Luis Rubio
Pocas cosas causan tanto placer pero también asombro, vergüenza y tirria- como el observar a los funcionarios de los más altos niveles del pasado reciente, muchos de ellos hoy desempleados, teniendo que lidiar con los problemas cotidianos de los ciudadanos comunes y corrientes. Súbitamente, los hoy ciudadanos normales, se ven ante la necesidad de resolver problemas en asuntos tan mundanos como sus teléfonos caseros y celulares, así como batallar con cobros excesivos o injustificados por parte de los proveedores de servicios de entretenimiento, con los responsables de la emisión de licencias en el gobierno, con trámites de importación complejos y muchas veces infranqueables, y así sucesivamente. Asuntos mundanos que no son simples ni fáciles gracias a las regulaciones más bien restricciones- que ellos mismos impusieron (o no tuvieron las agallas de remover) cuando eran funcionarios. La vida para el consumidor no es fácil gracias a la ausencia de competencia en la economía mexicana o de instrumentos para hacer responsables a los funcionarios gubernamentales.
Aunque pudiera parecer justo que los hoy ex funcionarios padezcan lo que padece un ciudadano común, el tema revela mucho de nuestra peculiar realidad. Nuestros funcionarios rara vez tienen que ocuparse de las cosas mundanas, razón por la cual ni se enteran de la complejidad que entrañan. Por supuesto que saben de la inseguridad que padece la población, pero están casi aislados de ella, por lo que su grado de preocupación es otro. Lo mismo sucede con los abusos cotidianos en ámbitos tan diversos como la telefonía celular, el cobro de servicios públicos y privados o el de las aduanas, que hacen imposible recuperar una caja de vinos que una persona intentó importar o libros que otra compró del exterior, suponiendo que un tratado de libre comercio era eso, una invitación al intercambio libre de bienes.
La realidad para los consumidores mexicanos es muy distinta. Aunque hay muchos bienes importados disponibles en un sinnúmero de tiendas, una persona común todavía encuentra enormes barreras para llevar a cabo una importación. Esto constituye no sólo una barrera al comercio, sino una invitación al abuso por parte de los intermediarios. Lo mismo ocurre con el caso de la telefonía u otros servicios, frente a los cuales el consumidor prácticamente no tiene recurso de defensa alguno. Por ejemplo, una persona que osa contratar el servicio de larga distancia con una compañía distinta a Telmex corre el riesgo de que otros servicios contratados con la misma empresa en telefonía básica, como los digitales, súbitamente no funcionen. Los servicios bancarios son igualmente complejos para el usuario. Sin entrar en la problemática que experimenta una amplia porción de la población que simplemente no tiene acceso a los bancos o que no se siente bienvenida en sus adustas sucursales, los pocos que sí tienen ese acceso con frecuencia experimentan toda la fuerza de la burocracia privada cuando deben resolver algún problema con su tarjeta de crédito u otros servicios similares. El abuso de las empresas aseguradoras, sobre todo en lo que se refiere a seguros médicos, es legendario. Pero los funcionarios se mantenían al margen; contaban con un séquito que les resolvían estos problemas. No es lo mismo volver a ser ciudadano común y corriente y enfrentar la enorme indefensión en que vive la población.
El campo del comercio exterior es particularmente notorio, toda vez que ahí, a diferencia de los servicios internos, las reglas son (o supuestamente son) muy claras y transparentes. Muchos funcionarios se precian de la enorme (y encomiable) red de acuerdos de libre comercio con que cuenta el país, sin jamás reparar en el hecho de que los consumidores no pueden beneficiarse directamente de ellos. Los trámites de importación son tan engorrosos que el ciudadano acaba dependiendo de los empresarios dedicados a la importación (y sus pingues comisiones) para cualquier adquisición.
El problema no deja de ser paradójico. A final de cuentas, el objetivo más elemental de todo proceso de apertura y desregulación de una economía es precisamente el fortalecimiento de los consumidores sean estos empresas o familias- para obligar a los productores a elevar su competitividad, mejorar la calidad de sus bienes o servicios y, en el camino, crear las condiciones para que la población eleve sus ingresos. Aunque nadie puede dudar que la economía mexicana ha cambiado radicalmente a partir de la apertura a las importaciones a mediados de los ochenta, la realidad es que buena parte del actuar gubernamental desde entonces, pero sobre todo en los últimos seis años, se ha orientado a la protección de los productores y proveedores en la economía mexicana. Todavía peor, se recrearon infinitas regulaciones que no disminuyeron el volumen de importaciones, pero sí generaron enormes rentas para los intermediarios e importadores. De esta manera, el objetivo de simplificar y liberalizar acabó creando oportunidades para la aparición de un ejército de acaudalados intermediarios, todos ellos de facto solapados por las autoridades.
Contrario a lo que piensan muchos de los críticos del supuesto neoliberalismo de los últimos gobiernos, el problema del consumidor refleja las profundas dudas y titubeos con que los reformadores de los últimos años encararon la liberalización y desregulación de la economía. Si bien la política general fue una de apertura y eliminación de trabas a la inversión y al comercio, la realidad es que la aplicación de esas políticas dependió mucho más de las preferencias de cada secretaría responsable, que de la línea general del gobierno. De esta manera, por ejemplo, durante el sexenio de Carlos Salinas se liberalizaron las importaciones, pero se le otorgaron enormes privilegios a la empresa telefónica en el momento de su privatización. Lo mismo ocurrió con los bancos. En el sexenio de Ernesto Zedillo el énfasis reformador disminuyó sensiblemente y retornaron todo tipo de restricciones e impedimentos al comercio, a la inversión y, sobre todo, a los derechos de los consumidores. Es de elemental justicia poética el que esos mismos funcionarios tengan hoy que vivir con las consecuencias de su inacción o, peor, de sus abusos cuando tenían a su cargo funciones vitales del gobierno.
La pregunta es qué hacer al respecto. El gobierno actual se caracteriza por su imprecisión en materia de liberalización y desregulación. Igual hay secretarías que enfatizan con toda convicción la apertura, que otras que prefieren reinstalar la mano conductora del gobierno en los procesos económicos. En muchos casos, el gobierno no tiene opciones fáciles en materia de los derechos del consumidor, pues existen regulaciones difíciles de remover o modificar, como la concesión telefónica, pero en otros su margen de acción es inmenso. La permanencia de requisitos absurdos y onerosos como el del registro de importadores para poder adquirir un bien, así sea modesto, en otro país, sugiere que aun las regulaciones más fáciles de remover tienen vida propia.
Hay por lo menos tres áreas genéricas en las que el gobierno podría y debería actuar para eliminar burocratismos, imponer la disciplina del mercado y restringir el abuso de la burocracia, así como facilitar la vida del consumidor. El primero es uno en el que la retórica ha sido amplia y generosa, pero no así las acciones o los resultados. Por casi dos décadas, la palabra desregulación ha estado en boca de todo funcionario que se respete y, sin embargo, la vida del consumidor ha mejorado sólo marginalmente. Aunque las empresas efectivamente han visto disminuir las regulaciones que las afectan, persisten regulaciones absurdas en los todos ámbitos de la vida, sobre todo en los que afectan al consumidor. Una mirada a la complejidad (y oportunidad de corrupción) que existe en la emisión de licencias municipales de todo tipo es un buen lugar para comenzar. Por donde uno le busque, las oportunidades para mejorar y/o eliminar regulaciones que restringen los derechos de los consumidores, los intereses minoritarios en las empresas y la capacidad del ciudadano de resolver problemas en las oficinas gubernamentales son literalmente infinitas.
La segunda área genérica que ameritaría una revisión igualmente amplia sería la de la transparencia. Hoy en día, ningún consumidor conoce los criterios que norman las decisiones gubernamentales en materias tan diversas como licencias de conducir o permisos de construcción, emisión de pasaportes o concesiones telefónicas. Si el gobierno pretende imponer la transparencia en la información, es imperativo que inicie sus gestiones por la definición de criterios claros y transparentes en el conjunto de decisiones de su competencia. De esa manera, un consumidor sabría con anticipación qué documentos y qué requisitos existen para todo trámite gubernamental. El consumidor conocería con precisión qué tiene que hacer, cómo funciona el procedimiento y el porqué de cada requisito. Además, la transparencia conduciría al fin de la corrupción.
Finalmente, la tercera área en la que el gobierno tiene que incidir es la de la competencia. No hay mejor antídoto al abuso empresarial que la competencia. Si el consumidor cuenta con opciones reales en la obtención de algún bien o servicio, el potencial de abuso disminuye drásticamente. En una primera instancia, el gobierno tiene que promover la competencia como un fin en sí mismo, aunque de una manera inteligente. Por ejemplo, de nada sirve tomar como punto de referencia un mercado más amplio que el mexicano para la evaluación de un sector de la economía, si el consumidor no puede importar el bien específico. Por ello, la mejor promoción de la competencia reside en la apertura, en las importaciones y en la eliminación de restricciones. Además, existen diversas comisiones gubernamentales orientadas precisamente a velar por el funcionamiento de mercados complejos, como es el caso de la energía, las comunicaciones y la competencia en general. Sería tiempo de que se abocaran ahora a velar por los intereses del consumidor.