente de 1997 a la fecha. Hoy en día el presidente goza de una extraordinaria popularidad y la población sabe bien que tienen que operarse cambios profundos para poder avanzar

. Lo anterior no implica que haya una sola manera de superar nuestras dificultades, pero sí que atravesamos por una coyuntura excepcional para lograrlo. En la pasada elección, la población mostró que está dispuesta

a cambiar y, por consecuencia, a pagar los costos o enfrentar los riesgos que ese cambio entraña, obviamente en aras de un futuro mejor. En ausencia de reelección que oblique a los legisladores a responder a los votantes, la pregunta es si ellos

estarán a la altura de esa demanda ciudadana fundamental.