El panorama del sudeste asiático está dominado por un solo tema: el impacto del ingreso de China a la Organización Mundial de Comercio. El tema tiene tal importancia porque los tailandeses y los malayos, los filipinos y los taiwaneses saben bien que su futuro depende de su capacidad para transformarse antes de que su industria prototípica sea arruinada por el embate chino. Lo mismo se podría decir de México, aunque aquí parece que nadie se ha dado cuenta de ese riesgo. El ingreso de China a la OMC implica una competencia brutal en nuestro principal mercado de exportación en una gran variedad de sectores, pero el gobierno brilla por su ausencia, y no sólo en ese frente. Los ataques del once de septiembre contra nuestro vecino del norte nos abrieron una oportunidad de oro: la de convertirnos en el único país confiable, en términos de seguridad, con el que Estados Unidos pueda comerciar. También ahí la inacción domina el desempeño gubernamental. Se trata de dos temas urgentes que tienen que ser atendidos porque, de lo contrario, nos vamos a encontrar con que la actual desaceleración se podría convertir en una depresión sin salidas.
Por lo que toca a China, el problema es por demás sencillo de plantear: ¿Qué va a hacer el resto del mundo si casi todo se puede producir de manera más económica en aquel país? Los costos de producción en China son tan bajos que prácticamente no hay país en el mundo que pueda competir con ellos. Esto es cierto sobre todo para aquellos países que, como el nuestro, ignoraron el tema clave de la productividad y convirtieron a la mano de obra barata en su factor de competitividad. Ahora resulta que hay un competidor con costos mucho más bajos que a partir del próximo año va a poder exportar con las prerrogativas que le otorga su membresía a la OMC, esto es, pronto ya no va a ser posible imponerle restricciones (como los impuestos compensatorios que llegaron a ser de miles por ciento) a los productos provenientes de aquel país. Todo eso está por cambiar.
Para los países asiáticos el problema es cualitativamente novedoso. Esas naciones que, a diferencia de la nuestra, tenían un sentido muy claro del desarrollo, siguieron una secuencia que inició con la producción de bienes de bajo valor agregado para producir y exportar, en una siguiente etapa, bienes más complejos y sofisticados. Japón comenzó la cadena, luego vinieron los llamados tigres asiáticos (Corea, Taiwán, Hong Kong y Singapur), a los que siguieron Tailandia, Indonesia, Filipinas y Malasia y más recientemente Vietnam, Bangladesh y Myanmar. El punto es que la cadena permitía que todos participaran en un proceso de desarrollo que venía aparejado de un crecimiento sostenido de los niveles de vida. El único denominador común en todas estas naciones fue su énfasis en la educación, a la que se considera condición sine qua non para elevar la productividad y los niveles de vida. El círculo resultó virtuoso por varias décadas.
La entrada de China en la escena altera todos los supuestos de este esquema. Para comenzar, por su tamaño, China tiene, para todo fin práctico, una oferta infinita de mano de obra, lo que mantiene deprimidos los salarios. En segundo lugar, China fabrica bienes que van de lo más simple y elemental hasta lo más sofisticado y tecnológicamente avanzado, a una escala que tiene repercusiones mundiales. El temor de los asiáticos es que el impacto de China en el comercio mundial sea tan grande que los deje literalmente en la calle.
El tamaño del impacto real depende mucho de los supuestos de que parta el análisis. No cabe la menor duda de que China goza de ventajas absolutas en costos en una infinidad de ramas industriales, incluyendo dos de particular importancia para las exportaciones mexicanas hacia Estados Unidos, la textil y la del calzado. Lo crucial para los productores mexicanos sería el especializarse en los sectores en que el país pudiera gozar de ventajas comparativas frente a los productores chinos. Idealmente, esto implicaría concentrar la producción mexicana, como hicieron los asiáticos por años, en productos cada vez más sofisticados. El problema es que la mano de obra mexicana, en términos generales, no fue educada y capacitada para eso. Es decir, la pésima calidad que arroja el sistema educativo nacional se traduce ahora en un pasivo de magnitudes inconmensurables. Y a ello habría que agregar los problemas de infraestructura, los obstáculos que impone la burocracia y los enormes costos que entraña la inseguridad pública. Puesto en otros términos, los productores mexicanos se van a ver obligados, una vez más, a competir con las manos amarradas.
El desafío es mayúsculo porque buena parte de nuestras exportaciones, el motor de la economía a lo largo de los últimos seis años, depende del costo de la mano de obra, que es también la principal fuente de competitividad de los chinos. Esto sugiere que, como ha sido hasta la fecha, el comercio entre las dos naciones siga siendo relativamente pequeño (pues ambas economías compiten en lugar de ser complementarias). En el comercio con China han predominado problemas de dumping que hasta ahora había sido paliado con aranceles compensatorios impuestos de manera unilateral, algo que ya no va a ser posible en el futuro. La negociación que realizó el gobierno mexicano con el Chino para dar su anuencia a su membresía a la OMC le da seis años de respiro a los productores nacionales, pero la competencia por los mercados de exportación, comenzando por el de Estados Unidos, iniciará mucho antes.
A la falta de visión de las últimas administraciones se suma la falta de comprensión que manifiesta el gobierno actual respecto al tamaño de reto que tenemos enfrente. El acceso de China a la OMC cancela la posibilidad de recurrir a medidas unilaterales para proteger a los productores nacionales, pero también convierte a ese país en una sede atractiva para la inversión extranjera en actividades manufactureras. Este punto es crucial: hasta ahora, el gobierno norteamericano sujetaba el status de Nación Más Favorecida de China a una revisión anual, revisión que siempre se politizaba y que, por la incertidumbre que creaba, limitaba los flujos de inversión a ese país. Muchas otras naciones, comenzando por México, se beneficiaron de ese hecho y lograron atraer inversión que, en otras condiciones, hubiera acabado en China. Ya sin esa incertidumbre, las comparaciones van a ser transparentes y ahí los excesivos aumentos de salarios (como el que se registró en la Volkswagen), los bajos índices educativos y la inseguridad, van a convertirse en terribles handicaps para la siguiente etapa de desarrollo de nuestra economía.
El acceso de China a la OMC constituye un desafío monumental para la economía mexicana. Lo paradójico es que también constituye una gran oportunidad. Si los mexicanos nos concentramos de manera cabal en superar los dos retos que tenemos enfrente, el de China y el de Estados Unidos luego de los ataques terroristas, las circunstancias podrían acabar siendo sumamente favorables. El reto que impone China se puede enfrentar si se crean las condiciones apropiadas para que las empresas se transformen, a la vez que se crean nuevas capaces de competir exitosamente. Ahí la función del gobierno es medular tanto en el corto plazo –atenuando nuestras carencias históricas (como la educativa)- así como actuando decididamente en los temas de fondo de largo plazo, que incluyen la seguridad pública, la infraestructura y la educación. No hay manera de elevar la competitividad de las empresas mexicanas si no se resuelven los problemas de fondo. Y para ello es imperativo que las fuerzas políticas se pongan de acuerdo y actúen en concierto antes de que nos empecemos a lamentar.
Por su parte, la nueva realidad de los Estados Unidos se puede convertir en un factor de competitividad excepcional si nos ponemos a trabajar de manera coordinada y con celeridad. El riesgo para México es que, gozando de la cercanía geográfica con el mayor mercado del mundo, se comporte como una nación africana, ignore las realidades norteamericanas y siga adelante como si nada hubiera pasado. Este curso de acción implicaría seguir tolerando la migración ilegal, condonando las guerrillas, aceptando el narcotráfico como un hecho sin solución y viendo al contrabando como una realidad incontrolable. O sea, seguir adelante sin más. La alternativa, y la excepcional oportunidad, reside en convertir los ataques del once de septiembre en un factor de competitividad. Esta opción demanda que nos dediquemos con toda vocación y seriedad a limpiar la casa, a eliminar los reductos de ilegalidad y violación sistemática de la ley, con el fin de garantizar fluidez en las transacciones fronterizas. México podría convertirse en el único país del mundo (con la posible excepción de Canadá, que no compite por los mismos mercados) en contar con semejante vía de acceso, lo que constituiría un factor excepcional de competitividad en esta era.
La realidad es que nos encontramos en un momento decisivo del desarrollo del país. Nuestra forma tradicional de ignorar o de no asignarle importancia a temas tan trascendentales como la productividad y la legalidad está resultando sumamente costosa. A lo largo de la última década se fueron creando mecanismos y remiendos que permitieron, como se dice coloquialmente, irla llevando. Así se construyó el TLC y se crearon mecanismos externos de garantía a la inversión extranjera. La ventaja comparativa que nos dio el TLC sigue siendo enorme, pero el tiempo inevitablemente la ha ido erosionando por el mero hecho de que otros países van ganando en competitividad y que los aranceles siguen bajando para todos. El reto ahora es doble y en ambos casos tiene que ver con nosotros mismos, con nuestras deficiencias y nuestros males. La pregunta es si las fuerzas políticas serán capaces de entenderse frente a un magno desafío interno y si el gobierno tendrá la capacidad de ejercer el liderazgo que el reto impone.