Reforma del Estado: ¿para qué?

Luis Rubio

Abunda la retórica y el discurso sobre la llamada «reforma del Estado», pero nadie parece precisarla. Unos quieren algo tan grande y oneroso, que su mismo tamaño lo hace imposible de ser considerado. Otros tienen objetivos tan concretos y particulares en mente que acaban por trivializar la imperativa necesidad de reformar al gobierno y hacerlo capaz de responder ante las nuevas realidades que enfrenta el país. El gobierno mexicano de los últimos años no ha sido capaz de crear condiciones apropiadas para generar crecimiento económico o para acabar con la inseguridad pública, para atacar la pobreza o para dotar a los mexicanos de una educación consistente con los retos que enfrenta la población en el mercado de trabajo. Nadie puede tener la menor duda de que es necesario reformar al gobierno. Pero hay que empezar por el principio, por el objetivo. Lo imperativo es crear un gobierno eficaz.

En la actualidad, el gobierno mexicano es todo menos eficaz: es grande e improductivo; obstaculiza la iniciativa individual y burocratiza la actividad productiva; genera inestabilidad e inseguridad; no es representativo ni favorece el desarrollo de una ciudadanía responsable. En suma, el Estado mexicano actual no sirve para lo que cuenta: para crear las condiciones necesarias para que los mexicanos en general, y la economía en particular, puedan prosperar. Ese y no otro debería ser el propósito de la llamada reforma del Estado.

Siendo tan claro el objetivo, la pregunta es ¿por qué se ha orientado el debate público en torno a la famosa reforma hacia temas tan diversos como el voto de los mexicanos en el extranjero y la redacción de una nueva constitución, el federalismo y la fortaleza del poder legislativo, por citar algunos ejemplos evidentes? No hay duda de que la mayoría de los que opinan sobre el tema lo hacen de buena fe, comenzando por los miembros de la comisión que se creó luego del triunfo del hoy presidente Vicente Fox. Otros más lo harán simplemente para llevar agua (y dinero) a su molino. Sin embargo, el verdadero tema de fondo es que ninguna de esas ideas, desde las grandes propuestas de construir una nueva estructura institucional en substitución de la actual, hasta la mayoría de las propuestas más concretas y específicas, atiende al problema central: cómo hacer que funcione eficazmente el gobierno mexicano.

El gobierno mexicano ha sido ineficaz por muchos años, pero esa ineficacia se ha exacerbado a partir del 2000. Antes, hace décadas, el gobierno era muy eficaz para sus propios objetivos, pero extraordinariamente ineficaz para atender al ciudadano en cualquiera de sus actividades. Lo que le importaba al gobierno era que el país funcionara razonablemente bien para que los integrantes de la clase política pudiesen disfrutar de los beneficios. Desde esta perspectiva, la eficacia del sistema era muy elevada: existía estabilidad, la economía más o menos prosperaba y la mayoría de la población aceptaba las circunstancias con mayor o menor júbilo. Ese mundo de hadas se vino abajo en los setenta en parte porque el gobierno de entonces decidió cambiar súbitamente las reglas del juego, generando extraordinarios niveles de inflación, lo que comenzó a carcomer todo: el crecimiento de la economía y la estabilidad social, la educación y la estructura familiar. El punto no es elogiar una era que, a pesar de sus logros, se encontraba saturada de problemas y conflictos, sino marcar el comienzo de la era de descomposición y, luego, de intentos de reforma que siguieron.

Las reformas que se intentaron a partir de mediados de los ochenta nacieron truncas porque enarbolaban un objetivo que de entrada era contradictorio: sin duda perseguían mejorar el desempeño de la economía y elevar los índices de bienestar de la sociedad. Pero un componente indisoluble de la estrategia de reforma era el de intentar preservar la estructura política que por décadas había caracterizado al país. Es decir, las reformas enfrentaban la limitante absoluta de que no podían trascender la estructura política existente. Si uno ve para atrás, es evidente que las reformas fueron un importante componente de la descomposición política que siguió, pero también de las oportunidades de desarrollo político que se abrieron con las sucesivas reformas electorales y, eventualmente, la elección del 2000. El hecho importante es que las reformas emprendidas a partir de los ochenta acabaron siendo muy distintas a las que se avanzaron en naciones como España y Chile, toda vez que en esos países no existía la contradicción de entrada que caracterizó a los últimos años del PRI.

Los intentos de los últimos años de incorporar una mayor eficacia al gobierno, sobre todo en el ámbito económico, han sido desiguales, pero algunos extraordinariamente exitosos. Quizá el elemento aglutinador de éxito más importante que arrojaron las reformas de los ochenta y noventa ha sido el TLC, mismo que se ha traducido en empleos e inversiones, exportaciones y oportunidades. Pero el éxito del TLC ha venido acompañado de problemas serios en otros ámbitos, así como de problemas que simplemente no se resuelven. Ejemplos de lo anterior son tantos que todo mundo tiene sus favoritos, pero algunos son fundamentales: desde la inseguridad pública que acosa y atemoriza a la población, hasta la parálisis del aparato educativo; la corrupción en empresas paraestatales como Pemex y la total desconexión entre el ciudadano y el gobernante, donde no hay la menor rendición de cuentas. Es decir, aunque hay algunas áreas que funcionan bien, muchas de ellas porque se organizaron, como el TLC, expresamente para impedir la arbitrariedad burocrática, la ineficacia del gobierno es esencialmente ubicua.

En este sentido, la necesidad de una reforma a la manera de funcionar el gobierno es tan obvia que no debería ameritar mucho más que acciones concretas. A pesar de lo anterior, el hecho es que el gobierno y, de hecho, todo el aparato político, se encuentra paralizado, sin saber qué hacer o hacia dónde orientarse. Se habla de reformas, pero no hay consenso sobre sus objetivos o alcances.

Muchas de las propuestas que se han presentado para intentar reformar al gobierno nacen menos del análisis que del ánimo de venganza. En el camino han nacido muchos mitos, algunos fantasmas y muchos riesgos excesivos de que acabemos no sólo sin resolver el problema, sino haciéndolo mucho peor. Algunos de esos mitos, quizá los más perniciosos, son particularmente preocupantes. El más socorrido es sin duda el relativo al poder del ejecutivo: la presidencia era muy fuerte, entonces tenemos que debilitarla. Nadie parece reparar en el hecho de que la presidencia de hoy, ya sin el PRI, es constitucionalmente muy débil. Lo que procede no es fortalecer o debilitar a la presidencia, sino construir una nueva estructura de relaciones entre los tres poderes públicos (el ejecutivo, el legislativo y el judicial) a fin de que crear un gobierno eficaz, capaz de funcionar dentro de un entorno democrático.

Otro de los mitos, igualmente corrosivo, es el del federalismo. Como antes el ejecutivo federal controlaba a todos los demás poderes públicos, incluyendo a los gobernadores, lo que procede, según el mito, es desmantelar las estructuras de control del gasto federal y transferir los recursos públicos a los gobernadores, bajo el supuesto de que ellos, sin control alguno, van a ser más eficaces que lo que antes existía. Al igual que con el mito del presidencialismo de antaño, lo que se propone es resolver un problema que existía antes, a pesar de que el problema ha cambiado de naturaleza de manera radical a partir de la derrota del PRI en el 2000.

El punto es que el gobierno mexicano era sumamente ineficaz en los últimos años y muchas de sus estructuras eran ciertamente perniciosas para el desarrollo económico o político del país. Esos problemas eran reales y tienen que ser atendidos. Pero las soluciones que lleguen a contemplarse no pueden ignorar que el cambio ocurrido en el 2000 constituye un parte aguas de tal magnitud en la historia del país, que lo que era válido antes de julio del 2000 ya no necesariamente lo es después. O, más exactamente, que los criterios de solución que eran apropiados antes de esa fecha han dejado de serlo. El ejemplo más evidente de lo anterior es la presidencia misma: antes era un poder excesivo, con infinita capacidad de acción; lo que procedía en ese contexto era sin duda su debilitamiento. Sin embargo, la razón de ese poder excesivo no era la presidencia (que es relativamente débil en términos constitucionales), sino la asociación entre un poder hegemónico y la presidencia. Eso desapareció con la derrota del PRI. Lo que procede ahora es analizar cuidadosamente lo que hoy existe y no lo que antes existió. El riesgo de errar es tan grande que podríamos acabar provocando una verdadera crisis de estabilidad política y caos económico.

La realidad política actual choca con la estructura institucional que caracteriza al sistema político. Si antes las cosas funcionaban mal, ahora funcionan peor y, además, son disfuncionales. Esto no es «culpa» de alguien en particular, sino del agotamiento de una estructura institucional asociada al PRI, además de la parálisis que los votantes decidieron incorporarle al sistema con su voto diferenciado para el Congreso y la presidencia, respectivamente. Ahora es imperativo rediseñar las instituciones para que sean funcionales y que operen en torno al ciudadano. Los vectores del cambio, de la reforma del Estado, no pueden ser otros que la eficacia y la rendición de cuentas. La pregunta es si los políticos de hoy, a diferencia de los de antaño, tienen la capacidad de servir al ciudadano o seguirán prefiriendo servirse de éste.

 

Peligroso precedente.

Cualesquiera que sean las razones, la decisión del Senado ha abierto un frente por demás visible y sensible en la relación bilateral con E. U. Además de evidenciar los problemas de rendición de cuentas que padece el sistema político, elevar el impasse a estos niveles constituye una afrenta pública y sienta un peligroso precedente. Capaz que la vieja conseja, de que la ropa sucia se lava en casa, es ahora más válida que nunca.