Luis Rubio
Lo único que parece certero en el conflicto que caracteriza al Medio Oriente es que quienes se oponen a cualquier solución negociada siempre salen victoriosos: unos refuerzan a los otros. Se trata de una historia larga y compleja, saturada de contradicciones, fanatismos, extremismo y violencia. La oposición, de ambas partes, no es meramente retórica como ocurre en las democracias incipientes como la nuestra, sino violenta y creyente a ultranza; todo se vale cuando se está del lado correcto de la historia, cualquiera que éste sea. Quien otea la historia de las cruzadas rápidamente encuentra que el concepto del tiempo y de la urgencia es muy distinto en esas latitudes: no sólo es un tema milenario, sino que muchos de los conflictos que hoy existen se remiten a disputas con antecedentes religiosos, ideológicos -en una palabra, fundamentales– que con frecuencia son difíciles de comprender con códigos de lectura y ética de nuestra era. De cualquier manera, de lo que no hay duda es que se trata de una historia interminable de oportunidades perdidas. A juzgar por los sucesos de los últimos dos años, los actores extremistas de ambos bandos siguen ganando la partida.
Cuando se observa la violencia reciente, la de cualquiera de los dos lados, sólo se capta una parte de una película mucho más larga. Los dos bandos, los palestinos y los israelíes, han venido entrando y saliendo de un callejón sin salida tras otro por más de dos décadas. Cada vez que se acercan a una negociación, algo ocurre que los extremistas de ambos lados acaban descarrilando el proceso. Cuando uno escucha o lee los planteamientos que hacen unos y otros, parece claro que un arreglo es posible, que hay buena fe de ambas partes y que todo lo que se requiere es un poco de buena voluntad, dedicación y diplomacia. La realidad cotidiana se encargaría de hacer el resto.
Pero luego de años de observar un escenario tan complejo que incluye por igual guerras y represalias, terrorismo y cesiones territoriales, negociaciones y frustración, bombazos y asesinatos, lo que es obvio es que no hay condiciones para un entendimiento fácil y pacífico. Por más que haya voces moderadas y sensatas en ambos lados de la barrera, la violencia y el terror que han caracterizado al último par de años son por demás significativos, sobre todo por el momento en que tienen lugar y la espiral que parecen estar adquiriendo.
El acuerdo signado en Oslo en 1992 fue clave no tanto por su contenido, que era por demás impreciso y escueto, sino por el hecho de que rompía con la dinámica de confrontación tanto política como militar y terrorista que había dominado la relación entre ambas partes por décadas. En el comunicado de Oslo las dos partes se comprometían, de hecho pero sin decirlo, a avanzar hacia la conformación de un estado palestino, por medio de la negociación paulatina de todos los componentes de una paz duradera. A su vez, el proceso de negociación iría creando instituciones y mecanismos de gobierno que poco a poco le irían dando contenido a la futura Palestina. Es así como surge el concepto de la “Autoridad Palestina”, con muchos de los elementos que caracterizan a una nación emergente: policías, servicios municipales, territorio, etcétera. Oslo era impreciso sobre los temas más escabrosos y complejos, como la ciudad de Jerusalem, que deliberadamente se dejaron para el último momento, cuando, en teoría, se hubieran satisfecho todos los demás requisitos y reclamos.
El punto culminante del proceso de Oslo tuvo lugar en Camp David a mediados del año 2000, cuando Bill Clinton reunió al entonces primer ministro israelí, Ehud Barak y al presidente de la Autoridad Palestina, Yaser Arafat, para que negociaran los detalles finos de lo que sería un acuerdo amplio y final. El resultado de aquella cita histórica es por demás conocido: Barak hizo una oferta que, desde la perspectiva israelí parecía temeraria (la devolución casi totalde los territorios ocupados, autonomía de gobierno y gobiernos separados en Jerusalem), pero que para Arafat resultó inaceptable, perdiendo así la oportunidad más grande y ambiciosa que jamás le habían puesto en la mesa. Cada una de las partes ha interpretado y reinterpretado lo que ahí sucedió y se ha creado toda una mitología alrededor de este hecho.
Uno puede pasarse años tratando de explicar cómo fue posible que Ehud Barak llegara a ofrecer un paquete tan extraordinariamente generoso, cuando no contaba con el apoyo de su propio gobierno y mucho menos de su oposición parlamentaria. Igual de difícil resulta explicar cómo fue posible que Arafat rechazara la mejor opción que jamás había recibido y que, por lo que se alcanza a vislumbrar, jamás recibirá. Pero el hecho es que, unos días después del colapso de Oslo, Arafat daba rienda suelta a una nueva oleada de ataques terroristas en la forma de una nueva intifada. Por su parte, Barak, que se jugó el todo por el todo, perdió su mayoría parlamentaria y, acosado por el renovado terrorismo, acabó perdiendo de manera masiva las elecciones. El electorado israelí había concluido que los palestinos no querían negociar, lo que le abrió la puerta a la oferta dura y sin brújula de Ariel Sharon, que ahora está actuando, a diferencia de Bush, sin legitimidad internacional.
Lo fácil es echar culpas, pero eso no lleva muy lejos. Luego de la guerra de 1967, los israelíes se encontraron con una compleja realidad. Hasta entonces, la llamada “civilización del kibutz” se había desarrollado como una sociedad idealista, emprendedora y democrática. Los árabes que vivían dentro del territorio israelí gozaban de los mismos derechos ciudadanos que todos los demás y, aunque hubo ataques terroristas y amenazas constantes por parte de sus vecinos, el país vivía esencialmente en paz. La guerra de 1967 creó dos nuevas realidades para los israelíes: por una parte, los convirtió en administradores de territorios ajenos y de una enorme población hostil. El concepto mismo de ocupación era contrario a la historia y ética del pueblo judío, lo que introdujo un elemento de permanente disonancia en su política interna. Por otro lado, la ocupación de territorios con una fuerte tradición histórica y religiosa, como Hebrón y, sobre todo, la ciudad vieja de Jerusalem, dio vuelo a un amplio y creciente segmento del electorado israelí cuya lógica ha sido, desde entonces, ideológica, religiosa, fundamentalista y demográfica.
Si uno examina la dinámica política interna de Israel, lo que es obvio es que no ha habido un proyecto político de consenso para el manejo de los territorios ocupados. La única constante a lo largo de todo ese tiempo ha sido una legítima preocupación por la seguridad de su población. Muy poco después de la guerra de 1967 surgió el Plan Alón que proponía devolver territorios guardando un cinturón de seguridad, pero la idea nunca prosperó. Ante la imposibilidad de llegar a una definición interna –no por falta de ideas, sino por la imposibilidad de un consenso entre posturas irreductibles- sucesivos gobiernos instrumentaron una política que, si bien no resolvió el problema político y territorial, creó un fundamento para el desarrollo económico de la región, lo que apaciguó los ánimos de todo mundo. Luego vendría la idea visionaria de Shimón Peres, la de la creación de una zona de libre comercio, que más tarde llevó al acuerdo de Oslo. A pesar de ello, siempre hubo notas discordantes, sobre todo en la forma de asentamientos israelíes en territorio palestino que, aunque en su mayoría pequeños, se constituyeron no sólo en un impedimento permanente a cualquier diálogo, sino también y sobre todo en una excusa maravillosa para los extremistas y fundamentalistas del lado palestino. Mucho de la violencia de la última década tiene menos que ver con el desencanto de la población palestina per se, que con el deterioro económico que acompañó a varios de los gobiernos duros del lado israelí. Sea como fuere, no hubo el seguimiento político necesario del lado israelí ni el golpe de timón del lado árabe, lo que llevó a un colapso tras otro.
La evolución palestina no ha sido menos compleja. Si bien Arafat entró en el proceso de negociación inaugurado por Oslo, es evidente, en retrospectiva, que su plan de acción iba orientado en una dirección muy distinta. Por una parte, aunque era a todas luces evidente que Israel haría concesiones diversas para llegar a un acuerdo de paz, nadie podía suponer que los israelíes aceptarían abandonar todo el territorio que ha sido suyo, por decisión de la ONU, desde 1948. Los acuerdos de Oslo establecían con toda claridad que los territorios sujetos a negociación eran los ocupados en 1967 y nada más. Sin embargo, Arafat nunca preparó a los palestinos para la eventualidad de que el territorio de lo que acabaría siendo Palestina se limitaría a la Cisjordania y a la franja de Gaza. De esta manera, las negociaciones prosiguieron sin que hubiera la capacidad política del lado palestino para concluirlas. Así, cuando llegó el momento de la verdad, Arafat fue incapaz de aceptar el paquete ofrecido. Con ese precedente, es difícil esperar que los israelíes le otorguen mayor credibilidad a propuestas del lado árabe que suenan igual a aquellas que ellos mismos rechazaron con anterioridad.
No cabe la menor duda de que Arafat acabó siendo un líder débil, incapaz de concluir un acuerdo. Algunos estiman que temió acabar pagando con su vida, como Anwar Sadat años antes. Pero la otra opción es que Arafat nunca pensó en llegar a una paz que se limitara a los territorios ocupados en 1967. Cuando uno observa la política mexicana de los últimos años, con todos sus vaivenes y retórica excesiva, lo que sobresale son las discusiones en torno al futuro de las instituciones nacionales: que si la reforma del estado o una nueva constitución, la política educativa, el gasto público o la apertura a la información. Lo que sobresale en el debate palestino es precisamente la ausencia de todo lo anterior. Los temas de fondo para construir una nueva nación brillan por su ausencia. Una de dos, o Arafat nunca pensó en una solución negociada, o los extremistas de ambos lados han logrado negar, una vez más, la posibilidad de consolidar un basamento perdurable para la paz.