Referéndum vs. Bloque opositor

Luis Rubio

Los políticos parecen empeñados en ignorar al votante. Acostumbrados como están a vivir y actuar a expensas de él desde hace décadas, muchos políticos desarrollan estrategias de acceso al poder que reflejan un profundo desdén por el elector, pero sobre todo una concepción de la política que no se ajusta a la nueva realidad electoral que, quiérase o no, llegó para quedarse. Que el poder se alcance a través de las urnas es un fenómeno reciente en el país, lo que quizá explique la distancia que todavía prevalece entre las estrategias que diseñan los políticos y las preferencias del elector. Este tema es particularmente importante de cara a las elecciones de 2003 que, todo parece indicar, tendrán un carácter plebiscitario para el gobierno, en tanto que para la oposición serán motivo para conformar un bloque que busque desbancar definitivamente al gobierno del presidente Fox. Ignorar las preferencias de los electores puede acabar siendo muy costoso para los políticos y sus partidos.

Uno de los mitos de la política mexicana actual es suponer que un partido puede ganar la mayoría y controlar al país. Para unos, sobre todo los priístas, esa idea, un tanto restauracionista, ignora la aguda fragmentación que caracteriza al electorado nacional. Para otros, sobre todo los miembros del PRD, las preferencias que manifiestan los votantes no son tan importantes, pues creen que tarde o temprano, como por arte de magia, los electores reconocerán que sólo ese partido constituye una “verdadera” alternativa política. Para el gobierno y el PAN, por otra parte, los votantes son clave —a final de cuentas, ningún partido había invertido tanto a lo largo de su historia para atraer simpatizantes—, pero ahora, desde la perspectiva del poder, son igualmente propensos a ser manipulados. El tema de fondo es que muchos de los involucrados siguen concibiendo a la política mexicana como una de mayorías absolutas, la política de todo y nada, cuando la realidad cotidiana muestra justo lo contrario: la ausencia de mayorías absolutas, la fragmentación del poder y la necesidad de negociación entre intereses y partidos con frecuencia disímbolos.

A la luz de estos contrastes, cabe preguntarse si los políticos van a la cabeza de este proceso, dan forma al futuro y ejercen un liderazgo constructivo, o si, más bien, están a la zaga del vértigo que caracteriza a la dinámica del cambio en la escena nacional. No se trata de una pregunta ociosa, pues la evidencia, aunque no contundente, sugiere que los electores son cada vez más independientes, menos atados a un partido específico y, sobre todo, crecientemente dispuestos a modificar el mapa político nacional a través del único, y muy modesto, instrumento a su alcance: el voto. Fue así como, en 1997, el PRI perdió por primera vez la mayoría absoluta en el congreso. A partir de este momento, los ciudadanos comenzaron a experimentar con nuevas formas de organización política. Ya para el año 2000, los votantes no sólo favorecieron a un partido distinto al PRI para la presidencia, sino que diferenciaron su sufragio al momento de elegir a los representantes al congreso; de haber votado el mismo número de personas por el hoy presidente Fox y los candidatos de la Alianza por el Cambio (PAN y PVEM), esta coalición habría logrado una mayoría absoluta en el poder legislativo. Sin embargo, se induce que, con su voto, los electores quisieron evitar la repetición del viejo esquema priísta. En este sentido, es evidente que los votantes han sido sumamente cuidadosos con su voto, conscientes de que a través de él pueden hacer una gran diferencia. A la luz de lo anterior, parece absurda la pretensión de los partidos de ganar el favor de los votantes con estrategias que ignoran sus preferencias y prioridades, así como sus miedos y preocupaciones.

Si uno observa los debates públicos y analiza cómo interactúan los distintos actores políticos, sobre todo los miembros del congreso y el ejecutivo, todo sugiere que ellos se ven a sí mismos como protagonistas de un proceso en el que se están tomando (o impidiendo) grandes decisiones. En temas como el eléctrico, por citar el más evidente, las disputas son muy claras: unos proponen cambios ambiciosos que, estiman, podrían darle nueva vida a una industria medular para el desarrollo del conjunto de la actividad económica en el país, en tanto que otros, con el mismo propósito, se pronuncian por mantener el statu quo a ultranza. Lo esencial no es quiénes tienen razón, sino que ambas partes se ven a sí mismas como dueñas del destino del país. En cierto sentido, es obvio que, efectivamente, en sus manos se encuentra nuestro futuro, pues tienen el poder y la legitimidad para tomar esas decisiones. Sin embargo, desde otro ángulo, no es inconcebible que ambas partes se encuentren igualmente alejadas de las preferencias de los electores.

Aunque es imposible determinar qué piensa la mayoría de los ciudadanos sobre cada tema que es motivo de disputa en la agenda legislativa, no es difícil imaginar que les preocupa menos el proceso de toma de decisiones que los resultados. A los ciudadanos presumiblemente les inquieta la sensación de parálisis económica, la ausencia de oportunidades, la complejidad que acompaña a cualquier trámite gubernamental, todos ellos factores con los que tienen que lidiar a diario y constituyen su principal punto de contacto con el gobierno. Si la energía eléctrica se financia bajo un esquema obtuso como el de la autogeneración o con los llamados pidiregas, o si fuese mejor hacerlo de manera directa, abierta y sin eufemismos, son detalles sobre los que la mayoría de los electores tiene poco o nada que decir. Eso no obsta para que los políticos se rasguen las vestiduras y pretendan que en ese tema se juega el futuro de la economía o la soberanía de la nación en pleno.

El comportamiento de los votantes a lo largo de los últimos años difícilmente se explica por las acciones de los políticos. Por supuesto que las campañas y el devenir cotidiano impactan sus decisiones, pero todo indica que el votante mexicano hace años decidió cambiar la realidad política nacional por medio de su voto. Los políticos, sin embargo, observan cada elección como si se tratara de un referéndum de la totalidad del acontecer nacional. Cada justa electoral, así sea la de una alcaldía menor, es analizada en función de la estrategia electoral a nivel nacional. Independientemente de las circunstancias locales específicas, los partidos, sobre todo el PRI, tienden a ver grandes señales para el país en su conjunto con cada resultado electoral; en algunas ocasiones llegan al extremo, como fue en Tabasco, de intentar extorsionar al gobierno federal en torno al resultado de alguna elección. El león cree que todos son de su condición. El punto es que no hay elemento objetivo alguno que permita asegurar que los resultados electorales a nivel local, o incluso los arrojados en varios estados, constituyan una tendencia que inexorablemente va a repetirse y confirmarse a escala federal. Es obvio, los electores han tenido habilidad y disposición para modificar sus preferencias en diversos momentos (e, incluso, en una misma elección), lo que hace virtualmente imposible predecir en este momento lo que ocurrirá en 2003.

Es a la luz de estas circunstancias que deben visualizarse las dos estrategias que se perfilan para ser desplegadas por los partidos políticos dentro de un año. Por el lado de la oposición, hay muchos políticos que propugnan por una estrategia de bloque, de oposición unificada contra el PAN y el presidente. Su argumento parte del supuesto que combina la idea de una población curada de espanto, un presidente poco efectivo y, a la luz de lo anterior, un reconocimiento a los partidos con experiencia en momentos en que el gobierno actual muestra niveles bajos de popularidad. Al margen de las opiniones que a cada persona le generen estos supuestos, es evidente que los estrategas de la oposición no están considerando la posibilidad de que muchos electores coincidan con las premisas que animan a esta estrategia y, sin embargo, arriben a una conclusión radicalmente distinta. Por décadas, el PRI vendió la noción de que era el único partido capaz de gobernar a México. A pesar de ello, los electores optaron por fuerzas políticas distintas en 1997 y 2000, lo que dibuja una capacidad de decisión por encima de la lógica de los ahora opositores. Algo semejante podría ocurrir en 2003.

Pero también por el lado del PAN y del gobierno se cuecen habas. Ahí también viene creciendo la idea de convertir a las elecciones intermedias en un referéndum de las acciones gubernamentales o, quizá más lógicamente, de la idea de cambio que animó la exitosa campaña del entonces candidato presidencial Vicente Fox. Esta parte asume que los electores reconocen dos premisas básicas: uno, que el gobierno actual ha avanzado poco por culpa de la oposición en el congreso, lo cual los conduciría a votar por el PAN para darle una mayoría absoluta en la cámara baja; y dos, que los electores siguen prefiriendo un cambio que el regreso a los políticos de antaño, con todo y los avatares de la administración actual.

Ahora, con el proceso electoral de 2003 en puerta, cabe interrogarse cuál de las dos dinámicas tiene posibilidad de triunfar el año próximo: la de los políticos que creen que pueden obligar a los votantes a ajustarse a sus premisas, o la de los votantes “rebeldes” que cambiaron el panorama político primero en 1997 y luego en 2000. Si la experiencia de los últimos años es indicativa de algo, todo sugiere que ambas nociones son improbables.

La población, previsiblemente, no se pronunciará en forma avasalladora por el presidente, pero mucho menos apoyará la noción de un bloque opositor. La historia reciente sugiere que sería mucho más factible que los ciudadanos le den al presidente el beneficio de la duda sin que su apoyo sea abrumador. En este sentido, al margen de los mejores planes y estrategias de los políticos, irónicamente, mucho dependerá de qué tanto cooperarán o se pelearán en los próximos meses. La moneda está en el aire, pero no así los riesgos, enormes tanto para los partidos como para el país.

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¿Marchando firmemente hacia dónde?

Luis Rubio

Luego de observar una burda manipulación de las decisiones públicas, Winston Smith, el protagonista de 1984, la novela de George Orwell, se preguntaba, atónito, si ¿sería posible que se pudieran tragar eso?. Algo similar puede decirse de las intrigas, embrollos y grillas que han caracterizado muchas de las decisiones públicas de estos días. La mayoría de los mexicanos seguramente se encuentra como Smith, perpleja ante la incapacidad del gobierno mexicano los tres poderes- para entablar acuerdos en temas elementales como la generación eléctrica, la salud financiera del gobierno y las relaciones internacionales. Por principio, si la política es el arte de conciliar diferencias, los políticos no pueden evitar vivir en un mundo conflictivo. Sin embargo, mucha de la controversia que caracteriza al debate público en la actualidad, refleja menos diferencias de posturas que una necesidad imperiosa por marcar distancias y fronteras: qué corresponde a quién y por qué no podemos colaborar. Es una buena noticia saber que es preferible ese tipo de disputas a los asuntos que aquejan a naciones como Venezuela y Argentina. La mala noticia es que los problemas de otros son un pobre consuelo para quienes salen perjudicados de que nada bueno se decida. Y, sin embargo, hay muchos pequeños avances en el horizonte.

La problemática no es nueva. La novedad son las tensiones que tienden a acrecentarse, pero aun en ese entorno no es infrecuente que se den algunos avances. Luego de semanas de fuertes embates en ambas direcciones, el presidente se reunió con los líderes del legislativo, demostrando que no toda la retórica inflamante tiene un referente directo en intereses o posiciones encontradas. Quizá lo más importante y positivo fue la facilidad con que el sistema político pudo absorber los excesos retóricos de las últimas semanas. Afortunadamente esto muestra que nuestros políticos son más pragmáticos que dogmáticos y que, a pesar de todo, están más dispuestos a construir que a impedir.

Y, sin embargo, el desempeño legislativo de los últimos años es poco promisorio. Ciertamente, el récord numérico el volumen de leyes aprobadas no es pequeño, pues lejos de no hacer nada, las últimas dos legislaturas, de 1997 a la fecha, han aprobado un número de dictámenes tan alto o mayor que en el pasado. La diferencia esencial entre el pasado y el presente reside menos en los números que en la naturaleza de estas iniciativas. Mientras más controvertido o disputado ha sido un tema, menos probabilidad ha tenido de ser aprobado. La lista de temas rezagados habla por sí misma: electricidad, petroquímica, telecomunicaciones, régimen laboral, reforma fiscal, etcétera. Cuando un asunto es demasiado fuerte para el discurso político, los legisladores prefieren evadirlo.

Una manera de observar el fenómeno político actual es culpando a una de las partes. Otra sería analizar la complejidad de los temas, los riesgos políticos implícitos entre quienes toman decisiones y los incentivos que animan a cada uno de los jugadores en el proceso. Pero también hay una manera pragmática de tratar de comprender los procesos que caracterizan a la política nacional: si bien en algunos momentos la retórica es por demás incendiaria (cuando no totalmente absurda y contraproducente), otro rasgo visible de la política actual es el pragmatismo de los participantes. Junto a la retórica hay un proceso de aprendizaje que, con suerte, poco a poco irá dando forma a las estructuras y relaciones que podrían hacer posible el desarrollo de un sistema político más eficiente.

A la fecha, hemos pasado de un sistema efectivo (aunque del que no siempre emanaban buenas decisiones) pero con contrapesos enclenques y muy endebles o, en todo caso, manipulables en lo obscuro, a otro sistema con contrapesos pero sin efectividad. Antes, los gobiernos podían decidir y actuar con sólo satisfacer los intereses primordiales de su coalición (algo que no siempre era tan fácil como sugiere la mitología actual). El congreso era una mera caja de resonancia que siempre se podía disciplinar con todo el instrumental de premios y castigos a disposición del presidente. Ahora eso ha cambiado. El congreso se ha convertido en un contrapeso efectivo de las decisiones presidenciales. Sin embargo, la idea de la separación de poderes que originalmente emanó de El Espíritu de las Leyes de Montesquieu, no postulaba un poder público que impidiera el trabajo de los otros poderes, sino el equilibrio entre éstos a fin de que las decisiones gubernamentales fuesen, a la vez, efectivas y representativas. La relación entre los poderes públicos en la actualidad no favorece ni lo uno ni lo otro.

Los problemas estructurales del sistema político explican al menos parte de la situación actual. En ausencia de mecanismos de representación efectivos, es decir, de vínculos entre representantes y representados, los legisladores desarrollan más una cercanía próxima con sus líderes partidistas antes que con la ciudadanía. Sin duda, mucho se podría hacer en este frente para elevar la representatividad del sistema, pero para que los poderes públicos puedan experimentar un cambio en esta dirección, es primero necesario arribar a un consenso de por lo menos el diagnóstico del problema. Por mucho tiempo ésto parecía imposible: cada uno ensillado en su macho, partidos y poderes públicos se mostraban incapaces de ver más allá de sus intereses inmediatos.

Algunos sucesos recientes muestran que en todas las esquinas del cuadrilátero político hay capacidad de raciocinio. Por ejemplo, luego del voto del senado en contra de la solicitud presidencial para ausentarse del país, vino una fuerte resaca popular en contra del poder legislativo y del PRI en particular. Cuando tuvo lugar el siguiente encuentro, esta vez en torno a la conversación telefónica difundida por Fidel Castro, los legisladores, que podían haber hecho leña a más no poder del error ajeno, fueron por demás comedidos en sus comentarios públicos. Se generó entre muchos de los involucrados un aprendizaje nada despreciable. Lo mismo se puede decir de la invitación presidencial para emprender conversaciones con los legisladores. La mayoría de los políticos mexicanos practican el ensayo y el error que, natural e inevitablemente, caracteriza a un sistema que ya no cuenta con sus viejas anclas de certidumbre y claridad meridianas. Todo mundo parece reconocer que es necesario construir algo nuevo, aunque nadie esté seguro de cómo será aquello o quiénes serán los socios con los que se podrá trabajar en la nueva empresa.

A lo largo del primer año de gobierno, dentro del gabinete del Presidente Fox triunfó la idea de acercarse al PRI para intentar construir los andamios, si no de un nuevo sistema político, al menos de una relación que permitiese al gobierno funcionar. El fracaso de la reforma fiscal en diciembre pasado cerró el primer capítulo de esa estrategia y abrió la puerta a otros esquemas, tácticas y relaciones en el camino. El enfrentamiento en torno al viaje a E.U. mostró la capacidad y disposición de ambas partes para recurrir a una estrategia de confrontación. Pero esta situación duró sólo unos días, pues muy pronto sería relevada por los intentos de encontrar una ruta común. La estrategia de confrontación tiene, desde el punto de vista del ejecutivo, una lógica impecable promover el cambio prometido en la campaña presidencial pero adolece de un problema elemental: ese cambio nunca se definió y es al menos dudoso que exista una base de apoyo legislativo para dar salida a iniciativas muy ambiciosas. Por su parte, los priístas, políticos experimentados, pueden aborrecer su condición de no detentar el poder a pesar de pertenecer al partido de la revolución y retorcerse al advertir que el partido a quien siempre juzgaron como la reacción ocupa su lugar. Pero su pragmatismo es superior a su ideología y seguramente no van a desaprovechar la oportunidad de afianzarse en el proceso político y participar en la toma de decisiones. En este sentido, dada la experiencia reciente, es obvio que la confrontación retornará en la medida en que se acerquen las elecciones de julio de 2003, pero no es imposible que puedan formularse algunos entendimientos en el ínter.

Sea como fuere, dos parecen ser las dinámicas distintivas. Por un lado, hay un problema en el origen de este gobierno que desdibuja todo el panorama político actual. Los verdaderos perdedores de la elección de 2000 no fueron los priístas en general, sino específicamente los tecnócratas. Esto ha hecho posible que los priístas se sientan tan cómodos y no actúen como perdedores. Desde su óptica, la población reprobó a los gobiernos de tecnócratas y no a ellos. La misma condición, pero a la inversa, caracteriza al gobierno del presidente Fox: su verdadera lucha fue contra el viejo PRI y no contra los tecnócratas pues desde un principio reconoció la necesidad de continuar por el rumbo de apertura y liberalización económica abierto por sus antecesores, pero tanto el PRI como el PRD se han dedicado a bloquear su camino por las mismas razones ideológicas y políticas con que obstaculizaban a los presidentes reformadores anteriores, aunque con armas mucho menos efectivas que las actuales. Esta situación hace que la política mexicana viva una indefinición ideológica, pues a nadie parece convenirle llegar a una definición. Sin embargo, quien logre trazarla primero probablemente ganará la legitimidad de largo plazo.

La otra dinámica tiene que ver con las percepciones que genera entre la población la relación entre el poder ejecutivo y el legislativo. Por mucho tiempo, los legisladores se encontraron relativamente aislados y, por lo tanto, protegidos de los avatares de la opinión pública. Ahora, están expuestos y reconocen que sus acciones tienen consecuencias. La pregunta es cómo se traducirá ese reconocimiento en acciones legislativas que sean clave para el desarrollo económico y, por lo tanto, para el bienestar de la población. Sin duda, todos los ciudadanos estarán observando y esa es la mejor garantía para generar presión en todos los políticos. Lo que resta es observar en qué se traducirá esa presión.

 

La nueva realidad política

Luis Rubio

El problema político del México actual se manifiesta en la fuerte tensión que se ha observado entre los poderes ejecutivo y legislativo –sobre todo con el PRI- a lo largo de las últimas semanas. En este contexto, Cuba es una mera anécdota, una excusa. No es tan sólo que se confronten lógicas contrastantes como las que normalmente existen entre poderes públicos distintos o entre partidos políticos que compiten entre sí, sino que se trata de una guerra de palabras que refleja intereses y visiones muy diferentes. Independientemente del ánimo que inspira a cada una de las partes en esta disputa, el hecho es que nos encontramos en plena contienda electoral, quince meses antes de que ésta tenga lugar. Esta realidad no parece propicia para que el gobierno –ejecutivo y legislativo en conjunto- cumpla su cometido, pero sí puede ser conducente a una grave crisis política que muchos pueden ansiar, pero que seguro a nadie beneficiaría. De cualquier forma, el gobierno tiene que actuar o de lo contrario podría acabar sucumbiendo.

Las tensiones entre el ejecutivo y legislativo comenzaron desde 1997 y su evolución desde entonces apuntaba en la dirección de un conflicto cada vez mayor. Pero si bien el conflicto parecía anunciado, lo que ha resultado sorprendente es la pasividad que por meses caracterizó a la administración del presidente Fox. Con excepción de unas cuantas áreas de su gobierno, la administración se ha caracterizado por la ausencia de iniciativa, por la falta de empuje y por la casi total ausencia de militancia. En lugar de impulsar las iniciativas que propuso a lo largo de la campaña electoral, el gobierno se ha dejado mangonear por los legisladores quienes, parafraseando lo dicho por el Presidente en su discurso inaugural, se han dedicado a proponer y disponer en todos los ámbitos. El problema ha llegado a ser de tal magnitud que los diputados y senadores ya no se limitan a iniciar y aprobar sus propias iniciativas, desdeñando en muchos de los casos las del ejecutivo, sino que incluso se han tratado de apoderar de ámbitos de actividad que, de acuerdo a la Constitución, son de competencia exclusiva del ejecutivo.

Por muchos meses, las tensiones no eran más que eso: manifestaciones de formas contrapuestas de ver al mundo, expresiones de posturas encontradas sobre la responsabilidad de cada uno de los poderes y, en todo caso, posturas ideológicas o políticas propias de cada persona o partido. El actuar de los legisladores, por su parte, reflejaba tanto su percepción de la creciente importancia del poder al que representan, pero sobre todo la oportunidad de ir al ataque, peleando el todo por el todo, aprovechando que la popularidad del presidente iba en descenso. No hay la menor duda de que los legisladores, sobre todo los del PRI, han estado actuando de acuerdo a los incentivos que crea la configuración política actual y que su comportamiento refleja un sistema institucional defectuoso que no contribuye a realizar la esencia de un sistema de división de poderes: acotar el poder y promover la cooperación para arribar a buenas decisiones. Desde esta perspectiva, la decisión de los senadores de la oposición de negarle el permiso para ausentarse del país no fue sino la gota que derramó el vaso. Todo estaba listo para que las tensiones afloraran, dando lugar a una nueva realidad política.

La nueva realidad política es muy sencilla, y muy riesgosa. Desde ahora, quince meses antes de las elecciones intermedias, toda la política mexicana se ha volcado sobre esa justa electoral, poniendo en entredicho todo, desde la recuperación de la economía hasta la creación de nuevos empleos y las reformas que le urgen al país, en todos los ámbitos. Hace un par de semanas se dio el banderazo inicial a la temporada electoral, lo que implica que la comunicación entre los poderes ejecutivo y legislativo posiblemente se reduzca a lo mínimo esencial, en tanto que las oportunidades de una reactivación temprana de la actividad económica se postergan, si no es que se cancelan del todo. La oposición legislativa huele sangre y se está dedicando a minar la credibilidad ya no sólo de los secretarios que asoman la cabeza, sino del Presidente mismo. Desde luego, en las elecciones, como en la guerra, todo se vale, pero los riesgos de sumir al país en la obscuridad corren en forma paralela.

Los riesgos son evidentes a todas luces y nadie de entre los involucrados parece estar dispuesto a ceder terreno en aras de retornar a la concordia. El poder legislativo fue el primero en sonar los tambores de guerra, pero el ejecutivo dio pie a que la situación llegara hasta estos extremos. Luego de un inicio estruendoso y a tambor batiente, el presidente ha permitido que a lo largo de estos meses su administración se desvanezca, que se consuma en diferencias intestinas con frecuencia triviales y, sobre todo, que muchos miembros de su gabinete estén indispuestos o sean incapaces de avanzar y defender las iniciativas de la administración. El Presidente afirmó en su discurso inaugural que él propondría y que el Congreso dispondría. Más allá de las atribuciones que los legisladores se han arrogado a la brava, no hay la menor duda de que la administración no ha hecho muchas propuestas y mucho menos las ha defendido como ameritan las circunstancias.

No es casualidad que los legisladores ataquen a los miembros más visibles, y con frecuencia aguerridos, del gabinete del Presidente Fox. Son precisamente ellos quienes, en la práctica, han sostenido la línea de defensa de la administración frente al embate de los legisladores. Así como Castañeda ha marcado la línea y sostiene una postura consistente con la naturaleza, origen y legitimidad del primer gobierno no priísta de nuestra historia moderna, hay varios secretarios débiles que no logran ni siquiera proponer con claridad sus iniciativas, por no hablar de avanzarlas o defenderlas con la consistencia y fortaleza que se requiere. Basta observar el naufragio del proyecto de evaluación educativa o la ausencia de resultados en materia de seguridad pública para hacer evidente que las únicas áreas del gobierno que avanzan son aquéllas que tienen un promotor activo que presenta sus proyectos, los defiende y los hace valer. Cada uno de los pocos secretarios que cumple con esas características tiene un estilo propio, pero es evidente que todos comparten una cosa: todos ellos funcionan, operan dentro de su ámbito y sostienen la línea gubernamental. Lo que el presidente Fox requiere en cada secretaría es un defensor serio, comprometido, con conocimiento y convicción de su proyecto.

Si los meses pasados han sido difíciles para la nueva administración, los próximos prometen ser por demás complejos y riesgosos. A menos de que se recupere la economía o el presidente Fox cambie su manera de conducir al gobierno (idealmente los dos), la lucha entre los dos poderes va a resultar desgastante y ruin. De mantenerse la pasividad que ha caracterizado a la administración hasta ahora, el camino hacia adelante no parece halagüeño. Más bien, lo contrario.

Ahora que la contienda electoral por el 2003 ya inició, el Presidente ha quedado confrontado con un dilema muy simple: aceptar una derrota o iniciar una ofensiva capaz de lograr el triunfo electoral en el 2003. Si bien existían otras opciones, el rompimiento de lanzas que representó el affaire del viaje al extranjero no le deja otra alternativa. Su única opción ahora es la de abogar por sus tesis y desacreditar los obstáculos que de manera sistemática le ha impuesto la oposición. Esto implica no sólo una actitud, sino también un equipo. De haber otros activistas comprometidos, como los que hay en las pocas secretarías efectivas del gobierno, la administración cobraría la vitalidad que le hace falta y recuperaría su popularidad, dándole la mejor oportunidad de ganar las elecciones legislativas del 2003.

Los conflictos que han surgido entre el ejecutivo y el legislativo evidencian la naturaleza del problema, a la vez que sugieren oportunidades para los próximos meses. El conflicto con Cuba, exacerbado en los últimos días por el flagrante intervencionismo del gobierno de aquel país en la política interna de México, revela fuertes fisuras dentro de la política mexicana. Uno puede estar o no de acuerdo con la postura que ha adoptado el gobierno en los foros internacionales sobre los derechos humanos en el país isleño, pero eso no quita que la Constitución le confiere al ejecutivo el manejo de la política exterior del país. De hecho, es casi natural que un gobierno fresco y nuevo tome posturas de vanguardia en foros como el de ONU. Lo paradójico y difícil de explicar no es la motivación gubernamental de marcar nuevas pautas, sino la peculiar contradicción de los políticos de izquierda en el país que se quedaron atorados en los sesenta en materia ideológica, pero que emplean los mecanismos y libertades de la incipiente democracia mexicana para expresarse, algo con lo que los cubanos no cuentan.

Algo semejante ocurre en el ámbito de la educación. En este campo se puede observar cómo la ausencia de una postura firme por parte del ejecutivo le dio pie al congreso para neutralizar su iniciativa de reforma, haciendo irrelevante a la que quizá era la propuesta más importante del sexenio, sobre el tema más sensible para la procuración de los empleos e ingresos de los mexicanos menos pudientes. En este caso, los legisladores han optado por la defensa de los intereses más rancios y reaccionarios del viejo corporativismo. Sin embargo, esto no ha ocurrido por casualidad, sino por la ausencia de una activa defensa por parte del ejecutivo de sus iniciativas y propuestas.

El presidente tiene la mesa puesta: esta es la oportunidad de replantear su proyecto de gobierno, de explicarle al electorado los porqués y de convencer a la población de la oportunidad que representa “el cambio”. Es decir, una estrategia que construya un triunfo electoral para el 2003. Dadas las circunstancias, su única posibilidad es la de retomar la iniciativa, tal y como lo hizo recientemente en Ginebra respecto del caso cubano. La alternativa es conceder el fin de su sexenio casi antes de comenzar.

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Doña Pandora

Luis Rubio

La reciente escaramuza entre el Senado y el Presidente de la República abrió la caja de Pandora. Hasta ese momento, la política mexicana había evolucionado sin grandes sobresaltos, a pesar del cambio mayúsculo que representó el triunfo electoral de Vicente Fox en julio del 2000. Ciertamente los priístas se sentían, a una misma vez, liberados y huérfanos y la retórica política en general había cambiado de tono y, marginalmente, de contenido. Pero el distanciamiento entre los dos poderes no era nuevo, sino que había comenzado desde 1997. La decisión de los senadores priístas de negar al presidente la autorización para viajar a Estados Unidos y Canadá, así como la decisión del Presidente de modificar su estrategia de cooperación y acercamiento con el PRI al definirlo como el principal obstáculo a sus planes, constituye el inicio de una nueva etapa en la política nacional. El desenlace de esta etapa determinará si se construye o destruye la posibilidad de llevar firmemente al país al siglo XXI.

El desafío, y los riesgos, difícilmente podrían ser mayores. Desde hace tiempo se venían escuchando los tambores de guerra. Por el lado de los priístas había la sensación de que todas las acciones que emanaban del poder ejecutivo –desde las filtraciones no intencionadas hasta las decisiones formales y debidamente meditadas- iban directamente en su contra y constituían amenazas frontales contra su integridad. Políticos experimentados y avezados, que llevan años curtiendo su piel, súbitamente mostraron una inédita susceptibilidad, incluso a sabiendas de que muchas de esas supuestas amenazas no reflejaban más que problemas de coordinación, inexperiencia y el desorden tradicional de la administración pública mexicana. Algo similar ocurría por el lado del ejecutivo, aunque por distintas razones. En el ejecutivo ha reinado la sensación de acoso, de que los priístas buscan descarrilar a su gobierno, no importando el costo de sus acciones. Además, el actuar presidencial a lo largo de estos primeros dieciséis meses ha evidenciado las diferencias de opinión y estrategia de los distintos miembros del gabinete. Aunque en casi todos los casos ha prevalecido la opinión de quienes abogan por un acercamiento con el PRI como la única contraparte posible, siempre ha existido una fuerte disidencia que argumenta que el voto del 2 de julio del 2000 fue para cambiar al país y no para negociar el contenido o ritmo de ese cambio con el PRI. Es esta segunda vertiente la que triunfó en la decisión del Presidente de acusar al PRI de impedir el desarrollo del país el pasado 9 de abril.

De esta forma, luego de casi cinco años de experimentar las vicisitudes de  gobiernos divididos, la política nacional nuevamente entró en territorio desconocido. Hasta ese momento se observaba tensión entre los poderes, muy al estilo de la que caracterizó a la segunda mitad del sexenio pasado. Las diferencias, cuando se presentaban, tenían más que ver con la personalidad de los actores en el drama que con la naturaleza de la disputa. En estos años (1997 en adelante), el congreso aprobó algunas iniciativas e ignoró otras, se intentó el consenso en algunos proyectos y se tergiversaron y diluyeron otros. Pero todo mundo –en ambos poderes- trató de mantener un cierto clima de normalidad. Los miembros del congreso comenzaron a rebelarse a partir de 1997 y lo han seguido haciendo cada vez con mayor intensidad. El recurso a controversias constitucionales permitió evitar confrontaciones directas y el comportamiento institucional de todos los actores facilitó el tránsito no sólo de un gobierno (y un partido) a otro, sino de una era a otra. El primer hito ocurrió en 1997, fecha en que el PRI perdió la mayoría en el Congreso. Más tarde vino el triunfo de Fox. Sin pretender disminuir en lo más mínimo la trascendencia de este suceso, no es imposible que en algunos años veamos los acontecimientos de la semana pasada como el principio de una nueva era.

La pregunta ahora es qué sigue. Los hechos son muy claros: el Senado, en uso pleno de sus facultades y atribuciones, rechazó la solicitud del Presidente para ausentarse del país. Se puede discutir hasta el cansancio si esa disposición  tiene sentido o razón de ser o si debe ser eliminada e, igualmente, se puede debatir la sensatez del Senado de hacer uso de ciertas atribuciones, que acaban involucrando a terceros países, para expresar su insatisfacción con la administración actual. Es evidente que lo importante para los senadores era responder a los agravios de que sintieron fueron objeto y no el viaje en cuestión. Pero el factor objetivo es que el Senado rechazó la solicitud del ejecutivo y que el Presidente decidió dar la cara para señalar al PRI como el principal obstáculo al buen desempeño de su gobierno. Esta iniciativa del Presidente ha tenido el efecto inmediato de elevar su popularidad y mermar la  del PRI. Más allá de este primer resultado, todo es especulación: si bien es posible que ambas partes retornen a una postura de negociación, también es factible que a partir de ahora se inicie la contienda electoral de julio del 2003. Aunque ambas son posibles –y lo más probable es que algo de las dos caracterice los próximos meses- no cabe la menor duda de que es muy difícil sostener una campaña electoral efectiva tan larga para un gobierno en funciones. Puesto en otros términos, no hay duda de que el Presidente ganó con gran astucia la primera partida. La pregunta es cómo avanzará en los siguientes rounds.

De aquí en adelante tenemos un gran problema, dos escenarios y una enorme oportunidad. El problema no es nuevo. De hecho, éste se manifiesta de distintas maneras en todos los ámbitos y regiones del país y consiste en que nuestro sistema de gobierno resulta totalmente disfuncional. El problema nada tiene que ver con las personas que integran los diversos órganos del gobierno, sino con la estructura de las instituciones mismas y con los incentivos que éstas crean. En otras palabras, no se trata de un problema de habilidad o experiencia, sino de incompatibilidad entre la nueva realidad del poder y la estructura institucional. El sistema actual no permite una interacción efectiva entre los poderes ni facilita la toma de decisiones, particularmente las más complejas y, por lo tanto, más trascendentes para el desarrollo del país. No es casualidad que cuando se analiza la labor legislativa se constate que la productividad es alta en materias que no involucran mayor controversia, y mínima o nula cuando las iniciativas tocan temas sensibles, cargados de mitos e ideología. Es evidente que esa no es manera de gobernar, ni de sentar las bases para que el país se desarrolle.

El país no cuenta con un sistema de gobierno eficaz. La antigua eficacia, que los priístas llaman gobernabilidad, era producto de una realidad política muy distinta: en la medida en que toda la estructura del PRI servía para ejercer el poder, la presidencia era muy fuerte; ahora que el PRI ya no se encuentra en la presidencia, la realidad del poder es otra. En estas circunstancias, tanto el Presidente como los legisladores merecen un reconocimiento público porque, aun teniendo todos los incentivos para crear un enorme desorden, se han comportado de una manera verdaderamente institucional. El caso de la economía lo ilustra de forma patente: los legisladores le han dado al ejecutivo facultades para garantizar la estabilidad de la economía y el presidente se ha aferrado en mantenerla a toda costa. Esto puede parecer peccata minuta, pero es lo que nos diferencia de países con severos problemas como Argentina y Venezuela.

A partir de esta realidad, hay dos escenarios que uno puede contemplar para los próximos catorce meses. Por una parte, se podría dar un escenario de conflicto, cuyas primeras descargas se dieron la semana pasada. Unos atacan y otros responden. La guerra de palabras se agudiza, la sensación de caos se eleva y, el país pierde el sentido de dirección. Algunos calculan que la sensación de caos se le puede achacar a la inexperiencia del nuevo partido en el poder, por lo que insisten en promoverla, en tanto que otros estiman que la población es suficientemente sensata como para reconocer quién hace qué. El presidente apostó por esto último la semana pasada y arrolló al PRI en el camino. Aunque es evidente que un escenario de conflicto no le sirve a nadie,  no siempre es fácil reconocer su futilidad. Muchas crisis nacionales en diversos países han comenzado con pequeñas acciones, aparentemente innocuas, que a la larga acabaron pavimentando el camino al infierno. Si la civilidad de los últimos meses es indicativa, este escenario parece poco probable. Pero en el calor del momento y ante la ausencia de mecanismos para obligar a los legisladores a rendir cuentas, cualquier cosa podría ser posible.

El otro escenario posible sería uno de cooperación. En este escenario, una vez pasada la crisis inicial, los ánimos retornan a la normalidad y las partes (otra vez, partidos y ejecutivo) comienzan a procurar maneras de avanzar los puntos de acuerdo, a privilegiar los cambios que son indispensables para evitar situaciones de conflicto como el de la semana pasada y a avanzar la agenda de reformas urgentes. Las partes cooperarían no por efecto de un súbito despertar, sino por el cálculo consciente de que todos salen perdiendo ante una situación o percepción de caos. Es decir, cada una de las partes llegaría a la conclusión de que todo mundo pierde en un escenario de conflicto. Desde luego, la pregunta obvia y obligada es si será posible esperar semejante madurez en actores que en días pasados no dudaron en acercarse al precipicio.

A final de cuentas, todos sabíamos que, tarde o temprano, nos enfrentaríamos a una situación como la actual. Los fusibles se encontraban listos, esperando el momento de estallar. Ahora que los políticos tienen la verdad de frente y no la pueden esquivar, se presenta la extraordinaria oportunidad de resolver el problema de fondo, el de la disfuncionalidad del sistema de gobierno. Resuelto lo anterior, el resto fluirá de manera natural. El problema es que el otro escenario existe y también puede hacerse realidad.

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Reforma del Estado: ¿para qué?

Luis Rubio

Abunda la retórica y el discurso sobre la llamada «reforma del Estado», pero nadie parece precisarla. Unos quieren algo tan grande y oneroso, que su mismo tamaño lo hace imposible de ser considerado. Otros tienen objetivos tan concretos y particulares en mente que acaban por trivializar la imperativa necesidad de reformar al gobierno y hacerlo capaz de responder ante las nuevas realidades que enfrenta el país. El gobierno mexicano de los últimos años no ha sido capaz de crear condiciones apropiadas para generar crecimiento económico o para acabar con la inseguridad pública, para atacar la pobreza o para dotar a los mexicanos de una educación consistente con los retos que enfrenta la población en el mercado de trabajo. Nadie puede tener la menor duda de que es necesario reformar al gobierno. Pero hay que empezar por el principio, por el objetivo. Lo imperativo es crear un gobierno eficaz.

En la actualidad, el gobierno mexicano es todo menos eficaz: es grande e improductivo; obstaculiza la iniciativa individual y burocratiza la actividad productiva; genera inestabilidad e inseguridad; no es representativo ni favorece el desarrollo de una ciudadanía responsable. En suma, el Estado mexicano actual no sirve para lo que cuenta: para crear las condiciones necesarias para que los mexicanos en general, y la economía en particular, puedan prosperar. Ese y no otro debería ser el propósito de la llamada reforma del Estado.

Siendo tan claro el objetivo, la pregunta es ¿por qué se ha orientado el debate público en torno a la famosa reforma hacia temas tan diversos como el voto de los mexicanos en el extranjero y la redacción de una nueva constitución, el federalismo y la fortaleza del poder legislativo, por citar algunos ejemplos evidentes? No hay duda de que la mayoría de los que opinan sobre el tema lo hacen de buena fe, comenzando por los miembros de la comisión que se creó luego del triunfo del hoy presidente Vicente Fox. Otros más lo harán simplemente para llevar agua (y dinero) a su molino. Sin embargo, el verdadero tema de fondo es que ninguna de esas ideas, desde las grandes propuestas de construir una nueva estructura institucional en substitución de la actual, hasta la mayoría de las propuestas más concretas y específicas, atiende al problema central: cómo hacer que funcione eficazmente el gobierno mexicano.

El gobierno mexicano ha sido ineficaz por muchos años, pero esa ineficacia se ha exacerbado a partir del 2000. Antes, hace décadas, el gobierno era muy eficaz para sus propios objetivos, pero extraordinariamente ineficaz para atender al ciudadano en cualquiera de sus actividades. Lo que le importaba al gobierno era que el país funcionara razonablemente bien para que los integrantes de la clase política pudiesen disfrutar de los beneficios. Desde esta perspectiva, la eficacia del sistema era muy elevada: existía estabilidad, la economía más o menos prosperaba y la mayoría de la población aceptaba las circunstancias con mayor o menor júbilo. Ese mundo de hadas se vino abajo en los setenta en parte porque el gobierno de entonces decidió cambiar súbitamente las reglas del juego, generando extraordinarios niveles de inflación, lo que comenzó a carcomer todo: el crecimiento de la economía y la estabilidad social, la educación y la estructura familiar. El punto no es elogiar una era que, a pesar de sus logros, se encontraba saturada de problemas y conflictos, sino marcar el comienzo de la era de descomposición y, luego, de intentos de reforma que siguieron.

Las reformas que se intentaron a partir de mediados de los ochenta nacieron truncas porque enarbolaban un objetivo que de entrada era contradictorio: sin duda perseguían mejorar el desempeño de la economía y elevar los índices de bienestar de la sociedad. Pero un componente indisoluble de la estrategia de reforma era el de intentar preservar la estructura política que por décadas había caracterizado al país. Es decir, las reformas enfrentaban la limitante absoluta de que no podían trascender la estructura política existente. Si uno ve para atrás, es evidente que las reformas fueron un importante componente de la descomposición política que siguió, pero también de las oportunidades de desarrollo político que se abrieron con las sucesivas reformas electorales y, eventualmente, la elección del 2000. El hecho importante es que las reformas emprendidas a partir de los ochenta acabaron siendo muy distintas a las que se avanzaron en naciones como España y Chile, toda vez que en esos países no existía la contradicción de entrada que caracterizó a los últimos años del PRI.

Los intentos de los últimos años de incorporar una mayor eficacia al gobierno, sobre todo en el ámbito económico, han sido desiguales, pero algunos extraordinariamente exitosos. Quizá el elemento aglutinador de éxito más importante que arrojaron las reformas de los ochenta y noventa ha sido el TLC, mismo que se ha traducido en empleos e inversiones, exportaciones y oportunidades. Pero el éxito del TLC ha venido acompañado de problemas serios en otros ámbitos, así como de problemas que simplemente no se resuelven. Ejemplos de lo anterior son tantos que todo mundo tiene sus favoritos, pero algunos son fundamentales: desde la inseguridad pública que acosa y atemoriza a la población, hasta la parálisis del aparato educativo; la corrupción en empresas paraestatales como Pemex y la total desconexión entre el ciudadano y el gobernante, donde no hay la menor rendición de cuentas. Es decir, aunque hay algunas áreas que funcionan bien, muchas de ellas porque se organizaron, como el TLC, expresamente para impedir la arbitrariedad burocrática, la ineficacia del gobierno es esencialmente ubicua.

En este sentido, la necesidad de una reforma a la manera de funcionar el gobierno es tan obvia que no debería ameritar mucho más que acciones concretas. A pesar de lo anterior, el hecho es que el gobierno y, de hecho, todo el aparato político, se encuentra paralizado, sin saber qué hacer o hacia dónde orientarse. Se habla de reformas, pero no hay consenso sobre sus objetivos o alcances.

Muchas de las propuestas que se han presentado para intentar reformar al gobierno nacen menos del análisis que del ánimo de venganza. En el camino han nacido muchos mitos, algunos fantasmas y muchos riesgos excesivos de que acabemos no sólo sin resolver el problema, sino haciéndolo mucho peor. Algunos de esos mitos, quizá los más perniciosos, son particularmente preocupantes. El más socorrido es sin duda el relativo al poder del ejecutivo: la presidencia era muy fuerte, entonces tenemos que debilitarla. Nadie parece reparar en el hecho de que la presidencia de hoy, ya sin el PRI, es constitucionalmente muy débil. Lo que procede no es fortalecer o debilitar a la presidencia, sino construir una nueva estructura de relaciones entre los tres poderes públicos (el ejecutivo, el legislativo y el judicial) a fin de que crear un gobierno eficaz, capaz de funcionar dentro de un entorno democrático.

Otro de los mitos, igualmente corrosivo, es el del federalismo. Como antes el ejecutivo federal controlaba a todos los demás poderes públicos, incluyendo a los gobernadores, lo que procede, según el mito, es desmantelar las estructuras de control del gasto federal y transferir los recursos públicos a los gobernadores, bajo el supuesto de que ellos, sin control alguno, van a ser más eficaces que lo que antes existía. Al igual que con el mito del presidencialismo de antaño, lo que se propone es resolver un problema que existía antes, a pesar de que el problema ha cambiado de naturaleza de manera radical a partir de la derrota del PRI en el 2000.

El punto es que el gobierno mexicano era sumamente ineficaz en los últimos años y muchas de sus estructuras eran ciertamente perniciosas para el desarrollo económico o político del país. Esos problemas eran reales y tienen que ser atendidos. Pero las soluciones que lleguen a contemplarse no pueden ignorar que el cambio ocurrido en el 2000 constituye un parte aguas de tal magnitud en la historia del país, que lo que era válido antes de julio del 2000 ya no necesariamente lo es después. O, más exactamente, que los criterios de solución que eran apropiados antes de esa fecha han dejado de serlo. El ejemplo más evidente de lo anterior es la presidencia misma: antes era un poder excesivo, con infinita capacidad de acción; lo que procedía en ese contexto era sin duda su debilitamiento. Sin embargo, la razón de ese poder excesivo no era la presidencia (que es relativamente débil en términos constitucionales), sino la asociación entre un poder hegemónico y la presidencia. Eso desapareció con la derrota del PRI. Lo que procede ahora es analizar cuidadosamente lo que hoy existe y no lo que antes existió. El riesgo de errar es tan grande que podríamos acabar provocando una verdadera crisis de estabilidad política y caos económico.

La realidad política actual choca con la estructura institucional que caracteriza al sistema político. Si antes las cosas funcionaban mal, ahora funcionan peor y, además, son disfuncionales. Esto no es «culpa» de alguien en particular, sino del agotamiento de una estructura institucional asociada al PRI, además de la parálisis que los votantes decidieron incorporarle al sistema con su voto diferenciado para el Congreso y la presidencia, respectivamente. Ahora es imperativo rediseñar las instituciones para que sean funcionales y que operen en torno al ciudadano. Los vectores del cambio, de la reforma del Estado, no pueden ser otros que la eficacia y la rendición de cuentas. La pregunta es si los políticos de hoy, a diferencia de los de antaño, tienen la capacidad de servir al ciudadano o seguirán prefiriendo servirse de éste.

 

Peligroso precedente.

Cualesquiera que sean las razones, la decisión del Senado ha abierto un frente por demás visible y sensible en la relación bilateral con E. U. Además de evidenciar los problemas de rendición de cuentas que padece el sistema político, elevar el impasse a estos niveles constituye una afrenta pública y sienta un peligroso precedente. Capaz que la vieja conseja, de que la ropa sucia se lava en casa, es ahora más válida que nunca.

 

Dos lideres sin brújula

Luis Rubio

Lo único que parece certero en el conflicto que caracteriza al Medio Oriente es que quienes se oponen a cualquier solución negociada siempre salen victoriosos: unos refuerzan a los otros. Se trata de una historia larga y compleja, saturada de contradicciones, fanatismos, extremismo y violencia. La oposición, de ambas partes, no es meramente retórica como ocurre en las democracias incipientes como la nuestra, sino violenta y creyente a ultranza; todo se vale cuando se está del lado correcto de la historia, cualquiera que éste sea. Quien otea la historia de las cruzadas rápidamente encuentra que el concepto del tiempo y de la urgencia es muy distinto en esas latitudes: no sólo es un tema milenario, sino que muchos de los conflictos que hoy existen se remiten a disputas con antecedentes religiosos, ideológicos -en una palabra, fundamentales– que con frecuencia son difíciles de comprender con códigos de lectura y ética de nuestra era. De cualquier manera, de lo que no hay duda es que se trata de una historia interminable de oportunidades perdidas. A juzgar por los sucesos de los últimos dos años, los actores extremistas de ambos bandos siguen ganando la partida.

Cuando se observa la violencia reciente, la de cualquiera de los dos lados, sólo se capta una parte de una película mucho más larga. Los dos bandos, los palestinos y los israelíes, han venido entrando y saliendo de un callejón sin salida tras otro por más de dos décadas. Cada vez que se acercan a una negociación, algo ocurre que los extremistas de ambos lados acaban descarrilando el proceso. Cuando uno escucha o lee los planteamientos que hacen unos y otros, parece claro que un arreglo es posible, que hay buena fe de ambas partes y que todo lo que se requiere es un poco de buena voluntad, dedicación y diplomacia. La realidad cotidiana se encargaría de hacer el resto.

Pero luego de años de observar un escenario tan complejo que incluye por igual guerras y represalias, terrorismo y cesiones territoriales, negociaciones y frustración, bombazos y asesinatos, lo que es obvio es que no hay condiciones para un entendimiento fácil y pacífico. Por más que haya voces moderadas y sensatas en ambos lados de la barrera, la violencia y el terror que han caracterizado al último par de años son por demás significativos, sobre todo por el momento en que tienen lugar y la espiral que parecen estar adquiriendo.

El acuerdo signado en Oslo en 1992 fue clave no tanto por su contenido, que era por demás impreciso y escueto, sino por el hecho de que rompía con la dinámica de confrontación tanto política como militar y terrorista que había dominado la relación entre ambas partes por décadas. En el comunicado de Oslo las dos partes se comprometían, de hecho pero sin decirlo, a avanzar hacia la conformación de un estado palestino, por medio de la negociación paulatina de todos los componentes de una paz duradera. A su vez, el proceso de negociación iría creando instituciones y mecanismos de gobierno que poco a poco le irían dando contenido a la futura Palestina. Es así como surge el concepto de la “Autoridad Palestina”, con muchos de los elementos que caracterizan a una nación emergente: policías, servicios municipales, territorio, etcétera. Oslo era impreciso sobre los temas más escabrosos y complejos, como la ciudad de Jerusalem, que deliberadamente se dejaron para el último momento, cuando, en teoría, se hubieran satisfecho todos los demás requisitos y reclamos.

El punto culminante del proceso de Oslo tuvo lugar en Camp David a mediados del año 2000, cuando Bill Clinton reunió al entonces primer ministro israelí, Ehud Barak y al presidente de la Autoridad Palestina, Yaser Arafat, para que negociaran los detalles finos de lo que sería un acuerdo amplio y final. El resultado de aquella cita histórica es por demás conocido: Barak hizo una oferta que, desde la perspectiva israelí parecía temeraria (la devolución casi totalde los territorios ocupados, autonomía de gobierno y gobiernos separados en Jerusalem), pero que para Arafat resultó inaceptable, perdiendo así la oportunidad más grande y ambiciosa que jamás le habían puesto en la mesa. Cada una de las partes ha interpretado y reinterpretado lo que ahí sucedió y se ha creado toda una mitología alrededor de este hecho.

Uno puede pasarse años tratando de explicar cómo fue posible que Ehud Barak llegara a ofrecer un paquete tan extraordinariamente generoso, cuando no contaba con el apoyo de su propio gobierno y mucho menos de su oposición parlamentaria. Igual de difícil resulta explicar cómo fue posible que Arafat rechazara la mejor opción que jamás había recibido y que, por lo que se alcanza a vislumbrar, jamás recibirá. Pero el hecho es que, unos días después del colapso de Oslo, Arafat daba rienda suelta a una nueva oleada de ataques terroristas en la forma de una nueva intifada. Por su parte, Barak, que se jugó el todo por el todo, perdió su mayoría parlamentaria y, acosado por el renovado terrorismo, acabó perdiendo de manera masiva las elecciones. El electorado israelí había concluido que los palestinos no querían negociar, lo que le abrió la puerta a la oferta dura y sin brújula de Ariel Sharon, que ahora está actuando, a diferencia de Bush, sin legitimidad internacional.

Lo fácil es echar culpas, pero eso no lleva muy lejos. Luego de la guerra de 1967, los israelíes se encontraron con una compleja realidad. Hasta entonces, la llamada “civilización del kibutz” se había desarrollado como una sociedad idealista, emprendedora y democrática. Los árabes que vivían dentro del territorio israelí gozaban de los mismos derechos ciudadanos que todos los demás y, aunque hubo ataques terroristas y amenazas constantes por parte de sus vecinos, el país vivía esencialmente en paz. La guerra de 1967 creó dos nuevas realidades para los israelíes: por una parte, los convirtió en administradores de territorios ajenos y de una enorme población hostil. El concepto mismo de ocupación era contrario a la historia y ética del pueblo judío, lo que introdujo un elemento de permanente disonancia en su política interna. Por otro lado, la ocupación de territorios con una fuerte tradición histórica y religiosa, como Hebrón y, sobre todo, la ciudad vieja de Jerusalem, dio vuelo a un amplio y creciente segmento del electorado israelí cuya lógica ha sido, desde entonces, ideológica, religiosa, fundamentalista y demográfica.

Si uno examina la dinámica política interna de Israel, lo que es obvio es que no ha habido un proyecto político de consenso para el manejo de los territorios ocupados. La única constante a lo largo de todo ese tiempo ha sido una legítima preocupación por la seguridad de su población. Muy poco después de la guerra de 1967 surgió el Plan Alón que proponía devolver territorios guardando un cinturón de seguridad, pero la idea nunca prosperó. Ante la imposibilidad de llegar a una definición interna –no por falta de ideas, sino por la imposibilidad de un consenso entre posturas irreductibles- sucesivos gobiernos instrumentaron una política que, si bien no resolvió el problema político y territorial, creó un fundamento para el desarrollo económico de la región, lo que apaciguó los ánimos de todo mundo. Luego vendría la idea visionaria de Shimón Peres, la de la creación de una zona de libre comercio, que más tarde llevó al acuerdo de Oslo. A pesar de ello, siempre hubo notas discordantes, sobre todo en la forma de asentamientos israelíes en territorio palestino que, aunque en su mayoría pequeños, se constituyeron no sólo en un impedimento permanente a cualquier diálogo, sino también y sobre todo en una excusa maravillosa para los extremistas y fundamentalistas del lado palestino. Mucho de la violencia de la última década tiene menos que ver con el desencanto de la población palestina per se, que con el deterioro económico que acompañó a varios de los gobiernos duros del lado israelí. Sea como fuere, no hubo el seguimiento político necesario del lado israelí ni el golpe de timón del lado árabe, lo que llevó a un colapso tras otro.

La evolución palestina no ha sido menos compleja. Si bien Arafat entró en el proceso de negociación inaugurado por Oslo, es evidente, en retrospectiva, que su plan de acción iba orientado en una dirección muy distinta. Por una parte, aunque era a todas luces evidente que Israel haría concesiones diversas para llegar a un acuerdo de paz, nadie podía suponer que los israelíes aceptarían abandonar todo el territorio que ha sido suyo, por decisión de la ONU, desde 1948. Los acuerdos de Oslo establecían con toda claridad que los territorios sujetos a negociación eran los ocupados en 1967 y nada más. Sin embargo, Arafat nunca preparó a los palestinos para la eventualidad de que el territorio de lo que acabaría siendo Palestina se limitaría a la Cisjordania y a la franja de Gaza. De esta manera, las negociaciones prosiguieron sin que hubiera la capacidad política del lado palestino para concluirlas. Así, cuando llegó el momento de la verdad, Arafat fue incapaz de aceptar el paquete ofrecido. Con ese precedente, es difícil esperar que los israelíes le otorguen mayor credibilidad a propuestas del lado árabe que suenan igual a aquellas que ellos mismos rechazaron con anterioridad.

No cabe la menor duda de que Arafat acabó siendo un líder débil, incapaz de concluir un acuerdo. Algunos estiman que temió acabar pagando con su vida, como Anwar Sadat años antes. Pero la otra opción es que Arafat nunca pensó en llegar a una paz que se limitara a los territorios ocupados en 1967. Cuando uno observa la política mexicana de los últimos años, con todos sus vaivenes y retórica excesiva, lo que sobresale son las discusiones en torno al futuro de las instituciones nacionales: que si la reforma del estado o una nueva constitución, la política educativa, el gasto público o la apertura a la información. Lo que sobresale en el debate palestino es precisamente la ausencia de todo lo anterior. Los temas de fondo para construir una nueva nación brillan por su ausencia. Una de dos, o Arafat nunca pensó en una solución negociada, o los extremistas de ambos lados han logrado negar, una vez más, la posibilidad de consolidar un basamento perdurable para la paz.

La revolución demográfica de Estados Unidos

Luis Rubio

Estados Unidos está experimentando una profunda transformación demográfica que tendrá importantes repercusiones sobre nosotros, en todos los ámbitos. El censo de población más reciente muestra a una sociedad creciente que está cambiando su perfil social y cultural de una manera vertiginosa. Uno de los cambios más trascendentales, y de enorme importancia para nosotros, es la creciente proporción de los llamados “latinos” en el pastel demográfico estadounidense. La consolidación tanto política como económica de ese segmento de la población va a fortalecer la vinculación entre México y Estados Unidos, pero también la va a hacer mucho más compleja.

Quizá lo más impactante del censo realizado en el año 2000, resida en el hecho de que la población de origen latino rebasó a la población negra, constituyéndose en la primera minoría de aquel país. Aunque el concepto de “latino” incluye muchas cosas en ocasiones poco compatibles (como a población de origen cubano, mexicano y centroamericano, entre otros), no cabe la menor duda de que el censo marca un hito por la relevancia política que adquiere la comunidad latina y, particularmente, su componente mexicano o mexico-norteamericano, que es el que crece con mayor rapidez.

El censo es un instrumento de medición muy significativo porque, para comenzar, incluye a toda la población residente, independientemente de su  estatus o situación legal. A diferencia de México, en donde personal especializado levanta el censo de casa en casa, el censo norteamericano se realiza por correo y cada persona llena su forma y la envía sin tener que identificarse. En este sentido, el censo constituye una fotografía bastante fiel de la realidad norteamericana. La mayor o menor representación que logra cada grupo étnico en la contabilidad del censo depende de la responsabilidad que muestre cada persona para responder el cuestionario y, en todo caso, de la campaña que monten sus líderes para promover su devolución. El tema no es irrelevante, pues el censo determina la reorganización de los distritos electorales para la siguiente elección federal. No es casualidad que en esta ocasión los  negros lanzaran una activa campaña para promover la devolución de las formas, factor al que atribuyen resultados más cercanos a la realidad que los obtenidos en censos anteriores.

Con lo que no contaba el liderazgo de color era con el número de “latinos” que  el censo computó. Este número acabó siendo muy superior al estimado (alcanzando 35.3 millones de personas) y por encima del que registró la población negra (12. 5% para los latinos contra 12.1% para la población de color). Además, la tasa de crecimiento de la comunidad latina es sensiblemente mayor que la negra, lo que anticipa que los latinos se consolidarán como la mayor minoría en los próximos años, con el consecuente giro en su importancia política.

Muy pocos políticos dentro del establishment norteamericano esperaban un crecimiento tan rápido de las comunidades de origen latinoamericano, y en particular del mexicano. En un sistema político en el que los políticos se vuelcan sobre los electores en búsqueda de su apoyo para la siguiente elección (usualmente reelección), los cambios demográficos resultan cruciales. Esta es la razón por la cual se siguen con especial atención. De haber habido alguien en ese mundo que entendiera el dinamismo de la comunidad de habla hispana hace unos cuantos años, jamás se hubiera atrevido a impulsar o, en su caso apoyar, propuestas como la «187», que restringía el acceso de indocumentados (fundamentalmente mexicanos)  a los servicios  públicos de salud y educación. Una de dos, o el crecimiento ha sido verdaderamente espectacular (que sin duda lo ha sido), o todo el establishment estaba negando lo obvio. Seguramente ocurrieron las dos cosas simultáneamente. El censo del 2000 acabó con toda posibilidad de ignorar la nueva realidad demográfica de ese país y, dentro de ello, la trascendencia de la comunidad hispanoparlante.

Más allá de los cambios observados en la población de origen hispano, el censo es revelador de un sinnúmero de transformaciones que han sobrecogido a la sociedad norteamericana. Para comenzar, la población blanca, aunque aumentó en números absolutos en doce millones a lo largo de la última década, disminuyó su participación porcentual en poco más de seis puntos. Aunque el censo ofrece hasta sesenta y tres posibles combinaciones y 126 permutaciones para la definición étnica o racial de cada individuo (como americano de origen africano o negro; latino blanco o hispano café y así sucesivamente), es interesante que las cifras publicadas ofrezcan tan poca información sobre la composición del mayor grupo étnico, el de los blancos. Hasta hace unas cuantas décadas, los blancos dominaban la toma de decisiones y, dentro de ellos, un segmento específico, el de los wasps (white, anglo saxon, protestant), controlaba una buena parte de los puestos de elección y, en general, de toma de decisiones. El censo hace evidente que esa realidad hace mucho que quedó en el pasado.

Una revisión somera de los datos del censo muestra lo vertiginoso del cambio: la población de origen asiático, por ejemplo, se elevó en casi cincuenta por ciento, en tanto que la de los “americanos nativos” (indios) más que se duplicó; además, con las opciones que el censo ofreció a cada persona para clasificarse de la manera de su preferencia, hubo un incremento de siete millones de personas (2.4% del total) de raza mixta, una de las cuales es asiática. Si a eso se suma el cambio en la población negra e hispana, el pastel demográfico estadounidense adquiere características totalmente nuevas. Se trata sin duda de una sociedad crecientemente multiracial y multiétnica.

Desde luego que Estados Unidos siempre se ha caracterizado por la multiplicidad de sus orígenes, pero no por ello los cambios demográficos registrados dejan de tener enormes implicaciones políticas y económicas. Cualquiera que haya visitado el estado de California, sobre todo sus principales ciudades, en los últimos años, sabe bien que la composición racial y étnica de ese estado hace mucho que dejó de ser fundamentalmente blanca. Muchos de los alcaldes, diputados locales y federales ya no son blancos y, a juzgar por los números, parece inevitable que esa tendencia se acentúe en el futuro. Tarde o temprano, los efectos políticos del cambio demográfico se harán notar.

Las implicaciones económicas del cambio demográfico hace tiempo que se han hecho evidentes. Así como hace algunos años publicistas y mercadólogos buscaron las maneras de acercarse a la población negra por constituir un mercado por demás atractivo, la cantidad de anuncios en español que hoy en día se transmiten por televisión y otros medios habla por sí misma. No es irrelevante mencionar que los treinta y cinco millones de latinos que viven en Estados Unidos tienen un poder adquisitivo que duplica el de los cien millones de mexicanos. Aunque el promedio de ingresos de esa comunidad esconde las diferencias de ingresos que existen entre comunidades bien establecidas como la cubana y otras centro y sudamericanas, por una parte, y los trabajadores indocumentados provenientes de México y Centro América, por la otra, no cabe la menor duda de que se trata de un conjunto de la población de extraordinaria importancia.

La importancia de ese segmento de la población tampoco puede ser ignorado por parte de potenciales exportadores mexicanos. Conocedoras de sus costumbres, valores y cultura, las empresas mexicanas podrían desarrollar programas de exportación orientados a esas comunidades, tal y como han hecho, ya por años, empresas mexicanas que fabrican desde pan, chicles o tortillas hasta refrigeradores o, en el sector servicios, algunos bancos nacionales. El potencial representado por ese mercado es tan grande como la imaginación de los futuros exportadores: ahí hay un público casi cautivo (al menos en términos de su lenguaje y tradiciones), con ingresos muy superiores al promedio nacional y dispuesto a consumir productos que le son afines o naturales. Ciertamente lo anterior no constituye revelación alguna, pero no por ello los empresarios mexicanos (en especial los más pequeños) están explotando todas las oportunidades que ahí existen.

Si las implicaciones económicas del crecimiento de la población de origen hispano son enormes, las políticas son todavía más grandes. Tanto por la ley de doble nacionalidad, como por los intereses naturales de una persona que emigra, la mayor parte de los mexicanos residentes en Estados Unidos van a concentrarse, de manera creciente, en la política de aquel país. Es de anticiparse que en las próximas décadas habrá un número cada vez mayor de alcaldes y diputados de origen mexicano, lo que introducirá una dinámica distinta a la relación con nuestro país. Lo anterior no quiere decir que sus intereses vayan a coincidir con los nuestros, pero sí que sus intereses van a afectar la dinámica de la política norteamericana y ello va a acabar teniendo repercusiones sobre nosotros. Independientemente de las nuevas consideraciones de seguridad, la distancia o cercanía que el país decida guardar con las comunidades de origen mexicano en Estados Unidos va a ser determinante de nuestra relación de largo plazo con aquel país.

A su vez, la importancia creciente de comunidades mexicanas en Estados Unidos va a crear fuertes presiones sobre México en materia migratoria, en particular sobre el tránsito que realizan ciudadanos de terceros países a través del nuestro para llegar a Estados Unidos. Si en los próximos meses vamos a tener que definir nuestro compromiso con respecto a la seguridad del subcontinente, en los próximos años, los mexicanos vamos a tener que decidir qué tan norteamericanos queremos ser y esa decisión va a afectar no sólo las relaciones de ambas naciones, sino también nuestras oportunidades de desarrollo.  La demografía es por demás compleja y, a falta de una estrategia nacional para sacarle provecho, los emigrantes mexicanos ya comenzaron a establecer el rumbo.

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La prueba de fuego para el desarrollo

Luis Rubio

La pregunta es si los ciudadanos se burlan de los políticos o los políticos de los ciudadanos. Esta vieja medida de la democracia entraña una profunda sabiduría. En aquellos países en que los políticos pueden imponer su voluntad sobre la ciudadanía, el progreso, en el sentido más amplio de la palabra, es generalmente imposible. Tal es la lección que arrojan setenta años de dictadura soviética y decenas de ejemplos de dictaduras castrenses alrededor del mundo, pero también de gobiernos que, como el nuestro, nunca han estado sujetos al reino de la ley, ni mucho menos a la voluntad ciudadana. Pero, tan cierta es esta relación como la inversa: virtualmente todos los países ricos del mundo cuentan con mecanismos que garantizan la subordinación de los políticos al imperio de la ley y a las decisiones de la ciudadanía. Ahora que comenzamos a avanzar en el terreno de la democracia es imperativo no perder de vista otras de sus facetas, sin las cuales el desarrollo es imposible. La verdadera prueba de fuego de la democracia no reside en la realización de elecciones libres y transparentes, aunque eso constituya en sí mismo un paso fundamental en el desarrollo del país, sino en que existan condiciones de seguridad jurídica, la vigencia plena de un estado de derecho y una relación funcional entre los poderes públicos que garantice los derechos de la ciudadanía más allá del electoral, así como el funcionamiento efectivo del gobierno.

El avance democrático en el país es innegable. Llevamos poco más de una década de atestiguar elecciones competidas y la alternancia de partidos en el poder, a todos niveles, se ha convertido en un hecho natural para la ciudadanía. Pero la democracia no se conforma exclusivamente de procesos electorales limpios o de la alternancia de partidos en el poder: las democracias se sostienen por la existencia de un régimen legal que no se subordina a los intereses políticos y por la competencia electoral que permite formar gobiernos legítimos y efectivos, acotados siempre por los derechos fundamentales de los ciudadanos. Tanto la vida en sociedad como el funcionamiento de una economía de mercado requieren de la existencia de un estado de derecho. Pero los derechos ciudadanos no son algo abstracto que se guarde en un museo: más bien, se trata de límites a la capacidad de abuso gubernamental, a la posibilidad de infringir las garantías de los ciudadanos, mismas que abarcan derechos políticos elementales -como el de asociación, expresión y demás- hasta la existencia de las condiciones propicias para su desarrollo económico y social.

El estado de derecho es la condición sine qua non para que sea posible el desarrollo de una sociedad. Existen tres situaciones que ponen a prueba a un estado de derecho: la aplicación de la norma legal aun en contra de los intereses del Estado o de los gobernantes; la relevancia del derecho en la resolución de controversias entre los miembros de la clase política; y la legalidad en el proceder de la administración frente a la ciudadanía y los escrúpulos de los gobernantes en no atentar contra la esfera de derechos fundamentales de los gobernados. En los países en que estos tres principios operan, existe un sometimiento del poder público a la ley. Es decir, existe un estado de derecho cuando la ley efectivamente frena el actuar de los gobernantes, cuando el gobierno no puede cambiar la ley para que se ajuste a sus preferencias, cuando las disputas se resuelven en los tribunales y su fallo es respetado por el gobierno.

En los últimos años, la Suprema Corte de Justicia en el país se ha convertido en un factor limitante al ejercicio del poder ejecutivo. En una serie de decisiones a lo largo de los últimos tres años, la Corte ha revertido una larga tradición de preeminencia del poder ejecutivo sobre los otros poderes de la Unión. Aunque algunos estudiosos critican la forma en que la Corte ha intentado satisfacer a todos los actores en conflicto -decidiendo a favor de unos y otros, sin que medie una diferencia jurídica tajante, clara y predecible- el hecho innegable es que el poder presidencial en el país ya no es lo que era antes. En este sentido, se ha dado un avance dramático en la construcción de un sistema político más equilibrado en el que cada uno de los poderes encuentra límites a su actuar y en el que la posibilidad de abuso efectivamente ha disminuido. Si algo, el riesgo ahora es el de acabar con una presidencia excesivamente débil.

Si uno ve para atrás, el avance es verdaderamente significativo. Los códigos y leyes generalmente favorecen la autoridad discrecional del burócrata, pero cada vez que alguno de los poderes presenta una controversia constitucional ante la Suprema Corte, las probabilidades de que ésta falle a favor del ejecutivo son cada vez menores. Pero es importante recordar que, en franco contraste con lo anterior, los ciudadanos no tenemos capacidad de demandar la revisión constitucional de una ley, facultad que está indebidamente limitada a los poderes públicos.

Mucho de la legislación existente ha depositado numerosas facultades discrecionales y de regulación en el ejecutivo, las cuales con frecuencia hacen irrelevante la existencia de la ley. ¿Para qué sirve una legislación, supuestamente orientada a normar el desarrollo de determinada actividad o sector de la sociedad o la economía, cuando el gobierno se reserva facultades discrecionales tan amplias que le permiten modificar lo establecido en la ley? Esta situación ha llevado a innumerables abusos en el pasado, pero hoy, irónicamente, se ha convertido en un elemento afortunado dados los enormes poderes que gradualmente ha adquirido el legislativo frente a una presidencia cada vez más debilitada con la ausencia del PRI. Es imperativo que el ejecutivo esté sujeto a la legalidad, pero no debilitarlo al punto de hacerlo irrelevante.

Históricamente, la autoridad fue favorecida con facultades discrecionales que, por ausencia de controles, le llevaba a actuar de manera absolutamente arbitraria, sin que ello implicara violentar el marco legal. Puesto en otros términos, nuestra legislación ha estado tan sesgada en favor del ejecutivo que, aunque parezca irónico, ha fomentado la arbitrariedad en el ejercicio de sus funciones. Aunque el gobierno podía argumentar que se apegaba a la ley, sus actos no generaban la certidumbre que acompaña a un Estado de derecho. No es casualidad que, en estas circunstancias, la incertidumbre haya sido un ingrediente de enorme importancia en las decisiones de inversión o ahorro de los particulares.

Pero el hecho de que la institución presidencial pierda facultades arbitrarias, como ocurre cada vez con mayor frecuencia, no implica que se esté incrementando la certidumbre jurídica o que la arbitrariedad esté disminuyendo. La paradoja del momento actual es que estamos pasando de una presidencia arbitraria, una que tenía control virtualmente sobre todo el sistema, a una situación en la que el poder está más repartido, pero totalmente desalineado. Es un hecho que el Congreso federal y los ejecutivos estatales se han fortalecido recientemente, pero ello no ha mejorado la seguridad jurídica del ciudadano o la eficiencia de la actividad gubernamental. Es decir, aunque hay un evidente fortalecimiento de los pesos y contrapesos en la toma de decisiones públicas – el presidente ya no puede imponer sus preferencias sin más- el poder se ha diseminado entre los propios políticos, sin que el ciudadano haya ganado en su capacidad de obligar a que los funcionarios (poder ejecutivo) y representantes (poder legislativo) le rindan cuentas o, en general, que tomen decisiones que lo beneficien. Todo ha cambiado en el funcionamiento del sistema político, pero el ciudadano sigue tan distante del poder y de la toma de decisiones como siempre. La posibilidad de abuso presidencial ha disminuido en forma dramática, pero no así la del sistema en su conjunto.

La gobernabilidad era un concepto que obsesionaba a los priistas y con buena razón. Pero su definición de gobernabilidad implicaba la existencia de un estado de ilegalidad permanente. De hecho, se trataba de un concepto más bien primitivo de la gobernabilidad, pues su definición no iba más lejos que la de crear leyes y facultades tan amplias que permitiesen que el presidente decidiera prácticamente sobre cualquier tema, sin intervención legislativa o judicial alguna. La gobernabilidad no era otra cosa que la existencia de enormes facultades arbitrarias. Tanto así que, como ilustran los tratados de libre comercio de norteamérica y el europeo, los últimos dos presidentes encontraron la necesidad de limitar sus propias facultades para poder avanzar sus objetivos de desarrollo económico. Pero en las nuevas circunstancias del país, en las que el presidente ya no cuenta con un amplio sistema de control político a su alcance, como lo fue el PRI en su momento, el problema de la gobernabilidad ha adquirido nuevas dimensiones.

Para ser efectiva, la gobernabilidad sólo puede tener una de dos características: o bien es arbitraria, como antaño, o emana de la decisión y el control ciudadano, como en los países ricos y democráticos. En este tema, como hemos podido atestiguar desde 1997, no hay medias tintas. Un presidente ilustrado que goza de facultades arbitrarias sin duda puede hacer un enorme bien. Pero la probabilidad de que no resulte tan ilustrado es tan alta que es mejor no correr el riesgo y limitar en lo posible las fuentes de la arbitrariedad. En cualquier caso, ese es un debate meramente académico, pues las elecciones federales del 2000 hicieron irrelevante el tema. Ahora nuestro problema es distinto: en este momento el presidente prácticamente ya no cuenta con facultades arbitrarias, pero la gobernabilidad es cada vez más precaria. El poder se ha dispersado y ahora nadie es responsable de nada. Por ese hecho, lo que urge es un control efectivo de la ciudadanía sobre el Congreso. Es decir, mecanismos que obliguen a que los miembros del Congreso rindan cuentas de su actividad, algo que sólo se puede avanzar mediante su reelección.

El TLC en Monterrey

Luis Rubio

Si algo quedó claro de la reunión de los tres mandatarios norteamericanos llevada a cabo esta semana en la ciudad de Monterrey, es que el desarrollo de la economía mexicana tiene que trascender los límites del TLC. Este instrumento se ha convertido en el principal ancla del crecimiento de la economía mexicana en los últimos años, por lo que es imposible exagerar su importancia. Sin el Tratado, la tasa de crecimiento habría sido mucho menor, la inversión se habría estancado y las oportunidades de desarrollo serían mínimas, como bien lo ilustra el enorme número de países pobres en el mundo que busca alternativas (semejantes a nuestro TLC) para salir de su atraso. Pero los logros siguen siendo insuficientes, lo que llama a trascender los alcances del TLC para darle un renovado dinamismo a la economía del país. Esa debe ser nuestra estrategia en la región norteamericana.

Ir más allá del TLC implicaría dos cosas, una interna y otra con Estados Unidos, nuestro mayor socio comercial. En lo que respecta al ámbito interno, ir más allá implicaría la creación de mecanismos dirigidos expresamente a extender los beneficios del tratado a todo el territorio nacional. El Tratado ha sido espectacularmente exitoso en atraer inversión, mantener la credibilidad en la conducción de la economía y generar exportaciones, pero su impacto sigue estando muy concentrado en algunas regiones y sectores industriales del país. Tal y como está, el TLC le confiere garantías a los inversionistas del exterior de que las reglas del juego permanecerán inalteradas, de forma tal que el desempeño de un proyecto de inversión dependa de la capacidad y habilidad del empresario y no del arbitrio de un burócrata. Lo conducente sería ampliar esas garantías a todos los mexicanos.

La propensión de nuestros gobernantes a la arbitrariedad siempre ha sido enorme. Nunca falta el burócrata que decide ignorar los reglamentos existentes u olvidarse de los criterios que orientaron cierta decisión, lo que puede tener efectos perniciosos sobre el desempeño de un determinado sector de la economía o actividad empresarial específica. Lo mismo ocurre en el poder legislativo que modifica leyes sin nunca reparar en las consecuencias que los cambios pueden traer consigo. Ampliar el TLC en el ámbito interno implicaría la creación de mecanismos que limiten esa propensión a la arbitrariedad.

Pero ir más allá del TLC también implica la ampliación de sus alcances con los otros dos integrantes del mismo, particularmente con Estados Unidos, dado su tamaño e importancia relativa. Aunque los objetivos del TLC son precisos y limitados (lo que lo distancia del arreglo que dio vida a la Unión Europea) no hay razón por la cual no se puedan negociar esquemas más amplios y ambiciosos de integración que faciliten el intercambio comercial, pero también amplíen el potencial de desarrollo interno de la economía mexicana. Hace ya más de un año que el gobierno mexicano le planteó al de Estados Unidos dos iniciativas para ampliar y profundizar la relación entre los países miembros del TLC en los ámbitos migratorio y el del financiamiento de la infraestructura, dos temas que seguramente fueron motivo de discusiones entre los tres presidentes norteamericanos y que deberían ser parte esencial de nuestra agenda bilateral.

Los dos temas son complejos en el contexto estadounidense. El TLC es un instrumento muy distinto de aquél que creó a la Unión Europea, toda vez que el nuestro es esencialmente un acuerdo de comercio e inversión, mientras que el otro constituye una agenda móvil de integración en el largo plazo. De esta forma, mientras que para los europeos es perfectamente natural que se discutan temas como el del libre flujo de personas y trabajadores a través de sus fronteras o que los países ricos aporten recursos para el financiamiento de la infraestructura en los países pobres, ambos temas son ajenos a la naturaleza y objetivos tanto del TLC como de la política exterior norteamericana. El planteamiento del gobierno mexicano fue sorpresivo por su contenido, pero también por su trascendencia. Al hacerlo, el primer gobierno de un partido distinto al PRI no sólo validaba el TLC, sino que mostraba su decisión de perseverar en el esquema de integración que éste entrañaba.

Ahora que el TLC ha rendido enormes frutos, es tiempo de dar un paso adelante en la agenda bilateral para construir una nueva plataforma de desarrollo para el país. Desde nuestra perspectiva, el tema migratorio tiene una dinámica tanto interna como bilateral. La interna es evidente: nos guste o no, la migración de mexicanos hacia Estados Unidos constituye una alternativa de empleo sin la cual los problemas sociales y políticos del país serían simplemente inmanejables. Tampoco es despreciable su importancia en términos de las divisas que arroja y las comunidades que viven de esas transferencias. Desde la perspectiva norteamericana, la regularización de los flujos migratorios permitiría avanzar su agenda de seguridad de una manera que habría sido inconcebible antes del 11 de septiembre pasado y que fue el núcleo de toda la discusión bilateral en Monterrey.

La disponibilidad de fondos norteamericanos para el financiamiento de la infraestructura en México es un tema todavía más difícil y complejo que el migratorio, pero no por ello menos necesario. Aunque aún sele ve con reticencia, tanto Canadá como Estados Unidos se beneficiarían del fortalecimiento económico de los consumidores mexicanos, por lo que se deberían explorar medios idóneos, como el llamado «Banco Nafta», para canalizar recursos para ese propósito.

Quizá la conclusión más importante de la cumbre de Monterrey resida en el hecho de que México ha optado decididamente por fortalecer sus vínculos norteamericanos. Lo que sigue es hacerlos efectivos.

 

Impuestos y democracia

Luis Rubio

Cargarle la mano a quien menos puede defenderse ha sido una constante en la historia nacional. En materia de impuestos, la historia, desde la colonia hasta nuestros días, muestra un patrón sistemático de extorsión a la población urbana, típicamente de clase media. Pero esto no es algo excepcional ni exclusivamente mexicano. Se trata de una propensión natural en todos los países en que no funcionan los mecanismos de representación política. Baste recordar que el movimiento de independencia de Estados Unidos respecto de Inglaterra comenzó precisamente con una protesta ante la elevación de los impuestos al té. La revuelta en México ha comenzado; lo que falta por verse es si el gobierno va a convertirla en una oportunidad para construir una democracia en forma, o si acabará imitando a los gobiernos socarrones e impunes del pasado.

 

El hecho de cargarle la mano a quienes menos opciones tienen no es algo difícil de explicar. Se trata de una población identificable, con patrones de consumo, ahorro y gasto fácilmente rastreables y, por lo tanto, presa casi inevitable de la mano del fisco. Se trata, en una palabra, de una porción de la población que está literalmente a merced del gobierno. El gobierno, por su parte, sabe bien dónde es posible recaudar y puede hacerlo de una manera directa y sin excesivas complicaciones. En algunas ocasiones lo hace de manera inteligente, utilizando impuestos que generan las menores distorsiones posibles, como es un impuesto al consumo de aplicación general y a la misma tasa (la propuesta del ejecutivo en materia de reforma fiscal), o torpe, cuando combina exenciones, una diversidad de tasas, e impuestos diversos (combinación letal que quedó plasmada en las reformas que en materia fiscal aprobaron los legisladores en diciembre pasado). Pero lo que es seguro es que, en todos los países, los paganos son quienes no tienen opciones.

 

Visto desde la perspectiva de un gobierno, de cualquier gobierno del mundo, es mucho más sencillo recaudar impuestos de una población inerte, como la clase media asalariada, que de comerciantes no registrados, profesionales o técnicos que no emiten recibo alguno, industriales que viven en la economía informal o empresarios que manejan contabilidades multinacionales tan complejas que resulta imposible saber dónde quedó la bolita. En materia fiscal, la lógica de cualquier gobierno tiene que ser la de recaudar lo máximo posible, causando las menores distorsiones, a fin de que la ciudadanía no altere sus decisiones de consumo, ahorro e inversión. Mientras más simple sea la estructura de los impuestos, menor será la distorsión y mayor la recaudación.

 

Al mismo tiempo, los gobiernos normalmente procuran simplificar la recaudación. Este objetivo les lleva a buscar impuestos generales en lugar de particulares, y a concentrarse en aquellas partes de la economía en que más directa y fácil es la recaudación. Mucha gente opina que lo imperativo es concentrar la recaudación en las empresas, sobre todo en las de mayor tamaño. Este planteamiento tiene poco sentido práctico por dos razones elementales: la primera es que mientras mayores son los impuestos a las empresas, menor es la inversión y, por lo tanto, el crecimiento de la economía y del empleo. La otra razón es que las empresas siempre tienen más opciones en sus decisiones de inversión que el individuo promedio: si los impuestos son muy altos en el país, acabarán invirtiendo en algún otro lugar.

 

De una u otra forma el punto es que el gobierno necesita recaudar impuestos para hacerle frente a sus obligaciones ante la sociedad. Por siglos, esa porción de la población mexicana cautiva en términos fiscales, no tuvo más opción que apechugar y pagar impuestos. Pero siempre lo hizo bajo protesta. Dada la gran ilegitimidad con la que siempre se ha percibido al gobierno (tema que es tan viejo como el famoso obedezco pero no cumplo de la era colonial), el pago de los impuestos se hacía a la mexicana: se pagaba tan poco como era posible y se evadía tanto como el gobierno se dejara. El pacto implícito era obvio para ambas partes: yo Juan Pueblo hago como que pago y tu Gobierno haces como que gobiernas. En ese contexto, el gobierno no tenía más que recaudar tanto como pudiera y de quien se dejara.

 

Una consecuencia importante y, al mismo tiempo, grave de esa historia de impunidad es que prácticamente ningún mexicano siente la obligación de pagar impuestos. Aunque se reconoce que existen ciertos servicios que sólo el gobierno puede y debe proveer, nadie quiere pagar por ellos. Algunos racionalizan su postura aduciendo que no pagan impuestos porque éstos acaban en el bolsillo de los políticos o burócratas. Otros, la mayoría, claramente reconoce la necesidad y lo inevitable del pago de impuestos, pero prefieren que sea alguien más el que los acabe sufragando. Así, los asalariados que ven mermado su ingreso luego de las retenciones de impuestos, demandan que los informales sufraguen lo que les corresponde; los participantes en la economía informal, por su parte, pretenden que sean los ricos que participan en la bolsa de valores quienes contribuyan en mayor proporción; los autores quieren exención especial para propiciar su creatividad y los transportistas se consideran tan creativos como los intelectuales. El hecho es que todo mundo acepta el hecho de los impuestos, pero siempre y cuando éstos afecten a los bueyes del compadre.

 

La gran pregunta es si la elección del 2000 cambia la historia de los impuestos en el país. La derrota del PRI entraña un triunfo importante de la sociedad mexicana contra un sistema de gobierno que la mayoría consideraba abusivo. Hasta ahora, sin embargo, la nueva realidad política que emergió de ese proceso electoral se asemeja más a las revueltas populares del siglo XIX que al desarrollo de una ciudadanía comprometida, característica de una democracia moderna. Es decir, se trata más de un rechazo a las prácticas gubernamentales que a un movimiento por la libertad o la igualdad, por los derechos ciudadanos o por la legalidad. Sin duda, así es como comienzan, aquí y en China, los movimientos democráticos. Lo crucial, sin embargo, no es reconocer dónde comienzan esas transformaciones sociales, sino cómo terminan. La oportunidad para el gobierno de Fox es mayúscula.

 

Hablar de impuestos implica hablar de la relación más fundamental entre un gobierno y su ciudadanía. Es decir, implica hablar de democracia o, al menos, de la posibilidad de la democracia. Históricamente, esa relación ha sido unidireccional, una en la que el gobierno siempre ha llevado la voz cantante. Ciertamente, el gobierno y los legisladores han procurado establecer mecanismos impositivos que disminuyan la sensación de abuso gubernamental, aunque la mayor parte de las veces lo han hecho sin éxito o creando tal complejidad fiscal que la sensación de abuso acaba siendo agravada, como ocurre en la actualidad. El contexto político actual ha modificado la naturaleza de la relación entre el ejecutivo y el legislativo, toda vez que el primero ya no puede imponer una estrategia fiscal al segundo. Lo que todavía no ha cambiado es la relación entre el poder legislativo y la ciudadanía: ahí la población sigue tan indefensa como siempre. En lugar de representantes, en los legisladores los mexicanos tenemos intereses partidistas y particulares.

 

El ejercicio fiscal más reciente es muestra fehaciente de una realidad política nueva, pero también insostenible. El gobierno propuso una estrategia fiscal imperfecta, pero mucho menos compleja y distorsionante que la antes existente. El congreso, preocupado por la posible resaca popular, optó por desecharla casi en su totalidad y en su lugar aprobó una Ley de Ingresos mucho más nociva. La carga sobre las clases medias acabará siendo igual o mayor a la que hubiera resultado de la propuesta fiscal del ejecutivo y la pretensión de pegarle a los ricos acabó siendo una mera abstracción. En todo este proceso la población estuvo ausente: sus preferencias fueron simplemente ignoradas. La reacción a lo anterior no se ha hecho esperar: los mexicanos han acabado rebelándose contra los diputados y les han imputado todo el costo político que éstos afanosamente procuraron evitar. La ironía es que el rechazo de los partidos y legisladores a una estrategia fiscal apuntalada en un IVA generalizado se les acabó revirtiendo, lo que pone en evidencia que representan a todosmenos a la población.

 

El gobierno confronta una revuelta popular. Por supuesto que no se trata de una rebelión armada, pero sí de un levantamiento, de un rechazo y de una deslegitimación cabal. La población no encuentra razón alguna para identificar en la propuesta gubernamental, o en el bodrio que emergió del congreso, un beneficio para sí o para el desarrollo del país. Al final de cuentas, sigue siendo una población de derechohabientes y no de ciudadanos.Pero sería excesivo esperar una respuesta ciudadana de una población sin derechos, excepción hecha del voto. Los derechos de los mexicanos son extraordinariamente limitados y abrumadores los abusos del aparato gubernamental y de los cacicazgos creados en el pasado que siguen dominando la escena nacional. Ante esa realidad, la respuesta ciudadana es la más natural: «pretendo que tengo derechos mientras tú gobierno haces como que existe una democracia». El resultado es una parálisis que amenaza con hacer inviable el desarrollo económico y político del país.

 

Ante esta nueva realidad, el gobierno tiene dos opciones: una reside en encabezar un movimiento ciudadano en el que intercambie impuestos por ciudadanía real. Puede también acabar como todos los gobiernos del pasado, caracterizado por la impunidad. Se trata de un momento definitorio para el gobierno, pero también para el futuro político del país. Las decisiones que adopte el gobierno y las acciones que emprenda habrán de determinar el tipo de democracia que México logre consolidar. A diferencia del pasado, la ciudadanía ya cuenta, pero todavía no se convierte en un factor de acción positiva, de acción transformadora. La oportunidad para el presidente Fox reside en convertirla en ese factor de cambio, tal y como ocurrió en julio del 2000.